La confusión diagnóstica en la clínica infantil actual. Una postura crítica desde la óptica de los problemas del desarrollo (y II)
Esperanza Pérez de Plá
RESUMEN
Muchos niños y adolescentes que presentan dificultades escolares graves, con problemas de conducta e impulsividad, no consiguen una buena evolución clínica, aún después de años de tratamiento psiquiátrico, con diversos y sucesivos diagnósticos y sus correspondientes fármacos. La primera parte se centra en dos situaciones clínicas muy diferentes y se destaca “la confusión diagnóstica” que impide a los profesionales tratantes pensar en un enfoque integrador y multifactorial como el que se propone. En la segunda parte se reflexiona sobre los criterios generales de la práctica, subyacentes a los errores señalados, y que se relacionan con la historia de la psiquiatría infantil de los últimos 40 años. PALABRAS CLAVE: confusión diagnóstica, TDAH, psicopatología subyacente, disfunciones familiares.
ABSTRACT
Diagnostic confusion in today’s child clinical practice. a critical view from the perspective of developmental problems (part ii). A large group of children and adolescents with problems in school, conduct disorders and impulsivity do not achieve effective results after many years of psychiatric treatment, having received several different diagnosis and pharmacological treatments. Two clinical situations are presented where diagnostic confusion unables professionals to think and adopt an integrated and multifactorial approach. In Part 2 of the paper a reflection on errors in general clinical practice is exposed and related to the history of child psychiatry during the last 40 years. KEY WORDS: diagnostic confusion, ADHD, underlying psychopathology, family disfunctions.
RESUM
La confusió diagnòstica en la clínica infantil actual. una postura crítica des de l’òptica dels problemes del desenvolupament (i II). Molts nens i adolescents que presenten dificultats escolares greus, amb problemes de conducta i impulsivitat, no aconsegueixen una bona evolució clínica, malgrat anys de tractament psiquiàtric amb diversos i successius diagnòstics i els fàrmacs corresponents. La primera part se centra en dues situacions clíniques molt diferents i es destaca “la confusió diagnòstica” que impedeix als professionals pensar un enfocament integrador i multifactorial com el que es proposa. A la segona part es reflexiona sobre els criteris generals de la pràctica, subjacents als errors esmentats, i que es relacionen amb la història de la psiquiatria infantil dels últims 40 anys. PARAULES CLAU: confusió diagnòstica, TDAH, psicopatologia subjacent, disfuncions familiars
Un poco de historia (1)
Sé perfectamente que el DSM ocupa un lugar importante en lo que creo debe llamarse “deformación profesional” de nuestra época y, a la vez, comprendo que no puede culpabilizarse a un libro por el mal uso que se haga de él. De esto tan solo es responsable cada uno de los profesionales que lo utilizan. Pero lo que sí puede investigarse, y más cuando se trata de un manual, son los errores que incluye el texto, manifiestos o implícitos y, sobre todo, la manera en que están planteados los conceptos que inducen a equivocación al usuario. Esto da entrada a una pregunta central: ¿qué nos ha dado el DSM y su postura en la clínica y que nos ha quitado de pensamiento y de posibilidades terapéuticas?
Un congreso, un libro y varias reflexiones al respecto
Un hallazgo importante relacionado con estas reflexiones fue el libro DSM-III et psychiatrie francaise, de la editorial Masson, que durante veinte años estuvo depositado en el apartado de psiquiatría de nuestra biblioteca, como esperando esta ocasión. La obra incluye, en sus respectivos idiomas, los textos presentados en el Congreso del mismo nombre celebrado en París en 1984, bajo la dirección del Dr. Pierre Pichot. Figuran 19 artículos de importantes personalidades de la psiquiatría francesa de diferentes orientaciones, que abordan los temas de su especialidad en relación con las propuestas del Manual y tres de los autores del DSM-III, incluido el Dr. Robert L. Spitzer, presidente del grupo de trabajo de la Asociación Psiquiátrica Americana (APA) designado con ese fin y que en ese momento dirigía el equipo encargado de la revisión del Manual que culminó en 1987 con la publicación del DSM-III-R (2). Lo que allí se presentó fue la propuesta general del DSM y considero imprescindible, en este momento, partir de ella para pensar en sus efectos sobre el conjunto del documento y sobre ese pequeño sector que es la psiquiatría infantil a la que voy a referirme luego más específicamente.
Pienso que este congreso más que plantear la clásica oposición entre posturas norteamericanas y europeas –y en especial francesas– en el campo de la psiquiatría, estaba pensado para generar un posible encuentro entre ambas y para dar un paso más que permitiera abrir las puertas de Europa al DSM-III. De cualquier manera los artículos publicados son muy explícitos y dan mucho que pensar respecto a ambas partes.
El libro aporta, en primer lugar, las ideas conductoras del trabajo realizado por un equipo que representa a la APA, sin duda muy inteligente y reflexivo, convencido de su enfoque y llano en su manera de expresarse, que muestra con claridad sus conceptos, las razones del texto y las dificultades que implica su tarea. No critican para nada la psiquiatría francesa y todos los problemas relatados se refieren a los Estados Unidos antes de aparecer el DSM y algunos posteriores. Una multitud de citas del medio norteamericano muestran las raíces del proyecto y las prolongadas discusiones internas que se habían sostenido y superado. Parecen decir, satisfechos pero atentos a las respuestas, que los psiquiatras de ese país grande como un continente, vivieron su crisis y encontraron su solución. Una postura muy atractiva, que invita al posible comprador, o sea a todos nosotros, a adquirir el producto.
El artículo de R. Spitzer y A. Skodol (1984) hace un resumen de las innovaciones introducidas y que fundamentan las decisiones tomadas al redactar el DSMIII. Expuestas muy brevemente serían:
- La aproximación descriptiva al diagnóstico, lo que implicaría la enumeración de hechos observables y, por tanto, la valorada objetividad total. Es lo que podemos denominar como un empirismo radical.
