El efecto Pigmalión: una teoría sobre la esperanza

Francisco José Díez Pérez

 

RESUMEN

El presente trabajo es una reflexión, a partir de dos casos clínicos, sobre como las expectativas que los adultos de referencia tienen sobre un determinado niño influyen de forma determinante en algunos aspectos de su personalidad y su conducta. Esto entroncaría con las teorías sociológicas sobre el efecto Pigmalión, el teorema de Thomas y las profecías autocumplidas. PALABRAS CLAVE: expectativas, conducta, profecías autocumplidas, efecto Pigmalión.

ABSTRACT

The pygmalion effect: a theory on hope This paper is a reflection, based on two clinical cases, on how the expectations which the adults of reference have on a particular child can influence and determine certain aspects of his/her personality and conduct. This observation connects with sociological theories on the Pygmalion effect, Thomas’s theorem and selffulfilling prophecies. KEY WORDS: expectations, conduct, self-fulfilling prophecies, Pygmalion effect.

RESUM

L´efecte pigmalió: una teoría sobre l’esperança. El present treball és una reflexió, a partir de dos casos clínics, sobre com les expectatives que els adults de referència tenen sobre un determinat nen influeixen de forma determinant en alguns aspectes de la seva personalitat i la seva conducta. Això entroncaria amb les teories sociològiques sobre l’efecte Pigmalió, el teorema de Thomas i les profecies autocumplides. PARAULES CLAU: expectatives, conducta, profecies autocumplides, efecte Pigmalió.

A menudo cuando hablamos de diagnósticos en términos de CIE-10 o DSM-IV nos vienen a la mente las palabras “etiquetar” o “estigmatizar”, casi siempre con una connotación negativa. Y entramos en discusión sobre si dichas “etiquetas” contribuyen a clarificar o dar nombre a un estado de malestar subjetivo que, en ocasiones, se nos escapa del todo o en parte; o, por el contrario, podemos abocar a que la persona termine por atribuirse un rol determinado, a cusa de un diagnóstico clínico de presunción o experimental el cual contribuye a modificar de forma artificiosa el curso evolutivo de su atribulada existencia.

Para complicar el tema y sin salirnos del entorno clínico, resulta difícil alcanzar consensos que posibiliten unificar los criterios para, por ejemplo, diagnosticar, o cuando este consenso se alcanza, para aplicar los criterios consensuados a un paciente en particular. Así se explica, por ejemplo, que según Taylor (1985) exista una gran disparidad de cifras en cuanto a la prevalencia del trastorno por déficit de atención, que oscila entre el 1,2% y el 40% según los diversos estudios. Siguiendo con la población infantil, el trastorno bipolar, que se pensaba que era casi imposible en niños y raro en adolescentes, se ha pasado a considerar que en el 70% de los casos, se inicia antes de los 5 años de edad (Wozniac, 1995). Ahora bien, para llegar a estas cifras se flexibilizan los criterios diagnósticos (Carlson, 1983; Wozniac, 1995) y se habla de una presentación más crónica que episódica, con más irritabilidad o violencia y menos episodios de depresión grave o manía eufórica, con episodios múltiples (cicladores rápidos, ultrarrápidos o ultradianos o continuos, estos últimos con más de 365 ciclos al año), con más síntomas mixtos (depresivos y maníacos al tiempo) y más comorbilidades. Wozniac y 92 colaboradores (1995), encontraron un 98% de hiperactivos en un grupo de 43 niños maníacos. Con todo ello, sorprende que se tenga una visión optimista sobre el pronóstico. En 1995 Strober y colaboradores, evaluando cada 6 meses, durante cinco años, a un grupo de 54 adolescentes bipolares, sólo verificaron la existencia de dos casos cronificados.

Con la democratización de la psiquiatría y la psicología estas “etiquetas diagnósticas”, con sus aportaciones enriquecedoras o sus reduccionismos deterministas, están dejando de ser un privilegio exclusivo de los equipos de salud mental y su uso comienza a ser habitual en casi todos los ámbitos de la sociedad –familiar, escolar, judicial, periodístico, etc.–. Con ello se multiplican sobremanera las posibilidades de que una subjetividad adulta altamente investida o idealizada condicione, para bien o para mal, la “subjetividad incipiente” de un niño o la “subjetividad confundida” de un adolescente.

