Las consecuencias neurobiológicas del maltrato infantil y su impacto en la funcionalidad del eje HHA

Laia Marques-Feixa y Lourdes Fañanás

RESUMEN  

Las consecuencias neurobiológicas del maltrato infantil y su impacto en la funcionalidad del eje Hipotálamo-Hipofisario-Adrenal (HHA). Este artículo pretende revisar algunos de los mecanismos neurobiológicos afectados por el maltrato infantil, poniendo especial énfasis en la función del eje HHA, el principal mecanismo de regulación del estrés en humanos. Este eje HHA parece estar desregulado en aquellas personas que han sufrido maltrato infantil, mostrándose hiporeactivo frente situaciones de estrés psicosocial medidas mediante el Trier Social Stress Test (TSST). Todas estas alteraciones podrían estar asociadas a cambios epigenéticos que modifican la expresión génica de algunos genes de interés implicados en la regulación del eje HHA, como el gen del receptor de glucocorticoides (NR3C1). Además, se discute la gran relevancia que tienen algunos aspectos como los periodos evolutivos de exposición al maltrato, tiempo de exposición a este, la coexistencia de diferentes tipos de maltrato, la severidad o el sexo del sujeto. Palabras clave: maltrato infantil, neurobiología, eje HHA, TSST, epigenética.

ABSTRACT  

The neurobiological consequences of child abuse and its impact on the functionality of the Hypothalamic-Pituitary- Adrenal (HPA) Axis. This article aims to review some of the neurobiological mechanisms affected by child abuse, emphasizing the function of the HPA axis, the main mechanism for regulating stress in humans. People who have suffered child abuse seem to have a deregulated HPA axis and to be hypo reactive to situations of psychosocial stress, according to the Trier Social Stress Test (TSST). All these alterations could be associated with epigenetic changes that modify the gene expression of the genes of interest involved in the regulation of the HPA axis, such as the glucocorticoid receptor gene (NR3C1). Besides, the great relevance of some aspects such as the evolutionary periods of exposure to mistreatment, the time of exposure, the coexistence of different types of mistreatment, the severity or the sex of the subject is discussed. Keywords: Child abuse, Neurobiology, HPA axis, TSST, Epigenetics.  

RESUM  

Les conseqüències neurobiològiques del maltractament infantil i el seu impacte en la funcionalitat de l’eix Hipotàlem-Hipofisiari-Adrenal (HHA). Aquest article pretén revisar alguns dels mecanismes neurobiològics afectats pel maltractament infantil, posant especial èmfasi en la funció de l’eix HHA, el principal mecanisme de regulació de l’estrès en els éssers humans. Aquest eix HHA sembla estar desregulat en aquelles persones que han patit maltractament infantil; així, es mostra hiporeactiu enfront de situacions d’estrès psicosocial mesurades amb el Trier Social Stress Test (TSST). Totes aquestes alteracions podrien estar associades a canvis epigenètics que modifiquen l’expressió gènica d’alguns gens d’interès implicats en la regulació de l’eix HHA, com el gen del receptor de glucocorticoides (NR3C1). A més, es discuteix la gran rellevància que tenen alguns aspectes com els períodes evolutius d’exposició al maltractament, el temps d’exposició, la coexistència de diferents tipus de maltractament, la severitat o el sexe del subjecte. Paraules clau: maltractament infantil, neurobiologia, Eix HHA, epigenètica.

Introducción

Es más fácil construir niños fuertes  que reparar hombres rotos.  Frederick Douglas La infancia constituye un periodo especial­mente prolongado y sensible en la vida de los se­res humanos. A diferencia de otras especies, los humanos somos primates que nacemos con una gran inmadurez neurológica, siendo altamente dependientes del cuidado de nuestros progeni­tores para la supervivencia a corto y largo plazo. Los estímulos y la crianza recibidos durante esta etapa serán cruciales para la maduración de fun­ciones cognitivas que permitirán al sujeto adap­tarse con mayor o menor éxito a la realidad so­cial de su entorno. Así, sabemos que los factores ambientales tempranos van a ser transcenden­tales a la hora de permitir y dirigir la expresión génica involucrada en el desarrollo cerebral.  Desde los paradigmas de la biología evolutiva se considera que algunas de las funciones men­tales que nos definen como especie (entre ellas la cognición social, el lenguaje, la empatía o el altruismo) fueron fundamentales en el estable­cimiento de una fuerte cohesión social entre los individuos de los primeros grupos humanos y esenciales en el éxito evolutivo de nuestra espe­cie. Desde esta perspectiva, podríamos afirmar que estamos diseñados para tener unos buenos padres y un buen grupo social. Así, numerosos procesos que van a ser esenciales para la regu­lación emocional del recién nacido están me­diados por mecanismos neuroendocrinos cuya regulación se establece ya durante los primeros años de crianza a través de los estilos de apego con la madre (Tarullo y Gunnar, 2006).  