- El uso de criterios diagnósticos explícitos y específicos para lograr confiabilidad y adecuada comunicación en psiquiatría y
- la evaluación multiaxial para considerar los distintos aspectos de cada caso y así dar cuenta de la complejidad de la situación del paciente.
Un aspecto siempre presente y sobre todo subyacente en el modo de resolver las dificultades del primer punto, fue la preocupación por obtener el consenso de las escuelas psicológicas y lograr una aceptación del manual por todas las corrientes teóricas. Toda explicación etiológica de un trastorno, excepto “la organicidad demostrada”, debía ser rechazada (3). Históricamente esto implicó, especialmente, la decisión de dejar fuera cualquier explicación o –incluso– palabra que recordara la teoría psicoanalítica, por ser la más desarrollada en los Estados Unidos en el período previo al DSM, pero también cualquier alusión al aspecto social, etc. Pero el veto no quedaba ahí ya que al haber utilizado Freud mucha de la nomenclatura del ambiente psiquiátrico de su época, también debían borrarse los términos creados por muchos ilustres psiquiatras que lo precedieron –o fueron sus contemporáneos– porque sonaban demasiado a psicoanálisis. Algo como que “debían de ponerse en la hoguera a los brujos de varias generaciones anteriores”.
A modo de ejemplo, R. Spitzer (1984), dice: “la distinción entre neurosis y psicosis, tan valorada durante mucho tiempo, ya no es fundamento de la clasificación del DSM-III”. El grupo de trabajo sintió (felt –supuso o le pareció–) que el concepto de neurosis tenía tan fuertes connotaciones de una etiología psicoanalítica que podría hacer la clasificación menos aceptable por otras orientaciones teóricas” (4). Que las brujas realmente peligrosas parecían ser las psicoanalíticas va quedando de manifiesto cada vez más y no se toman decisiones por evidencias sino por sentimientos o deducciones. Y por si las otras corrientes se molestan, quitamos dichas palabras. Pero, además, términos como “psicosis” se van restringiendo, tal vez por contagio, y sólo se mantiene el nombre de trastorno psicótico si los delirios y alucinaciones están presentes “en todos los casos de un trastorno, pero no cuando se encuentran solamente en algunos de los casos”. Es, sin duda, un concepto muy restringido de psicosis que lleva, también, al despedazamiento de los cuadros psiquiátricos clásicos.
El segundo texto del libro, de Gerald L. Klerman (1984) de Boston, se refiere a la significación del DSMIII para la psiquiatría americana y me pareció muy importante y revelador que relatara los malestares que condujeron a la redacción del manual y el modo en que se pensó que se podrían superar. Por momentos parece que se justifica ante los psiquiatras franceses por haberse tenido que tomar medidas tan drásticas. “Señala como central el desinterés, el escepticismo y la desmotivación de la psiquiatría norteamericana desde la postguerra hasta los años 70 y esto a su parecer se relacionaba con la poca importancia que se le daba al diagnóstico y a la clasificación como base de las decisiones terapéuticas” ¿Y cómo se explicaba esta situación? “Esto era particularmente cierto cuando el tratamiento disponible más valorado era la psicoterapia dinámica” Y abunda más: “Si todos los casos eran indicaciones para psicoterapia, entonces el diagnóstico diferencial y los tratamientos diversos no eran necesarios. Hoy, en cambio, las decisiones terapéuticas no pueden ser informadas e implementadas responsablemente (sic) sin una sólida base nosológica” (op. cit. p.19).
Hay algo curioso, extraño y no del todo creíble en estas afirmaciones, pues parece que esta necesidad de cambio sólo se veía en Estados Unidos ya que en México no ocurrió algo similar ni tampoco en Uruguay donde estudié psiquiatría, con gran interés. Y la desmotivación no aparecía por ninguna parte, no todo era psicoterapia y se estudiaba muy bien el uso de los psicofármacos. Lo que sí aprendí con mis maestros fue la agresión que puede implicar un diagnóstico demasiado rápido, porque se vuelve una etiqueta y no deja pensar. Nos decían que puede ser mejor postergarlo hasta tener evidencias convincentes de manera que no nos impida escuchar, y eso debe respetarse en todo tipo de consulta.
No descarto una idealización de mi etapa juvenil de formación o que existieran diferencias entre países. También es importante reflexionar más sobre la relación entre psicoanálisis y psiquiatría para que se enriquezcan recíprocamente tanto en la teoría como en la práctica. Podemos ver a lo largo del siglo XX y el comienzo del XXI las diferencias que se han dado en el tipo de vínculo entre estas disciplinas justamente en la primera y la segunda mitad de ese período (5). Ahora bien, lo que sí me parece oportuno remarcar es que suena excesiva y hasta sospechosa la versión de que el DSM viene a salvar a la psiquiatría norteamericana de la mala y destructiva influencia del psicoanálisis y la psicoterapia. Como si se organizaran buenos contra malos; o sea, como si se hubiera encontrado contra quienes luchar y contra quienes poner una bandera en esta cruzada. Y, qué curioso, los enemigos resultaron ser los hasta entonces poderosos y dominantes psicoanalistas.
Si los grandes problemas eran entonces el desinterés y el escepticismo de los psiquiatras que ya no diagnosticaban y la confusión por la multiplicidad de escuelas, queda claro porqué el DSM era la gran respuesta: un sistema diagnóstico exclusivamente empírico, pragmático, ateórico, que evita, “aunque con excepciones”, las bases etiológicas y que logra un consenso recortando todo lo demás. Que resulta, asimismo, de fácil aplicación –es un manual– y que incluso se viste de científico comprobando la eficacia de lo planteado estadísticamente. Muy ad hoc. El texto de Klerman (1984) va aún más allá teóricamente, muestra que la fundamentación del DSM está “en los paradigmas de Thomas Kuhn y la teoría del progreso científico que este autor plantea”, cosa en la que no me extenderé en este momento.
