El TDAH en el momento actual: controversias, divergencias y convergencias
Alberto Lasa Zulueta
RESUMEN
Se comentan trabajos recientes y significativos de autores estadounidenses relevantes, señalando puntos de interés y controversia, mostrando perspectivas diferentes de otras procedencias. En una propuesta de buscar la convergencia clínica y terapéutica se subrayan los aspectos que la fundamentan y que se refieren a los criterios diagnósticos, naturaleza de la psicopatología subyacente o acompañante, hipótesis etiopatogénicas y denominación del trastorno. Se concluye comentando aspectos relacionados con las investigaciones en curso y su posible influencia en una futura visión clínica y terapéutica multifactorial. PALABRAS CLAVE: diversidad clínica del TDAH, comorbilidad, psicopatología subyacente, etiopatogenia multifactorial.
ABSTRACT
ADHD AT PRESENT: CONTROVERSIES, DIVERGENCES AND CONVERGENCES. This paper reviews recent papers by relevant North American authors, showing points of interest and controversy, and different perspectives. With the intention of finding clinical and therapeutic convergence, various aspects related to diagnostic criteria, the nature of underlying or accompanying psychopathology, aetiopathogenic hypotheses and the denomination of the disorder are outlined. The paper finally considers current research and the possible influence it may have on a future clinical and therapeutic multifactorial view. KEY WORDS: clinical diversity of ADHD, comorbidity, underlying psychopathology, multifactorial aetiopathogenesis.
RESUM
EL TDAH EN EL MOMENT ACTUAL: CONTROVÈRSIES, DIVERGÈNCIES I CONVERGÈNCIES. Es comenten treballs recents i significatius d’autors rellevants dels Estats Units, s’assenyalen punts d’interès i controvèrsia i es mostren perspectives diferents d’altres procedències. En una proposta de buscar la convergència clínica i terapèutica se subratllen els aspectes que la fonamenten i que es refereixen als criteris diagnòstics, naturalesa de la psicopatologia subjacent o acompanyant, hipòtesis etiopatogèniques i denominació del trastorn. Es conclou comentant aspectes relacionats amb les investigacions en curs i la seva possible influència en una futura visió clínica i terapèutica multifactorial. PARAULES CLAU: diversitat clínica del TDAH, comorbiditat, psicopatologia subjacent, etiopatogènia multifactorial.
En el año 2002 un numeroso grupo de reputados psiquiatras, en su gran mayoría estadounidenses, que se declaraban como “un consorcio independiente de científicos, principales referentes con respecto al estado actual del trastorno, que han dedicado años, cuando no sus carreras enteras, al estudio de este desorden”, publicaron una declaración mostrando su suma preocupación por la forma inexacta en que los medios de comunicación trataban el tema del trastorno de déficit de atención-hiperactividad (ADHD en abreviatura del inglés, en castellano TDAH) “sobre el que no existe controversia alguna respecto a su existencia” (Barkley, 2002).
Reclamaban su reconocimiento como “trastorno médico, válido y real” avalado por “todas las sociedades médicas y los organismos de salud más importantes” de su país, basándose en que “las evidencias científicas que así lo indican son abrumadoras”. Lamentaban que “la opinión de un puñado de médicos inexpertos –que sostienen que este trastorno no existe– contrastara con la corriente científica predominante, como si ambos puntos de vista merecieran la misma credibilidad” y que con ello “se da al público la impresión de que existe un desacuerdo científico sustancial respecto a la existencia del TDAH como trastorno médico real”. Manifestaban también su temor de que “las historias que presentan el TDAH como un mito, un fraude o un trastorno benigno hagan que miles de personas que lo padecen no busquen tratamiento para su afección”. Temor que relacionaban con la certeza de que este trastorno “entraña una deficiencia grave en una serie de habilidades psicológicas” y “un daño grave para la mayoría de las personas que padecen el trastorno” puesto que “no hay duda de que da lugar a deterioros en las principales actividades de la vida, incluyendo relaciones sociales, educación, funcionamiento familiar y laboral, autonomía y observación de reglas, normas y leyes sociales”.
Incidiendo en lo mismo, ciertos autores ya habían defendido años antes, que si –durante el siglo XX–, este trastorno, a pesar de que llegó a ser el más frecuentemente diagnosticado, “fue objeto de opiniones divergentes, controversias públicas, clínica incierta, y debate científico”, ahora –con la entrada en el siglo XXI– “esta situación ha sido reemplazada por datos obtenidos de estudios empíricos, sobre su epidemiología, causa fisiopatología y tratamiento”.