Para Luis Hornstein, ganador del premio Konex de platino por su labor en psicoanálisis, los padres y maestros contribuyen de forma importante en la construcción de la autoestima. Todos evaluamos quiénes somos y en qué medida estamos logrando lo que alguna vez nos propusimos. El cómo nos vemos a nosotros mismos tiene que ver con una historia que implica cómo fuimos tratados por padres, maestros, compañeros, etc. cuyas miradas son nuestros primeros espejos. Si bien, no siempre el pasado es un destino, dado que lo infantil condiciona pero no determina.

Existe una tendencia en nuestra cultura a cuantificar sin matizar o reconocer los logros de los alumnos menos aventajados aparentemente. Siempre según Hornstein, el que no cumple unos ideales absolutos en la adolescencia “no es”, “no existe”. Es importante no sólo lo que los padres y maestros hacen, sino también lo que son. La actitud sistemática de ver en dónde fallamos, en lugar de una mirada benevolente a nivel social entre los adultos, así como la creación de chivos expiatorios es percibida, también, por los niños. La educación ayuda a la construcción de la subjetividad. Aunque haya dificultades, si el proyecto perdura se mantiene la autoestima. La autoestima no está ligada sólo al pasado y al presente, también al futuro. Cuando alguien no se puede imaginar en el futuro formando parte de la sociedad, una salida a la desesperanza puede ser la droga –“¿qué otra me queda?”–. También resulta dramática, por ejemplo, la percepción que tienen muchos adolescentes sobre su vida futura, cuando desde múltiples entornos les llegan mensajes de que sin la enseñanza secundaria obligatoria (ESO) no hay futuro. Su rostro refleja alivio cuando entienden que se puede llegar a una misma colina por caminos diversos y que su destino no pasa, necesariamente, por quedar en los márgenes de la sociedad.

Resumiendo lo dicho hasta ahora, no solo es importante la percepción que tenemos de nosotros mismo, sino también la que tienen los demás de nosotros. En este sentido, “el efecto Pigmalión (1) es el proceso mediante el cual las creencias y expectativas de una persona respecto a otra afectan de tal manera a su conducta que la segunda tiende a confirmarlas. Del mismo modo que el miedo tiende a provocar que se produzca lo que se teme, la confianza en uno mismo, ni que sea contagiada por un tercero, puede darnos alas” (Feito Blanco et al, 2012, p. 33).

Diversos investigadores han llevado a cabo interesantes experimentos sobre el efecto Pigmalión. Uno de los más conocidos es el realizado en 1968 por Robert Rosenthal y Lenore Jacobson, bajo el título “Pigmalión en el aula”. El estudio consistió en informar a un grupo de profesores de primaria de que a sus alumnos se les había administrado un test que evaluaba sus capacidades intelectuales. Luego se les dijo a los profesores cuáles fueron, concretamente, los alumnos que obtuvieron los mejores resultados. Los profesores también fueron advertidos de que esos alumnos serían los que mejor rendimiento tendrían a lo largo del curso. Y así fue. Ocho meses después se confirmó que el rendimiento de estos “muchachos especiales” fue mucho mayor que el del resto. Hasta aquí no hay nada sorprendente. Lo interesante de este caso es que en realidad jamás se realizó tal test al inicio de curso. Y los supuestos alumnos brillantes fueron un 20% de chicos elegidos completamente al azar, sin tener para nada en cuenta sus capacidades. ¿Qué ocurrió entonces? ¿Cómo era posible que alumnos corrientes fueran los mejores de sus respectivos grupos al final del curso? Muy simple, a partir de las observaciones de Rosenthal y Jacobson, durante todo el proceso, se constató que los maestros se crearon tan alta expectativa sobre esos alumnos que actuaron a favor de su cumplimiento. De alguna manera, los maestros convirtieron sus percepciones sobre cada alumno en una didáctica individualizada que les llevó a confirmar lo que les habían avisado que sucedería.