Neurodesarrollo e infancia

Aunque en el momento de nacer práctica­mente se ha completado el proceso de neuro­génesis, durante los primeros años de vida se van a producir numerosos cambios estructu­rales, funcionales y de conectividad entre las neuronas del córtex cerebral, así como entre las neuronas y las células gliales que las acompañan (astrocitos, oligodendrocitos y microglía). Así, en las primeras etapas del desarrollo postnatal, y hasta el final de la infancia, se produce un gran número de sinapsis excitatorias (mediadas por el sistema glutamatérgico); simultáneamente, se incrementa de forma progresiva el volumen de materia blanca reforzando la conectividad entre áreas distantes del córtex cerebral. Por otro lado, la sinaptogénesis inhibitoria (mediada por el sistema gabaérgico) va avanzando lenta­mente a lo largo de la infancia (ver figura 1 del anexo).  Coincidiendo con el inicio de la pubertad, se va a producir una poda sináptica masiva (pru­ning en inglés) en la que se eliminaran multitud de sinapsis excitatorias y aumentará la produc­ción de sinapsis inhibitorias. Ambos fenómenos confluyen en la adolescencia, momento en que se estabilizan el número de sinapsis excitatorias y siguen aumentando las inhibitorias hasta la adultez temprana y la madurez. De esta manera, la impulsividad y otras características propias de la adolescencia van cediendo paso a un cere­bro regulado en el que muchas funciones cogni­tivas y emocionales, claves para la adaptación a la vida social y el éxito reproductor, terminan de madurar. De manera paralela a estos procesos se produce un aumento progresivo de la mieli­nización de las fibras axonales, optimizando la conectividad entre áreas cerebrales (Nemeroff, 2016; McCrory, De Brito y Viding, 2011). Los procesos anteriormente mencionados se realizan bajo el dictado del programa genético de nuestra especie, que a su vez está ejecutado y regulado por mecanismos epigenéticos e in­fluenciado por el ambiente. Es decir, el progra­ma de neurodesarrollo puede verse modifica­do por la presencia de factores ambientales de diferente índole, desde infecciones o tóxicos a procesos de estrés psicosocial que serán capa­ces, en última instancia, de modificar los perfiles de conectividad neuronal. Dichas modificacio­nes en los perfiles de conectividad – aumentada o disminuida- pueden ir acompañados de cam­bios en el volumen de materia gris en las áreas cerebrales afectadas. Todas estas alteraciones van a tener una repercusión en el fenotipo del niño a nivel comportamental y emocional, e in­fluenciarán en su vulnerabilidad futura frente a situaciones de estrés psicosocial, incrementan­do, en algunos casos, el riesgo de trastornos psi­quiátricos (Teicher, Samson, Anderson y Ohas­hi, 2016).

Maltrato infantil y riesgo de enfermedad mental

Aunque existe una gran variabilidad de con­ductas y actitudes por parte de los adultos o cuidadores que pueden ser perjudiciales para el menor, actualmente las más reconocidas en la investigación como maltrato infantil son la ne­gligencia física y emocional y el abuso psicoló­gico, físico y sexual. A pesar de que el maltrato  infantil está presente en todas las sociedades, su prevalencia está estrechamente ligada al país de origen, la cultura y las condiciones socioeconó­micas y sociosanitarias de la familia (Akmatov, 2011). Aun así, sabemos que la mejoría en la ren­ta familiar y la educación no excluye el riesgo de maltrato infantil a un menor (Brown, Garrison, Bao, Qu, Jenny y Rowhani-Rahbar, 2019). Gilbert y colaboradores (Gilbert, Widom, Browne, Fergusson, Webb y Janson, 2009) des­cribieron en población infanto-juvenil europea que entre un 4 y 16 % de los niños habían sido expuestos a maltrato físico, un 10 % a negligen­cia o maltrato psicológico y entre un 5-10 % ha­bían sido víctimas de abuso sexual. Estas cifras se encuentran en continua revisión en base a nuevos estudios epidemiológicos y son consi­deradas infraestimadas por los expertos.  Además, es importante señalar que la mayor parte de los niños no viven estas experiencias de manera aislada y puntual, sino que los dife­rentes tipos de maltrato coexisten y en muchas ocasiones se experimentan de forma crónica (Vachon, Krueger, Rogosch y Cicchetti, 2015). Este hecho tendrá una gran relevancia a la hora de comprender los efectos neurobiológicos del maltrato infantil y de sus futuras repercusiones psicopatológicas.  En etapas claves del desarrollo, como es la adolescencia, los acontecimientos vitales estre­santes cotidianos –no necesariamente el maltra­to- también pueden tener un fuerte impacto en la aparición de sintomatología internalizante y externalizante (March-Llanes, Marqués-Feixa, Mezquita, Fañanás, L. y Moya-Higueras, 2017). Además, estos resultados son de gran interés, ya que demuestran que esta relación se retroa­limenta, de manera que vivir acontecimientos estresantes aumenta el riesgo de sufrir sinto­matología, a la vez que sufrir sintomatología te predispone a vivir más acontecimientos vitales estresantes. En este sentido, diferentes estudios retrospec­tivos y prospectivos han demostrado que existe una clara relación dosis-efecto en relación a las adversidades vividas durante la infancia y la apa­rición de sintomatología psiquiátrica: cuantas más experiencias adversas o de maltrato se han vivido durante la infancia, mayor es el riego para desarrollar trastornos psiquiátricos en la edad adulta (Anda et al., 2006; Arseneault et al., 2011). Los mismos resultados parecen observarse en población infantil: aquellos niños que han expe­rimentado múltiples tipos de maltrato y de for­ma crónica tienen mayor riesgo para desarrollar problemas psicológicos y emocionales en com­paración con niños que han vivido solo un tipo de maltrato de forma puntual (Warmingham, Handley, Rogosch, Manly y Cicchetti, 2019).  Así, numerosos estudios han confirmado que el maltrato infantil incrementa el riesgo de pa­decer un trastorno mental incluyéndose, entre otros, los trastornos de ansiedad, la depresión, el estrés post-traumático, el suicidio, los trastor­nos de la conducta, el abuso de sustancias, los trastornos de la personalidad y la psicosis (Carr, Martins, Stingel, Lemgruber y Juruena, 2013; De Aquino, Queiroz, Neri y Aguiar, 2018; Teicher y Samson, 2013).  Algunos estudios vinculan ciertos tipos de maltrato con diagnósticos psiquiátricos espe­cíficos, aunque la evidencia científica sugiere que cualquier forma de maltrato tiene efectos generalizados y sistémicos sobre la salud física y mental de la persona (Vachon et al., 2015). De hecho, tal es su impacto en los países desarro­llados donde se han realizado estudios sistemá­ticos, que se estima que un 30 % de los trastor­nos mentales diagnosticados en la edad adulta podrían explicarse por las experiencias adversas vividas durante la infancia. Esta proporción as­cendería hasta al 41 % en los trastornos menta­les de inicio en la infancia (Kessler et al., 2010). Finalmente, es importante destacar que las personas con historia de maltrato constituyen un subtipo de pacientes clínicamente distinto, presentando sintomatología más severa, de ini­cio más temprano, con más comorbilidad y con una peor adherencia y respuesta al tratamiento psicológico y farmacológico (Nanni, Uher y Da­nese, 2012).