Cabe preguntarse cuál habría sido nuestra impresión si los más representativos autores con reconocida experiencia en otros trastornos reconocidos, por ejemplo el autismo, la esquizofrenia o los trastornos afectivos, hubiesen publicado una declaración equivalente. Pero, dejando de lado este ejercicio hipotético, quizás sí merezca la pena reflexionar sobre los condicionantes y el contexto de la controversia que envuelve al tema. Y sorprende la paradoja en que incurren estos autores que, a la vez que niegan que exista controversia “científica”, se ven obligados a hacer pública su posición de desacuerdo frente a ideas divulgadas en la opinión pública y también en medios profesionales.
La primera constatación es que la controversia existe y que, además, no se trata de una controversia nueva, ni reciente, ni tampoco resuelta –y como queda recogido en otros trabajos existen muchas y notorias publicaciones que lo muestran (Lasa, 2001)–. En cuanto a lo duradero de la controversia, no hay que remontarse a las conocidas e históricas divergencias durante décadas en la segunda mitad del pasado siglo, ni pensar que se trata exclusivamente de la confrontación entre orientaciones teóricas de diferentes asientos geográficos. Prueba de ello es el conocido informe de consenso –traducido íntegro en la revista– solicitado por las autoridades sanitarias estadounidenses a los expertos en el tema (NIH ADHD Consensus, 1998). Y si lo hacían era porque existían claras muestras de insatisfacción: exageradas variaciones de incidencia y prevalencia del trastorno; tendencia al excesivo o erróneo diagnóstico e incremento abusivo del uso de fármacos estimulantes en ciertos medios; disparidades constatadas tanto en los criterios diagnósticos utilizados como en la diversidad de seguimientos terapéuticos, escasa o nulamente controlados en muchos casos y lugares (Safer, Zito and Fine, 1996; Vitiello and Jensen, 1997; Jensen P, S, 1999; Lefever et al, 1999; Angold et al, 2000; Zito et al, 2000; Double, D, 2002).
Basta repasar el informe para constatar que las divergencias críticas con respecto a generalizaciones abusivas, basadas en concepciones excesivamente simplificadas y bastante más divulgadas que el propio informe, existen. Y ello, a pesar de que las matizaciones que no son unánimes, no pueden quedar incluidas en este tipo de informes. Por eso el informe señalaba, entre otras cosas, que no existen diferencias cualitativas que separen la continuidad “dimensional” entre la hiperactividad patológica y la normal, o que no existían –entonces– estudios con resultados terapéuticos de suficiente duración, o que no hay pruebas que evidencien una etiología orgánica, o que no hay instrumentos o “marcadores” específicos de evaluación diagnóstica (Jensen, 2000).
Posteriormente, con un dinamismo importante e inmediato y, probablemente, como reacción al informe, se han desarrollado investigaciones que venían a cubrir algunas de las carencias denunciadas –por ejemplo estudios destinados a constatar y comparar los efectos de diferentes abordajes terapéuticos en seguimientos a más largo plazo (MTA Cooperative Group, 1999; MTA Cooperative Group, 2004; MTA Cooperative Group, 2004) o la multiplicación de investigaciones neurobiológicas y genéticas (Biederman, 2005; Biederman and Faraone, 2005)–. En la medida en que estas han ido apareciendo, los responsables del informe han añadido, a su versión actual en Internet, matizaciones tales como que su antigüedad hace que su contenido “puede contener afirmaciones caducas o inexactas”. Para un lector sigiloso no queda claro si tal caducidad o inexactitud ha quedado demostrada por nuevas pruebas o si se trata de un arrepentimiento, espontáneo o forzado, hacia una publicación que, ahora a posteriori, es juzgada por sus impulsores como excesivamente autocrítica.
