Nuevas texturas en el espacio psicoterapéutico con niños: inclusión-irrupción de la virtualidad
Karina Hackembruch Tourn
RESUMEN
Nuevas texturas en el espacio psicoterapéutico con niños: inclusión-irrupción de la virtualidad. El presente trabajo se plantea pensar algunos aspectos de la clínica psicoterapéutica con niños en tiempos de confinamiento, así como los desafíos al encuadre y la técnica que requiere el dispositivo virtual. Toma como ejes para repensar esta praxis en construcción los aspectos relacionados con el vínculo terapéutico dentro de la dinámica transferencial-contratransferencial, el lugar del cuerpo en el nuevo marco temporal y espacial y los mediadores terapéuticos emergentes en esta situación clínica. Palabras clave: clínica infantil, virtualidad, encuadre, mediación terapéutica.
ABSTRACT
New textures in the psychotherapeutic space with children: inclusion-irruption of virtuality. This paper sets out to think about some aspects of the psychotherapeutic clinic with children during the lockdown period, as well as the challenges to the framing and the technique required by the virtual device. It takes as axes to rethink this building praxis, the aspects related to the therapeutic bond within the transferential-countertransferential dynamics, the place of the body in the new temporal and spatial framework, and the emerging therapeutic mediators in this clinical situation. Keywords: children’s clinic, virtuality, framing, therapeutic mediation.
RESUM
Noves textures a l’espai psicoterapèutic amb nens: inclusió-irrupció de la virtualitat. El present treball es planteja pensar alguns aspectes de la clínica psicoterapèutica amb nens en temps de confinament, així com els desafiaments a l’enquadrament i a la tècnica que requereix el dispositiu virtual. Pren com a eixos per repensar aquesta pràctica en construcció els aspectes relacionats amb el vincle terapèutic dins de la dinàmica transferencial-contratransferencial, el lloc del cos en el nou marc temporal i espacial i els mediadors terapèutics emergents en aquesta situació clínica. Paraules clau: clínica infantil, virtualitat, enquadrament, mediació terapèutica.
Para comenzar este trabajo, se hace necesario contextualizarlo: en mi país, Uruguay, los primeros casos de Covid-19 fueron detectados el viernes 13 de marzo, pocos días después de iniciar el ciclo escolar de 2020 y a dos semanas del cambio de gobierno nacional. A partir del día siguiente, se determinó una cuarentena voluntaria, con sectores de actividades públicas o privadas suspendidas o mantenidas a distancia por los medios virtuales adecuados a tal fin (este fue el caso de toda la educación, desde ciclo inicial a universitario).
Durante las dos semanas siguientes, se planteó, desde las instituciones psicoanalíticas, sostener el dispositivo presencial de psicoterapia, siempre que fuera posible, con los resguardos de higiene y distancia recomendados. Esta situación permitió, en algunos casos, mantener algunas sesiones previas a la implementación del andamiaje virtual, así como compartir y repensar estrategias con otros psicoterapeutas de niños y con profesionales de salud mental que trabajan con la infancia (fonoaudiólogos, psicomotricistas, psiquiatras, psicopedagogos). Aun así, nos hemos visto envueltos en estos días por la vorágine de informaciones y decisiones en el ámbito político, sanitario, institucional, profesional, familiar y personal.
Compartimos con Janine Puget (2004) que, “para tolerar la alteridad y no vivenciarla como una ajenidad intrusiva, las personas necesitamos contar con cierta previsibilidad y coherencia, base sobre la cual podremos enfrentarnos con cierto resguardo a los momentos imprevisibles”. “En su soledad y en sus vínculos, el sujeto sostiene ilusoriamente una exigencia de certeza, de verdad y de saber que hace posible soportar las alternativas de la vida diaria” (Puget, 2019).
En este escenario pandémico y confinante, de cambios vertiginosos y arrasadores, los psicoterapeutas de niños vimos rápidamente interpelada nuestra praxis.
¿Era posible sostenerla? ¿Cómo? Si no se podían mantener las sesiones presenciales, ¿era pertinente pensar un dispositivo virtual para trabajar con niños? ¿Con todos? ¿Con quienes sí y con quienes no? ¿Qué aspectos íbamos a tomar en cuenta? ¿La edad, el funcionamiento psíquico del niño, su acceso a la simbolización, la dinámica familiar y la posibilidad de contar con un espacio privado para tal fin? ¿Qué pasaba con el encuadre, qué lo sostenía, qué cambiaba de él? ¿Cómo de estable podía resultar el encuadre interno del psicoterapeuta al encontrarse él mismo atravesado por esta situación universal de crisis?