Estudios de neuroimagen cerebral en maltrato infantil

Los estudios de neuroimagen desarrollados en roedores, primates y humanos han demostrado que los estresores tempranos modifican aspectos morfológicos y volumétricos del cerebro. Entre las estructuras o áreas cerebrales más reportades en los estudios se encuentran: la amígdala (encar­gada de procesar y almacenar reacciones emo­cionales, como el miedo), el hipocampo (región muy sensible al estrés que desempeña funcio­nes importantes en la memoria y el aprendiza­je), el córtex prefrontal (encargado de la plani­ficación de comportamientos cognitivamente complejos, procesos de toma de decisiones, re­gulación emocional y adecuación del comporta­miento social), el cuerpo calloso (que conecta y coordina las funciones de los dos hemisferios) y el locus cerúleo (implicado en la producción de noradrenalina frente situación de estrés [Dvir, Ford, Hill y Frazier, 2014; Teicher et al., 2016]). Las alteraciones en estas áreas -normalmen­te asociadas a pérdida de volumen de materia gris- podrían conferir riesgo para la aparición de sintomatología psiquiátrica, tanto de manera proximal al maltrato durante la infancia, como de manera distal en la vida adulta. Además, parece que hay una clara asociación entre la edad de exposición al maltrato y las áreas cerebrales que se encuentran afectadas. Mientras que sufrir abuso sexual durante los tres y los cinco años de vida afecta a la maduración y volumen del hipocampo, sufrirlo entre los nue­ve y los 10 años podría tener más repercusión en el cuerpo calloso y sufrirlo durante los 14 y los 16 años afectaría fundamentalmente al córtex prefrontal (Andersen, Tomada, Vincow, Valen­te, Polcari y Teicher, 2008). Estos datos son de gran interés a la hora de comprender las altera­ciones sintomatológicas presentes en los suje­tos víctimas de abuso sexual. Por otro lado, algunos estudios translaciona­les muestran que los efectos del maltrato en el funcionamiento del cerebro no siempre apare­cen inmediatamente después de la exposición al evento. Andersen y Teicher (2004) describen una reducción del volumen de materia gris en el hipocampo de adultos con historia de maltrato pero no en niños con experiencias de maltrato sufridas recientemente. Los autores hipotetizan que estos cambios cerebrales asociados al mal­trato podrían emerger durante la transición de la niñez a la adultez, cuando se completa el de­sarrollo cerebral influenciado por las hormonas sexuales durante la pubertad.  En esta línea, hay que señalar que ado­lescentes con historia de maltrato, pero sin diagnóstico psiquiátrico actual, muestran di­ferencias en el volumen de materia gris en al­gunas regiones cerebrales dependiendo del sexo del sujeto (Edmiston et al., 2011). Así, las reducciones volumétricas de materia gris observadas en las chicas expuestas a maltrato afectan principalmente a áreas implicadas en la regulación emocional, mientras que las re­ducciones observadas en los chicos afectan a las áreas cerebrales relacionadas con el control de los impulsos. Como se ha comentado ante­riormente, aun tratándose de adolescentes sin diagnóstico psiquiátrico, estos cambios podrían tener una influencia sobre el procesamiento y la respuesta al estrés psicosocial en la vida adulta, contribuyendo a un aumento de riesgo para su­frir un trastorno mental.