A este respecto viene a cuento una crítica respecto a una moda actual, –seguramente importada a la psiquiatra desde las ciencias “duras” a las que la investigación médica trata de emular en su incesante búsqueda de marcadores biológicos que “objetiven” sus hipótesis etiopatogénicas–, consistente en pensar que sólo las publicaciones ultra-recientes, sobre todo si manejan “certezas” estadísticas, genéticas o neurobiológicas (hallazgos anatómicos y fisicoquímicos) merecen ser tomadas en consideración. En consecuencia, cualquier deducción (psicopatológica, clínica o asistencial) que no se vea apoyada por tales “evidencias” queda automáticamente desvalorizada o descalificada, por muy sensata que sea y pese a que, en algunos casos, estén probadas por muchos años de experiencia. Así, por ejemplo, la afirmación de que las hiperactividades asociadas o, como algunos prefieren pensar, inherentes a un trastorno de la organización de la personalidad, se diferencian de otras y además responden mal a los tratamientos con psicoestimulantes, empieza ahora a ser aceptada, pero ha tardado mucho en abrirse camino dada la “inexistencia de evidencias científicas” que la apoyaran, sin que la experiencia terapéutica de quienes trataban “cohortes insuficientes” de este tipo de casos fuera un argumento reconocido, aunque lo hicieran con larga e intensiva dedicación (Lasa, 2003).
La segunda constatación es que asistimos a una importación, parcial y discontinua, de una controversia propia de la psiquiatría anglosajona y en particular de la estadounidense. Es un hecho evidente, guste o no, el predominio actual (cultural, científico, ideológico y económico) que pretende y ejerce, lo diga o no, la psiquiatría estadounidense. O más exactamente, las corrientes de la psiquiatría estadounidense más influyentes y con más poder. Y no se trata sólo de la sobradamente criticada implantación universal, con sus aciertos y sus limitaciones, del DSM. Hablamos también de su influencia en la financiación de las investigaciones y en su metodología; en su inclusión-exclusión en las revistas de alto factor de impacto; en su capacidad (pretendida o exitosa) de decidir qué es científico y qué no; en el diseño de los perfiles de profesionales adecuados para las instituciones más relevantes y también, no seamos ingenuos, en su promoción y selección. Y hablamos, tema espinoso, de su independencia o subordinación, respecto a su principal fuente de estimulación y financiación: la industria farmacéutica que –asociada a potentísimos lobbys de información, opinión e influencia– se mantiene en permanente tensión entre sus dos obligaciones: la ética –hacer avanzar la investigación científica en bien de la humanidad– y la económica –obtener los beneficios exigidos por sus inversores–.
Las peculiaridades del sistema sanitario estadounidense, de sus respuestas asistenciales y de sus particulares criterios de financiación y de reconocimiento de prestaciones pagables o no, tampoco son ajenas al debate y deberían tomarse en consideración, antes de generalizar conclusiones maniqueas que lo idealicen o lo descalifiquen globalmente. Por tanto el debate no es sólo científico- clínico. Es más complejo. Lo queramos o no, nuestra práctica, clínica y terapéutica, está atravesada por otros elementos y, como siempre en la historia de la ciencia, el debate científico, por más que busque la independencia, no está exento de la interferencia de factores e intereses sociales, económicos y político-ideológicos.
Quizás por eso, la tercera constatación es que, en este debate, nos convendría centrarnos en los hechos clínicos que ya de por sí son suficientemente ricos y complejos. Además aquí sí que puede unirnos lo más importante: la tozuda persistencia y la universalidad con que, le llamemos como le llamemos, se presentan en nuestra consulta niños que sufren de manifestaciones claras de un sufrimiento psicológico que se manifiesta en sus síntomas y en su comportamiento y que repercute en sus capacidades y su trayectoria evolutiva, tanto a nivel personal, como familiar y social, porque también afecta a la organización de su psiquismo y su personalidad.
Desde esta perspectiva, la de la reflexión clínica, si se revisa la actualmente gigantesca bibliografía existente, creo que pueden perfilarse claramente algunas líneas de divergencia y de convergencia. Incluso parece que, desde el punto de vista conceptual, como trato de mostrar más abajo, dentro de la psiquiatría las posiciones tienden cada vez más hacia la convergencia.
