¿Parentalidad culpable o hiperculpable? ¡Esa es la cuestión!

Gisèle Apter y Francisco Palacio Espasa

 

RESUMEN

El orden de las generaciones de los padres es modificado por el nacimiento de un niño. La parentalidad contiene un proceso de conflicto intrapsíquico activo. Si los padres son capaces de jugar con múltiples identificaciones de sus propias imagos parentales, es posible trabajar con ellos para resolver sus propios conflictos internos. Los autores, aquí, desean volver a examinar la centralidad de la posición depresiva como un hito esencial de la vida psíquica. Esto lleva a una comprensión de la angustia infantil de los padres con el fin de limitar la intensificación de su culpabilidad y evitar proyecciones e identificaciones con un Superyó destructivo abrumador. Los tres escenarios de la parentalidad -neurótico, masoquista, narcisista- ayudan a identificar la naturaleza de los mecanismos de identificación con el fin de tratar con ellos de una manera más constructiva. Esto, a su vez, afloja mecanismos muy enredados si el escenario es neurótico, alivia y aclara si el escenario es masoquista, y contiene si es narcisista. PALABRAS CLAVE: conflictos depresivos, culpa, proyecciones de los padres, paternalidad, escenario narcisista, Superyó.

ABSTRACT

Guilty or hyper-guilty parenthing? That’s the question! The birth of a child necessarily alters a parent’s generational scheme. Parenting contains a conflicted active intrapsychic process. If parents are able to play with multiple identifications of their own parental imagos, it is possible to work with them to address their own inner conflicts. The authors, here, wish to re-examine the centrality of the depressive position as an essential milestone of psychic life. This leads to an understanding of parent’s infantile which functions to intensify their guilt and to prevent projections and identifications with a destructively overwhelming Superego. The three parenthood scenarios –neurotic, masochistic, narcissistic- help to identify the nature of identification mechanisms for them to be dealt with in a more constructive way. This in turn loosens closely tied mechanisms if the scenario is neurotic, soothes and clarifies if the scenario is masochistic, and contains if it is narcissistic. KEY WORDS: Depressive conflicts, guilt, parental projections, parenthood, narcissistic scenario, superego.

RESUM

Parentalitat culpable o hiperculpable? Aquesta és la qüestió! L’ordre de les generacions dels pares és modificat pel naixement d’un nen. La parentalitat conté un procés de conflicte intrapsíquic actiu. Si els pares són capaços de jugar amb múltiples identificacions de les seves pròpies imagos parentals, és possible treballar amb ells per resoldre els seus propis conflictes interns. Els autors volen tornar a examinar la centralitat de la posició depressiva com una fita essencial de la vida psíquica. Això porta a una comprensió de l’angoixa infantil dels pares amb la finalitat de limitar la intensificació de la seva culpabilitat i per evitar projeccions i identificacions amb un Superjò destructiu aclaparador. Els tres escenaris de la parentalitat –neuròtic, masoquista, narcisista- ajuden a identificar la naturalesa dels mecanismes d’identificació amb la finalitat de tractarlos d’una manera més constructiva. Això, a la vegada, presenta mecanismes molt enredats si l’escenari és neuròtic; alleuja i aclareix si l’escenari és masoquista i conté si és narcisista. PARAULES CLAU: conflictes depressius, culpa, projeccions dels pares, parentalitat, escenari narcisista, superjò.

El nacimiento de un hijo modifica la posición de los padres en la línea generacional o de las generaciones. La llegada del bebé les obliga a abordar una política de separación, un “duelo del desarrollo”, según el término de Manzano. El neonato los arrastra a encarar la conflictividad depresiva que representa “el ser padre” (Palacio-Espasa). No se trata ya de existir principalmente como el hijo de sus padres, se trata de ser el padre de su hijo. Este cambio de perspectiva implica tanto la posibilidad de subir un eslabón suplementario en la línea generacional, inscribiendo una cierta continuidad y encontrando modalidades de identificaciones con sus propios padres, como renunciar a una posición infantil respecto a esas imágenes parentales imaginarias y reales.