El eje Hipotálamo Hipofisario Adrenal (HHA) y el maltrato infantil

El organismo humano dispone de varios me­canismos neurobiopsicológicos para responder a las situaciones de estrés psicosocial. El eje Hipotalámico-Hipofisario-Adrenal (HHA) es uno de los principales y el más temprano mecanismo de regulación del estrés en humanos (Tarullo y Gunnar, 2006). Como veremos más adelante, este mecanismo adaptativo puede verse alte­rado y desregulado si se encuentra sometido a periodos de estrés muy prolongados durante la infancia (MacMillan et al., 2009). Como se puede apreciar en la Figura 2A del anexo (1), en condiciones habituales, cuando el cerebro detecta una señal de estrés, se activa el núcleo paraventricular del hipotálamo que estimula, a su vez, la liberación de la hormona adrenocorticotrópica (CRH) que se dirige a la adenohipófisis, donde promueve la liberación de corticotropina (ACTH). A su vez, la ACTH lle­ga a través de la sangre a las glándulas adrena­les ubicadas en la parte superior de los riñones donde desencadena la secreción de la hormo­na glucocorticoide (cortisol en humanos). Una vez liberado el cortisol -la hormona final del eje HHA-, se une a los receptores de glucocorticoi­des (en azul en la figura) ubicados en el citoplas­ma celular de diferentes tejidos, permitiendo su translocación al núcleo, donde ejercerá un am­plio rango de acciones mediante la activación y el silenciamiento de distintos genes. A su vez, existe un sistema de retroalimentación negati­va para recuperar la homeostasis, por el cual el cortisol, una vez unido a los receptores de glu­cocorticoides del hipotálamo y la hipófisis, inhi­be la producción de CRH y ACTH (línea en rojo de la Figura 2A del anexo). Bajo situaciones de estrés crónico, como puede ser el maltrato in­fantil, el eje HHA puede mostrarse hiperactivo (Figura 2B del anexo); en este caso, el exceso de cortisol en sangre puede provocar una desensi­bilización de los receptores de glucocorticoides produciendo, en última instancia, una alteración del sistema de retroalimentación negativa que hace mantener altos los niveles de cortisol con diversas consecuencias asociadas (los niveles altos y prolongados de cortisol son neurotóxi­cos para el cerebro y modifican el perfil pro-in­flamatorio del organismo). Finalmente, se puede mostrar un eje HHA hipoactivo (Figura 2C del anexo); las personas que han vivido situaciones adversas durante largos periodos de su vida ter­minan por presentar, al cabo de un tiempo, una hipoactivación general del eje HHA que aparece desensibilizado y poco reactivo. Se hipotetiza que ese funcionamiento preserva al organismo de la neurotoxicidad del cortisol, pero a su vez, pierde la capacidad regulatoria y adaptativa del eje HHA frente a las situaciones de estrés agudo.  Es importante destacar que un reciente meta-análisis ha demostrado que existen diferencias sexuales en el funcionamiento del eje HHA fren­te situaciones de estrés, ya que las mujeres se­cretan menos cortisol que los hombres después de ser expuestas a situaciones de estrés agu­do (Liu, Ein, Peck, Huang, Pruessner y Vickers, 2017). Además, eso es de gran relevancia, ya que algunos estudios sugieren que niñas con historia de maltrato que presentan un funcionamiento atenuado del eje HHA tienden a tener una acele­ración del desarrollo puberal al cabo de un año (Saxbe, Negriff, Susman y Trickett, 2015).

Estudio de la reactividad del eje HHA frente al estrés psicosocial agudo en sujetos expuestos a maltrato infantil: El Trier Social Stress Test (TSST)  

