Desarrollo del bebé, niño y del adolescente en situación transcultural

Marie Rose Moro

 

RESUMEN

El artículo plantea la necesidad de una mirada benevolente sobre la parentalidad en toda su diversidad cultural. Considera que ser padres es uno de los oficios más viejos del mundo, pero también difícil y diverso. Por ello aborda diferentes aspectos relacionados con el embarazo, la maternidad, la paternidad y la escolaridad de los niños venidos de otras latitudes, haciendo especial hincapié en la necesidad de ampliar nuestras formas de pensar y mirar, ante un mundo cada vez más cambiante y mestizo. PALABRAS CLAVE: parentalidad, migración, transculturalidad, transparencia psíquica, niños y adolescentes.

ABSTRACT

Baby, child and adolescent development in a cross-cultural situation. This article raises the need for a benevolent view of parenthood in all its cultural diversity. Parenting is one of the oldest trades in the world, but also difficult and diverse. The article deals with different aspects related to pregnancy, maternity, paternity and the schooling of children coming from other latitudes. Particular emphasis is placed on the need to expand and widen our ways of thinking and looking, in an every day more changing and mixed race world. KEY WORDS: parenting, migration, transculturality, psychic transparency, children and adolescents.

RESUM

Desenvolupament del bebè, del nen i de l’adolescent en situació transcultural. L’article planteja la necessitat d’una mirada benevolent sobre la parentalitat en tota la seva diversitat cultural. Considera que ser pares és un dels oficis més vells del món, però també difícil i divers. Per això aborda diferents aspectes relacionats amb l’embaràs, la maternitat, la paternitat i l’escolaritat dels nens vinguts d’altres latituds, i fa un èmfasi especial en la necessitat d’ampliar les nostres formes de pensar i mirar, davant un món cada cop més canviant i mestís. PARAULES CLAU: parentalitat, migració, transculturalitat, transparència psíquica, nens i adolescents.

La cultura de la parentalidad para los psicoanalistas, los psicólogos, los psiquiatras o neuropsiquiatras, pero también para los filósofos (Gauchet, 2004), los profesores, los educadores, o incluso para los políticos, tiene el sentido de desafío del siglo veintiuno. Es, sin embargo, el oficio más viejo del mundo, el más universal, el más complejo sin duda. Puede que, incluso, el más imposible, pero también el más diverso (Stork, 1986; Rabain-Jamin, 1989; y Moro, 2005). Estaríamos tentados a decir que lo importante es encontrar nuestra propia manera de ser padre, de transmitir el vínculo, la ternura, la protección de sí y de los otros; en definitiva, la vida. Parentalidad, palabra extraña que hemos forjado estos últimos años en diferentes lenguas a partir de un vocablo inglés del cual, asimismo, se ha creado un neologismo en francés, español, italiano y, probablemente en otras lenguas. Es como si recientemente hubiéramos tomado consciencia de tener en nuestro haber una joya preciosa, algo que, por otra parte, todos los padres del mundo ya tenían. Constatamos también que algunos de ellos, muy vulnerables o ante situaciones difíciles, a veces inhumanas, están tan ocupados poniendo en marcha estrategias de supervivencia, en todos los sentidos de término supervivencia –psíquica o material–, que se encuentran con la dificultad de transmitir o, bien, ante la imposibilidad de ofrecer otra cosa que no sea la precariedad del mundo y sus complejidades. Por ello es necesario estudiar las situaciones de emigración ya que, muchas veces, implican para los padres unos cambios y, en ocasiones, unas rupturas que hacen aún más difícil el establecimiento de la relación padres-bebés, si no se tiene en cuenta la variable “emigración”.