Por tanto, la primera y gran tarea de la APA era: “aportar un paradigma dominante y unificador para alcanzar un estatuto científico”. Si para ello debían recortarse aspectos fundamentales, no importaba ya que el objetivo lo justificaba. Pero surgen muchas preguntas: ¿Se ha logrado realmente ese consenso? ¿Con qué concepto de ciencia se está moviendo la psiquiatría actual? ¿Tienen una visión amplia de su práctica el cúmulo de psiquiatras bien adiestrados por el DSM? ¿Qué tanto de respeto por la especialidad se ha obtenido dentro del gremio médico? ¿Qué consecuencias sobre la práctica clínica y sobre la salud mental general de la sociedad y, en particular, de los niños han tenido estos cambios? Aproximemos algunas respuestas, en primer lugar las de los autores del DSM.
Klerman (1984) reúne en cinco puntos las innovaciones o desarrollos del DSM que, afirma, provienen de la experiencia y la investigación clínica. Son:
1-La consideración de desórdenes o trastornos de manera separada con lo cual se incluye a la psiquiatría dentro del modelo médico clásico.
2- La presencia de una nomenclatura oficial con criterios operativos de inclusión y exclusión de los pacientes en determinado trastorno (árboles de decisión).
3- Criterios de psicopatología descriptivos, o sea el empirismo, y no las explicaciones causales o etiológicas, “sean estas psicodinámicas, sociales o biológicas”. Con una excepción, los trastornos orgánicos causados por patologías del sistema nervioso central. Y aclara que esta decisión a favor de lo descriptivo no implica abandonar el ideal de la clasificación y el diagnóstico basado en la etiología. Hay que aceptar, agrega, que la mayoría de los trastornos psiquiátricos no tiene una causa conocida, ni siquiera una base fisiopatológica establecida, pero es cuestión de esperar, el adelanto de la ciencia irá aportándolo.
4- Comprobación de su utilidad y confiabilidad a través de los test en el campo de aplicación que generan estadísticas. Ya que “aporta las bases para generar evidencias que resuelvan disputas y conflictos” (op. cit. p. 20). Esto es, para generar las evidencias estadísticas –la “S” del DSM–
5- Un sistema multiaxial para ubicar los distintos aspectos de la vida y experiencia de los pacientes.
Se insiste que en esta propuesta hay otro aspecto importante, su apertura al cambio, porque el DSM no es un sistema estático. Para concluir, siempre apoyado en Kuhn, que se ha obtenido un nuevo paradigma que ha resuelto la crisis que atravesaba la psiquiatría norteamericana y que esto supone un progreso científico. El nuevo paradigma que apareció en los años 70, se relaciona con el uso de criterios operativos para hacer “juicios diagnósticos de naturaleza categorial, tipológica o nosológica” (p. 28). En definitiva: impulsar que el diagnóstico tomara fuerza y que se hiciera gracias a la evidencia empírica fue el modo de salir de la crisis.
Comentarios, acuerdos y críticas
Es difícil revisar todos los puntos que nos parecen cuestionables pero quiero empezar por recordar alguna de las críticas más importantes que se le hacen al DSM y que en parte plantea el texto de Klerman (1984, p. 26). Existe un dilema básico y de larga proyección en la práctica médica que no desconocen los autores. Mientras que el interés científico está dirigido a la patología –o sea al trastorno, al desorden o algo bastante difícil en psiquiatría: a la enfermedad– nuestro trabajo se hace con seres humanos. Hay una buena frase que Gerald Klerman ha acuñado: La medicina estudia enfermedades pero trata pacientes. En otros términos y tratando de considerar la individualidad, también lo dice el DSM-III-R (p. XXVIII): “Un error bastante común es creer que la clasificación de los trastornos mentales sirve para clasificar a los individuos cuando en realidad lo que clasifica son los trastornos que aquellos padecen.” ¿Por qué ese error frecuente? ¿Cuál es el movimiento que debemos hacer los psiquiatras y en general los profesionales “psi” para alcanzar esa originalidad que hace que veamos y tratemos personas sin que nos trague la generalización?
Aparentemente todos tenemos clara esta necesidad y, a la vez, concordamos que en los hechos no ocurre así. Quizá por ello se ha insistido en las consecuencias sociales y psicológicas negativas del diagnóstico psiquiátrico, un punto de vista que fue defendido intensamente por el Dr. Karl Menninger en 1963, en su influyente libro The Vital Balance: The Life Process. Allí el autor llama la atención sobre la manera deshumanizante y despersonalizante con la que se usan a menudo los diagnósticos psiquiátricos. Esta grave y lamentable consecuencia del diagnóstico y su irreflexiva práctica coloca etiquetas que pesan toda la vida. Los labeling theorists, en especial Scheff y Lemere, previenen sobre el diagnóstico como un elemento central de la función de control social de la psiquiatría. Esto nos lleva al tema de las diferentes formas de la llamada “desviación”, desde el punto de vista social, y de la etiqueta de enfermo mental, en particular, con la consiguiente segregación.
Debemos recordar que los valiosos aportes de la psicología social y del psicoanálisis fueron automáticamente recortados y excluidos del DSM-III por los criterios utilizados entonces. Y también sabemos que estas y otras consideraciones ocasionaron protestas que fueron fundamentales para llegar a la revisión que dio lugar al DSM-III-R. En esta nueva versión aparecen frases como la siguiente: “Un problema psicológico o conductual puede ser motivo de atención profesional o tratamiento aunque no sea atribuible a un trastorno mental” (p. XXVIII). O sea: no todos los que consultan con el psiquiatra están locos, que es algo que hay que aclarar porque es lo que piensan muchos pacientes, incluso nos lo dicen muchos niños extendiéndolo a psicólogos, terapeutas, etc.