La puesta en marcha de estos procesos inherentes a la parentalidad contiene, en ciernes, una conflictividad intrapsíquica en el seno de la cual existen unos obstáculos potenciales, ya sean en función de la historia de los padres, de las capacidades propias en este periodo de la vida, del entorno próximo (familiar), del más alejado (sanitario, social), y del ámbito cultural y social, por citar algunos de los factores más importantes en esta reorganización (Manzano et al., 1999). La identificación con sus propios imagos parentales y las representaciones que los (futuros) padres se hacen de sus expectativas, es puesta de nuevo en acción. Estos fenómenos identificatorios, siempre presentes en el proceso de crecimiento, enlaza el acceso a la posición depresiva con el de la culpabilidad. En efecto, la introyección y el juego de las identificaciones de los padres de y con sus propios imagos parentales determinan las posibilidades de abordaje, más o menos manejable, de su conflictividad interna. Cuanto más sólidas, más podrán “negociar” con las demandas flexibles, interiorizadas con moderación y estabilidad durante su propio desarrollo. La cuestión de la culpabilidad impuesta por el acceso a la parentalidad se hará con una mayor o menor facilidad. ¿Podrán invocar el superyó protector de sus propios padres al cual recurrirán en el proceso de reconstrucción de su parentalidad? ¿El acceso a los conflictos identificatorios, en particular con los imagos parentales rígidos, maltratadores, o ausentes e inconsistentes, será entonces posible o deletéreo?

Desearíamos proponer una relectura del elemento central que es la posición depresiva como etapa esencial en la construcción psíquica, a fin de considerar la elaboración de ésta como un proceso conflictivo jamás acabado, presente en todos nosotros. Sería incluso el elemento central alrededor del cual, y con el cual, los procesos psíquicos se elaboran. La ulterior organización y la (re)construcción, en la edad adulta, del superyó serán dependientes de esta conflictividad central. Las defensas se organizarían, por turno, y de manera variable, en función del peso de los conflictos y de las experiencias acaecidas desde la más tierna infancia. La depresión, o al menos los afectos depresivos, resultarían del conflicto intrapsíquico, ligado a las dificultades de integración de las pulsiones libidinales y agresivas. El temor a la pérdida del objeto de amor y el temor a la perdida de amor del objeto, sin creer haber destruido al objeto, representan la diferencia entre el fantasma anaclítico y el fantasma neurótico. El temor a la destrucción catastrófica de estos primeros “objetos relacionales” supondría recurrir a mecanismos de defensa más primarios o “esquizoparanoides” (Klein, 1975). Esta “ansiedad primaria” no podría permitir el acceso a estas características protectoras del superyó. Todo retorno a una forma de movilización de los imagos parentales solicitaría, vía la conflictividad depresiva, un recurso a mecanismos de clivaje y a conductas que dirijan sus esfuerzos a reducir estos movimientos intrapsíquicos, vividos como demasiado amenazantes. Así, a lo largo del desarrollo, Palacio Espasa describe tres grados de conflictividad depresiva, desde la psicopatología menos grave a la más grave: la conflictividad paraneurótica, la conflictividad paradepresiva y la actividad parapsicótica. Cada una determina un tipo de escenario diferente de la parentalidad.

Conflictividad paraneurótica y escenario neurótico de la parentalidad

La problemática esencial está centrada en los fantasmas de pérdida del amor de objeto. Existe la posibilidad de acceso a la tristeza y a la pena. La culpabilidad es moderada y, de esta forma, permite la búsqueda de una salida a través de mecanismos neuróticos secundarios; es la clínica de la psicopatología de la vida ordinaria, que tropieza a veces con dificultades importantes ocasionadas por el devenir de la existencia. Necesitan de una ayuda externa, a menudo puntual o breve, para ser superadas.

En lo que concierne al niño, se puede identificar a la vez con sus padres, consigo mismo, o con diferentes personajes. Puede atribuirse algo de cada uno de estos personajes, de él mismo y/o de sus padres. Estas introyecciones parciales son móviles y maleables. No se fijan de manera inmutable.