Entroncando con ello, el sociólogo americano William Isaac Tomas es autor de un teorema sociológico que lleva su nombre. En su libro The child in America: 93 behaviour problems and programs, decía: “Si los individuos definen las situaciones como reales, son reales en sus consecuencias (1928)”. Lo que este principio indica no es que algo sea real por el hecho de que la gente así lo diga, sino que cuando la gente sostiene que algo es real, aunque no lo sea, ello puede tener consecuencias tan reales como si de hecho lo fuese. Por ejemplo, en víspera de una huelga de gasolineras corre el rumor de que no habrá suficiente combustible en las estaciones de servicio. Es muy probable que se produzca una invasión de conductores ansiosos por llenar los depósitos de sus vehículos, provocando de hecho el agotamiento del combustible. A partir de este principio, Robert K. Merton acuña el término “profecía autocumplida”. En su libro Teoría y estructura sociales (1970), considera que “la profecía autocumplida es, en el origen, una definición falsa de la situación que suscita una conducta nueva, lo cual convierte en verdadero el concepto originariamente falso” (1970).

Así pues, considero que una de las tareas principales de los profesionales de la salud mental es intentar atemperar, en la medida de lo posible, estas consecuencias negativas que acarrean las etiquetas psiquiátricas, sobre nuestros jóvenes pacientes. Tal vez un bonito resumen de lo dicho anteriormente se recoge en la siguiente cita de Goethe: “Si tratamos a las personas tal y como son/ las haremos peores de lo que son. /Pero si las tratamos como si fueran lo que deberían ser/ las llevaremos adonde tienen que ser llevadas”.

A continuación ilustraré, mediante dos casos clínicos, parte del trabajo que intento realizar en relación al tema tratado hasta ahora.

Viñeta clínica 1: Eric

Se trata de un chico de 14 años derivado por el equipo de asesoramiento psicopedagógico (EAP) de un instituto. En la hoja de derivación se hace referencia a que ya en el parvulario preocupaban sus dificultades para aceptar el contacto y la relación con los adultos. Se derivó al centro de desarrollo infantil y atención precoz (CDIAP) donde se diagnosticó un estado depresivo y dificultades para aceptar la sordera de sus padres (ambos sordomudos), que se separaron cuando el niño tenía siete años. La madre vive con un compañero. También habla el informe de las dificultades que tuvo durante la primaria para aceptar las normas y obedecer en casa (los padres no consiguieron que fuese a la actividad de piscina organizada por la escuela; periódicamente el niño escondía el bañador donde la madre no podía encontrarlo). En el instituto siempre preocupó su falta de relación con los adultos y su pertinaz oposición a hacer todo aquello que no deseaba: se niega a sacar el libro en el aula y niega sus malos comportamientos, absolutamente evidentes. Puede responder con rabia y agresividad en estas situaciones y, en alguna ocasión, hizo amago de agredir a algún adulto. El curso anterior participó adecuadamente en una sesión en el aula de lenguaje, en colaboración con la Federación de Sordos de Catalunya (FESOCA). En casa se encierra en su cuarto con el ordenador y la tele y apenas tiene contacto con la familia. Sólo se motiva con cosas que suponen cierto interés para él como la papiroflexia.

En la acogida realizada por nuestra asistente social se recoge que, en casa, además de los padres y el chico vive con ellos una hermana de 19 años, que la madre tiene un trastorno de ansiedad y que el padre es alcohólico. La madre trabaja de limpiadora; algún fin de semana el chico va con el padre aunque, generalmente, no quiere ir.

A la primera entrevista psiquiátrica acude sólo la madre dado que el chico se impacientó de esperar y se marchó. Como aspectos relevantes de la anamnesis destacan: miedos al acostarse, por lo cual durmió con la madre hasta los 11 años. Retraso escolar de siempre: suspende casi todo desde primero de primaria que tuvo que repetirlo, igual que primero de ESO; sólo aprueba religión.

Durante la primaria fue impulsivo con los iguales. Sus compañeros le provocaban mucho y se quedaba con frecuencia solo en el patio. Empezó a tener amigos hace dos cursos, cuando repitió primero. Actualmente juega en el patio y vienen a buscarle amigos a casa para ir la cine, sale los sábados, etc. Discute mucho con la hermana y, también, con la madre (sobre todo por el tema de los deberes). Se lleva mal con el profesor de catalán porque le dijo que parecía subnormal. La madre se muestra un tanto desconectada de la realidad del hijo, no recordando muchas cosas.

En la primera entrevista con el chico, este se muestra desconfiado, reticente a hablar, enfadado. No se aprecian síntomas de depresión mayor ni alteraciones sensoperceptivas ni del curso/contenido del pensamiento. Se evidencia una escasa mentalización y un lenguaje pobre y concreto, así como una importante alexitimia. Mantengo una actitud en la entrevista bastante directiva e intentó empatizar con sus dificultades. Las primeras entrevistas son francamente difíciles dados los aspectos pasivo-agresivos y su tendencia a ir a la contra, en cuanto detecta la mínima expectativa por parte mía de que haga o diga algo.