Fue surgiendo, armándose, el dispositivo para cada paciente y su familia, al mismo tiempo que emergieron nuevas preguntas que esta modalidad iba generando en su desafío neófito; así como la búsqueda de referencias teórico-técnicas, y la apelación a los recursos lúdicos personales de antaño, cuando no existían medios electrónicos y el papel y el lápiz daban formato a los tableros de juego.
A continuación, me interesaría compartir algunas de estas búsquedas-hallazgos, descubrimientos-construcciones. Antes de compartirlas, es importante consignar que el siguiente es un recorte de sesiones implementadas en el ámbito del consultorio particular, con pacientes que cuentan con la posibilidad de acceso a un espacio de privacidad y a los medios electrónicos para sostener el dispositivo.
Vínculos, transferencias y contratransferencias
La ausencia en las sesiones del cuerpo tangible introdujo, en forma casi sistemática, la preocupación del psicoterapeuta por el estado de salud del paciente y su familia. Del lado del paciente, se observó una inquietud similar, que daba cuenta del registro de lo real, transformándose también en algo del orden de “…lo inaugural del cuidado y la preocupación por el psicoterapeuta, sin perder la asimetría en el vínculo terapéutico” (Cantis, 2020). En este sentido, el confinamiento y la incertidumbre por el bienestar del otro constituyeron, entre otras cosas, oportunidades para desplegar o afianzar aspectos empáticos.
Uno de los primeros interrogantes que se me presentó estuvo en consonancia también con la ausencia del cuerpo presencial o, mejor dicho, la pérdida de la tridimensionalidad del cuerpo del otro en el espacio psicoterapéutico. Me preguntaba cuáles son los impactos en la corporeidad. ¿Queda suspendida en este encuentro a distancia? ¿Qué efectos produce el recorte que opera la cámara en la imagen de niño y psicoterapeuta? ¿Cómo nos moviliza a pacientes y psicoterapeutas esta discontinuidad espacial? ¿Qué implicaciones puede tener en cada situación terapéutica, de acuerdo con el funcionamiento psíquico del paciente, una modalidad comunicativa más verbal, gestual o corporal, las edades, los aspectos transferenciales, el momento del proceso, el vínculo con la familia? Al respecto, es interesante el planteamiento que realiza Daniel Calmels (2013), pensando en el cuerpo en el comienzo de este milenio: “existe actualmente un predominio de intereses por la vida del organismo en detrimento de la vida del cuerpo” (p. 9). Este solapamiento del cuerpo y lo corporal, mediante el privilegio del organismo y lo biológico, ya venía operando en nuestra cultura entonces y, ahora, con la pandemia, con los miedos y preocupaciones reales, cobra mayor dimensión. Nos preguntamos, ¿qué permanece del cuerpo y sus manifestaciones corporales en este nuevo contexto de trabajo? Calmels (2013) entiende como manifestaciones corporales a “(…) la mirada, la escucha, el contacto, la gestualidad expresiva, el rostro y sus semblantes, la voz, las praxias, la actitud postural, los sabores, los aromas, la conciencia del dolor y del placer” (p. 9). ¿Cómo pueden hacerse un lugar? ¿Cuáles se priorizan en estos tiempos de encierro? ¿Cuáles siguen estando en las sesiones y de qué manera?
Al inicio de la cuarentena, aún en aquellas privilegiadas sesiones que pueden seguir dándose en el ámbito de lo presencial, el registro y el investimento corporal y del espacio adquieren una cualidad muy diferente. Psicoterapeuta y niño nos encontramos sin contacto y con tacto, sin acercamiento, sin beso, con las manos emplazadas desde el lugar de lo sucio, transmisoras de enfermedad. Sin besos, con alejamiento, se produce otro encuentro. Me pregunto cómo se van a resignificar luego los vínculos en general y el psicoterapéutico en particular. ¿Cómo va a amplificarse en cada uno el incremento de la desconfianza, el aislamiento, el otro como siniestro, de acuerdo con los mecanismos psíquicos que pueda poner en juego el sostén familiar, educativo y psicoterapéutico?
