Consideraciones sobre de la actitud terapéutica en la atención a los adolescentes
Mª Asunción Soriano Sala
RESUMEN
Este artículo destaca la importancia de la actitud del terapeuta en el trabajo asistencial con adolescentes.m Plantea la necesidad de ciertas modificaciones técnicas con el fin de obtener la mejor comunicación posible y analiza algunos de estos aspectos de la interacción paciente–terapeuta en dos casos clínicos. PALABRAS CLAVE: adolescencia, interacción, setting, proceso terapéutico.
ABSTRACT
This article emphasises the importance of the therapist’s attitude when working with adolescents. The necessity of certain technical modifications is proposed in order to obtain the best possible communication. Several aspects of the patient-therapist interaction are analysed in two clinical cases. KEY WORDS: adolescence, interaction, setting, therapeutic process.
RESUM
Aquest article destaca la importància de l’actitud del terapeuta en el treball assistencial amb adolescents. Planteja la necessitat de certes modificacions tècniques amb la finalitat d’obtenir la major comunicació possible i analitza alguns d’aquests aspectes de la interacció pacient-terapeuta en dos casos clínics. PARAULES CLAU: adolescència, interacció, setting, procés terapèutic.
Trataré de describir algunas de las dificultades con las que nos encontramos los profesionales en el manejo de la relación con el adolescente. Para ello me centraré en el trabajo clínico, aunque algunes de estas reflexiones también podrían extrapolarse a otros ámbitos de intervención, en los que un adulto trata de establecer una relación de ayuda con un adolescente. Parto de la base de que el bagaje de conocimientos teórico- técnicos, siendo un instrumento necesario, en muchas ocasiones deviene insuficiente para llevar a cabo la función terapéutica. No creo que sea ajeno a nadie la sensación de inaccesibilidad que nos hacen sentir algunos pacientes a los cuales, a pesar de considerarlos susceptibles de ser ayudados, ni siquiera logramos encontrar la manera de iniciar el proceso terapéutico. Los adolescentes que acuden a nuestra consulta ponen a prueba nuestra capacidad profesional de establecer una comunicación y un vínculo de confianza, sin el cual es imposible cualquier tipo de trabajo asistencial. Se hace necesaria, pues, una cierta habilidad para encontrar la “puerta de entrada” que nos dejan abierta, más allá de que pueda coincidir con aquella que nos es más habitual o que sentimos más adecuada a nuestro rol o a nuestra formación teórica. Encontrar “esa puerta” requiere ser creativos y, en muchas casos, hacer determinadas modificaciones técnicas, ya que de poco sirve mantener un “setting correcto” si el paciente no lo puede aprovechar. Esto significa, también, mantener una actitud autocrítica, de reflexión, de observación y valoración respecto a los resultados que obtenemos. Implica, en definitiva, correr ciertos riesgos, caminar entre ensayo y error por algunos derroteros poco conocidos, pero manteniendo siempre como telón de fondo, nuestro equipaje profesional y los objetivos que pretendemos conseguir. Como dice Bachelard (1985), “el espíritu científico debe unir flexibilidad con el rigor”, de manera que tan inadecuado sería una práctica clínica basada en un seguimiento doctrinal acrítico, como la improvisación producto de la inexperiencia o el desconocimiento. Pero antes de entrar a considerar la interacción y la relación terapéutica con los adolescentes, me gustaría señalar que estas aportaciones surgen del trabajo con chicos y chicas que se encontraban en situaciones clínicas, personales y sociales diversas, y que fueron atendidos desde diferentes dispositivos asistenciales: consulta privada y pública para adolescentes en general y más específicamente para jóvenes que habían cometido algún delito y en los últimos años, desde un hospital de día para adolescentes. De la tarea realizada en los diferentes equipos, del intercambio clínico e interdisciplinar y del recorrido que he compartido con estos jóvenes pacientes, he intentado extraer estas reflexiones que espero nos puedan orientar en el trabajo, sobre todo con aquellos que presentan rasgos de personalidad más difícil –narcisistas, actuadores, oposicionistas, entre otros–; pero también, con todos aquellos que tienen un rasgo en común: su adolescencia. Desde esta perspectiva, este artículo tratará, básicamente, de las implicaciones técnicas en el manejo de la interacción entre el adolescente y el terapeuta, haciéndose especial hincapié en las primeres entrevistas diagnósticas, así como en ciertos elementos singulares relacionados con la formulación diagnóstica y la planificación terapéutica. Posteriormente, trataré de ilustrar estas aportacions teóricas con dos viñetas clínicas.