Uno de los paradigmas más utilizados en hu­manos para valorar la funcionalidad del eje HHA frente a una situación de estrés psicosocial es el Trier Social Stress Test (TSST) (Kirschbaum, Pirke, y Hellhammer, 1993). El TSST resulta es­pecialmente interesante, ya que permite obte­ner una medida cuantitativa y continua del fun­cionamiento del eje HHA bajo una situación de estrés controlada (ver Figura 3 del anexo). Este test ha sido utilizado en los últimos años por dis­tintos grupos de investigación tanto en sujetos infantiles como adultos, sanos o afectados por diversas patologías, expuestos o no a maltrato. El reciente meta-análisis de Bunea, Szenta­gotai-Tatar y Miu (2017) explora el efecto que tienen las experiencias adversas tempranas en la respuesta del eje HHA frente situaciones de estrés psicosocial agudo (mediante el TSST) en población general sana de entre ocho y 61 años. Como se observa en la Figura 4 del anexo, los niveles de cortisol frente situaciones de estrés están atenuados en aquellos individuos expues­tos a adversidades tempranas, especialmente, en las fases de pico de estrés y de recuperación.  Este meta-análisis apoyaría la hipótesis de la existencia de una sensibilización del eje HHA en situaciones de estrés en aquellas personas ex­puestas a adversidades en la infancia. Además, los autores demuestran que esta hiporreactivi­dad del eje HHA es especialmente pronunciada en aquellas personas que han sufrido experien­cias, específicamente, de maltrato infantil (físi­co, psicológico, sexual o negligencia), más allá de otras adversidades tempranas de otra natu­raleza como la muerte de un familiar, separación de los padres, problemas económicos, enferme­dad mental de los padres, etc. Otro dato interesante aportado por este me­ta-análisis es que la atenuación del eje era ma­yor en aquellos estudios en los que el maltrato se había valorado de manera auto-reportada -con cuestionarios- y no a partir de registros ofi­ciales o de entrevistas personales. Estos resulta­dos se podrían explicar por el gran secretismo que envuelve al maltrato infantil y la alta tasa de falsos negativos que existen en los datos o registros oficiales. Por último, hay que recalcar que este aplanamiento del eje HHA es mayor en adultos con historia de maltrato que en niños y adolescentes, en que las experiencias adversas les son más proximales al estudio y realización del TSST. En esta dirección, el proyecto multicéntrico EPI-Young_Stress_Project, realizado a nivel del estado español, estudia el perfil del TSST a ni­ños de siete a 17 años expuestos y no expues­tos a maltrato infantil, y con o sin diagnósticos psiquiátricos. Este estudio permitirá evaluar en población infanto-juvenil las consecuencias neurobiológicas del maltrato infantil de mane­ra proximal y su relación con las consecuencias psicopatológicas.  Los resultados preliminares de este estudio basado en población infanto-juvenil española parecen confirmar que haber sufrido maltrato infantil desensibiliza el eje HHA frente situacio­nes de estrés (Palma-Gudiel, Marques-Feixa, Castro-Quintas y Fananas, 2019). Específica­mente, los primeros resultados describen que, aunque tanto niños como adolescentes (con o sin historia de maltrato) reportan altos niveles de estrés percibido cuando realizan la prueba del TSST, los adolescentes con historia de mal­trato presentan niveles de ansiedad más eleva­dos. Pero, paradójicamente, estos adolescentes son los que presentan niveles de cortisol más bajos frente la situación de estrés psicosocial (TSST). Estos resultados ponen de manifiesto, una vez más, la existencia de un eje HHA ate­nuado en adolescentes con historia de maltrato. Por otro lado, los niños pre-púberes con historia de maltrato no mostraban este aplanamiento en el eje HHA. Estos resultados indicarían que los cambios cerebrales asociados a la pubertad, mediados por las hormonas sexuales, constitu­yen un periodo evolutivo crucial en la madura­ción cerebral y en la aparición de disfunciones cerebrales asociadas al maltrato que habían quedado enmascaradas.  Asimismo, es importante destacar que algu­nos estudios longitudinales previos demues­tran que el aplanamiento del eje HHA en la adolescencia viene precedido de un periodo de hiperreactividad en los sujetos expuestos a maltrato (Trickett, Noll, Susman, Shenk y Put­nam, 2010). Este fenómeno se explicaría por la sensibilización del eje HHA que, tras ser ex­puesto durante un periodo largo a situaciones de estrés y altos niveles de cortisol, se desen­sibiliza y disminuye los niveles de cortisol que podrían ser neurotóxicos a largo plazo (ver Fi­gura 2 del anexo).  Por otro lado, un estudio reciente ha examina­do la reactividad del eje HHA frente al TSST en niños de siete a 14 años adoptados en institucio­nes cuando tenían entre seis meses y cinco años de vida (DePasquale, Donzella y Gunnar, 2019). Los investigadores describen que estos niños mostraban un eje atenuado también en etapas infantiles comparado con niños nacidos y cria­dos por su familia de origen. No obstante, duran­te las etapas puberales y post-puberales, que ya tenían lugar en el contexto ambiental de la fami­lia adoptiva, estos niños adoptados mostraban una reactividad del eje HHA similar a los niños no adoptados. Estos resultados son esperanza­dores y resaltan la posibilidad de recuperación de la reactividad del eje HHA después de expo­nerse a adversidades tempranas, incluso varios años más tarde. Sería interesante evaluar si este reajuste reduce también el riesgo de manifestar psicopatología en estos niños que continúan su desarrollo en un ambiente de crianza adecuado.  Es importante destacar que todas estas alte­raciones en el funcionamiento del eje son repor­tadas frente situaciones de estrés psicosocial, en las que el sujeto se expone experimentalmente a un estresor agudo. Sin embargo, parece que el funcionamiento basal del eje HHA responsa­ble del mantenimiento del ritmo circadiano dia­rio del organismo y del equilibrio homeostático no se encontraría alterado en las personas con historia de maltrato (Bernard, Frost, Bennett y Lindhiem, 2017). Aun así, los autores puntuali­zan que, en aquellos estudios en los que la pre­sencia de maltrato se recogió según los datos de agencias de protección al menor (y no de manera auto-reportada), los sujetos con mal­trato mostraban niveles de cortisol más bajos al despertarse por la mañana, coincidiendo con un patrón de hipocorticosolismo. Cabe destacar que estos sujetos corresponden con los casos más severos de maltrato. Aun así, este artícu­lo pone de manifiesto la relevancia que tiene la metodología utilizada para recoger la informa­ción de maltrato sufrido.  