¿Qué sucede en las sesiones virtuales con estos mismos aspectos? Un paciente de 10 años, al transmitirle que queda poco para que finalice la sesión, me expresa: “y aquí llegamos a la parte en la que abres la puerta y me das un beso”. Ante lo cual le respondo que puedo abrirle la puerta, y lo hago, mostrándole la visión del jardín que tendría si estuviera saliendo por allí y le tiro un beso. Esta apertura de puerta, salir yo misma de la visión de la pantalla, tomar aire y luz natural, produce un efecto gratificante en mí y experimento que le devuelvo al paciente algo de lo perdido en este nuevo dispositivo. El niño reacciona con alegría y finalizamos mirando los dos ese espacio exterior de encuentro-despedida, anhelado-reencontrado en la imagen. Después, a los días, me pregunto si más allá de que el cierre fuera reparatorio para ambos, no tiene algo del como si, de la ilusión o la desmentida.
Las pantallas traen al frente de nuestras sesiones una sensorialidad que captura, momentos en que tratamos de resolver problemas técnicos y nos quedamos en suspenso, esperando reconexión, mirando fijamente a la imagen, esperando que vuelva el sonido, etc. A partir de todo el repertorio de dificultades tecnológico-técnicas que comienzan a desplegarse en las sesiones, se dan entonces alternancias abruptas de presencias y ausencias: ver-no ver, escuchar-no escuchar, ver pero no escuchar, escuchar pero no ver. Depende del paciente y el psicoterapeuta, de los recursos psíquicos y del monto de ansiedad y angustia, que estas disrupciones se puedan transformar en rítmicas reminiscencias del está-no está, actualizándose algo del orden lúdico y elaborativo. En otros momentos, son los propios niños los que apelan a apagar la cámara, quitar el sonido o ambos a la vez, como forma de mantener el control de la situación terapéutica y/o vital. Buscan, así, resguardarse de un registro sensorial, ya sea visual o sonoro, aceptando poco a poco ir mostrando-se, abriendo el mundo familiar, íntimo del dormitorio (el más habitual de los nuevos settings).
Un niño de ocho años comienza las dos primeras sesiones apagando la cámara y quitando el sonido en forma alternada, no rítmica. Este comienzo de las sesiones virtuales me recuerda a muchos momentos de sesiones presenciales, donde necesitaba emplear los primeros o últimos minutos para preservarse de las palabras y de la mirada del otro, vivenciadas como intrusivas. Recurría, así, a acostarse en el sillón, ponerse de espaldas a mí o taparse con una tela y exigirme que no hablara. Entiendo entonces que, en este apagar y encender la cámara, intenta establecer una continuidad en la función de resguardo y armado subjetivo, que le posibilitan la cámara-tela y el silencio-silenciado del otro. El pasaje de un recurso a otro, que cumple una función similar para él, se produce sostenido por la red transferencial-contratransferencial que lo permite, más allá de los cambios en el encuadre.
Este nuevo dispositivo de sesiones y la búsqueda de materiales aptos para lo virtual conlleva un reencuentro con nuestros viejos juegos en papel de la infancia y la adolescencia: tres en raya, batalla naval, alto el lápiz, yo-tú, etc. Rescatarlos y actualizarlos brinda la posibilidad de poner en juego recursos intergeneracionales que pueden oficiar de mediadores en este nuevo encuentro psicoterapeuta-paciente, sin la presencia tangible para ambos del material del consultorio.
Otro aspecto que requiere ser pensado para llevar adelante las sesiones tiene que ver con optar por una vía u otra: llamada o videollamada, así como el medio o la aplicación por la que se desarrolla: ordenador o móvil; skype, zoom, whatsapp, etc. Esta elección, en primer lugar, está atravesada por lo real: la disponibilidad del paciente en ese momento de un dispositivo móvil o fijo, su comodidad y manejo de tal o cual aparato y/o aplicación, las posibilidades de conexión al momento de la sesión. Después de todos estos aspectos, podemos pensar y repensar, de acuerdo con el transcurrir de las sesiones, cuál de estos recursos sostiene de la forma más adecuada el desarrollo de estas con cada paciente. Tomaremos en cuenta, por ejemplo, si optamos por el móvil o por el ordenador, que tienden a propiciar o disminuir respectivamente el movimiento, el grado de investimento del movimiento corporal y la función organizante o desorganizante que pueda cumplir para ese niño.