Para los padres, esta configuración corresponde a lo que devendrá el escenario neurótico de la parentalidad: un padre que puede identificarse tanto con su bebé como con el bebé que ha sido (o el que imagina haber sido); tanto con los padres que hubiera querido tener como con aquellos que desearía llegar a ser, tanto con sus propios padres como con la parentalidad a la cual accede. La enorme exigencia de querer ser un “mejor” padre que sus propios progenitores o, más aún, alcanzar el ideal del padre que hubiera querido tener, intensifica los conflictos habituales de la parentalidad y vuelve rígidas las interacciones, suscitando angustia y facilitando potencialmente la aparición de síntomas funcionales en el niño. No obstante, el juego de las proyecciones y de las identificaciones permanece flexible. La actuación, su emergencia en la consulta y la explicitación de dichas angustias alivian esta enorme exigencia, aunque relativa, ya que se trata de una exigencia que no impide cualquier posible elaboración ni inhibe cualquier movimiento afectivo. Permanecemos en un acceso a la “depresividad” soportable, que no teme la pérdida del objeto y que relativiza la pérdida de amor del objeto. Esta pérdida de amor no será total, incluso si el padre se aleja simbólicamente. Dicho de otra manera, en lo que concierne al niño se tratará, por ejemplo, de negociar en caso de separación la posibilidad de encontrar juegos y conductas de sublimación aceptables para él y sus padres, especialmente en la relación con sus iguales. Para sus padres es cuestión de sentir y proponer, en sus conductas parentales, unas actitudes en las cuales se vuelvan a encontrar con aquello que conocieron, y al mismo tiempo, con los cambios que desearían aportar con la llegada de una nueva generación.

Este aporte de creatividad potencial sostiene la existencia de un apego relativamente seguro y la construcción de objetos internos suficientemente buenos, para que los movimientos de alejamiento no sean vividos como traiciones y las aproximaciones como enganches. En este sentido, circunstancias mayores externas pueden llegar a desequilibrar estos complejos manejos o, por el contrario, enriquecerlos en función de las historias y los recorridos de los niños y sus familias. La migración, la enfermedad de un pariente, las carencias pueden resultar, en tanto factores externos, amenazantes o una oportunidad para variar y manejar las proyecciones y las identificaciones. Lo que será un juego, en el sentido “winnicotiano” del término, no podrá hacerse en circunstancias traumatógenas o traumáticas, por la rigidificación que impedirá, de alguna manera, el aventurarse en un espacio transicional (Winnicot, 1971). En el niño, este espacio es visible en el juego y en las relaciones con sus iguales. En el adulto es más difícil percibirlo y, por tanto, se manifiesta en las posibilidades de adaptación y de sublimación creadora tanto a nivel profesional como personal. Estas posibilidades son mermadas cuando los temores externos pesan tanto que desbordan las capacidades internas del individuo.

Conflictividad paradepresiva y escenario masoquista

Si los fantasmas se revelan con mucha fuerza a causa del temor a la muerte del objeto, o ante el menor daño, entonces los sentimientos de culpabilidad serán demasiado masivos y, por tanto, fuertemente rechazados. Para conservar un funcionamiento suficiente y una interiorización soportable del conflicto, el yo recurrirá a defensas muy rígidas. Éstas difícilmente se mantendrán, salvo al precio de una inhibición o disminución importante de la autoestima. A su vez, se traducirán en movimientos depresivos graves y/o luchas efectivas contra las defensas maníacas o hipomaníacas. Las alteraciones de conducta del niño que pueden entonces manifestarse vienen a reforzar estas dificultades, en particular en las familias con pocos estímulos sociales o educativos. Habrá un reforzamiento negativo de la depresión, por la falta de “alimento” externo que permita compensar, al menos parcialmente, el repliegue del niño. Paradojicamente, la lucha hipomaniaca, de hecho, no podrá “hacer mucho más” que el abatimiento depresivo para preservar el funcionamiento psíquico de su aspecto desorganizado. En este sentido, el entorno, y en particular el contexto socio-educativo, favorecerían el enganche o no, a modelos interactivos más ricos y coherentes, sobre los cuales el niño podrá apoyarse. Esta potenciación de los fenómenos negativos, si persisten, se vuelven entonces extremadamente difíciles de sobrellevar.