El adolescente: interacción y trabajo terapéutico
El paciente joven requiere de nosotros una especial sensibilidad, en el sentido que describe Stern (1998) al referirse a “los momentos de encuentro”. Los define como momentos especiales de conexión persona a persona entre terapeuta y paciente, que se desarrollan más allá de los aspectos repetitivos o técnicos del proceso terapéutico y reclama del terapeuta el uso de un elemento específico de su individualidad, que le permita trabajar para encontrar la singularidad del momento. Lo que pasa es que estos “momentos de encuentro” son muchas veces sutiles, incluso preverbales y, por tanto, difíciles de percibir y transmitir. En ocasiones los detectamos después de haber tenido lugar el encuentro con el paciente, otras veces surgen de la reflexión posterior a la sensación de fracaso que provoca el adolescente que sale de la consulta dando un portazo o que se mantiene en un silencio pertinaz. En la contratransferencia se mezcla la conciencia de gravedad del caso y, a la vez, el sentimiento de impotencia. Que duda cabe que frente a ello muchos profesionales nos veamos en la necesidad de replantear y adaptar nuestros instrumentos terapéuticos, formas y estilos de relación. No se trata de adoptar una actitud seductora, sino de encontrar “aquella manera” que pueda trasmitirle al paciente joven que estamos para ayudarlo y no para aleccionarlo, adaptarlo o corregirlo. Transmitir esta esperanza, de que estamos del lado de su desarrollo, requiere de nuestra parte tener presente ciertas condiciones que, a pesar de ser conocidas, me parece oportuno señalar de forma sucinta.
Los padres
Para el adolescente es básico ofrecerle una escucha personal, en la que el o ella sean realmente los protagonistas. Esto no es posible, si nuestro método se decanta excesivamente hacia la escucha de los padres, sin dejarles un espacio propio y diferenciado. Por tanto: Conviene priorizar las entrevistas individuales con el/la paciente, donde pueda desplegar ese complejo mundo interno que aún tiene mucho de lo conocido por los padres y en estrecha vinculación con la vida en común con ellos; pero también estrena incipientes rasgos adultos y una presencia excesiva de los padres impediría que se animara a ensayar con nosotros esos atisbos de nuevas identidades, aún muy lábiles. Eso supone para el adolescente dejar traslucir vivencias que siente con vergüenza, que no sabe si son o no ridículas: lo que piensa de su futuro, de su cuerpo y la difícil aceptación de éste, de su manera de relacionarse con los grupos de iguales, con el otro sexo (Lasa, 2003) y así un sinfín de pequeñas o grandes aportaciones que se despegan de la historia vivida en común con la familia y que pertenecen a una identidad y una intimidad aún en ciernes. El terapeuta es un adulto como los padres, lo cual nos pone en un difícil equilibrio ya que tancomplicado es cuando recibimos una proyección masiva de las figuras parenterales, como cuando idealiza la relación con nosotros (Friedman y Laufer, 1997). Salirse del impacto de esas proyecciones y ayudarle en el proceso de formar su propia identidad, implica que en nuestro trato seamos capaces de transmitir que le damos a el o ella una credibilidad, también como adulto, ofreciéndole así la oportunidad a arriesgarse a confiar y mostrarse con más o menos reservas, por supuesto. Es evidentemente que en la mayoría de casos necesitaremos de la información de los padres. Los datos de la anamnesis son de gran utilidad para entender el trastorno actual y, también, explorar el tipo de relación y ambiente familiar en el que el paciente ha crecido. Pero todo ello ha de constituir una especie de “pruebas complementarias” que se han de añadir a la observación clínica principal: la del adolescente.