Otro punto es que, además, no es cierto que no exista una postura etiológica en los manuales. En determinados padecimientos se afirma porque es conocida, pero “en conjunto la causa orgánica es ampliamente sugerida, en general, en el DSM-IV”. En la página 10 dice: “El término trastorno mental orgánico ya no se utiliza en el DSM-IV, porque implica incorrectamente que los otros trastornos que aparecen en el manual carecen de base biológica”. Una frase un tanto ambigua cuya interpretación me tomé la molestia de indagar entre profesionales próximos y lo que comentaron fue: ¿Debemos pensar que todo trastorno mental es orgánico hasta que se aclare lo contrario? Y como casi todo suele tratarse actualmente con fármacos, esta conclusión parece más sostenible aún. Un paso más en este campo de las inferencias en un texto presumiblemente claro y exacto: en nuestros días de auge de la investigación sobre el genoma humano, lo más frecuente es suponer que todo padecimiento mental debe ser genético y hereditario y esto no sólo se oye en boca de los legos, también de los médicos. Aquellos conocimientos básicos de la genética que más que nunca deben tenerse en cuenta en esta época, parecen haberse olvidado y, definitivamente, el uso del DSM no ayuda a recuperarlos. Quiero recordar que no alcanza con la existencia de un gen determinado, que es necesario que haya condiciones para que se manifieste. Es decir, la manifestación, el llamado fenotipo, depende del genotipo puesto en relación con el ambiente. Por supuesto teniendo siempre en cuenta la dominancia de ciertos genes.
Por eso debemos reflexionar mucho más sobre qué es lo inhumano del diagnóstico psiquiátrico, que decía Menninger. Porque reunir síntomas objetivos y así conseguir organizar síndromes puede ser y suele ser muy deshumanizante por parte del médico. Hay profesionales experimentados y bien formados clínicamente hoy como siempre, que ponen en la consulta con sus pacientes todos sus recursos, sin escatimar su subjetividad (6); pero me temo que se confunde objetividad y método descriptivo en el diagnóstico con frialdad técnica. Hay una mecanización cada vez mayor del acto clínico y una actitud de la directiva para lograr mayor efectividad; o sea, visitas más cortas. Ya no se trataría realmente de entender la vivencia del paciente, sino de rellenar los datos que nos piden los cinco ejes. A mi parecer una consulta, un acto clínico pleno, es el encuentro de dos seres humanos, es una forma de vínculo del que se obtienen elementos fundamentales sobre el paciente; es un conocimiento en transferencia de ambas partes en que nuestra propia experiencia del encuentro es fundamental. De que forma se incluirá todo esto en el diagnóstico dependerá de cada profesional, pero no puede faltar ni ser descartado. No puede ser desconocido porque es parte esencial de nuestro instrumento clínico, ni es razón suficiente para ser descartado el que forme parte central de lo que nos ha enseñado o que sea un legado el psicoanálisis. Porque tampoco es algo que inventó Freud sino que es un conocimiento mucho más amplio de metodología de la ciencia. “El proceso diagnóstico elemental y rutinario no debe confundirse con el método clínico que es recomendable que utilicen los psiquiatras para entender y aliviar a sus pacientes”. El DSM no habla exactamente en ese sentido, pero los malos entendidos son muchos. Las entrevistas abiertas pierden razón de ser para muchos colegas. No hay que dejar hablar a los pacientes. Y no es una caricatura lo que planteo, quizás escojo los malos ejemplos, pero de eso se trata, de reconocer los problemas y denunciar los daños.
Inhumano es para mí el uso y abuso del método descriptivo y empírico y que esto nos lleve a perder la sólida semiología psiquiátrica que nos enseñaron nuestros maestros. Inhumano con nosotros mismos, porque eso nos deja sin historia, la que nos ha formado como psiquiatras y la que cada día nos hace la persona que somos. A mi parecer debemos diferenciar “la agrupación sindrómica, fundamento del diagnóstico según lo propone el DSM, de la verdadera y siempre imprescindible semiología psiquiátrica, eje de nuestra clínica de la que también podemos extraer diagnósticos precisos y útiles por otros caminos, y que nos da un plus fundamental para la acción terapéutica. Sé que para muchos lo sindrómico y lo semiológico son prácticamente sinónimos; clásicamente lo son, pero creo que esto que estamos discutiendo muestra que no se superponen completamente. Nos enseñaron que un conjunto de síntomas forma un síndrome y que este trabajo en la medicina es semiología. Pero creo, que la semiología psiquiátrica propiamente dicha va más allá del síndrome así concebido, porque es una forma de escucha de lo que siente y piensa el paciente, una escucha que se deja ganar por el discurso y presta atención a sus mensajes cifrados, a sus reticencias, a sus tropezones o lapsus, de la cual se obtiene esa apertura a otro espacio que para los psicoanalistas es el inconsciente. Algo que la cultura y el arte entienden muy bien, aunque los psiquiatras intenten borrarlo, porque los aportes del psicoanálisis en todos estos campos son irreversibles.
Llegamos así a una reflexión ineludible que se refiere al síntoma, que es el elemento central de todo lo que estamos hablando y que el empirismo entiende de manera muy diferente al psicoanálisis. “Para los autores del DSM los síntomas parecen tener un valor absoluto” señala el Dr. Wiener (1984, p. 106). “Recibiéndolos como tal, ingenuamente y sin un estudio profundo del contexto, la confianza en lo que se observa directamente, va en contra de un siglo de evolución de la psicopatología europea”. Además, elegir deliberadamente permanecer en el nivel semiológico en el sentido médico, para establecer la clasificación, es como tomar las cosas como son sin preocuparse por aclarar lo que significan. Sería un error permitir que la función significante del síntoma fuera reducida a un mínimo.