Consideraremos también cuánto del hacer de la sesión necesita el niño desarrollar en el espacio virtual, y ahí elegiremos la aplicación que brinde más posibilidades de intercambio en la pantalla. En caso de sesiones que transcurran más en el espacio virtual común de la pantalla, también es importante pensar cuánto organiza o desorganiza al paciente la multiplicidad de funciones que pueda presentar una aplicación.
Por último, sin el cometido de pensar que estas posibilidades agotan el repertorio de problemáticas que presenta una elección u otra, tendremos que sopesar en qué casos es mejor realizar la sesión por audio, sin video.
Al respecto, un paciente con trastorno de Asperger, en su primera sesión virtual, eligió tenerla por llamada, sin imagen. Lo primero que me surgió fue la sorpresa de su opción, ya que es un niño que emplea habitualmente mucho tiempo en el ordenador y está muy interesado por los recursos informáticos. Me pregunté si era lo mejor para él, y en principio consideré que no, porque pensé que al no vernos se iba a aislar más, lo cual me produjo cierta inquietud y angustia. Después de la sesión, me quedé pensando si no habría sido una forma sana de su parte de desengancharse de la pantalla y redireccionar su atención a un solo canal sensorial y, de esta forma, estar más presente en la sesión.
Otro aspecto para tener en cuenta es el cansancio que generan las pantallas y la exigencia de adaptación y aprendizaje constante. Aunque el psicoterapeuta se mantenga trabajando en el consultorio, en el mismo espacio y con la misma iluminación de siempre, la luminosidad de la pantalla provoca una saturación, que hace que se vivencie como una disminución de la luz natural. Esta situación activa la necesidad de despejarnos, salir al aire libre, a mirar sin el filtro y la luz de la pantalla, de dejar de desdoblarnos entre la pantalla del paciente y la nuestra.
Podemos pensar que la sensación de fatiga, embotamiento, encierro, que potencian las pantallas y los filtros que interponen a la mirada y al encuentro con el otro intensifican y responden también a la situación de incertidumbre y confinamiento que genera la crisis, así como al registro contratransferencial de los mismos aspectos en los pacientes.
Por otra parte, y como paradoja, la situación actual y el nuevo dispositivo conllevan la apelación a la creatividad, como salvoconducto del caos, intento de reinstalar algo del movimiento vital ante la parálisis, de hacer algo diferente con lo mortífero. Sylvain Missonnier (2007) define a lo virtual como “la potenciación del potencial que de ninguna manera se opone a lo real, sino a lo actual” (p. 43).
En relación con la interposición de la cámara y a la doble imagen, nos interrogamos cómo funciona, qué efectos produce en nosotros el desdoble de vernos, tener espejada nuestra imagen, nuestro movimiento, al mismo tiempo que el del paciente. Plantea Guy Lavallée (1998) que “el dispositivo sensorial de la visión no es naturalmente reflejo: la visión lanza al yo afuera” (p. 126). Entonces ¿cómo nos interpela y juega en nosotros, psicoterapeutas, este retorno de nuestra visión que nos impone la doble cámara? ¿Auxilia a la capacidad reflexiva o se interpone con la función analítica? ¿Es posible, para quienes no somos nativos digitales, hacer-tener tantas lecturas y canales simultáneos? ¿Se puede puentear permanentemente entre imágenes, sensorialidades viso-táctiles-auditivas y la capacidad de pensar y de registrar más simbólicamente? Nos preguntamos, en esta nueva realidad marcada por la incertidumbre, donde cifras, recomendaciones de cuidado y factores de riesgo proliferan y cambian día a día, ¿cuánto se puede sostener de lo novedoso del dispositivo de la sesión? cuando además nos encontramos, mucho más que antes, atravesados y sosteniendo desde lo familiar otras situaciones y a otras personas.