Primeras entrevistas diagnósticas
Si las primeras entrevistas diagnósticas, en general, son muy significativas en cualquier tipo de consulta, ya que en ese momento se inicia un estilo de vinculación que marcará en un sentido o en otro el resto del proceso, con el adolescente lo son aún más. La diferencia es que el margen que nos deja es más estrecho que en la consulta infantil o de adultos Este estrecho margen está en relación con la intensidad de la interacción que puede aportar, por un lado, toda la energía necesaria para iniciar una relación terapéutica; pero por otro, también puede incluir a este nuevo adulto, el entrevistador, dentro de sus proyecciones más patológicas, con el riesgo de llegar a un impasse terapéutico. Como bien señala Kaplan (1986), “la plasticidad de la organización psíquica del adolescente, junto con su necesidad de nuevas y diferentes relaciones convierten este momento en clave y dominado por la masividad e inmediatez de las relaciones transferenciales y contratransferenciales”. Estas vivencias tan intensas nos obligan, pues, a ser ágiles para hacernos cargo de sus necesidades más inmediatas, de aquello que ahora “le escuece”. Sólo estirando de ese hilo podremos ayudarle en otros aspectos que siendo clínicamente prioritarios habrá que darles tiempo –si la gravedad lo permite–, hasta el momento en que pueda conectar con ellos. Hay que tener presente que la rapidez que nos pide el adolescente tiene que ver con las dimensiones desproporcionadas que tiene para él el sentido del tiempo y, también, con lo rápido que descalifica al adulto cuando fácilmente nos ve como “otro que no entiende nada”. Pero además de la capacidad para poder “sintonizar” con el adolescente, otro aspecto que merece ser matizado es el de la motivación y la vinculación, sobre todo cuando la actitud del terapeuta es la de esperar a que estas sean explicitas. Lo habitual es más bien lo contrario, que la carta de presentación del paciente joven sea negar tanto la motivación como la necesidad de vínculo (Bettelheim, 1994). Este manejo defensivo, ligado a su propia vivencia, se incrementa en la patologia predominantemente conductual y muy especialmente en el joven delincuente. Algunos autores como Diatkine (1989), al comparar la actitud de los pacientes neuróticos frente a los adolescentes que cometen delitos, describe como en los primeros la motivación es consciente pero las resistències inconscientes y en los segundos sucedería al revés, las resistencias serían conscientes y la motivación inconsciente. Así pues, conocer y tener presente estos aspectos nos ayuda a trabajar sin caer en el desaliento al que nos puede llevar la actitud inicial de algunos adolescentes. “Silencios, las actitudes arrogantes y de autosuficiencia si no claramente despreciativas y de desvalorización manifiesta hacia lo psicológico, expresiones de desconfianza, exhibiciones de la conducta delictiva…suelen ser moneda corriente en un primer encuentro” (J. Tió, 2004).
Formulación diagnóstica y tratamiento
Puesto que el adolescente se halla inmerso en un proceso de organización psíquica que le ha de permitir construir una nueva identidad, suscribo el concepto amplio que expresa E. Torras (1996) cuando se refiere a los factores terapéuticos como “aquellos que promueven la evolución favorable del niño, del adolescente y de la familia, estimulan el desarrollo de aspectos sanos, mejoran la capacidad de relacionarse y aprender. En síntesis, se trata de conseguir cambios hacia dinámicas de progreso, allí donde había círculos viciosos y estancamiento” (la traducción es mía). Que duda cabe que conocer los entresijos que marcan la siempre difusa línea de separación entre normal y patológico, propios de esta etapa, nos situará en mejores condiciones para diagnosticar y tratar, salir de más de un “impasse terapéutico” y conseguir deshacer aquellos nudos de conflictos que le puedan permitir al adolescente una mejor y más evolucionada situación vital. Para P. Male (1966), “la función de desligar y desanudar es muy difícil; requiere gran conocimiento de esta edad y una intuición en constante actividad. Los adultos han olvidado en muchos casos su pasado, y sin embargo es necesario identificarse de continuo con el adolescente para la aplicación del tratamiento. Hay que llevar constantemente en el espíritu, para su rápida identificación, los rodeos y las dificultades que suelen encontrarse”. No todos los adolescentes oponen resistencias a la hora de iniciar un proceso terapéutico, también los hay que acuden a nuestras consultas conscientes de que algo les sucede, que están motivados, pero con la idea de que la ayuda o el cambio que esperan encontrar es “fácil y sin esfuerzo” – posiblemente, como un reflejo claro de lo que pasa en nuestra sociedad–. Sin embargo, frente a esta demanda más o menos explícita, se encuentran con que aquello que podemos proponerles no se adapta a sus expectativas. Incluso la intervención farmacológica, que podría funcionar con poca implicación por parte del paciente, requiere de un cierto grado de colaboración y de esfuerzo emocional (El Duque, 1999). Si además, como muchos otros profesionales, no consideramos el tratamiento farmacológico –como terapia única– si no que debería ir acompañado de algún tipo de ayuda psicoterapéutica, esta situación se hace aún más compleja. No en vano se trata de que el paciente joven pueda dar cabida a nuevas opciones de salud y desarrollo, a través de favorecer el conocimiento de sí mismo, de sus puntos flacos, de sus recursos y habilidades. Este esfuerzo puede repercutir, además, en una mejor adecuación de las decisiones a tomar, que son muchas y determinantes en este periodo, haciéndolas más realistas, más sanas y disminuyendo las probabilidades de recaídas (Soriano, 2001). En definitiva, consideramos el cambio psíquico como el eje principal de la mejoría del paciente, y este cambio no se consigue sin algo de esfuerzo, dolor, conflicto. “Una de las tareas inherentes a la psicoterapia del adolescente –dice P. Blos (1971) – consiste en exponer al sujeto al doloroso reconocimiento del conflicto interno y de las ilusiones que intenta mantener. Esta transacción exige del terapeuta una empatía genuina, el mayor tacto y una actitud firme y consistente…Ya que la terapia no solo resuelve viejos conflictos, si no que por su misma naturaleza introduce Nuevos conflictos a medida que se van resolviendo estos conflictos, van surgiendo nuevos, que pertenecen a un nivel más complejo al que denominamos madurez. Esto implica un esfuerzo muy grande e interminable”. En esta sentido se expresaba un chico de 18 años, tratado por un trastorno esquizoide de la personalidad con rasgos narcisistas, que permanecía largos periodos de tiempo encerrado en su habitación y en sí mismo. En este caso se encontró que la mejoría le permitía mayores posibilidades y satisfacciones de la vida, pero a la vez venía a evidenciarle la angustia y las dificultades en sus relaciones que, hasta el momento, la propia sintomatología le impedía percibir. Al final de un año de psicoterapia psicoanalítica focal, me dijo textualmente: “Estoy contento, he ganado una esperanza que no tenía pero ahora me siento solo, la relación con los demás es difícil, he de aprender y el estar encerrado en mi habitación y metido en mi música ahora no es una cosa idealizada como antes, ahora me duele y paso a paso tendré que ir aprendiendo a estar con los otros”. A continuación me referiré a dos situaciones clínicas. La primera es una entrevista para valorar la necesidad o no de un tratamiento farmacológico y la segunda es un extracto de una psicoterapia.