Disfuncionalidad del eje HHA en sujetos con diagnostico psiquiátrico expuestos a maltrato infantil

Estas alteraciones en la funcionalidad del eje HHA tienen una gran relevancia, ya que niveles atenuados de cortisol frente situaciones de es­trés se han relacionado con sintomatología de la esfera internalizante y externalizante en la ado­lescencia, así como con una peor función ejecu­tiva y peores relaciones en el ámbito escolar. En definitiva, esta disfunción tiene consecuencias desadaptativas para los adolescentes (Conradt et al., 2014; Bae et al., 2015).  Además, sabemos que estas alteraciones en el eje HHA pueden mantenerse durante la vida adulta y siguen relacionándose con dis­tintos diagnósticos psiquiátricos. Más especí­ficamente, un reciente meta-análisis en pobla­ción adulta (Zorn, Schür, Boks, Kahn, Joëls y Vinkers, 2017) describe que los pacientes con esquizofrenia presentan un eje HHA atenua­do respecto la población sana. En el caso de los pacientes con diagnósticos de la esfera ansiosa-depresiva, las mujeres con depresión mayor o trastornos ansiosos también mues­tran un eje HHA hiporeactivo frente el estrés agudo, mientras que los hombres muestran un eje HHA hiperreactivo. Estas divergencias podrían explicarse en parte por las hormonas sexuales, ya que mujeres en fase lútea del ciclo menstrual presentan respuestas más similares a los hombres, mientras que en fase folicular, con tratamiento oral de anticonceptivos o me­nopausia muestran niveles atenuados de corti­sol (Kudielka, Buske-Kirschbaum, Hellhammer y Kirschbaum, 2004). En este sentido, también el eje Hipotálamo-Hipofisario-Gonadal (HHG), que regula la secreción de hormonas sexuales, parece estar estrechamente ligado a la res­puesta al estrés. Asimismo, estas divergencias podrían expli­carse por el tipo de comportamiento manifes­tado por el sujeto delante de situaciones de estrés; diferentes estudios atribuyen el aumen­to de la respuesta del eje HHA a la reacción de lucha o huida frente a una situación de estrés y la respuesta atenuada del eje a una reacción de paralización. Además, estos patrones divergen­tes entre sujetos podrían explicarse tanto por la genética del individuo como por la naturaleza propia de las experiencias de maltrato vividas; el tiempo de exposición, la ventana ontogénica, la severidad o el apoyo recibido (Read, Ham­mersley y Rudegeair, 2007).

Mecanismos epigenéticos y maltrato infantil  

Los mecanismos por los cuales el estrés tem­prano impacta sobre la salud de la persona po­drían ser explicados por mecanismos epigenéti­cos. Es decir, modificaciones en la expresión del ADN que no modifican su secuencia. Los meca­nismos epigenéticos engloban un conjunto de mecanismos complejos que actúan coordinada­mente y permiten el acceso de los factores de transcripción a la secuencia del genoma y, por lo tanto, la expresión de los genes (Szyf, 2014).  De todas las modificaciones epigenéticas descritas, la metilación del ADN (adhesión de un grupo metilo) es la que más se ha estudiado tanto en marcos clínicos como experimentales. Muchos de los estudios que pretenden com­prender los cambios biológicos asociados a es­trés temprano y maltrato se han centrado en el análisis de la metilación en genes implicados en la regulación del eje HHA y del estrés en gene­ral (NR3C1, FKBP5 o SLC6A4) (Palma-Gudiel y Fañanás, 2017). Uno de los primeros estudios en este campo (Weaver et al., 2004) se centró en el análisis del gen del receptor de glucocorticoides (NR3C1) en el hipocampo de ratas recién nacidas expuestas a diferentes tipos de cuidado. Este estudio en modelo animal pudo constatar una asociación entre un bajo cuidado materno durante la pri­mera semana de vida y una hipermetilación en algunas regiones del gen del receptor de gluco­corticoides.  A pesar de la gran heterogeneidad metodo­lógica en los estudios en humanos en este cam­po, la mayoría sugiere la existencia de una hi­permetilación moderada en diversos lugares de este gen (NR3C1) en relación a múltiples tipos de estrés temprano, incluyendo tanto el estrés prenatal (Palma-Gudiel, Córdova-Palomera, Eixarch, Deuschle y Fañanás, 2015), como la adversidad y el maltrato infantil (Palma-Gudiel, Córdova-Palomera, Leza y Fañanás, 2015). Sin embargo, muchos de estos estudios se han lle­vado a cabo en poblaciones, o bien adultas o bien infantiles, y la mayoría de ellos ha trabaja­do con definiciones muy amplias de adversidad temprana, en contraposición con el estudio se­minal en ratas en el que se exploró una expo­sición temprana a negligencia inmediatamente después del nacimiento. En esta línea, un re­ciente estudio del Hospital de Massachusetts (Dunn et al., 2019) ha recalcado la relevancia que tiene el momento del desarrollo en el que tienen lugar las experiencias adversas, desta­cando que los cambios de metilación en el ADN aparecen sobre todo cuando la exposición a adversidades ha sido durante los tres primeros años de vida. Por lo tanto, parece que existen periodos de clara sensibilidad a la exposición al maltrato que son de gran relevancia para com­prender los perfiles epigenéticos asociados a este fenómeno.  Además, la dirección de la desregulación del eje HHA antes mencionada (si se muestra hipo­reactivo o hiperreactivo) parece que podría es­tar mediada por huellas epigenéticas en genes candidatos relacionados con el estrés. Alexan­der et al., (2018), en su reciente estudio, describe cómo, en adultos expuestos a maltrato infantil, los niveles de metilación en la región promoto­ra del receptor de glucocorticoides (NR3C1-1F) predicen la dirección de la desregulación del eje frente una situación de estrés; específicamente, aquellos sujetos con experiencias de maltrato moderadas-severas con altos niveles de meti­lación en NR3C1-1F mostraban más reactividad del eje HHA frente el TSST, mientras que aque­llos sujetos con historia de maltrato con bajos niveles de metilación en NR3C1-1F mostraban un eje HHA atenuado frente al estrés.  Así, aunque algunos autores han empezado a investigar las modificaciones epigenómicas que tienen lugar después del maltrato infantil (Labonté, Suderman y Maussion, 2016) o la ins­titucionalización (Naumova, Lee, Koposov, Szyf y Dozier, 2012), hacen falta nuevas investigacio­nes que analicen específicamente los distintos tipos de estrés psicosocial experimentados y el momento ontogénico del desarrollo en el que tienen lugar. De este modo, se podrá capturar mejor la especificidad del impacto del maltra­to sobre la expresión génica global e identificar los sistemas de genes de máxima vulnerabili­dad. Este tipo de análisis epigenómicos sería de gran utilidad para comprender la etiopatología de los trastornos psiquiátricos que se originan durante etapas tempranas de la vida, dada la evidencia de que algunas marcas epigenéticas se establecen durante algunas ventanas muy específicas del desarrollo temprano y que, aun­que pueden permanecen fijas durante décadas, podrían ser enmascaradas por posteriores fenó­menos ambientales de la vida adulta (Heijmans et al., 2008). Además, sería de gran interés es­tudiarlo en niños y adolescentes de manera muy proximal a la historia de maltrato controlando importantes confusores biológicos asociados al desarrollo del cerebro.