Los psicoanalistas denuncian también lo arbitrario de desconocer los aspectos fundamentales con los que el psicoanálisis ha enriquecido la semiología: las identificaciones, las relaciones de objeto o los mecanismos de defensa (Widlocher, 1984, p. 77). En cuanto a la invitación a crear un sexto eje que pudiera incorporar estos aspectos quedó como una formalidad que nunca se realizó. Las diferencias eran demasiado inconciliables para que así ocurriera.
Para finalizar esta parte de la reflexión general y crítica sobre el DSM y su filosofía, quiero señalar lo absurdo que me resultó observar que no se pone en el centro de la labor diagnóstica con los pacientes lo que pienso es capital en el nivel psíquico del funcionamiento humano, el sentido de los síntomas y en general de la conducta. “Los datos de los que partimos en ciencia –decía Bleger (1963)– no son hechos en sí, independientes de los seres humanos, sino estructurados en función de la vida de los mismos”…” La elección automática de hechos y el tipo de problemas que una ciencia se plantea implican ya una ideología, una concepción del mundo y una teoría.” Y añadía: “El dogma de la inmaculada percepción (Nietzsche) ha llegado a su ocaso. No hay observación pura en ningún sentido, toda observación implica ya una interpretación” (p. 178).
Pienso que si se ajusta a estos principios el método clínico “es el más directo y apropiado para el acceso a la conducta de los seres humanos y a su personalidad”. Describe áreas en que se manifiesta la conducta: mente, cuerpo y mundo exterior. Y estudia niveles de integración: físico-químico, biológico (que incluye lo neurológico) y psicológico-social. Todas las áreas y niveles de integración son fragmentos de una misma realidad. Lo que estudiamos corresponde al nivel psíquico y para el DSM podemos aceptar e incluir lo que viene del nivel neurológico y hasta químico, podemos incluir algunos aspectos sociales, pero lo que más se indica recortar y limitar es, paradójicamente, lo que viene exactamente del nivel psíquico de integración, los datos provenientes de nuestro propio nivel de trabajo. En algunos sentidos esta complejidad del fenómeno psíquico es lo que se intenta presentar en el DSM con el enfoque multiaxial, una de las partes más aceptables y compartibles. El problema, sin embargo, es la forma en que se definen los trastornos y que se recogen los datos.
Consideremos, por último, el nivel de la estructura, aspecto fundamental para cualquier diagnóstico que reúna gran parte de los aspectos discutidos antes. Corresponde al eje II del DSM en el cual se ubican los trastornos de la personalidad, los trastornos del desarrollo y el retardo mental. El diagnóstico de estructura, según lo que ya he mostrado, no se hace solamente a partir de los síntomas, sino que se considera ampliamente el contacto con el médico; por tanto, la relación de objeto, el vínculo y todos los aspectos vivenciales del encuentro clínico a los que me referí antes. Pienso que las frecuentes fallas en este eje del diagnóstico son una parte capital para que se produzca la confusión diagnóstica que denuncié antes y que considero clave para la sección de niños.
¿Qué implica diagnosticar en psiquiatría infantil?
Podría pensarse que lo mismo que en psiquiatría de adultos, pero esta es una visión muy limitada del problema. “Parece lo mismo”, pero hay particularidades muy importantes y reconocerlas tiene grandes consecuencias. En este caso el R. Gittelman de Nueva York, portavoz de la parte infantil del DSM-III-R, autor del tercer texto presentado por los norteamericanos en el congreso de París en 1984 será un interlocutor importante. No dice que la psiquiatría de niños sea igual que la de adultos, pero sí aclara que la filosofía del Manual respecto de niños y adolescentes es la misma.
Los niños y adolescentes están, por definición, en un cambio constante y por esa razón es evidente que los criterios de diagnóstico puramente descriptivos van a ser frecuentemente insuficientes para la comprensión del cuadro clínico. Más que lo que el paidopsiquiatra ve, lo que importa es lo que está ocurriendo en su psiquismo y las potencialidades evolutivas que el niño tiene ante sí. El rigor descriptivo del DSM lo transforma en una escala conductual y la ubicación de los síntomas o la descripción de las conductas no permite captar la capacidad de evolución que suele ser muy diferente a la evidencia conductual, ya que estas conductas no son generalmente específicas. Esto se relaciona con la difícil delimitación entre normalidad y patología, porque lo normal en ciertas etapas no lo es en otras. Sólo los casos extremos son más o menos claros y la certeza que intenta dar la agrupación sindrómica del Manual puede ser muy engañosa.
Estos son justamente algunos de los problemas más graves porque “es intención del Manual que todas las categorías incluidas reflejen patología. Sin embargo, la definición de psicopatología no tiene patrones definidos exactamente (clearcut standards). Esto es verdad en todas las edades, pero especialmente en la infancia” (Gittelman, 1984). Nos aclara también que si lo que buscamos es la descripción o clasificación de las variaciones asociadas con el desarrollo, y deseamos comprender las teorías sobre la psicopatología de las primeras etapas de la vida y del desarrollo de la personalidad, el DSM nos va a decepcionar porque no ha sido creado como un instrumento para un mejor conocimiento de la evolución mental de los niños. Lo cual es válido. Pero quiero enfatizar esta difícil frontera entre variaciones del desarrollo y patología, cosa que hay que tener siempre presente al emitir un diagnóstico. Dicho en otros términos, el DSM no alcanza para diagnosticar muchos casos, sobre todo los menos graves, los confusos o que están en el campo del desarrollo y sus problemáticas. Y además insisto en algo señalado anteriormente: es también parte de nuestra función asesorar en problemas que no presentan patología pero que pueden estar relacionados con los malestares y conflictos “de la vida”, de la crianza, del cambio.