Sin embargo, las migraciones, que en la actualidad forman parte de las sociedades modernas, múltiples y mestizas, deben ser, por tanto, objeto de nuestra inquietud clínica. Y esto porque solo partir del momento en el que tenemos en cuenta esta variable podremos transformar este “factor de riesgo” en algo potencialmente creativo tanto para los niños y sus familias, como para los profesionales, tal como intentaremos mostrar a partir de la experiencia francesa de acogida y cuidado de los bebés (Moro, 2010). Comprender mejor, cuidar mejor, acoger mejor a los emigrantes y sus hijos en Europa, sería la apuesta por una prevención y una atención precoz comprometida en la sociedad actual.

Los ingredientes de la parentalidad

No se nace padre, uno se hace. La parentalidad se fabrica con ingredientes complejos. Algunos son colectivos, pertenecen a todas la sociedad, cambian con el tiempo, son históricos, jurídicos, sociales y culturales. Otros son más íntimos, privados, conscientes o inconscientes, pertenecen a cada uno de los dos progenitores tanto como persona y como futuro padre; también pertenecen a la pareja, a la historia familiar del padre y de la madre. Aquí se juega lo que se transmite y lo que se esconde, los traumas infantiles y la forma con la que cada se han ocultado. Y, además, existe otra serie de factores pertenecientes al niño mismo que transforma sus progenitores en padres. Algunos bebés están más dotados que otros, algunos nacen en unas condiciones que les facilitan su tarea, otros por sus condiciones de nacimiento (prematuridad, sufrimiento neonatal, disminución física o psíquica) deben superar unos obstáculos y desplegar múltiples estrategias, a menudo costosas, para entrar en una relación con el adulto estupefacto.

El bebé, como sabemos desde los trabajos de Cramer, Levobivi (1983), Stern y muchos otros, es una pareja activa de la interacción padres-niños y, por tanto, de la construcción de la parentalidad. El bebé contribuye a la aparición de lo maternal y lo paternal en los adultos que le rodean, que le alimentan, que le procuran placer, en un intercambio de actos y afectos que caracteriza los primerísimos momentos de la vida del niño.

Hay mil y una maneras de ser padre y madre como lo muestran los numerosos trabajos de sociólogos y antropólogos (Lallemand, Journet, Ewombe-Moundo, et al, 1991). La dificultad reside, sobre todo, en dejar espacio para que emerjan estos potenciales y en abstenernos de emitir juicios sobre “la mejor manera de ser padre o madre”. Pero se trata de hacer un gran esfuerzo, pues la tendencia natural de todo profesional es pensar que sabe mejor que los padres como cuidar a su hijo, cuáles son sus necesidades, sus expectativas. Nuestro rol deviene entonces no en decir cómo se debe estar o, incluso, que se debe hacer; más bien, en permitir que las capacidades de los padres afloren y en poderlas sostener. Los aspectos sociales y culturales participan, por tanto, en la fabricación de la función parental. Estos aspectos culturales tienen una función preventiva al permitir anticipar cómo devenir padre y, si es preciso, en dar sentido a los avatares cotidianos de la relación padres-hijo, para prevenir que el sufrimiento se instale.

Los aspectos culturales se mezclan y se imbrican con elementos individuales y familiares de marea profunda y precoz. Incluso, cuando creíamos haberlo olvidado, el embarazo, por su carácter iniciático, nos hace rememorar nuestras pertenencias míticas, culturales y fantasmáticas. ¿Cómo protegernos en el exilio? ¿Cómo tener unos niños hermosos? (Lallemand, Journet, Ewombe- Moundo, et al, 1991). En nuestro medio, hay ciertas cosas que no se hacen durante embarazo; en otros lugares, se debe evitar comer ciertos peces o tubérculos que reblandecen con la cocción. En lugares más lejanos, el marido no puede comer cierto tipo de carnes mientras que la mujer esté embarazada. Más lejos, hay que guardar los sueños, interpretarlos y respetar las demandas realizadas en el sueño ya que en ellos es el niño él que habla. Estos elementos del orden de lo privado, en el exilio –no son compartidos por la sociedad–, y en ocasiones se oponen a la lógica médica, psicológica, sociocultural. Luego llega el momento del parto, momento técnico y público, se pare en el hospital sin los suyos. Allí, en su tierra, hay mil y una maneras de parir, de recibir al niño, de presentarlo al mundo, de pensar su alteridad, a veces incluso su sufrimiento. Todos estas “pequeñeces” que se reactivan en situaciones de crisis, reviven unas representaciones dormidas o que creíamos superadas.