Implicaciones

El maltrato infantil es un reconocido proble­ma de salud global que afecta de manera sis­témica al organismo, asociándose con proble­mas médicos como la obesidad, enfermedades cardiovasculares, respiratorias, inmunológicas y de salud mental (Norman et al., 2012). Todas estas alteraciones hacen que aquellas personas que han sufrido seis o más experiencias adver­sas durante su infancia tengan una esperanza de vida de hasta 20 años menor (Brown et al. 2009). Como hemos podido ver, las consecuencias del maltrato infantil son profundas a nivel neuro­biológico y psicopatológico. Por eso es de gran relevancia poner más atención en los factores psicosociales, tanto en el campo de la investi­gación como en la práctica clínica y en el trata­miento, para así generar un cambio asistencial que ponga el foco en las experiencias vividas por la persona y en sus relaciones interperso­nales como parte fundamental del tratamiento. Además, es trascendental valorar cualitativa­mente las experiencias de maltrato vividas por un niño, ya que la tipología de maltrato, la co­morbilidad, la severidad, la duración, así como la ventana ontogénica en la que ocurren, tienen un papel fundamental en las expresiones psico­patológicas y neurobiológicas futuras.  Por todo ello, para minimizar los efectos dañi­nos a corto y largo plazo del maltrato infantil en la salud de las personas, es imprescindible desa­rrollar herramientas útiles para medirlo y formar a profesionales para la detección e intervención precoz. Además, es importante destacar que se ha demostrado que el mayor riesgo para desa­rrollar un trastorno mental aparece cuando coo­curren adversidades durante la infancia junto con una dinámica familiar disfuncional (Kessler et al., 2010). Por tanto, es imprescindible realizar las intervenciones de forma sistémica involu­crando a la familia en el tratamiento y minimizar así los daños en etapas posteriores cruciales del neurodesarrollo del niño.  En este sentido, destacar que hay estudios esperanzadores que han demostrado cómo la psicoterapia, además de provocar cambios sintomatológicos, puede provocar cambios a nivel neurobiológico. En particular, Roberts et al., (2014) demostraron cómo la respuesta a la terapia cognitivo-conductual en niños se rela­cionaba con sus perfiles epigenéticos. Específi­camente, describieron una mayor metilación del ADN en la región promotora del gen transpor­tador de la serotonina (SERT) en aquellos niños con buena respuesta al tratamiento. Por tanto, no hay que perder de vista que, aunque la si­naptogénesis es especialmente intensa durante el desarrollo temprano, el cerebro es plástico y las influencias ambientales posteriores influirán en la consolidación y desaparición de sinapsis durante toda la vida.