Vemos aquí como la persistencia de modelos negativos agravarán, desde muy joven, el proceso de apego y los modos de relacionarse, incluso con los iguales. Estos modelos deletéreos habrán sido introyectados por el niño, en un proceso donde éste no espera a que ningún elemento externo pueda venir a aliviar sus dificultades ni a sostenerlo para mejorar y dejar atrás sus conflictos psíquicos. La ausencia de toda intervención basta para que perdure y se agrave la conflictividad paradepresiva. Es de temer, entonces, que los fenómenos de apego poco rudimentarios se vuelvan rígidos de nuevo, por una conflictividad donde solo el sostenimiento de la relación puede hacerse en un movimiento que parece masoquista. El temor a perder el objeto de amor está ligado al fantasma de incapacidad para colmarlo. Este fantasma central es, al mismo tiempo, el que mantiene la relación, puesto que el niño está persuadido de decepcionar constantemente al objeto de amor. Solo luchando constantemente puede conseguir mantener a su objeto interno. La búsqueda masoquista es antidepresiva y el abandono del esfuerzo, ya sea de manera inhibida o hipomaníaca, conlleva el riesgo de un derrumbe masivo, próximo a lo que describió Winnicot como “el temor al derrumbe” (1971). Es esencial reconocer este esquema, a veces difícil de identificar clínicamente por las consecuencias terapéuticas que implica.

Este equilibrio entre el sostén del objeto de amor y el temor masivo a su alejamiento, equivalente al temor a su pérdida, constituye la construcción psíquica en el escenario masoquista de la parentalidad. Por ello, tratar de modificar esta frágil estabilidad, intentando suavizarla sin haber estudiado sus contornos, puede resultar en vano. Paradojicamente, esto conlleva el riesgo de reforzar aún más las modalidades de funcionamiento. En el momento del advenimiento de la parentalidad, las proyecciones parentales sobre el niño están impregnadas de esta conflictividad central. El padre proyecta que el niño estará, como él mismo, en graves dificultades para soportar la toma de distancia. Introducir un espacio suficiente para librar al niño y al padre de esta colusión identificatoria viene a respaldar precisamente lo que es impensable o al menos imposible. Hace falta entonces sostener, progresivamente, a los padres para que puedan reconocer su propio sufrimiento. Una vez ha sido tenido en cuenta, la posibilidad de reorganizar las proyecciones y las identificaciones podrá ser abordada y, a veces, iniciada. En función de la historia evocada por cada padre y del equilibrio familiar obtenido con o gracias a un funcionamiento masoquista, no siempre es posible para los padres modificar sus identificaciones y sus proyecciones. En espera de la evaluación, hasta los posibles efectos de una aproximación terapéutica padre-hijo, el niño se desarrolla y debe ser tenido en cuenta por sí mismo (Fraiberg, 1980). A diferencia del escenario neurótico, si el niño presenta ya sintomatología, no es posible proponer consultas terapéuticas o terapias breves como único modo terapéutico. Ya no se trata solo de ofrecer una flexibilización de las diferentes identificaciones, que volverían más “manejables y maleables” las proyecciones sobre el niño, volviéndose así menos apremiantes. Aquí, la flexibilización está en (re)encontrar, incluso en crear. El tiempo juega, por tanto, contra la necesidad de rápidas modificaciones de las identificaciones proyectivas; más el crecimiento no espera. El bebé se agarra a lo que el entorno le ofrece, incluso si esto se hace en condiciones emocionalmente negativas o de manera paradójica. Las posibilidades para el niño de hacer frente a estos modelos interactivos sostenidos por los fantasmas de la pérdida son variables, igual que sus capacidades de regulación. Como éstas no son previsibles y nuestro trabajo por lo general es limitar las sobrecargas y las proyecciones apremiantes, se trata de sostener y ofrecer múltiples y enriquecidas interacciones. Es preciso, por tanto, favorecer el acceso a los padres a su propia conflictividad intrapsiquica, aún ofreciendo al niño una asunción centrada en sí mismo, incluso en presencia de los padres.