A pesar de ello intento mantener la actitud que define Carlos Sánchez, siguiendo a Pierre Marty y a la escuela psicosomática de París, con estas palabras: ”La función materna del terapeuta consiste en un acompañamiento sin pretensiones, cuyo objetivo es administrar la excitación; es decir, que pueda ser tanto una barrera protectora frente a aquello que pueda ser desorganizador, como proveedora de excitación sin la que no existe el crecimiento. Se trataría de hacer desaparecer el desamparo y la depresión esencial mediante el estímulo de las relaciones del paciente (incluso las externas a la terapia), el apoyo a la verbalización aprovechando los gestos o la mímica, el hacerse portavoz de aquellas funciones que están ausentes o son débiles, el tomar apoyo en la banalidad de lo cotidiano para intentar que el paciente pase de una palabra que no está destinada a la comunicación, sino a la descarga, a otra que sea experiencia de sí mismo en presencia de otro” (2009).

Cuando le pregunto sobre sus enfrentamientos con los profesores los niega, salvo con el de catalán, “que le grita mucho y no le escucha cuando va a decirle algo”. Reconoce que no le gusta el colegio y que, a veces, no hace las tareas escolares, aunque va al colegio a diario. Refuerzo que tiene mérito que acuda a todas las clases pese a no motivarle el colegio. Por otro lado, en casa, choca mucho con la madre, sobre todo por los deberes y, también, con la hermana; con el padre se lleva mejor. Sale también con amigos al parque. Subrayo como positivo que cumpla los horarios de volver a casa y como esto le ayudará a cumplir las normas de la vida adulta (horarios de trabajo, etc.).

Le gustaría hacer fútbol de actividad extraescolar, pero no se lo pide a su madre porque ya lo pidió una vez de niño y se lo negaron sin darle explicaciones. Al preguntarle si a veces se pone triste o hay algo que le preocupe niega con la cabeza y con cara de extrañeza. Dice no contar nunca sus cosas ni a los padres ni a los amigos. Le molesta que le riñan o le castiguen injustamente en casa o en el colegio. Le gusta mucho el cubo de Rubik y saca todas las caras. Pese a estar muy defendido y reticente me muestra en una de las primeras entrevistas una parte necesitada: ve muy difíciles algunas asignaturas del colegio y aceptaría alguna clase de refuerzo. Me comprometo con él para intentar gestionar que le den alguna ayuda pedagógica.

Mantengo una entrevista con la psicóloga de referencia del EAP que me explica que a los profesores lo que más les preocupa es que pese a ser pillado in fraganti en conductas transgresoras, por ejemplo echar bombas fétidas, niegue haber estado implicado. Se ha ido haciendo más popular por estas conductas. Desde el colegio opinan que sufre algún tipo de psicosis. Le transmito que veo algunos aspectos pasivo-agresivos o paranoides en el chico, pero que me preocupan mucho más los aspectos cognitivos. Que intuyo una inteligencia límite o retraso leve, todo y que no lo puedo demostrar, pues rechaza que se le pase un WISC-IV por sentirse muy cuestionado. De niño nunca se le hizo un test de inteligencia. Acuerdo con la psicóloga del EAP que se gestionará una adaptación curricular.

Pese a todo esto el chico sigue muy defendido y reticente en sesiones sucesivas, La adaptación no llega en los meses siguientes, persistiendo las conductas trasgresoras. Realizo una nueva interconsulta con la psicóloga escolar del EAP. Me trasmite que en el colegio son reacios a pasarlo al aula de adaptación curricular porque hay allí chicos conflictivos y temen se potencien entre ellos. Insisto que si no hay ayuda desde el colegio lo vamos a perder y perderá la poca confianza que ya tiene en los adultos. Por fin, un mes después de la entrevista con el EAP, viene a la sesión mucho más abordable. Me dice que lo han puesto en adaptación curricular, a prueba, durante un mes “para ver si aprovecha”. Me dice tímidamente que de niño quería ser policía, pero que lo desechó “porque no soy listo”. Le hablo de las diferentes partes de la inteligencia y de que quizás en algunas de ellas tiene más dificultades, sobre todo las que tienen más a ver con el lenguaje, por el problema de sus padres. Que otras las tiene desarrolladas: por ejemplo que maneja muy bien el cubo de Rubik y que enseña a sus amigos a manejarlo. Acepta traerlo algún día para mostrarme sus habilidades. Le transmito que es muy importante que aproveche esta oportunidad que le dan con la adaptación y que de él depende que se la mantengan.