Viñeta clínica 1
Carlos, un chico de 16 años, es derivado al hospital de día para adolescentes por un trastorno de conducta, diagnóstico que como todos sabemos encierra, en cada caso, “matices clínicos” muy diversos (Ballesteros A y Pedreira J L, 2004). Para describirlo diríamos que se trata de un adolescente que frente a situaciones de mínima frustración pierde el control de sus impulsos, con actuaciones auto y heteroagresivas, llegando a crisis de agitación difíciles de contener. Sus condiciones biográficas están muy presentes en el desarrollo de su personalidad, ya que tuvo una primera infancia con importantes carències emocionales y sociales. Finalmente su familia de origen no se puede hacer cargo de él y en la actualidad vive con unos tíos que, a pesar de las dificultades que plantea la relación, tienen un buen vínculo con el chico y colaboran en lo posible en el tratamiento. Una vez ingresado los profesionales que le atienden consideran que una intervención farmacològica puede permitirle una mayor contención y una mejor situación emocional, de manera que pueda vivir experiencias más estructurantes y aprovechar los diferentes espacios terapéuticos que ofrece el ingreso en el hospital de día. En la entrevista para valorar el tratamiento farmacológico participan Carlos y su tía. Al iniciarla dice su tía: “este chico sólo quiere hablar de que quiere un perro. Es un chantaje, parece que solo acepta tomar la medicación si se le compra un perro”. La actitud de ambos es de irritación y ninguno de ellos se escucha. Como el nivel de tensión emocional va en aumento pienso que en este caso habría que intentar entender que pasa con el perro, que sentimientos moviliza, que implica en la relación familiar, “como lo ven” la tía y el del chico. Decido, pues, abrir un espacio de diálogo y pensamiento en algo que estaba fuera de lo sería la programación de los tres, y pasar a hablar de lo que es más emergente y que tiene más significado –o parece tenerlo– para ellos: el perro. Al dejar, de momento, el tema de la medicación y pedirle al chico que se explique no puedo menos que sentir cierta extrañeza ante mí misma y mi rol de psiquiatra que parece que abandono para hablar de perros. El chico se muestra desesperado y seguro de que no le vamos a entender. Cuando le digo que nos interesa saber lo que le pasa se calma y, entre lágrimas, me dice que lleva unos meses pendiente de que reciban, en una tienda que le conocen, este perro:”no es de raza, no es caro, lo puedo pagar con mi dinero”. Había ganado un dinero con un trabajo que hizo y que guardó con este objetivo; también nos dice que quiere tener algo suyo, algo que el pueda cuidar. Como hemos señalado anteriormente, observamos que en el adolescente –como casi siempre– coexisten aspectos más adultos y evolucionados con otros aún anclados en la infancia. Estamos de acuerdo con Feduchi (1986) que discriminar entre unos aspectos y otros es sutil y poco claro, pero difícilmente el joven puede sentirse confiado en que podemos ayudarle si no le entendemos. Y en ocasiones ni tan solo se le da esta oportunidad, ya sea cuando expresa su parte más infantil –para que le ayudemos a contenerla– o su parte más adulta, para que le demos la credibilidad que tiene y reconozcamos lo que hay en ella de progreso. En este caso nos pareció que el paciente había sido capaz de organizarse como adulto en cuanto pudo planificar, esperar, trabajar y ahorrar para conseguir algo que deseaba, a la vez que reconocía límites de la realidad: “un perro que no es de raza y no es muy caro”. La parte más infantil estaría en las formas: llora, se enfada… aunque que estas formas bien pueden ser producto del desespero de no sentirse escuchado y entendido. En el momento que le damos un espacio para que pueda explicarse su actitud cambia. Otro aspecto a destacar es el significado que puede tener, para estos chicos con historias tan carenciales, el cuidar un animalito y sentirse capaz de hacerlo. En ocasiones, a través de estos animales, se animan a probar y a ejercer unas funciones cuidadoras y afectivas que alivien, en parte, sus propios déficit. No es casual que compañeros del equipo encargado de tratar a jóvenes delincuentes, compartan este dato como un factor de buen pronóstico (Soriano, Mauri, Tió, 1999). Después de escuchar a Carlos, su tía fue cambiando de opinión: ahora ya no era únicamente un chantaje. Y de esta forma fue posible que comenzaran a negociar. Ella puso unas condiciones: que tenía que esperarse a que un familiar que convivía momentáneamente con ellos regresara al pueblo, que el perro estaría en el patio y que el chico se encargaría de cuidarlo. Mi papel en este momento fue simplemente facilitar el dialogo entre ellos. Una vez superado el enfrentamiento pudimos dar paso a hablar de Carlos y de las veces que no fue capaz de contener sus impulsos, reconociendo y reforzando los aspectos yoicos que había podido ejercer durante la entrevista. Se establece, pues, una alianza terapéutica en la que el paciente, con sus aspectos maduros reconocidos, se pone a nuestro lado y consigue observar aquellos otros más enfermos. Ahora admite dejarse ayudar, pues reconoce que hay momentos en que la ansiedad le invade, le desborda y termina rompiendo cosas, gritando o agrediendo. En este caso, además de la ayuda psicoterapéutica y educativa que ya recibía, le proponemos que tome una medicación consiguiéndose un buen cumplimiento terapéutico. De lo comentado en esta primera viñeta creemos que más allá de las palabras textuales, la actitud o las formas que utilicemos, el adolescente al que se le propone una medicación o cualquier otro tipo de instrumento terapéutico, siente que le invalidamos, que lo tratamos de loco o de tonto; temores que vive intensamente en su interior. Solo si somos capaces de apoyar nuestras propuestas terapéuticas, por un lado en un vínculo de confianza y, por otro, reconociendo explícitamente sus capacidades, podremos iniciar con mejor pie el proceso terapéutico.