En caso de escenario masoquista, el aumento de los temores de pérdida del amor del objeto ha sido tan grande que acarrea los temores de abandono, de pérdida del objeto, por desamor. El niño o el aspecto infantil del padre están tan impregnados del temor masivo a un tal “desamor” que se crea el fantasma: su objeto de apego podría alejarse de él, incluso abandonarlo. Recurrir a estos mecanismos de defensa conlleva, progresivamente, a un salto cualitativo que obstaculiza el funcionamiento llamado neurótico; es decir, la posibilidad de jugar con las identificaciones. Ahora bien, es el juego de las identificaciones y la posibilidad de alternar y de pasar de una identificación a otra lo que rubrica la buena salud psíquica, más que una sola identificación, sea la que sea. Este juego caleidoscópico debe permitir, de alguna manera, extraer partes de lo que puede ser retenido en cada de una de estas identificaciones, en una recomposición personal progresiva. El “peso” atribuido a cada de una de estas partes identificatorias puede variar entonces y el recurso a las diferentes maneras de manejarlas se hará en función de las circunstancias y de los eventos de la vida. Recurrir sistemáticamente al mismo proceder sea cual sea la reacción, sea cual sea el evento es, a menudo, lo que marca, ya sea la psicopatología, ya sea una vulnerabilidad mayor. ¿Ante un evento recurrente, no será la manera como se hace -o no- frente al mismo, lo que limitará o abolirá su impacto traumático? Vemos que en circunstancias de grandes traumas (guerras, torturas), las defensas están siempre sumergidas, al menos durante un tiempo. ¿La duración del impacto no debería tomarse en cuanta, de la misma forma que el momento en el que ocurre? Sabemos que durante el tiempo del impacto, la psique representacional sumergida no está o está poco accesible a la conciencia. Esto lleva, a menudo, a recurrir a unos determinados modos operatorios y/o biológicos de funcionamiento. Lo encontramos en numerosos estudios sobre el estrés y el trauma (Schore, 1994). Quedan numerosas pistas por explorar a este nivel sobre la comprensión de los fenómenos psíquicos y los mecanismos biológicos y epigenéticos que son tanto factores de vulnerabilidad como consecuencias de eventos intercurrentes. Se crea así una espiral funcional entre causa y consecuencia, en la cual la madeja es a veces difícil de desembrollar.

Conflictividad parapsicótica o escenario narcisista

Cuando los fantasmas que predominan son de naturaleza catastrófica con una pérdida irrecuperable del objeto, recurrir al clivaje y a la negación permite continuar funcionando, aunque sea de forma intermitente. Es el caso de los trastornos de personalidad borderline o en ciertas formas desordenadas de mecanismos de defensa primarios. Las funciones del yo serán puestas a mal recaudo por el mantenimiento de estas defensas, cuyo objetivo es conservar intacto el objeto, con el fín de que no sea destruido. Por ello, recurrir a mecanismos de rechazo o negación de la realidad se refuerza a fin de mantener la negación de la pérdida del objeto. La cuestión del odio y del trauma intrapsíquico que ésta facilita es, por tanto, fundamental. El temor a la pérdida de objeto suscita tanto odio como angustia. El niño se encuentra atrapado en un haz de contingencias complejas dirigidas a favorecer los movimientos de odio hacia el objeto más que hacia sí mismo, dentro de un proceso autoprotector. Por su misma potencia, estos sentimientos de angustia y de odio, generan un riesgo autodestructor muy elevado. Las posibilidades de canalizarlas limitan su potencia destructora. De su temor a la pérdida, del “odio” y la angustia que ésta ha podido suscitar, de su inadecuación, incluso de su maltrato, el paciente redobla los esfuerzos en vanas tentativas para acercarse y atraer de nuevo al objeto de su relación privilegiada. La aproximación no hace más que confirmar la inadaptación relacional en la cual están y han estado. El clivaje, la negación y la idealización primitiva son entonces los recursos más eficaces para mantener el vínculo con los padres (del niño o de los padres mismos) como objetos de amor.