Las definiciones utilizadas en los diagnósticos cambian mucho el número de casos que englobamos bajo un determinado rótulo y lo más importante es que modifican el esquema referencial que va a regir nuestras actitudes clínicas. Podemos afirmar que es un campo difícil. Recordemos, además, que desde la propuesta de revisión del DSM III, varios de los trastornos de la infancia que habían sido objeto de tales controversias acabaron por ser aceptados no por consenso como hubiera sido deseable, sino por votación; o sea, solamente por mayoría, aunque el consenso es una de los objetivos explícitos del Manual desde su origen (DSM-III-R, p. XXV). Tengamos en cuenta, también, que por su enorme difusión, este enfoque puede conducir a la homogenización de criterios entre las nuevas generaciones, que no han conocido otra cosa en su formación y que si tienen dificultades en su aplicación y en tomarlo como guía para sus actitudes terapéuticas. Muchos pueden creer que es sólo una falta de ajuste lo que debe hacerse y que habrá que esperar la próxima versión del Manual. Lo que quiero mostrar es que no es un problema de ajuste, sino que hay fundamentos en los criterios que son erróneos y nos confunden.
Gittelman (1984) relata el paralelismo del proceso de construcción del Manual entre la parte de adultos y la de niños y adolescentes y señala que los principios son coincidentes con su filosofía general. Explica, así, como el DSM viene a resolver problemas graves en la práctica psiquiátrica en los Estados Unidos por la existencia de ciertos enemigos de una buena praxis con los que había que luchar. De algún modo también existía, a su parecer, caos e indiferenciación. Empieza con la historia de las dificultades que han existido para poner atención a los aspectos descriptivos de los trastornos psiquiátricos de los niños. Cito literalmente: “En los Estados Unidos los problemas emocionales de la infancia eran primero tratados en los centros de atención infantil (child guidance centers) por equipos de no médicos, en una época en que se devaluaba la utilidad de una asesoría clínica sistemática, y la atención era casi exclusivamente enfocada hacia la identificación con las características patológicas de los padres, que eran visualizadas como el origen de todas las dificultades psicológicas de los niños. Los intentos de distinguir sistemáticamente entre varios síndromes clínicos en los niños son recientes. El DSM-III compendia este enfoque” (p. 41).
Es evidente que hay épocas, en distintos países, en que se le da poder de decisión y diagnóstico de los problemas de los niños a personas con una formación diferente a la médica por su proximidad con ellos, lo cual puede implicar problemas. Pero, además de que lleva el agua al molino de la psiquiatría, es la segunda parte de la frase del Dr. Gittelman la que encierra los mayores riesgos, ya que hace responsable de la falta de desarrollo de la clínica psiquiátrica infantil en Estados Unidos durante la posguerra al dominio de una postura etiológica que él no comparte y que consistía en explicar todo por la patología de los padres. Es un equivalente a lo que vimos para la psiquiatría de adultos que, según el Dr. R. Spitzer, no se diagnosticaba en psiquiatría porque a todos los casos se les indicaba psicoterapia. Y respecto a los niños la dificultad de diagnosticar sería porque siempre el problema desemboca en considerar y tratar como básica la patología de las familias. Por eso, dice, que para ser consecuentes con la filosofía del Manual el contenido es descriptivo, se evitan las formulaciones etiológicas, se usan varios ejes y se ayuda al clínico a que realice una revisión sistemática de la condición del paciente (en singular). Me parece una opinión increíble y nada objetiva.
En cuanto a la práctica paidopsiquiátrica francesa dice lo siguiente: “he entendido que la etiología de los síntomas psiquiátricos de la infancia raramente se ven de manera independiente del contexto familiar. Parece que es una expectativa constante que la conducta del niño es el resultado de complejas relaciones interpersonales que tienen su origen en el desarrollo temprano” (1984, p. 43). Llama a este tipo de explicación “modelo interpersonal de psicopatología” y añade que aunque es apropiado para todas las edades, es particularmente importante en niños porque las familias juegan un rol central en las experiencias infantiles y estas afectan su futuro. Sin embargo, a pesar de reconocer que estamos ante hechos ampliamente demostrados y observables, por ser aspectos o modelos “etiológicos” no fueron incluidos en el Manual Diagnóstico. Qué discusión habrá traído este texto, lo desconocemos, pero seguramente no fue un intercambio suave el que produjo, porque enoja el planteo y sus consecuencias. Es irritante encontrar semejante esquematismo que aísla al niño de su familia, como si esto fuera posible.
De nuevo debemos ser cuidadosos. Es inadmisible ver aisladamente a los niños y excluir de las problemáticas de los hijos a sus padres, pero también lo es acusar a los progenitores de todos los problemas. Esto, que puede ser consecuencia de una interpretación de los padres, puede tornarse en una actitud persecutoria. Sin embargo, las vinculaciones entre los hechos no pueden presentarse ni tomarse como acusaciones, son caminos explicativos para proceder a resolver los problemas. De no ser así, el niño aislado sólo puede ser tratado con fármacos y educación y esto es lo que encontramos por doquier, con consecuencias muy empobrecedoras y muchas veces francamente nocivas. Esa es la sabiduría y sensatez que necesita la psiquiatría infantil: lograr un equilibrio entre la consideración de los factores predisponentes a la enfermedad o determinantes de la misma que aporta el niño en sí mismo (7), y los que se relacionan con dinámicas familiares patógenas adquiridos a través de los vínculos tempranos o tardíos, ya sea por la problemática familiar y/o social.
Las frases de Gittelman recuerdan la persecución que sufrieron grandes clínicos en Estados Unidos porque se dedicaron al trabajo con problemas generalizados del desarrollo y no pudieron dejar de ver la importancia de las graves perturbaciones de los padres en la patología de los niños. Otra vez tengo que manifestar mi rechazo ante tales afirmaciones que suenan desmedidas y dirigidas a sembrar confusión (8).