Deja de asistir a las dos visitas siguientes e intento repescarlo vía EAP. La psicóloga escolar me contesta en un mail que en las últimas semanas no ha habido conflictos, está tranquilo y hasta se relaciona mejor con los compañeros. Dice, también, que el cambio de grupo le ha tranquilizado, a pesar que en el colegio pensaban que iría sobrado en este grupo y no se adaptaría. En el curso actual ha seguido en el aula adaptada y, pese a algunas dificultades con los deberes, no está disruptivo. Un día que le llamó el psicopedagogo para ver cómo le iba, el chico le confesó que era la primera vez que alguien le llamaba y no era para reñirle.

Viñeta clínica 2: David

David es un chico de 13 años que acude por vez primera a consulta en marzo de 2009, por presentar muchas notas de conducta en el colegio que no entregaba a los padres y las firmaba él. Falsificó las notas de un compañero, habla mucho en clase y molesta. Un día insultó a la profesora de catalán que lo expulsó tres semanas de clase. Los padres le han castigado sin tele, sin ordenador, sin videojuegos, etc. y no saben con qué más castigarle.

Tiene un hermano de ocho años; su padre es informático y la madre es administrativa. La abuela tiene un cáncer metastático de hígado del que fue operada hace ocho meses. La madre está más ansiosa, llora más, duerme mal. Aconsejo que lo comente con su médico de cabecera. No le han dicho nada al chico del problema de la abuela; aconsejo que sería bueno que el chaval lo pudiera saber, pues los chicos captan muchas más cosas de las que pensamos y que es mejor ponerles nombre.

Como datos reseñables de la anamnesis destacan: parto provocado con 39 semanas porque la madre tenía plaquetopenia y dudaban si el bebé la tendría también. Mal comedor hasta los nueve años. Logopedia a los cinco años porque no pronunciaba la erre. Inquieto y distraído desde primaria en colegio (en casa no), llamaba la atención, pero aprobaba todo. En la ESO aprobó primero justito y en segundo suspendió tres asignaturas del primer trimestre y cinco del segundo. Choca mucho con el padre por el tema de las notas, pues este no se conforma con el aprobado. El chico dice que el padre le exige sobresalientes “como hacía él”. Empieza a quedar con amigos a la salida del colegio y a ir al cine con ellos algún fin de semana. No tiene amigos íntimos, le cuesta hablar de sus problemas con los demás y fantasear sobre el futuro. Se sorprende cuando le hablo de las dificultades que conlleva el ir creciendo, los cambios corporales, el pensar si la vida nos irá bien o mal. ¡Nunca había pensado en ello!, afirma. Dice no que desea tener hijos, “por si se hacen gamberros”. Le gustan mucho los animales; cuida de los periquitos en casa y desearía tener un perro. Dice que en casa “es el gamberro pero listo”, al contrario que su hermano. Niega tener preocupaciones.

A raíz de un ingreso se puede hablar con el chico de la enfermedad de la abuela. La conducta mejora radicalmente y recupera las asignaturas suspendidas. Tras permanecer estabilizado unos meses, en febrero de 2010 le encontraron hachís en la taquilla del colegio. Me llama la psicopedagoga escolar, después del incidente, y me dice que lo ven psicopático, frío, distante y con nula capacidad empática. Me dice que falsificó las notas de un compañero el curso anterior a cambio de dinero y que, al final, coaccionó a este chico para que le diese el ordenador portátil ya que no tenía dinero. El padre dejó de hablarle durante seis meses. Tiene amenazado a un crío de que le vendrán a pegar. Se están planteando abrirle expediente de expulsión. Le transmito mi opinión de que no lo veo disocial, pues generalmente un disocial no te diría nunca que no desea tener hijos “para que no sean gamberros como yo”. Le hablo de que a un chico tratado tan severamente en casa, quizás le iría bien algún castigo de tipo reparatorio. Al estilo de las sentencias del juez Calatayud, que si algún chico comete una tropelía con un anciano lo envía a cuidar ancianos unos meses.