El mayor riesgo del funcionamiento parapsicótico se encuentra en los fantasmas de persecución. El temor a la pérdida del objeto “aplasta” cualquier otra preocupación. Todas las circunstancias externas que avivaron este temor plantean, del mismo modo, unos mecanismos de defensa para evitar esta pérdida; es decir, para soportarla, ya que es (o ha sido en el pasado) ineluctable. Si el objeto está constantemente en riesgo de desaparecer, tanto si lo hace como si lo hubiera hecho, el paciente debe encontrar un sentido y una salida a esta desaparición. Una de las vías posibles es, evidentemente, el rechazo: “el objeto era malo”. Hay que encontrar, no obstante, un “sentido” para soportar psíquicamente este rechazo. El clivaje se revela entonces como la solución elegida. Uno solo de los dos protagonistas de la relación es “totalmente bueno”, justificando el rechazo del otro. Así, se obtiene, en un primer tiempo, una “ganancia” psíquica sobre el plano económico. Ya no hace falta buscar (en vano) el amor del objeto; un equilibrio incierto se pone en marcha, cuya fragilidad es paradojicamente el garante. Siendo la ruptura demasiado arriesgada, la amenaza de derrumbe se torna entonces inevitable. El restablecimiento de una ambivalencia posible con respecto al objeto suscita, de manera casi paralela, un aumento de la agresividad dirigida contra sí mismo (si el objeto es menos malo, será el paciente el que se vuelve mucho más). La cuestión de la culpabilidad frente a la pérdida o el temor a la pérdida es esencial: “la responsabilidad de la pérdida resulta más espantosa que la pérdida sí misma” (Palacio-Espasa, 2003).

Importa ahora reconocer y contener el sufrimiento del paciente a fin de que él mismo pueda tolerarlo y favorecer, no sólo el derrumbe justamente temido, sino un apoyo, una relación anaclítica durante el tiempo que sea necesario. Desde una perspectiva muy winnicottiana, se trataría de acoger al paciente a fin de proponerle la figura “parental” suficientemente buena que no ha tenido o que no ha podido introyectar. Conviene aquí diferenciar entre la existencia de fenómenos delirantes duraderos y las ansiedades masivas ligadas a malos tratamientos y/o a unas graves carencias anteriores. Esto se vuelve, por tanto, un imperativo.

Interactúo, por tanto soy…

La paradoja mencionada anteriormente, desde la perspectiva Kleiniana, subraya hasta qué punto lo propio del hombre es estar en busca de un “objeto”; es decir, de una relación de apego fiable y segura, estable y benévola. Es como si, implícitamente, la perspectiva psicoanalítica propusiera ciertos postulados incompatibles entre ellos, tal como la visión de un neonato que tiene, a la vez, capacidades fantasmáticas inherentes, pero incapaz aún de comunicarse (Klein, 1975;Tustin 1977). Posteriormente, la búsqueda de elementos destinados a la observación clínica ha venido a reforzar unos postulados y a relegar otros al rango de hipótesis invalidadas (Lichtenberg, 1991; Tustin, 1991).

La cuestión del inicio de la depresión y de la depresividad sigue siendo central y su exploración exhaustiva aclara la clínica y la práctica psicoterapéuticas (Palacio- Espasa, 2003; Fedida, 2001). La visión de un infante que tuvo acceso a mecanismos patológicos que, ulteriormente, evolucionan hacia un funcionamiento más “neurótico- normal” ha permanecido. Se trataría de una proyección adultomorfa inspirada en una teorización ligada a la patología del adulto. El estudio directo del niño y de su crecimiento en relación con su entorno nos dará pistas sobre su funcionamiento. La reconstrucción permite metaforizar y construir una narrativa adecuada a posteriori. También proporciona unos medios adecuados sobre el plan terapéutico, sobre una narrativa regulada de los fenómenos alterados y patológicos de la infancia, pero no describe adecuadamente los procesos etiopatogénicos y no integra los fenómenos propios del desarrollo del niño. Más aún, la reconstrucción de los discursos de adultos está demasiado teñida de adultomorfismos, también inadaptados a la “realidad” de los procesos psíquicos de la infancia, lo que sería un anacronismo histórico.