¿Cómo podremos ayudar a los niños si no reconocemos que una intervención exclusiva sobre el pequeño es insuficiente y que aceptar la necesidad de cambios en los familiares es ayudarlos y no acusarlos de malos padres? Respecto a la forma de hacer el diagnóstico según el DSM, ¿son estos datos de que existen problemas en la familia considerados explicaciones etiológicas y, por tanto, no aceptables, o sencillamente son observaciones objetivas y comprobables que deben ser ubicadas en alguno de los otros ejes, sobre todo el IV? Creo que ni siquiera está bien informado de la complejidad del problema para los psicoanalistas, como es el hecho de que el psicoanálisis de niños creció y afirmó su identidad profundizando en los procesos intrapsíquicos, sin ignorar nunca la importancia del vínculo con los progenitores, pero sin confundir los espacios. Pensemos en Melanie Klein, por ejemplo. Ella luchó por diferenciar el trabajo con los niños y el trabajo con sus padres. En la mente del niño pasan muchas cosas que seguramente no quedan al margen, en su desarrollo, de los adultos que lo criaron, pero que van tomando su forma propia y, en ese sentido, una progresiva independencia. Estos aspectos relacionados con la estructura subjetiva y sus fallas son los que es fundamental saber reconocer y diagnosticar.
A este respecto señala también Gittelman que el eje II es particularmente importante en el diagnóstico de la patología psiquiátrica de la infancia. Estoy de acuerdo. Se reúnen allí los trastornos de la personalidad y, en los niños, los trastornos del desarrollo generalizado y específico, y el retardo mental. En este eje, dice, se encuentra con frecuencia el diagnóstico principal. Colocarlos en el eje II no es para minimizarlos sino que, al contrario, es un modo de asegurar que se investiguen sistemáticamente las fallas del desarrollo. Pero agregaría: organizar adecuadamente ese eje II tiene una dificultad muy especial y alrededor de él se cometen, con gran frecuencia, serios errores. Ya vimos anteriormente cuán inadecuado es el método descriptivo y objetivo puro para los problemas estructurales de la personalidad, también en los adultos. Además, desde el DSM-III desaparece el término “niño psicótico” dejando un hueco que no termina de resolverse porque los pervasive disorders, más allá del autismo típico, se vuelven difíciles de conceptualizar y más aún cuando se acaba por colocar muchos niños en el grupo de atípicos.
Pero esto no pasa son sólo las categorías, hay algo previo que quiero subrayar. ¿Cómo nos acercamos al niño al que queremos conocer? Se trata de darle cabida con sus recursos, observarlo, escucharlo y jugar con él, además de recibir a los padres. En un texto que publiqué en 1999 escribí: “les digo que lo primero es acercarse al niño y a su mundo y que por eso el orden de prioridad en nuestra actitud es justamente el expresado en el título: primeramente callar y jugar y sólo entonces interpretar. Y aún antes que todo esto no creer demasiado en nuestro “saber”. Debemos ser conscientes y respetuosos de nuestro desconocimiento para que esto nos permita “olvidar” un tanto la teoría, y que incluso nos ayude a postergar un poco el conocimiento de los antecedentes aportados por los padres. De esta manera se acentúa la atención flotante y se hace posible lo básico: estar con el niño”.
Reflexiones finales
Por todo lo planteado pienso que la psicopatología y la psiquiatría infantil actual atraviesan un momento muy difícil, caracterizado por una manera de enfrentar estos problemas muy estática y aparentemente muy disociada. Esto se relaciona con la contemporaneidad de grupos profesionales opuestos que raramente pueden encontrar el modo de comunicarse con franqueza, porque ya “es sabido que hablan distintos idiomas”. Mantener en actividad el debate naturaleza/ambiente como base de la formación de grupos incomunicados no permite tampoco pensar. ¿Cómo hacerlo si nuestra comunicación se llena de “innombrables”, que están detrás de esta afirmación?
El grupo médico apuesta todo a la organicidad lo que conduce a una suerte de estancamiento, que se manifiesta en la tolerancia que muestra ante la repetición de ciertos fracasos clínicos, con un cuestionamiento prácticamente nulo del enfoque global que se está implementando y que incide en el diagnóstico. El hecho es que sólo se espera una mejor respuesta de nuevas generaciones de fármacos y de los hallazgos de las neurociencias para tomar una actitud más creativa frente a problemáticas, sin duda complejas, pero que sabemos sobradamente, sólo pueden abordarse adecuadamente desde un enfoque interdisciplinario amplio e integral. Dicho enfoque médico se apoya en equipos psicológicos que realizan terapias muy tradicionales de orientación cognitivo-conductual, neuropsicológica y pedagógica. No pongo en discusión su eficiencia en ciertos casos, el problema mayor es que se aplica el mismo esquema indistintamente y se omite el diagnóstico diferencial amparándose en el uso muy particular del concepto de comorbilidad.
El grupo opuesto, en el que me incluyo, tiene una composición variada, en la que predominan los psicólogos, psicoterapeutas y psicoanalistas, unos cuantos de formación médica. Otras especialidades se incluyen también (psicomotricistas, fonoaudiólogos, psicopedagogos, etc.), pero lo que realmente diferencia este grupo es la importancia de un pensamiento dinámico y psicoanalítico en la concepción de la normalidad y la psicopatología, y en que la presencia de otro ser humano es condición fundante de la humanización de todo bebé. A nivel de la psicopatología, el concepto de una psicogénesis fundamental y que no todo es orgánico –genético, neurológico, metabólico–, sino que en gran medida muchas alteraciones se adquiere después del nacimiento. Esto nos lleva a la importancia del vínculo temprano y al concepto central de estructuración psíquica (que se corresponde con el aporte de las neurociencias de la estructuración cerebral temprana) que tiene una historia, un sentido y posibles fallas sobre las que disponemos de modos de intervención desde el vínculo psicoterapéutico. Nada de esto tiene que ver con culpar a los padres de lo que ocurre con los hijos, porque tampoco se trata de aceptar otra forma de generar y sostener innombrables: “si para el grupo médico era o aún es Freud, psicoanálisis, inconsciente, para este grupo puede ser Ritalina o Strattera”. Pero además este enfoque jerarquiza, en su concepción interdisciplinar, otros aspectos llamados psicosociales de la salud mental y de su patología; por ejemplo, considerar lo que pasa con la ideología y la puesta en práctica de la mayor parte de nuestras instituciones escolares, que resultan inadecuadas y segregan a muchísimos niños.