En el nombre de una universalidad vacía y de una ética reduccionista, resulta difícil integrar estas lógicas complejas, ya sean sociales o culturales, en nuestros dispositivos de prevención y en nuestras teorizaciones. Rara vez nos interrogamos sobre la dimensión cultural de la parentalidad pero, sobre todo, nos cuesta creer que estas maneras de pensar y de hacer sean útiles para establecer una alianza, comprender, prevenir o curar. Estimamos, sin duda, que la técnica es neutra, que carece de impacto cultural y que basta con aplicar un protocolo para cumplir correctamente con el acto médico.

Sin embargo, estas representaciones compartidas son de una eficacia certera como lo demuestran diversas experiencias clínicas (Moro, et al, 2005). Desde un punto de vista teórico, renuevan nuestras maneras de pensar, nos obligan a descentrarnos, a volver más complejos nuestros modelos y a salirnos de nuestros juicios precipitados. Pensar la alteridad es permitir a estas mujeres vivir las etapas del embarazo y de la parentalidad de manera no traumática y de familiarizarse con otros pensamientos, otras técnicas. Pues la emigración lleva aparejada la necesidad de cambio. Ignorar esta alteridad, no es solamente privarse del aspecto creativo del reencuentro, sino que también es arriesgarse a que estas mujeres no se inscriban en nuestros sistemas de prevención, de atención y, asimismo, constreñirlas a una soledad de pensamiento y de vida. Para pensar necesitamos co-construir, intercambiar, confrontar nuestras percepciones con las del otro. Si esto no es posible, el pensamiento no se apoya más que en sí mismo y sus propios sentimientos. Esta no confrontación puede, también, conducir a una rigidez, a un repliegue psíquico e identitario.

Transparencia psíquica/transparencia cultural

Sabemos que fuera de estas dimensiones sociales y culturales, las funciones maternal y paternal pueden resultar alteradas por las avatares del funcionamiento psíquico individual, por antiguos pero no paliados sufrimientos que reaparecen de manera a menudo brutal en el momento de la puesta en marcha de su propio linaje: todas las formas de depresión postparto, incluso de psicosis, que conducen al sin sentido y al extravío. En la actualidad, la vulnerabilidad de las madres, de todas las madres, en este período se conoce bien y se teoriza particularmente a partir del concepto de transparencia psíquica –entendiendo por “transparencia” el hecho de que en el período perinatal el funcionamiento psíquico de la madre es más legible, más fácil de percibir que de costumbre– (Bydlowky, 1991). En efecto, las modificaciones del embarazo hacen que nuestros deseos, nuestros conflictos, nuestros movimientos se expresen más fácilmente y de manera más explícita. Por otro lado, revivimos conflictos infantiles. Luego, con el tiempo, el funcionamiento se opacifica de nuevo. Esta transparencia psíquica es menos reconocida por los hombres los cuales, sin embargo, atraviesan por múltiples turbulencias ligadas a las reviviscencias de sus propios conflictos, a la puesta en juego de su posición de hijo y al pasaje de hijo a padre. Ellos lo reviven y lo expresan más directamente que de forma habitual. El período perinatal permite una regresión y una expresión que les son propias.

El exilio no hace más que potenciar esta transparencia psíquica que se expresa en los dos padres, de forma diferente a nivel psíquico y cultural. A nivel psíquico, por la reviviscencia de los conflictos y la expresión de las emociones. A nivel cultural, por el mismo proceso pero aplicado esta vez a las representaciones culturales, a las maneras de hacer y de decir propias de cada cultura. Todos estos elementos culturales que pensamos pertenecen a la generación precedente, se reactivan y se convierten de golpe en importantes y preciosos; reviven para todos. Conviene por tanto tener presente la idea de transparencia cultural para pensar e imaginarse por lo que están atravesando estos padres. El nexo con la cultura de sus padres se encuentra modificado y por ende con sus propios padres.