La psicopedagoga me llama unos días después y me comenta que decidieron que el castigo consistiera en ir cada día una hora antes al colegio para ayudar con las matemáticas a los chicos del aula de adaptación curricular, ya que él es muy bueno en esta asignatura. Tras comunicarle la medida la psicopedagoga dice que el chico le abrazó y le dio las gracias por no haberlo expulsado. Vuelve a mejorar mucho en las notas y conducta. Aprueba todas menos una, pasando de curso.

Me trae a final de curso un relato con el que ganó el premio Sant Jordi del colegio. Le pido permiso para fotocopiarlo y, más adelante, comento unos pasajes del mismo, modificando algunas características de los personajes, por respeto a la confidencialidad de la relación médico-paciente.

Los adolescentes, tras dejar de lado sus juguetes de infancia, se entregan con frecuencia a fantasías y ensoñaciones como un nuevo juego; a menudo estas fantasías dan paso a dibujos, escritos y otras creaciones en las que vierten sus deseos y conflictos. Estas producciones sirven de puente en el tránsito hacia la formación de una identidad separada y diferenciada. La escritura en esta etapa cumpliría una función de objeto transicional, mitigando la sensación de pérdida, acompañando y facilitando la despedida de los objetos de la infancia. Escribiendo se pone distancia y se facilita la sublimación y la simbolización, cuando la tendencia hacia la actuación y la descarga masiva es fuerte. No obstante, esta creación final termina trascendiendo la relación, biografía, deseos y conflictos, para entrar en otro espacio que no se puede justificar sólo por sus orígenes, sino que se rige por otros principios: los de la creación literaria.

En dicho relato, el paciente cuenta las penurias de una familia pobre sudamericana que trabajaba de sol a sol. Sus cuatro hijos, que eran sometidos a humillaciones racistas en el colegio, sufrían por la ausencia de sus padres a los que apenas veían. El hijo mayor, adolescente, se ocupaba de los pequeños. Todos habían perdido la esperanza de volver a hacer cosas junto a sus padres (excursiones, paseos, etc.). Los padres iniciaron frecuentes disputas. El hijo mayor empezó con peleas y actos delincuenciales (“algunos demasiado graves como para hablar de ellos”) por los problemas de casa (“el antiguo hijo cariñoso y afable había cambiado”). Los padres, añorando su infancia, “hablaron con él como nunca habían hablado” y “esto lo cambió todo”. Decidió que cambiaría; tras ayudar a una señora perseguida por miembros de su antigua banda que intentaban violarla (“la refugió en su escuela”), esta descubrió los bellos dibujos que realizaba y le ofreció trabajar en su empresa de diseño gráfico. Concluye afirmando que todo el mundo merece segundas oportunidades que les permitan cambiar de vida.

Conclusiones

Dejando de lado planteamientos simplistas, pues resulta cada vez más evidente que los trastornos y enfermedades mentales tienen una etiología multifactorial y, por tanto, el tratamiento ha de ser forzosamente multidisciplinar y abordar las diversas facetas de estos problemas; sin embargo, a lo largo del artículo, he querido reflexionar sobre un aspecto concreto de la relación con los pacientes: la esperanza.

Es plausible pensar que, en los dos casos, cuando las expectativas de los adultos se apartan de los estereotipos preconcebidos –psicótico en el primer caso y psicópata en el segundo–, con sus connotaciones ampliamente negativas, y se acercan al menor con una actitud benevolente y esperanzada, dirigida a los aspectos saludables del sujeto, esta mirada empática se convierte en uno de los motores del cambio (aunque no el único, por supuesto) de las conductas aparentemente “psicóticas” o “psicopáticas”.

En el primer caso pienso que el punto de inflexión se dio cuando Enric percibió que se comenzaba a respetar su individualidad, al ofrecerle un plan pedagógico adaptado a sus características personales. Al mismo tiempo, se le transmite la esperanza de que, todo y dueño de su destino, podía salir adelante. Es de resaltar la sensibilidad del psicopedagogo del instituto que el chico valoró en su justa medida: “es la primera vez que alguien me llama y no es para reñirme”.