En contrapartida, desde el punto de vista asistencial, parece confirmarse una tendencia al desplazamiento del TDAH hacia el terreno de “lo neurológico”, que lo aleja de su comprensión y conceptualización como trastorno psíquico y que, en consecuencia, podría estar llevando las responsabilidades y decisiones terapéuticas hacia profesionales no especialistas en psiquiatría y salud mental, al terreno de la pediatría y la atención primaria, que no necesitan reflexión psicopatológica alguna para responder rápida y fácilmente con tratamientos sintomáticos. Y tampoco hacen falta muchos estudios para constatar que, cada vez más, los niños llegan a los servicios especializados con diagnósticos y prescripciones exclusivamente medicamentosas realizadas previamente por no especialistas. Cabe preguntarse si, de confirmarse esta tendencia, no llegaremos a una situación que separe las hiperactividades y su tratamiento, en “psiquiátricas” y “neurológicas”. Este supuesto está, en mi opinión, favorecido por ciertas concepciones de las llamadas “co-morbilidades”, y no dudo en calificarlo de “riesgo” porque puede estar fragmentando una realidad clínica compleja, que no gana nada con la apariencia simplificadora de no serlo, y porque está conllevando en muchos casos una respuesta terapéutica única, los derivados anfetamínicos, e insuficiente, porque la envergadura de las dificultades psicológicas queda inexplorada e infradiagnosticada. Me refiero, por ilustrarlo con un ejemplo, a la actitud que consiste en: tratemos primero la hiperactividad –”puramente neurológica”– con psicoestimulantes y luego, si no responde favorablemente, que se le haga, al niño, una exploración psiquiátrica “para ver si hay otras comorbilidades”. Esta posición insulta a la lógica terapéutica porque desconoce la compleja multifactorialidad del desarrollo evolutivo y de la organización del psiquismo y además conduce a ignorar y desatender factores etiopatogénicos fundamentales (y que son los que pueden abrir el campo a intervenciones preventivas). En particular, todos los asociados a factores relacionales que, aunque suele olvidarse con la osadía propia del desconocimiento, tienen mucha influencia en las modificaciones temperamentales, en la organización neurobiológica del cerebro y en la expresión definitiva de potencialidades condicionadas, pero no totalmente determinadas, por el equipamiento genético.
Puntos de convergencia clínica
¿Cuáles son o –para no ser criticado por describir con excesivo optimismo la situación actual– pueden ser los puntos de convergencia clínica? Trataré de buscarlos para finalizar este artículo con el propósito de compartir acuerdos fundamentales basados en la experiencia clínica.
– Respecto a los criterios diagnósticos
En mi opinión, es muy importante que autores americanos estén proponiendo un nuevo sistema diagnóstico –”que más allá del DSM esté orientado hacia el niño e incorpore aspectos del desarrollo y componentes basados en la relación, y en los trastornos del vínculo”– y que, citando a H. Steiner, subrayen las “tensiones entre la taxonomía y las realidades clínicas” que está lastrando este sistema de clasificación (Jensen, Knapp and Mrazek, 2006). Aunque algunos ya lo hicieron hace muchos años, ahora son más numerosos los especialistas americanos, en TDAH, que han insistido en que encuentran incongruente mantener, como concepto o como imperativo metodológico en sus investigaciones, la idea de una hiperactividad pura porque, en su propia experiencia clínica, la gran mayoría están asociadas a “co-morbilidades múltiples”. Con ello se está imponiendo la evidencia de una heterogeneidad clínica que se aleja de la hiperactividad “entidad morbosa única” que, cada vez más, aparece como una construcción conceptual destinada a encajar en criterios diagnósticos estrechados por necesidades “taxonómicas”. Quienes siempre lo han sostenido así deberían alegrarse de su coincidencia actual con las “novedades” de autores estadounidenses que sostienen –y no es lo que más hemos oído o leído por aquí–, que “el TDAH puede no ser una única entidad y ser un nombre para un grupo de trastornos con diferentes etiologías y factores de riesgo… y con diferentes desenlaces clínicos, más que una entidad clínica homogénea” o que “cualquier esfuerzo por encontrar un mecanismo común tanto si es anatómico como puramente psicológico, parece condenado al fracaso en la medida en que tratamos los síntomas superficiales como fenómenos unitarios en vez de cómo procesos de los múltiples componentes que en realidad son” (Biederman, Faraone and Lapey, 1992; Barkley, 1997; Swanson et al, 1998; Brown, 2000).