Por una prevención precoz de los avatares de la parentalidad

En esta realidad donde diferentes niveles interactúan, la dimensión psicológica tiene un lugar específico en términos de prevención y atención. La prevención, en efecto, comienza desde el embarazo. Hay que ayudar a las madres con dificultades a pensar en su bebé aún por nacer, a investirlo, a acogerlo, a pesar de la soledad en que viven, soledad social pero más aún existencial. La cultura compartida permite anticipar lo que va a pasar, pensarlo, protegerse. Sirve de soporte para construir un lugar al niño que está por llegar. Los avatares de esta construcción del nexo padres-hijo encuentran en la experiencia del grupo social núcleos de significados que, en la emigración, son mucho más difíciles a aprehender. Los únicos puntos fijos son entonces el cuerpo y el psiquismo individual, volviéndose todo el resto movedizo y precario. Las otras madres, las mujeres autóctonas en ruptura social, igualmente aisladas, se encuentran ellas solas para hacer todo el trabajo de humanización del bebé, algo propio de todo nacimiento: el niño es un extranjero que se debe aprender a conocer y a reconocer.

Durante el período perinatal, los ajustes entre la madre y el bebé son necesarios, pero también entre marido y mujer. Las disfunciones son posibles, a veces inevitables, pero a menudo transitorias si intervenimos con prontitud. Por eso, hay que descubrirlas bajo “traducciones” somáticas o funcionales, demandas a veces difíciles de formular ya que no sabemos a quién dirigirlas o como hacerlo. Debemos aprender a reconocer el desconcierto y la duda de las madres emigrantes a través de las pequeñas cosas: quejas somáticas, quejas al respecto del bebé, demandas de ayuda social, etc. Se les debe permitir decirlo en su lengua cuando sea necesario, por intermediación de otras mujeres de la comunidad.

La prevención precoz se debe ofrecer desde el inicio de la vida, período crucial para el desarrollo del bebé y, también, momento preciso en que se construye el lugar del niño en la familia. Prevención sin duda, pero cuidados también. Las dificultades cotidianas con las familias emigrantes, o las familias socialmente desfavorecidas, y sus niños nos constriñen a modificar nuestra técnica de atención psicológica y nuestra teoría para adaptarlas a estas nuevas situaciones clínicas cada vez complejas, a flexibilizar nuestras maneras de hacer y nuestros modos de pensar (Real et al, 1998). Se trata, entonces, de modificar nuestro encuadre para acoger estos niños y sus padres o, si se puede, derivarlos a una consulta especializada en el marco de una red que permita nexos e idas y venidas entre los lugares de prevención y atención dentro de una complementariedad necesaria. En este sentido, analizaremos a continuación algunas etapas clave para la madre emigrante y su bebé.

Embarazo y parto en el exilio

Tradicionalmente el embarazo es un momento iniciático donde la futura madre es necesariamente guiada por las mujeres del grupo: acompañamiento, preparación a las diferentes etapas, interpretación de los sueños (Moro, 2010). La emigración, comporta rupturas en este proceso de guía y de construcción de sentido: pérdida del acompañamiento por parte del grupo, del apuntalamiento familiar, social y cultural, así como una imposibilidad de dar un sentido culturalmente aceptable a las disfunciones –como la tristeza de la madre, el sentimiento de incapacidad, las interacciones madre-bebé disarmónicas, entre otras–. Además, las mujeres se ven confrontadas a unas “maneras médicas de hacer” que no suele respetar los medios de protección tradicional. Estas prácticas médicas occidentales resultan para ellas, en ocasiones, violentas, impúdicas, traumáticas, incluso “pornográficas” (varias de mis pacientes han utilizado esta palabra). He notado la importancia de la fractura vivida por las mujeres emigrantes embarazadas en el inicio de mi trabajo con ellas; me refiero a mujeres emigrantes provenientes de regiones rurales del Magreb, del África negra, de Sri Lanka. Para las mujeres urbanas, estos procesos existen también, pero de manera menos explícita.