Conclusión

El maltrato infantil juega un papel crucial en la maduración neurobiológica y psíquica de las personas. Cuando el maltrato se produce en estas etapas infantiles, desregula diferentes sistemas neurobiológicos y de regulación del estrés esenciales en la consolidación de funcio­nes cognitivas complejas y de regulación emo­cional. Estas alteraciones sistémicas en el or­ganismo pueden contribuir a la vulnerabilidad del sujeto para padecer diferentes trastornos mentales y otras afectaciones médicas duran­te la infancia y la vida adulta. Específicamente, parece que la exposición a maltrato infantil po­dría sensibilizar al eje HHA frente situaciones de estrés psicosocial, mostrando un eje hipoac­tivo a partir de la adolescencia y la adultez. La pubertad es un periodo evolutivo crucial en la maduración y consolidación del cerebro, así como del funcionamiento del eje HHA. Por este motivo, la adolescencia vuelve a ser, también en el ámbito del maltrato, un periodo de ex­cepcional importancia para la detección de los primeros signos de disfunción biológica para establecer los tratamientos.

Agradecimientos

Ayuda de Personal Investigador Predoctoral AGAUR FI_B100023-2018 a Laia Marques-Feixa. Proyecto FIS PI15/0009 Epi_Young_Stress_Project, Grupo 2017-SGR1577 “Genes, ambiente y desarrollo: una visión longitudinal en la com­prensión del origen de la enfermedad mental y la diversidad del comportamiento humano”, li­derado por la Dra. Lourdes Fañanás.

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Anexos Figura 1: Cronograma de los diferentes procesos del desarrollo del sistema nervioso central  Gráfico modificado a partir de Insel y Fernald (2004). Las líneas coloreadas representan los principales procesos del desarrollo neuronal en relación al por­centaje máximo. Al nacer, prácticamente se ha completado el proceso de neurogénesis en nuestro cerebro: proliferación (en lila) y migración (en verde). Durante la etapa perinatal y primera infancia se producen las sinapsis excitatorias (sistema glutamatérgico, en rojo) mientras que en la etapa prepu­beral y adolescencia se van perdiendo estas sinapsis, proceso conocido como poda neuronal (pruning en inglés). En cambio, las sinapsis inhibitorias (sistema gabaérgico, en azul) van aumentando de forma progresiva durante la infancia con un incremento más pronunciado a partir de la adolescencia. De esta manera, al finalizar la adolescencia se alcanza un nuevo equilibrio entre ambos sistemas de neu­rotransmisión con la preponderancia del sistema inhibitorio durante la adultez. De manera paralela a estos procesos, se produce un aumento progresivo de la mielinización de las fibras axonales, proceso asociado a una mayor protección y eficacia de la conectividad entre neuronas.  Figura 2: Funcionamiento del eje Hipotálamo-Hipofisario-Adrenal (HHA) en respuesta al estrés. (A) En condiciones habituales, cuando el cerebro detecta una señal de estrés agudo (puntual). (B) Eje HHA hiperactivo, cuando el cerebro está expuesto a un estrés crónico (pero limitado en el tiempo). (C) Eje HHA hi­poactivo, cuando el cerebro está expuesto a un estrés crónico muy prolongado y sostenido en el tiempo. Figura 3: Resumen del protocolo Trier Social Stress Test (TSST). Protocolo de estrés utilizado en es­tudios experimentales de respuesta al estrés psicosocial agudo en humanos y que permite evaluar la respuesta biológica ante una situación de estrés. El sujeto debe realizar dos tareas frente a un tribunal desconocido y una cámara de video. En el TSST para ni­ños y adolescentes (TSST-C) las tareas consisten en inventar el final de un cuento y realizar una tarea de cálculo mental en voz alta. Se toman muestras de saliva en diferentes momentos del protocolo para poder analizar los niveles de cortisol antes, durante y después de la tarea de estrés. Laia Marques-Feixa y Lourdes Fañanás Saura Psicopatol. salud ment. 2020, M4, 11-2424  Figura 4: Reactividad del eje HHA frente a situaciones de estrés psicosocial (TSST) en sujetos repre­sentativos de la población general (8-62 años) sin patología mental, expuestos y no expuestos a mal­trato infantil. Niveles medios de cortisol salivar que pueden obtenerse a partir de los datos presentados por los autores en el material suplementario del meta-análisis (Bunea et al., 2017). En el punto 1, en el eje de abscisas de la gráfica, se presentan los niveles de cortisol medios en la toma de saliva que coincide con el momento basal de la prueba, antes de entrar en la sala para realizar la tarea de estrés agudo. El punto 3 representa los niveles medios de cortisol observados a partir de las muestras de saliva realizadas después de salir de la prueba de estrés psicosocial (sala del TSST). El punto 5 representa los niveles de cortisol medios observados en los sujetos en la fase de recupera­ción, un tiempo después de finalizar la tarea de estrés. Como se puede apreciar, los sujetos sanos sin experien­cias adversas (línea verde continua) muestran un aumento de los niveles de cortisol después de exponerse a la situación de estrés psicosocial y al cabo del tiempo recuperan sus niveles basales. Por otro lado, los sujetos con historia de adversidad temprana (línea roja discontinua), muestran niveles de cortisol más bajos que los controles, especialmente en el momento de salir de la sala de estrés (2), y en el periodo de recuperación (3), quedando cla­ramente reflejada la hiporreactividad del eje HHA de las personas con experiencias de maltrato frente la situación de estrés psicosocial agudo.