– Respecto a la naturaleza psicopatológica del trastorno
También empiezan a abundar los autores que, también desde hace tiempo, rechazan la hipótesis, tan extendida que algunos han llegado a pensar que era la única sostenible con “evidencia científica”, de una relación causal directa, lineal y unívoca entre la hiperactividad y una alteración neurofisiológica específica. La idea de que la conducta y el temperamento, la capacidad de control y de regulación de la impulsividad, forman parte inseparable del funcionamiento mental en su conjunto se va generalizando. El que en los autores americanos más divulgados predomine una comprensión cognitivista no debe hacer pensar que su concepción sea irreconciliable con la comprensión psicodinámica, aunque parezcan alejadas o divergentes, porque ambas apuntan a la influencia mutua y la interconexión, no solo psíquica sino también neurobiológica, de los fenómenos cognitivos y mnésicos y los de orden emocional y afectivo. Para quienes siempre lo han pensado así, resulta un tanto sorprendente que se presente como un descubrimiento nuevo el que la hiperactividad y los problemas de atención tengan relación con “funciones ejecutivas complejas”. Que estas sean “una denominación que es sólo un nombre para aquellos sistemas cerebrales de orden superior que activan, integran, coordinan y modulan otras funciones cognoscitivas” (Brown, 2000) o que, como propone Barkley (1997, 1998, 2004, 2007) incluyan un conjunto de complejas operaciones psíquicas –que ponen en juego memoria verbal y no verbal, regulación emocional, y capacidad para planear y anticipar problemas y para cambiar la conducta a través de mecanismos psíquicos de autocontrol y de modificación de la relación consigo mismo–, no parecen ser nada que no se corresponda con funciones que, con otras denominaciones, procedentes de la comprensión psicoanalítica, también buscan la interrelación entre síntomas y conducta de un lado y funciones y organización psíquica del otro y que, en definitiva, insertan la problemática del TDAH en el desarrollo y estructuración de la personalidad. Que este autor hoy en boga, que reconoce inspirarse del pensamiento de un clásico como Vigotsky, declare que no le gusta el término, que éste utilizaba, de “interiorización” y que prefiere el de “privatización” de la conducta “porque si se abre la cabeza, buscando lo interiorizado, no se encuentra nada” (Barkley, 2007), nos hace pensar que la convergencia que buscamos puede quizás verse obstaculizada por la diversidad de ideas que sobre la compleja cuestión de las bases neurocerebrales de los procesos psíquicos tengan unos y otros. Parece preferible pensar que las aportaciones del cognitivismo pueden servir de puente para buscar puntos comunes con las ideas psicoanalíticas. Sobre todo si los defensores de ambas se interesan por las avances en el conocimiento de la estructura y funciones cerebrales, y de los fenómenos interactivos precoces.
¿Acaso conceptos como los de “intolerancia a la frustración”, “escaso control de impulsos” o de “tendencia a la impaciencia y la hiperactividad” no tienen puntos comunes, psicológicos y neurofisiológicos, con otros como los de “insuficiente capacidad de contención”, “ausencia de representaciones psíquicas tranquilizadoras”, imposibilidad de diferir la obtención de placer” y “tendencia a la evacuación extrapsíquica del displacer en acciones cargadas de proyecciones agresivas”?
– Respecto a la etiopatogenia Probablemente ha sido en este punto en el que las divergencias han sido mayores y hasta irreconciliables. Seguramente porque la separación simplificadora entre lo biológico (genético) y lo social (relación con el entrono), ha llevado a lo que E. Anthony ha denominado la oscilación pendular “de una psiquiatría sin cerebro a una psiquiatría sin mente”. Por eso, también en este terreno, merece destacarse la progresiva convergencia hacia la idea de que estamos ante “un trastorno de etiología multifactorial compleja con factores relacionados con la genética, el entorno y la biología” (Biederman, J, 2005; Biederman and Faraone, 2005). El que además tenga “una fuerte naturaleza familiar” debe hacer pensar más en una vulnerabilidad relacionada con factores genéticos heterogéneos múltiples que en el hallazgo de una alteración genética causal. Que el trastorno, como parecen ir mostrando las técnicas de imagen cerebral, se acompañe de alteraciones o disfunciones en áreas y conexiones frontales, subcorticales y cerebelosas, “sugiere que se deben a influencias genéticas o a influencias del entorno temprano y son fijas, no progresivas y sin relación con el tratamiento con estimulantes”. Señalemos también que quienes sostienen estas ideas también confirman la relación del TDAH con la adversidad psicosocial y con los factores de riesgo del entorno familiar, descritos hace ya mucho tiempo por Rutter (conflicto familiar grave; baja clase social; familia muy numerosa; criminalidad parental; trastorno mental maternal; institucionalizaciones precoces).