Encuadres: desafíos de las interposiciones, duplicaciones y desdobles
Antes de empezar a desarrollar este aspecto, me gustaría recurrir a una definición y etimología de la palabra textura, a la cual hace referencia el título de este trabajo. Con respecto a su definición, plantea que remite a “la disposición y orden de los hilos en una tela o tejido. Operación de tejer. Estructura, disposición de las partes de un cuerpo, de una obra, etc.” (Real Academia Española [RAE], 2014).
En relación al origen etimológico, textura proviene de “text-”, una de las formas radicales del verbo tego, “tejer”, “entrelazar”” (RAE, 2014). Es así como, impelidos por la nueva y acuciante realidad, vivimos rápidamente el desmantelamiento del encuadre en el consultorio tal como lo conocíamos hasta ahora. Quedó en suspenso, inactivo, algo de ese tejido que nos cobijaba a pacientes y psicoterapeutas, permitiendo desde su silenciosa presencia el transcurrir del proceso psicoterapéutico. Ese tejido de horarios, espacio físico, materiales, comenzó a perder su entrelazamiento. Se hizo necesario, entonces, sumar otras hebras-espacios-aparatos tecnológicos-apps, remendar las viejas, acomodándonos a otros horarios, zurcir los materiales del consultorio con los que el niño podía convocar desde su espacio hogareño, y los que se podían crear-descubrir en el espacio común virtual de la pantalla. Con esta nueva textura, empezamos a entrelazar simultáneamente cuatro espacios en las sesiones: el del consultorio, el del hogar del niño, y el de ambas pantallas, que pueden confluir o divergir en lo que se enfoque al compartir pantalla, o en lo que se envía y recibe de un lado y de otro. Es interesante, en este punto, recurrir a Daniel Calmels (2011), cuando hace referencia a la acepción y etimología de espacio: “la palabra espacio significa estadio o campo para correr. Esta última acepción se refiere a una capacidad que posee el cuerpo, la de trasladarse en la carrera. El término espacio, entonces, tiene ya desde el lenguaje una relación con el movimiento, el cuerpo y las acciones” (p. 9). Al trabajar con niños, adquieren más relevancia aún estos aspectos inherentes al espacio, que, paradójicamente, en el dispositivo virtual pueden permanecer suspendidos o parcializados.
Todo este transcurrir de las sesiones en imágenes, mediatizadas por pantallas, necesitaba, requería, una nueva textura para no perderse, agotarse, al apagar la cámara de la sesión. Se hacía necesario retomar las transcripciones, darles otro cuerpo a las sesiones en el registro de la hoja, inscribirlas en el recorrido espacio-temporal de la escritura.
En las primeras semanas de sesiones virtuales, se aprecia un mayor investimento del encuadre desde lo temporal (día y hora), aun cuando por razones de logística (de disposición de recursos informáticos, de espacios de privacidad, etc.) se produzcan cambios en relación con el encuadre anterior a la crisis. Esta mayor adherencia al tratamiento se observa también en aquellos pacientes que muestran habitualmente dificultades para respetar el tiempo y continuidad de las sesiones. En estas circunstancias, se presentan en general más disponibles y respetuosos del tiempo de las sesiones, esperando con ansiedad el comienzo de estas. Me pregunto si es así porque el encuentro-encuadre temporal es de los pocos garantes actuales de un tiempo externo al cotidiano familiar.
En otros casos, en el tiempo inicial de suspensión de las sesiones, se observa el potenciamiento de las resistencias de pacientes o padres, que quedan recubiertas-encubiertas por lo real: de las dificultades económicas, de la dificultad de contar con horarios libres después de todas las tareas escolares, de la dificultad para contar con un dispositivo para el momento de la sesión, etc. En este sentido, es importante que, como psicoterapeutas, podamos reconocer el atravesamiento de lo real y ser flexibles, priorizando sostener el espacio psicoterapéutico y la continuidad del vínculo, sin perder la referencia de un encuadre que, una vez redefinido, pueda ser sostenido por ambas partes.
En esta nueva modalidad de trabajo a distancia, nos encontramos con la introducción del espacio familiar en las sesiones. Lo hogareño emerge en el interior del encuadre, saliendo así de su opacidad y haciendo su aparición en un registro real y no sólo simbólico. En pacientes con un funcionamiento arcaico o en niños pequeños, se hace necesario y enriquecedor en muchos casos incorporar en las sesiones a alguna de las figuras de crianza o hermanos.