En el segundo caso creo que el motor del cambio fue la flexibilidad del colegio, que descartó el castigo previsto inicialmente (una expulsión hubiese hecho sentir al chico que no había en él nada rescatable), y le impuso otro cuyo mensaje implícito era que, pese a sus conductas desconsideradas con los compañeros y profesores, tenía un potencial de empatía y capacidad para ayudar a otros compañeros necesitados. De hecho, cuando se le comunica al chico el cambio de planes, abraza a la psicopedagoga. Quizás en el relato hay también algún destello de lo que él pudo sentir y que recoge en el pasaje del texto cuando los padres hablan al chico “como nunca antes lo habían hecho, esto lo cambió todo”.

Si tenemos presente las dificultades para establecer criterios diagnósticos en la psiquiatría en general, la dificultad que se hace mucho más evidente en la población infanto-juvenil, como demuestran las sucesivas revisiones de las clasificaciones psiquiátricas con cambios relevantes en los criterios diagnósticos de unas a otras ediciones y, también, las disparidades de criterios entre la CIE-10 y el DSM-IV -véase el ejemplo del TDAH con criterios mucho más restrictivos en la clasificación de la OMS que en la americana). Por todo ello considero que hemos de ser extremadamente prudentes al diagnosticar y ofrecer un pronóstico en psiquiatría. Sin negar la utilidad del diagnóstico psiquiátrico hecho con rigor, que contribuye a poner nombre a fenómenos psicopatológicos altamente angustiantes en ocasiones y es un primer paso para iniciar el camino hacia la recuperación, considero que, otras veces, un diagnóstico basado en criterios brumosos, inciertos o experimentales puede suponer un obstáculo a la recuperación del paciente.

Por tanto, convendría ser extremadamente cauto en la población infanto-juvenil, pues si bien es cierto que resulta tentador establecer categorías diagnósticas equiparables a las de la psiquiatría de adultos, se corre el riesgo de “forzar” dichas categorías abusando del recurso a lo atípico de la fenomenología en la infancia; o realizar diagnósticos “ex juvantibus” basados en la mera sospecha (“si alguien mejora con un medicamento para el TDAH es porque es un TDAH”), olvidándonos de que la evolución con frecuencia desmiente dichos diagnósticos poco rigurosos. En mi opinión, esto es válido también para el loable empeño en diagnosticar precozmente las enfermedades mentales graves (esquizofrenia, trastorno bipolar, etc.), pues no hemos de olvidar que muchas veces diagnosticamos estados de riesgo, no enfermedades, y no hay que confundir un estado mental de alto riesgo (EMAR) con una psicosis. Hay que poder tolerar la espera.

Aunque a veces a todos nos resulta difícil tolerar la incertidumbre y la atipicidad, presumo que un diagnóstico precipitado o basado en criterios poco consistentes puede incidir negativamente en la evolución del niño o del joven. Tal como se ha comentado anteriormente, las profecías autocumplidas y la autoimagen del menor se sustenta con frecuencia en la imagen que de sí mismo le devolvemos los adultos de referencia. Y si se siente vivenciado como “loco” o “perverso” puede acabar comportándose como tal.

Considero, por último, que al margen de que un chico reciba o no un determinado diagnóstico psiquiátrico, no hemos de perder de vista sus aspectos saludables. Al reconocer y apreciar los aspectos saludables, es posible que se convierta en un poderoso aliado que ofrezca lo mejor de sí mismo en la lucha por recuperar la salud o el equilibrio perdidos y, así, evitaremos que se convierta en un mero receptor pasivo de un fármaco, de una terapia o de un castigo. Pienso, en definitiva, que una de nuestras tareas principales es intentar atemperar, en la medida de lo posible, las consecuencias negativas que, en ocasiones, acarrean las etiquetas psiquiátricas sobre nuestros jóvenes pacientes, y que sientan nuestra mirada esperanzada y benevolente hacia sus valores y posibilidades.

Notas

  1. Tan curioso nombre nace de la leyenda de Pigmalión, antiguo rey de Chipre y hábil escultor. En sus Metamorfosis, Ovidio recreó el mito y nos contó que Pigmalión era un apasionado escultor que vivió en la isla de Creta. En cierta ocasión, inspirándose en la bella Galatea, Pigmalión modeló una estatua de marfil tan bella que se enamoró perdidamente de la misma, hasta el punto de rogar a los dioses para que la escultura cobrara vida y poder amarla como a una mujer real. Venus decidió complacer al escultor y dar vida a esa estatua, que se convirtió en la deseada amante y compañera de Pigmalión.

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