La historia del DSM que he planteado y su línea de medicalización a ultranza impuesta al pensamiento psiquiátrico implican la anulación de todas estas disciplinas, por considerarlas poco “objetivas”, pero que considero son indispensables para entender a nuestros niños. Esto ha conducido a describir para el DSM una absurda “realidad” puramente material, muy a su medida, pero que no puede aceptar adecuadamente los aspectos psicológicos e incluso ideológicos que siempre están en juego. Reales y objetivas no son solamente las carencias alimenticias, también las carencias afectivas, mucho más imponderables pero igualmente comprobables y reales. Una realidad muy compleja y humana que no podemos mantener controlada y que se está rebelando, que pide recuperar su derecho de ciudadanía en la labor clínica de los psiquiatras de nuestros días. Los que no hemos perdido dicha postura seguiremos trabajando desde una minoría a donde vienen a recalar las naves bastante maltrechas de muchos niños. La psiquiatría infantil necesita cambios, está esperando que algo se mueva, que la dificultad que la paraliza se vuelva una crisis capaz de promover una revisión y una modificación, por lo menos parcial, de su enfoque.
Para concluir
Quiero formular tres deseos – como portavoz del grupo que trabaja en México, congregado especialmente en la Asociación Mexicana para el Estudio de la Psicosis infantil y el Retardo Mental (AMERPI) y en el Espacio de Desarrollo Infantil e Intervención Temprana (EDIIT), entre otros grupos afines–:
1- Que la postura crítica aquí planteada pueda ser oída y convoque a la reflexión y a un profundo intercambio.
2- Que sus fundamentos encuentren resonancia y se hagan eco de la experiencia de muchos colegas y de otros profesionales de disciplinas afines, que vienen padeciendo el estado actual de la clínica psiquiátrica infantil, tan llena y tan habituada a las contradicciones.
3- Que se comprenda que esta crítica pretende promover cambios que revitalicen a la clínica psicológica y psiquiátrica infantil y la vuelvan más adecuada y eficaz para oír el sufrimiento de nuestros niños y sus familiares y para responder y verdaderamente apoyar a los maestros y las instituciones de enseñanza que cada día nos hacen tantas preguntas y pedidos de asesoría.
4- “De pilón”, como se dice en México, el no previsto y en el fondo el mayor de los deseos, el logro o regalo que da sentido a los anteriores: que se ponga en marcha una labor preventiva de estos problemas (9) con un mejor seguimiento de los bebés, observación del desarrollo y diagnóstico temprano para decidir la intervención adecuada cuando ya se detectan ciertas anomalías que hoy suelen minimizarse, sin saber muy bien por qué. Intervención que se centrará en el vínculo madre-bebé: apoyo y atención a las madres, estimulación temprana con visión terapéutica y una revisión de las condiciones de crianza de cada caso. Inmensa tarea pero posible, que cuestiona desde la psicopatología temprana de nuestra época, tal como lo subraya la Dra. Torras de Beà (2009), la manera en que son recibidos y criados los cachorros humanos.
Notas
- Esta parte del texto retoma aspectos antes presentados en otros espacios y en particular en el artículo “Infancia y DSM. El retraso mental y los trastornos generalizados del desarrollo” (Pérez de Pla, 2010) que forma parte del texto colectivo El libro negro de la psicopatología actual, pendiente de publicación por la editorial Siglo XXI.
- También aparece Robert Spitzer como consejero especial del comité que elaboró el DSM-IV, que fue presidido por el Dr. Allen Frances.
- En los hechos esto no se cumple estrictamente en el DSM, porque muchas veces se incluye una organicidad apenas supuesta y una relación etiopatogénica muy relativa. De este tema hablaré más adelante.
- The concept of neurosis was felt by the Task Force to have such strongly psychoanalytical connotations of etiology that it would make the classification less acceptable to clinicians with other theoretical orientations (op. cit., p.8).
- En su artículo DSM-III y psicoanálisis (op. cit. p.77), señala Daniel Widlöcher su postura respecto a la importancia del diagnóstico en el trabajo analítico y, por otra parte, la contribución de Freud y de otros psicoanalistas más recientes a la nosografía de los trastornos mentales y su importancia. Dice: “El psicoanálisis es un método de investigación del cambio psíquico individual”. Y muestra como ha enriquecido nuestra semiología a partir de la exploración de la fantasmática consciente e inconsciente. Perder todos estos aportes y muchos otros y vetar el concepto de neurosis en el momento de hacer diagnóstico parece demasiado caro.
- Escojo intencionalmente este término cuyo sentido en la práctica clínica general y también en la psiquiátrica será objeto de reflexiones posteriores.
- Factores genéticos, lesiones neurológicas, metabólicas, etc. o también de trastornos de índole no definidamente orgánica, pero ya instaladas tempranamente produciendo problemas del desarrollo u otros tipos de trastornos.
- Me refiero particularmente a Bruno Bettelheim tan injustamente tratado por los adversarios de su postura.
- Sobre la que hay que investigar mucho más, tomando en cuenta tanto el mundo aún insuficientemente explorado de los bebés y sus particularidades, como las diferencias del ambiente en diferentes países y condiciones socioeconómicas.
Bibliografía
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