Son frecuentes, como escenarios del acontecer terapéutico, los dormitorios, propios o de los padres, salas de juego o de estudio. En la mayoría de las sesiones, el suelo desaparece como soporte del trabajo psicoterapéutico con niños, dando lugar a las mesas, escritorios, camas, sofás. Solo volvemos a divisarlo como escenario lúdico en aquellos niños que continúan desplegando algo del movimiento, aunque este se vea encorsetado por la fijeza que exige la pantalla. Toma mayor presencia el movimiento en los pacientes que se conectan por un dispositivo móvil, traduciéndose este en el desajuste continuo de la imagen, implicando la paradoja: al mismo tiempo que le posibilita restaurar al paciente algo de la espontaneidad corporal, obnubila al psicoterapeuta, que trata de acomodar su visión a los cambios constantes de enfoque.
Cuando el niño se conecta desde un ordenador, su movimiento permanece independiente de la cámara, lo cual posibilita que lo podamos registrar desde un tercer espacio, a distancia y menos parcializado que el que se visibiliza desde el dispositivo móvil. En este caso, encontramos dos variantes: el paciente que requiere la mirada del psicoterapeuta y la cámara para investir sus movimientos, por lo cual suele permanecer sentado y su expresividad corporal se limita generalmente a la facial y desde el tronco para arriba; por otro lado, aquellos niños que se permiten alejarse de la pantalla para mostrar, desplegar bailes, acrobacias, acercarse a sus mascotas, etc.
Me interesaría, en este punto, compartir una viñeta con fragmentos de dos cuentos que hizo una niña de seis años al retomar sus sesiones en forma virtual, después de un mes y medio de suspensión del tratamiento. Es una paciente que, al inicio de la psicoterapia, presentaba un movimiento excesivo con desbordes emocionales, que generaba y daba cuenta de una tendencia importante a la desorganización. Actualmente, ha podido construir una envoltura somatopsíquica, pudiendo desplegar recursos más del orden simbólico, pero, aun así, por momentos, requiere un despliegue corporal intenso en las sesiones. Me preguntaba, entonces, después de este tiempo de encierro y de suspensión de la psicoterapia y del tratamiento psicomotriz, cómo iba a tomar cuerpo el movimiento en sus sesiones virtuales. Para mi sorpresa, me encuentro con una niña muy disponible, emocionada con el reencuentro, pero con la posibilidad de transmitir la emoción desde lo verbal y paraverbal, sin desbordes. Rápidamente se apropia de la pizarra de Zoom para escenificar sus vivencias corporales, enlazando el trazo del dibujo con una narrativa que me pide que registre. El primer cuento gráfico se llama “La niña tarántula” y de él transcribo lo siguiente: “La niña tarántula quería ir a todas partes intentando lanzar flechas, pero se quedó atrapada. Su cuerpo se quedó atrapado. Había muchas estrellitas y estaba mareada, pero igual no sabía ni salir, ni sus hijos sabían cómo salir.” A continuación del cuento de “La niña tarántula”, dibuja a la “Niña bailarina”, mientras, con gran emoción, me va relatando para que lo escriba. De él retomo el siguiente fragmento. “La niña bailarina tenía un problema: tenía solo dos dedos en sus manos y agarraba con su brazo. Estaba bailando e iba a esperar una flecha (…). Su cachorrito estaba encerrado en su jaula. Se empezó a hacer de noche y la niña no dejaba de poner sus arcos, y entonces quiso disparar flechas, pero las lanzó y algunas cayeron en la jaula del cachorrito y, como eran muchas, quedaron atrapadas y una le llegó a su cabeza y le dolió mucho”. Esta niña puede psiquizar sus vivencias de encierro, atrapamiento, ataques y defensas, de malestar y mareo somatopsíquico, así como la incertidumbre que parece dejar sin recursos también a los adultos. Sus dos niñas, tarántula y bailarina, en ese orden, dan cuenta de un tránsito, del movimiento y el emplazamiento ante el otro desde lo más primario y peligroso, convocante del alejamiento, a lo grácil -aunque frágil-, pero plenamente humano de la figura de la bailarina. En una situación que podía haberla llevado fácilmente a refugiarse en un funcionamiento anterior de excitabilidad y desorganización, nos preguntamos cuánto la sostuvo lo transferencial previo, cuánto lo internalizado de la red de cuidados y sostén de la psicoterapia, la sala de psicomotricidad y la institución educativa, y cuánto del propio tránsito y fortalecimiento de la familia en su función organizante y contenedora. Otro aspecto bien importante para tener en cuenta dentro del nuevo encuadre tiene que ver con garantizar la confidencialidad; el andamiaje virtual incluye pensar y explicitar en relación con el uso de las cámaras para grabar o sacar fotos de las sesiones. En caso de ser habilitadas estas opciones en algún momento, deben partir del consentimiento mutuo y constituir un material de trabajo terapéutico, de empleo exclusivo en el ámbito de estas.