Viñeta clínica 2
Eduard es un chico derivado desde un centro ambulatorio de salud mental infantil y juvenil (CSMIJ), para un tratamiento de psicoterapia psicoanalítica –en un equipamiento de secundaria especializado en esta tipo de atención–. Llega después de haber recorrido diferentes servicios. La madre me dice que le han dicho que su hijo no habla y que por eso es imposible tratarlo. En las entrevista el paciente efectivamente no habla, se muestra impasible, frío y distante. De la escuela lo expulsan y en el barrio ha tenido algunos altercados, con riesgo evidentes para él. Su conducta trasgresora le lleva a cometer delitos a través de los cuales es como si quisiera ponerse a prueba. La madre piensa que, a pesar de las apariencias, el chico es muy ansioso y que sufre al no poder comunicarse con nadie. Durante la entrevista observo una onicofagia muy marcada que junto con el comentario de la madre, me hace pensar que el chico se ha ido encerrando en sí mismo sufriendo intensas ansiedades y que no sabe, ni puede, ni cree que sirva de algo salir de ahí. Quizás los diferentes tratamientos recibidos hayan aumentado este alejamiento. El reto es como poder establecer comunicación cuando ya hay tantas líneas cortadas. Los psicoterapeutas nos encontramos, a menudo, con el tema del “silencio en las sesiones”, que si bien en cada caso puede tener un trasfondo distinto, conviene tenerlo presente para poder adecuarnos al paciente. En el caso de los adolescentes el silencio es un semáforo rojo por donde se puede bloquear el tratamiento. Conviene ser ágiles en este punto y no confiar mucho en que ya estamos “comprendiendo” y trabajando con un setting adecuado, porque si el paciente se aleja vamos a poder hacer poco. En líneas generales el silencio es angustiante, pero para al adolescente se trata de una posición incomoda al tener que pasar por una doble asimetría: la de paciente- terapeuta y la de adolescenteadulto (Feduchi, 1999). Es por tanto necesario facilitar la comunicación ya que el silencio consigue agrandar la sensación de inhabilitación, de no saber, de sentirse inútil que a menudo vive el adolescente en sus relaciones con los adultos, aunque lo que nos muestre defensivamente sea prepotencia o incluso oposicionismo. En el caso de Eduard, antes de formularme alguna hipótesis de trabajo con la que focalizar la ayuda y plantearme que tipo de intervenciones me serían útiles con este chico, intento conocer más ampliamente su situación, a través de las entrevistas con él y de la anamnesis con los padres. Sabiendo que no podré esperar a que el paciente asocie, tendré que ir por delante, al menos al principio. Destacaría como datos de interés que es el menor de cuatro hermanos con los que se lleva mucha distancia ya estos son adultos que trabajan, son responsables y, junto con la madre, forman un bloque de censura a los comportamientos de Eduard. El padre se separó de la madre cuando el paciente era bebé, está poco presente y bastante desprestigiado por la familia en general. En alguna entrevista, y más por mi reiterada insistencia, ya que creo que el diagnóstico no es del todo completo si no conocemos al padre, conseguí ver a los dos. La madre insistía en que el Chico no habla y procuraba sonsacarle. El padre dijo una frase que me hizo pensar: “no habla pero es muy expresivo”. A partir de estos elementos inicio el tratamiento con una presunción diagnostica poco clara, exceptuando el gran nivel de ansiedad y de ensimismamiento. Y así fui trabajando: con lo poco que hablaba y con lo que se expresaba extraverbalmente. O sea, fui suponiendo, proponiendo, pensando en voz alta; dicho de otra manera, leyendo entre líneas. Durante el tiempo que duraron las “entrevistas diagnósticas”, el chico estaba siempre puntual en la sala de espera y su expresión fue modificándose, era más afectuosa. Le plantee la idea de vernos semanalmente