Cada día es una vida

Recibo a Medina, una mujer soninké de Mali, que me habían derivado por una depresión postparto con otros síntomas en apariencia delirantes pero que resultaron ser, después de una evaluación transcultural, la expresión cultural de una vivencia traumática. No había delirio, incluso se puede decir, nada, salvo el trauma. Medina es una soberbia mujer, alta y esbelta, con la mirada profundamente triste. En nuestro primer encuentro, vestía con un bubú amarillo chillón y un paño del mismo color alrededor del pelo. Su rostro serio presentaba muescas de escarificaciones rituales: un trazo vertical a nivel del mentón, dos trazos horizontales a nivel de los pómulos y un pequeño trazo vertical en la frente. Hablaba soninké con una voz monocorde. De vez en cuando, unas lágrimas caían sobre sus mejillas, ella las ignoraba y continuaba hablando de su incomprensión total de lo que le pasó mientras su hijo Mamadú estaba todavía en su vientre. Ese día lleva a Mamadú sobre su espalda. Tiene dos meses y es su primer hijo: el niño es pequeñito, come mal, llora mucho, gime dolorosamente. No pudo amamantarlo, lactaba muy poco a través del seno pero, por otro lado, Medina estaba convencida de no tener leche o, de al menos, lo suficientemente alimenticia para su bebé. Medina está en Francia desde hace un año, vino para reunirse con su marido que vive aquí desde hace ocho años.

Diversas situaciones pueden funcionar como verdaderas fracturas culturales y psíquicas para estas mujeres emigrantes rurales. Pero antes de analizarlas, insistamos en el hecho de que lo que es violento es el acto médico en sí, efectuado sin preparación. Los gestos técnicos están íntimamente ligados al contexto cultural occidental, para aquellos que no lo comparten, estos actos se vuelven, por sus implícitos, en verdaderos inductores de roturas psíquicas. Las mujeres pueden a penas anticiparlos y representarlos. La conclusión que se impone no es privárselas de ellos, eso sería del todo intolerable desde el punto de vista ético y de la salud pública. Privárselos sería excluirlas una vez más de nuestro sistema de atención y contribuir a su marginalización social. Al contrario, se trata de hacerlos de manera que estos actos médicos sean eficientes y alcancen realmente sus objetivos. Pero para adaptar nuestras estrategias de prevención y de atención, debemos pensar en la alteridad de forma que lejos de ser un obstáculo para la interacción, se vuelva una oportunidad para un nuevo encuentro. ¿Cuáles serían los momentos que pueden constituir posibles rupturas psíquicas en las mujeres emigrantes embarazadas? Retomemos, para describirlos, el recorrido de Medina tal como ella lo cuenta.

La declaración de embarazo

Tradicionalmente, el embarazo debe esconderse lo más posible o, al menos, se debe hablar muy poco de él para no despertar la envidia de la mujer estéril, de la que no tiene un varón, de la que tiene menos niños, de la extranjera. De ahí el miedo que Medina tuvo en el momento en el que fue a la asistenta social para que le rellenase los formularios de “declaración de embarazo”. Ella se sentía amenazada en lugar de protegida. Cualquier cosa podía sucederle, incluso ser “atacada mediante brujería” y perder el niño que llevaba dentro. Este miedo perduró a lo largo de todo el embarazo e incluso, cuando el niño nació, continuaba aterrorizada: el niño no estaba protegido, podía partir en cualquier instante hacia el mundo de los ancestros; es decir, morir.