Referido también a la confidencialidad y el respeto del espacio psicoterapéutico, constituye todo un desafío la inclusión del ámbito familiar en las sesiones, pudiendo despertar o intensificar en las familias vivencias de desconfianza o intrusión, que puedan llegar a poner en riesgo la preservación del espacio privado entre paciente y psicoterapeuta.
Vivencias del tiempo en estos tiempos
El tiempo en cuarentena ha readquirido básicamente las cualidades del tiempo inicial, el tiempo de los ritmos de cuidado parental, marcados por lo fisiológico. Observamos, entonces, en las sesiones y fuera de ellas, innumerables referencias a la comida y al sueño, así como añoranzas de un pasado, en principio, míticamente mejor: el de las comidas caseras, el del cultivo de la tierra, el de los juegos de mesa; tentativas todas por recuperar ese tiempo originario, conocido, protector y placentero. Ese tiempo mitificado se encuentra en consonancia también con una visión idealizada del hogar y de las familias como espacios inherentemente protectores.
En el transcurrir pandémico, signado por la circularidad de las rutinas domésticas, las vivencias del tiempo lineal, el que marca la cronología de la vida, de los proyectos, el tiempo del por-venir, parecen desaparecer, permanecer congeladas. Emergen, en este contexto, relatos de pacientes que aluden a la suspensión del tiempo; narratividades que parecen constatar que se acabó el tiempo. Por otra parte, en el hacer de las sesiones, adquieren mayor presencia movimientos circulares: torbellinos de giros en las sillas de los ordenadores, aparición de objetos que giran en las manos, etc.; intentos de hacer frente a la parálisis, sustituyéndola por un movimiento frenético de eterno retorno, que produce una sensación de calma y adormecimiento al unísono.
Este desgajamiento del vínculo tiempo circular/lineal que genera la pandemia y el confinamiento puede intensificar las vivencias mágicas al estilo Bella Durmiente, donde todo permanece intacto a la espera del hechizo o la vacuna, u otras representaciones de recuperación del control, que enmascaran el temor a lo siniestro. Al respecto, al comienzo de la pandemia, un paciente de nueve años expresa: “si dura un año, todo el mundo se va a volver loco, loco”. El mismo niño ocupa una parte inicial de las sesiones virtuales en hablarme sobre la función que cumplen las teclas control-z y reset, apelando a mecanismos de anulación y negación, que brindan la ilusión de control del descontrol.
Al tener sesiones virtuales, estamos sometidos actualmente a lo que Calmels (2013) llama “la estética del parpadeo”; es decir, que nuestro parpadeo y el del paciente quedan en suspenso, porque es la imagen que se mueve, la pantalla que captura nuestra mirada: “…cuando la imagen parpadea, el ojo se fija, se queda tieso, quieto, atrapado en el cambio continuo de imagen, sin posibilidad de cerrarse para renovar sus fluidos” (p. 14-15). Si bien no estamos frente a una película, un videoclip, hay algo del exceso de movimiento que nos transmite la imagen a través de la cámara; exceso de luces, otras luces, que nos lleva a estar con los ojos mucho más atentos, sin poder regular a través del parpadeo el encuentro con el otro. El parpadeo remite también, al decir de Calmels, a una forma de temporalidad, marcada por ese instante de repliegue de la visión hacia el registro interno de la imagen.