durante un tiempo, para ayudarle en lo que le preocupaba, pero que quería saber si él estaba o no de acuerdo. Contestó “si”, y eso fue todo. Pero seguimos, porque para él decir “sí” ya era mucho. Todo el tratamiento fue transcurriendo de esta forma, asiente o niega, a veces dice un par de palabras, suficientemente significativas con lo que me evidencia que está pendiente y conectado con lo que sucede en la sesión. Intento el tratamiento psicoterapéutico diciéndole que tiene dificultades pero que, a la vez, quiere comunicarse. Formulo la idea de que está incluido en la tarea que vamos a emprender diciéndole: “a ver si somos capaces los dos de que esto te vaya bien”. Para ejemplificar mejor el tipo de interacción que establecimos transcribiré algunos extractos de las sesiones. A pesar de que es un chico inteligente, en el instituto va mal, en ocasiones solo aprueba alguna asignatura técnica. De nuevo todo lo relacionado con la expresión verbal o escrita es para él un fracaso. Además en la escuela va tomando la identidad de payaso, de gamberro. Le digo que quizás todo esto de ser un “gamberro” está relacionado con que no entiende las explicaciones, que hace tiempo que ha perdió el ritmo de los estudios y que las clases se le hacen interminables, que se aburre y al final no sabe que hacer, hasta que se le ocurre una “idea”. Responde:”Me aburro como una ostra”. “Claro, pero todo ese aburrimiento –añado– te va poniendo muy nervioso por dentro”. Levanta la vista con mucha viveza, como si le hubiera descubierto algo muy significativo, o simplemente fue significativo oír que lo que le pasaba se podía explicar con palabras. Dijo: “Si”. Continuo: “Bueno y cuando todos te dicen que eres un gamberro y en casa se enfadan contigo va aumentando ese nerviosismo.” Aquí responde con toda una frase: “Y cuando estoy nervioso sólo se me pasa haciendo cosas.” ¿Qué cosas?, le pido que me especifique. Contesta: “Romper, salir, liarla…” Este breve diálogo me aporta datos de su mundo interno con los que tendré que guiarme. En primer lugar, que su capacidad interna de elaborar la ansiedad es muy escasa por lo que necesita recurrir a mecanismos externos; en segundo lugar, que la actuación está sustituyendo al pensamiento. Estas razones nos indica que tiene sentido que la terapia contrarreste estos mecanismos, poniendo palabras y mentalización a lo que siente confusamente y reconvierte en acción. Este, sería uno de los focos del tratamiento, pero otro, que habría que trabajar simultáneamente, sería el grado de satisfacción compensatoria que este chico obtiene con su “identidad transgresora”, frente a lo fracasado que se siente en otras áreas –en el sentido formulado por Erikson (1989) cuando se refiere a que es preferible tener una identidad negativa que no tener ninguna–. Le hablo de que se siente muy poca cosa cuando le van mal los estudios o cuando en casa le dan bronca, pero que puede sentirse superior siendo gracioso, divertido y ocurrente con los compañeros y para ello se ve impulsado a hacer todo aquello que está prohibido o que es peligroso. Corriendo riesgos puede sentirse fuerte e importante. Me dice sorprendido: “Eso es así”. Le reconozco lo gratificante que es que los compañeros aplaudan sus ocurrencias y lo difícil que le resulta renunciar a ese protagonismo, cuando los amigos le piden que haga esto o aquello. Dice: “Si”, con expresión de preocupación. Tal como señalé anteriormente, podríamos decir que cuando el chico expresa preocupación, aunque no lo haga verbalmente, estamos entrando en un “momento de encuentro” o, al menos, en un punto de colaboración. Por otra parte, a mi también me sorprende que no se moleste ante este tipo de intervenciones, al contrario, expresa conformidad. Dice que se siente más tranquilo ¿De entender? ¿De entenderse? ¿De ser entendido? Cuando la problemática que nos trae el adolescente –como en