El parto

Luego vino el parto, estuvo sola, sin intérprete, con la presencia casi obligada de su marido, un buen musulmán, que se le hizo pasar a la sala de partos ya que las cosas iban mal. Se pensó en hacer una cesárea, el marido rehusó, aterrorizado. Finalmente, tras esperar un poco Medina se calmó, después de buscar a otra mujer soninké que se encontraba en el mismo servicio y que venía de parir. Entonces, como dijo Medina, el niño bien quiso salir “él solito”. Sabemos ahora las consecuencias desastrosas de las cesáreas sobre las mujeres emigrantes y la necesidad de respetar, cuando sea posible, es decir cuando la vida de la madre y el niño no estén en peligro, la lentitud del trabajo fisiológico de las mujeres del África negra. Estas palabras, tantas veces repetidas por otras mujeres emigrantes, me han obligado desde entonces a reconocer la violencia de un cierto número de actos médicos que pensamos a priori anodinos.

Para Medina existe esta idea recurrente de que el niño que llevó y nació en esas condiciones no está protegido, que está en peligro, y ella también. Aquí entraría la categoría “falta de protección de la madre y del niño” y su consecuencia cultural, la vulnerabilidad a un “ataque de brujería”. En efecto, Medina empezó a apaciguarse a partir de actos culturales encaminados a reconstruir esa ruptura, esa protección fallida: los padres pidieron a sus familias de origen hacer unas protecciones rituales para Mamadú, el bebé, y así introducir el niño en la cadena de generaciones y en la amplia familia. Al mismo tiempo la madre elaboró su tristeza y su pérdida de sostén, tornando vivas sus representaciones culturales que habían perdido su sentido a raíz de su exilio y de conflictos familiares; es decir, reconstruyendo parcialmente el bagaje cultural en el grupo terapéutico: se fue del país sin el acuerdo de su padre, por tanto su primer hijo no estaba protegido. Este trabajo de co-construcción de un sentido cultural fue la primera etapa, la de la construcción del encuadre.

En un segundo tiempo se abordaron las múltiples pérdidas de Medina. Su madre murió durante su nacimiento y fue criada por la co-esposa de su padre. Por otro lado, vivía con dolor y mucha tristeza el exilio y la separación de sus hermanas, una de las cuales murió sin que pudiese verla de nuevo. Acompañada por el grupo y el encuadre propuesto, Medina elaboró su tristeza, dio sentido a todo lo que pasó durante su embarazo demasiado solitario y construyó un vínculo “seguro” con su hijo Mamadú. La protección del abuelo materno, solicitada y obtenida por Medina, se tornaba así eficaz.

Desde el punto de vista preventivo, percibimos a través de esta historia, y de tantas otras de la misma naturaleza, la necesidad de permitir a la mujer embarazada de tener una representación aceptable de lo que ella necesita para sí misma y para su bebé, cuales sean los avatares y las dificultades por las que atraviesa. Sostener la parentalidad en su diversidad es un proceso de acompañamiento y de cuidado a construir conjuntamente con los padres, a partir de sus propios ingredientes para que así ayuden a sus hijos a crecer en situación transcultural. Esto permite, también, prevenir las dificultades que pueden aparecer más tarde en el niño hijo de emigrantes, en particular en la confrontación con la escuela del país de acogida de sus padres.

¿Qué pasa con los niños nacidos aquí?

Para los niños pertenecientes a minorías en Francia: hijos de emigrantes, niños adoptados internacionalmente, que atraviesan mundos y familias, hijos de viajantes, la escuela es una cuestión esencial. Es donde se juega su lugar en la sociedad de acogida, es donde se valida su inscripción: son niños de aquí, niños que formarán la sociedad francesa del mañana. Por tanto, es un lugar crucial, iniciático, donde se va a anudar o “amarrar” el encuentro. De ahí la importancia del reconocimiento recíproco, de analizar la situación sin “aprioris”, de la comprensión que permitirá una acción adaptada (Moro, 2012). Pero más allá de esta constatación, conviene señalar un cambio de perspectiva es necesario y eso haría bien a todos los escolares. Tal es nuestra constatación y nuestro propósito.