Esta perspectiva centrada alrededor de la posición depresiva y de los movimientos proyectivos masivos que la envuelven tiene consecuencias importantes sobre el plano terapéutico. La culpabilidad ya no es un motor: ¡es un freno! Esta culpabilidad “bloqueada” por el riesgo de una destrucción “cataclísmica” interna, impide recuperar las capacidades de elaboración psíquica. En el mejor de los casos, por un modo de inhibición y, en el peor, por las formas desorganizadas.

Este alivio de la culpabilidad tendrá por tanto dos efectos esenciales: reforzará la alianza pre-transferencial y disminuirá (flexibilizándolas) las defensas rígidas seuperyoicas que dificultan el trabajo psicoterapéutico. Interpretar los elementos padres-bebé, en términos anaclíctico y de separación, tranquiliza. Por el contrario, las formulaciones de prohibiciones pulsionales refuerzan los movimientos de clivaje. En las situaciones donde las defensas narcisistas están en un primer plano, las formulaciones en términos de ansiedad de separación tendrán al menos el mérito de limitar el refuerzo del clivaje. En estas condiciones, la interpretación de la contratransferencia será una manera de apelar a los aspectos infantiles accesibles del paciente, ofreciéndole posibilidades de imitación y de identificación benévolas. La familiarización y la repetición de estas experiencias positivas podrán tener, de alguna manera, un efecto “sobre el crecimiento”. También es interesante ver cómo estas técnicas serán tanto más eficaces y útiles si se efectúan en el periodo perinatal, periodo durante el cual los movimientos intrapsíquicos maternales son particularmente accesibles (Bydlowski, 1998). La idea es siempre dirigirse al desamparo infantil del padre y/o del paciente, a fin de no reforzar su sentimiento interior de culpabilidad, e impedir que el terapeuta sea identificado con un superyó devastador y/o castrador cuando los mecanismos sean neuróticos, tiránico si son masoquistas, y destructor si son narcisistas.

La exploración de la psicopatología parental abre nuevas vías de reflexión sobre la construcción psíquica y obliga a reconsiderar, con el mismo rasero, los trastornos psíquicos actuales a partir de modelos y conceptos de finales de siglo XX y principios del XXI. Las etapas de la vida están consideradas desde la perspectiva del desarrollo, en la medida en la que la conflictividad psíquica se reactiva sin cesar para hacer frente a las diversas circunstancias, tanto externas como internas, a los cuales están confrontados tanto los niños como los adultos. La llegada de la parentalidad es un momento de “crisis”, de pasaje, que viene a reavivar la vida psíquica infantil. Se construye una nueva historia, una narración familiar de otro género, no sólo del niño con sus padres imaginarios e imaginados, sino del niño que se deviene padre. Para la futura madre, el acceso a sus recuerdos conscientes y la “transparencia psíquica” son un medio privilegiado de reacondicionar su “narrativa” personal, de dar sentido y de crear una historia única para este embarazo, capitulo primero o continuación de una “historia sin fin” (Bydlowski,1998). La vida psíquica está, cuanto menos, sometida al asalto de procesos psicopatológicos y con la posibilidad de adaptarse y readaptarse al entorno externo e interno (Amaniti et al., 1999). El trauma es el desbordamiento de estas capacidades de reacondicionamiento. El crecimiento es el movimiento sin cesar reorganizado y abierto del sistema psíquico. Conviene examinar cómo estos procesos permiten a la conflictividad psíquica seguir creciendo.

Traducción del francés a cargo de Vicenç de Novoa

 

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