Mediadores terapéuticos
La virtualidad clínica no sólo impone la presencia de otros espacios y dinámicas tecnológicas, sino que deja en suspenso el encuentro psicoterapeuta-paciente a través de la materialidad y manipulación lúdica de los objetos y juguetes del consultorio. Imprime al paciente, a través de la distancia, un carácter de testigo-observador-guionista del hacer con los objetos de la caja de juego y del consultorio en general. Es el psicoterapeuta quien queda posibilitado del contacto con ellos, así como se instituye en garante de esta continuidad objetal, que representa los diferentes investimentos del niño y lo corporiza en ausencia. Lo que cada niño requiere y reclama de este mundo objetal del consultorio en sus sesiones, o lo ignora y sustituye por objetos del mundo familiar o virtual, o combina estas posibilidades. Nos irá hablando, entre otras cosas, del manejo de las situaciones de separación y pérdida, de sus dinámicas vinculares, de sus capacidades creativas y su espesor psíquico.
Surge también el interrogante de cómo nos impacta a nosotros que entren en juego otros objetos potencialmente transformables en mediadores por el paciente y el psicoterapeuta. ¿Nos asustan porque son desconocidos, no controlables, ya que se encuentran en otro espacio y no los podemos manipular? Esta situación nueva posibilita, además, que nos preguntemos cuánto de tacto, de contacto, de tangible, tiene nuestro trabajo en la clínica con niños. Al respecto, es interesante en este punto retomar los aportes de Anne Brun (2009) sobre objeto mediador y mediaciones terapéuticas. Esta autora señala que “el encuentro entre psique y materia es el que condiciona la formación del símbolo” (p. 69). Entiende que, para que un objeto se constituya en mediador, tienen que intervenir tres aspectos: que se inscriba en un registro transferencial, que sea tomada en cuenta y “usada” la sensorialidad del objeto y, por último, que este vínculo se pueda enlazar con la palabra. En el dispositivo virtual, pueden descubrirse-crearse-retomarse objetos que oficien de mediadores y que posibiliten que se trabaje en el marco psicoterapéutico lo que despierta en el niño y este deposita en la sensorialidad del objeto, buscando metabolizar sensaciones, emociones, gestos, que puedan ser compartidos, ligados a un registro más simbólico. Dependerá de la maleabilidad psíquica, tanto del niño como del psicoterapeuta, que el derrotero por el mundo objetal del hogar, el consultorio y las pantallas, pueda ir constituyendo algo del orden de la mediación.
Para finalizar, quisiera compartir que, al ir escribiendo estas notas, pude ir reconociendo y reencontrando el origen de los recursos que se pudieron ir desplegando y ayudaron a sostener e instaurar esta nueva praxis: evocar y traer al aquí y ahora con más fuerza mis propios juegos de infancia y los que fui compartiendo y aprendiendo con mis hijos; el trabajo en comunidades terapéuticas y desde la interdisciplina y lo grupal con pacientes con autismo y psicosis; el haber tenido la oportunidad de realizar sesiones conjuntas en sala de psicomotricidad con psicomotricistas, la observación de bebés y el trabajo en clínica y en instituciones educativas en primera infancia.
Bibliografía
Brun, A. (2009). Mediaciones terapéuticas y psicosis infantil. Barcelona: Herder.
Calmels, D. (2013). Fugas. El fin del cuerpo en los comienzos del milenio. Buenos Aires: Ed. Biblos.
Calmels, D. (2011). Espacio habitado. En la vida cotidiana y la práctica profesional. Rosario (Argentina): Homo Sapiens Ediciones.
Cantis, J. (junio de 2020). Niños y adolescentes con patologías graves. Desafíos para el terapeuta en tiempos de cuarentena [archivo de video]. Recuperado de:
Lavallée, G. (1998). El circuito (boucle) continente y subjetivante de la visión (su ruptura en los estados psicóticos), en D. Anzieu et al., Los continentes de pensamiento (pp. 125- 178). Buenos Aires: Ediciones de la Flor.
Missonnier, S. (2007). Une relation d’objet virtuelle? Le Carnet Psy, 7(120).
Puget, J. (comp.) (2004). La pareja y sus anudamientos: erotismo-pasión-poder-trauma. Buenos Aires: Lugar editorial.
Puget, J. (2019). Qué difícil es pensar incertidumbre y perplejidad. Psicoanálisis, Vol. XXIV. Recuperado de:
https://www.psicoanalisisapdeba.org/wp-content/uploads/2019/02/puget.pdf
Real Academia Española (RAE) (2014). Diccionario de la lengua española. Madrid: Real Academia Española.