En cuanto a los hallazgos físico-químicos, apuntan al metabolismo de las catecolaminas (dopamina y norepinefrina), explicarían el papel del metilfenidato (que inhibe el transporte de dopamina y bloquea su recaptación y la de la norepinefrina) y también parecen correlacionarse con las modificaciones metabólicas halladas en las áreas cerebrales fronto-subcorticales y con los hallazgos de la genética molecular que vinculan la posible influencia sobre los receptores y transporte de dopamina con diversas regiones cromosómicas. Todo ello en su conjunto configura la evidencia científica actual respecto a las bases neurobiológicas sobre las que asienta el trastorno.
Dada la variedad clínica del trastorno y la prudencia que los genetistas y los neurobiólogos, tanto respecto a lo cada vez más abierto e incierto del programa genético como a la cada vez mayor complejidad y plasticidad de la anatomía y la físico-química y la biología molecular del cerebro, no puede extrañar que los expertos en TDAH menos sospechosos de no tener en cuenta los factores neurobiológicos opten también por una actitud prudente, que no suele ser la que nos llega. Así cuando afirman, entre otras cosas, como conclusión de los hallazgos más recientes, que “las hipótesis sobre la causa del TDAH han evolucionado desde una teoría simple, unicausal, a una visión compleja, de un trastorno multifactorial, causado por la confluencia de varios tipos de factores de riesgo (genéticos, biológicos, del entorno, psicosociales) que tienen, cada cual, un pequeño efecto en el incremento de la vulnerabilidad al trastorno, a través de afectos aditivos e interactivos… cuando la acumulación de vulnerabilidad de un individuo excede un umbral, él o ella manifiestan signos y síntomas de TDAH”…”conforme a este modelo multifactorial un solo factor causal no es ni necesario ni suficiente para iniciar el trastorno y todos estos factores son intercambiables… sólo su número total es importante”… “este modelo multifactorial es concordante con la constatada heterogeneidad de su fisiopatología y de su expresión clínica”. “Aunque los estudios de imagen cerebral han documentado cambios patológicos, funcionales y estructurales, en circuitos fronto-subcórticocerebelosos, los métodos de imagen no pueden ser usados como métodos de diagnóstico. El mismo punto de vista es el acertado para las variantes genéticas asociadas con TDAH” (Biederman J, 2005; Biederman and Faraone, 2005).
Son numerosas las llamadas de atención para evitar la confusión entre la evidencia de que hay “bases neurobiológicas” sobre las que se sostiene y transcurre el psiquismo y la afirmación de una causalidad lineal directa atribuible a una alteración biológica concreta: “las variaciones biológicas (como el pulso o el peso) no son necesariamente reflejo de un proceso biológico trastornado”… “y no dejan claro si estamos ante un trastorno cualitativamente distinto –categorial– o ante la intensificación cuantitativa –dimensional– de una actividad no patológica” (Jensen, 2000). “La idea de que las más de 200 categorías del DSM-IV representan trastornos con etiologías y mecanismos patogénicos distintos es claramente ingenua y la investigación se está dedicando a trastornos psicopatológicos más fundamentales” (Skodol and Oldhman, 1996).
– Respecto a la denominación del trastorno
La frecuencia con que la “torpeza” y los “trastornos en el desarrollo de la coordinación” están presentes es una evidencia clínica que, desde la década de los 80, había llevado en los países nórdicos a sustituir el diagnóstico de hiperactividad por el denominado “Déficit de atención, control motor y percepción” (DAMP) porque este suscitaba más consenso, dado que la asociación e interrelación entre hiperactividad, trastornos de atención y déficit del control motor es de tal frecuencia que obligaba a utilizar un término diagnóstico común que los reuniera (Gillberg et al, 1982). Ahora también se van extendiendo en EE UU los defensores de la pertinencia clínica de cambiar la denominación del trastorno. El interés de la clínica y la investigación se está desplazando desde los aspectos conductuales –supuestamente más objetivables– hacia los más psicológicos. Se insiste en la importancia de los trastornos de atención y de los fenómenos y dificultades psíquicas subyacentes, que serían los predominantes en nuevos subtipos clínicos “inatentos”(Brown, 2003). Hasta se habla ya de una “hiperactividad sin hiperactividad” que obligaría a plantearse llamar al trastorno con otro nombre. Que lo esté diciendo quien lideró la declaración citada al inicio, que reivindicaba un reconocimiento de la naturaleza “científica” del trastorno, puede añadir asombro por su sorprendente posición o admiración por su capacidad autocrítica. De todas maneras, a la vez que reconoce las razones clínicas para tal cambio, también anuncia que, junto con los expertos que con él están trabajando en el DSM-5, no lo consideran oportuno “por razones políticas y legales” (Barkley, 2007). De forma más explícita lo habían ya escrito anteriormente otros autores que, reflexionando sobre la posibilidad “revolucionaria” de que el TDAH “pudiera tener más relación con factores sociales y educativos que con los biológicos”. Concluían que “es muy difícil que esta posición sea bien recibida por el predominio de corrientes ideológicas muy apoyadas por toda una infraestructura científica y por incentivos económicos muy importantes” –entre los cuales incluyen programas sociales y escolares de tratamiento e investigación; sistemas escolares especializados altamente subvencionados, industria farmacéutica y sobre cuyos costes astronómicos también existe bibliografía (Jensen et al, 1997)–.