este caso– está tan colocada en la acción, conviene también tener una antena puesta en la realidad externa. Efectivamente si el paciente entiende lo que le sucede emocionalmente pero no logra modificar su nivel real de fracaso, difícilmente podrán cambiar las cosas, por lo que de forma directa abordo cuales son sus expectativas. Llama la atención que, a pesar de todo su fracaso, piense aprobar la enseñanza secundaria obligatoria, lo cual está muy lejos de sus posibilidades reales. En este punto la terapia ha de hacer de acompañamiento en el proceso de tolerancia de la frustración, aceptación de la realidad y búsqueda de una identidad distinta. Ayudarle a pensar que existen otro tipo opciones más acordes con sus aptitudes y, reforzarle en sus recursos y posibilidades, fue parte del trabajo posterior. El objetivo fue favorecer otro tipo de protagonismo posible, en algo en que el se verifique y sienta que no fracasa de nuevo, pues solo así sería capaz de desprenderse de su “identidad trasgresora”. Este paciente mejoró, por lo que desaparecieron las actitudes delincuenciales, pero la tendencia a actuar, como válvula de escape frente a la ansiedad persistía, si bien con menor intensidad. Por ejemplo después de tomar la decisión de presentarse a un examen para realizar un módulo de formación profesional, el paciente viene a la sesión con los brazos llenos de cortes. Se había provocado esas autolesiones ante la intensidad de la angustia que sentía en esa situación de prueba. A pesar de que ya era más capaz de elaborar mentalmente sus ansiedades, se sintió sobrepasado y de nuevo recurrió a “pasar al acto” para calmar la ansiedad. El factor positivo es que pudo afrontar la prueba de realidad que suponía el examen y obtuvo los resultados necesarios para cursar la formación. Poniendo su inteligencia al servicio de algo en lo que podía verificar sus aptitudes se desbloqueó una dinámica en la que predominaba el vaivén entre fracaso–acción. Nos parece que en este caso, la dificultad de que el paciente apenas hablara podría haber impedido el tratamiento. Fue necesario, pues, encontrar herramientas que favorecieran la comunicación, trabajando con pocos datos y estableciendo el terapeuta los puentes necesarios para conectar todo lo posible con el paciente. Con este tipo de intervenciones queda, evidentemente, muchos aspectos de la personalidad de chico por resolver, pero al desbloquear estos círculos viciosos se consigue que el adolescente esté en una mejor situación para aprovechar sus recursos reales, en un momento crucial de la vida.
Resumen final
He querido destacar la importancia de la actitud del terapeuta en la relación asistencial con el paciente joven, en el sentido de ser capaces de entablar un diálogo creativo en el que el adolescente se sienta atendido en sus necesidades más emergentes, ya desde las primeras entrevistas. Para ello proponemos hacer un uso flexible del encuadre teórico-técnico con el que trabajamos, pues de ello depende, en gran medida, la accesibilidad del paciente al tratamiento y su efectividad. En un momento en que la atención sanitaria resulta cada vez más encaminada a la obtención de resultados inmediatos y a la homogeneización de pautas y protocolos, estas consideraciones pueden parecer irrelevantes. Sin embargo, a lo largo de estos años he podido comprobar que en la relación con los adolescentes, tener en cuenta los “matices y los momentos” es determinante y que ante el fracaso terapéutico –algo que suele ocurrir con el paciente joven– resulta saludable cuestionarnos nuestra práctica profesional o los presupuestos en los que se basa. En definitiva, nuestra postura con el adolescente requiere de una “cierta artesanía” que implica tratarlo lo más adulto posible, a la vez que atendemos y cuidamos sus aspectos más infantiles, enfermos y frágiles.
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