Conclusiones
Lo menos que podemos sacar en conclusión es que la complejidad de las cosas explica que el debate siga siendo activo, abierto y, esperemos, también productivo. El deseo de convergencia que este artículo trata de transmitir me parece apoyado por los hechos clínicos y por los avances crecientes que están aportando las investigaciones sobre la neurobiología cerebral y que se complementan con los conocimientos procedentes del desarrollo temprano y de las primeras relaciones e interacciones. De ambos lados procederán los hallazgos que mejoren la comprensión de la organización, tanto en circuitos neuronales como en estructura y mecanismos psíquicos, del desarrollo humano. Si algo sabemos es que funciones muy relacionadas con el TDAH –tales como la regulación emocional y afectiva, la modulación del temperamento, la interiorización de las estructuras psíquicas que determinan la organización de la conducta y la personalidad– y la organización del sustrato básico, los circuitos neuronales y huellas mnésicas, que las sustentan, dependen del encuentro del programa genético humano con el entorno familiar. Las investigaciones neurobiológicas actuales sobre la organización cerebral temprana confirman que el bebé humano nace programado genéticamente para entrar en relación desde el nacimiento y también que la influencia de esta relación con el entorno social, afectivo y corporal, activa y reordena la expresión –fenotípica– de las potencialidades innatas –genotípicas–, con lo que el programa genético determinante del desarrollo psíquico y cerebral queda abierto a los fenómenos –epigenéticos– de espiral relacional interactiva, de los que es inseparable. En afortunada fórmula, propuesta por J. Manzano (2007), puede decirse que el bebé humano nace “programado para ser reprogramado” en los intercambios y relaciones que está predispuesto a ligar con su entorno postnatal. Cabe esperar que el futuro nos depare que la confluencia de las ciencias “anátomo-médicas” –y sus nuevas tecnologías, genética y biología molecular, imagen cerebral–, con las ciencias “psicológico-humanas” –y su comprensión de la especificidad de organización del psiquismo humano, imposible de entender sin su inseparable dependencia de la relación, afectiva y cognitiva, con el entorno– nos permitirá un mejor conocimiento. Tanto de la complejidad del desarrollo normal como de los patterns de alteración de nuestros mecanismos cerebrales y de su traducción en alteraciones, repeticiones y limitaciones psíquicas. Entre ellos, sin duda, el TDAH es uno más. Un pattern de organización y desorganización psíquica y neurosináptica, de construcción de síntomas y conductas, de situarse consigo mismo y con los demás. Comprenderlo en su complejidad para tratar todos los aspectos, diversos, de sufrimiento que conlleva, con las ayudas terapéuticas, también diversas, que necesitan, sigue siendo un desafío y una obligación ética para todos los profesionales de la psiquiatría de niños y adolescentes.
La novedad es la buena noticia de investigaciones y prácticas convergentes. La mala noticia es que podemos seguir en fragmentaciones (la “neurologización” del trastorno, el desconocimiento de la estructuración cerebral temprana, los tratamientos discontinuos e insuficientes) que nos lleven a enfrentamientos partidistas con descalificaciones recíprocas. Es urgente acordar qué hacer, quién debe hacerlo y por qué orden de prioridades. Porque los niños y adolescentes, en plural, con hiperactividades distintas, en plural, y con indicaciones terapéuticas múltiples, existen, desde luego que existen. Y como todo lo que acontece en el desarrollo, desde siempre.
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