Niños de aquí venidos de fuera

Sabemos ahora cuanta necesidad tienen estos niños de ser reconocidos por nosotros como “niños de aquí” que vienen de fuera, niños que a veces no dominan la lengua francesa cuando llegan a la escuela, pero que tienen una riqueza valiosa en la medida en que conocen otra lengua, al menos parcialmente; otro mundo; de otras maneras de pensar y de hacer. Unos niños, de alguna manera, hipermodernos ya que su saber no está estructurado por una sola referencia sino por varias. La cuestión que se plantea para ellos es, por tanto, adquirir aquello que les hace falta en la escuela, desearlo suficientemente para superar obstáculos de miradas poco benevolentes, a veces excluyentes. Cuando el francés es la segunda lengua, los conceptos, las palabras, son forzosamente poco familiares, hará falta conquistarlos. Para esto se precisa mucha determinación y deseo. Algunos niños llegan y se nutren, de manera armoniosa, del encuentro con niños de la sociedad de acogida que se enriquecen de este viaje. Otros lo hacen a un precio más elevado, como dirían los lingüistas, a base de una “hipercorrección” de la lengua. Se apropian de la lengua del otro, pero a veces con “faltas de ajuste” pues esta lengua les sigue siendo extraña. Son niños “más papistas que el Papa”, que se enganchan a la escuela como casi la única fuente de sus aprendizajes. Y, finalmente, hay niños que se quedan en la puerta de entrada de la escuela y son muy numerosos. Es por ellos que tenemos que reaccionar y por todos aquellos que carecen de lo necesario en la escuela y en la sociedad.

Una escuela hospitalaria en la diferencia y en la multiplicidad

La escuela es la misma para todos, se percibe como única, lo cual hace que la integración se vuelva difícil y, a veces dolorosa, para aquellos que se saben particulares. La equidad no puede quedar como una equidad de principios, debe devenir, en nuestras sociedades, una equidad de hechos. Sabemos ahora cuales son los ingredientes que deben tenerse en cuenta: un reconocimiento de la lengua de los padres y de su viaje, una no-jerarquía entre las lenguas, una educación de los profesionales, de los niños y de sus padres en la diversidad, una puesta en escena de una verdadera comunicación transcultural que permita a cada uno ser, no renunciar a lo que el considera importante, a no renunciar a su historia. Esto es válido para la escuela como para la vida en sociedad, gracias a “cultivar el arte del encuentro”, los mestizajes, el conocimiento recíproco, el intercambio. Finalmente que todos puedan ser actores a partes iguales y no sufrir por la mirada y el saber del otro.

Aceptar lo plural

Nuestra sociedad está tratando de pasar de un modelo de pensamiento único a un modelo plurifocal donde el saber debe ser compartido. Los niños hijos de emigrantes lo saben, ellos buscan encontrarse con el otro sin borrar lo que son, ni la historia de sus padres ni la de la situación transcultural que llevan. O al menos, que la mirada que la escuela tenga sobre ellos no considere esta historia como negativa o sin interés. Tanto si las marcas de esta historia son palpables en sus cuerpos, en sus pieles, en sus rostros, en sus nombres, en sus lugares de vida, en sus padres, que estas marcas no sirven de coartadas para rechazarlos o confinarlos a posiciones subalternas, cualesquiera que sean sus actos o sus deseos. La escuela como la sociedad no resultan bastante deseables para estos niños, no se les resulta muy familiar, lo que hace que a menudo sientan una amargura que les hiere, que sientan que no se valora suficientemente sus competencias y su creatividad.

Es hora de que aprovechemos esta oportunidad del mestizaje, de las mujeres y de los hombres, de las ideas, de las miradas. Por ellos, por nosotros, por los niños del mañana. Es tiempo de que nuestra sociedad actual intente aproximar esta compleja multiplicidad, jamás dada como un todo, ni de golpe, que llamamos “identidad”. La identidad no es algo simple a construir por nuestros hijos, es múltiple y compleja, por adición y más como un proceso que como un estado. Nuestros hijos deben adquirirla, a veces, sin el suficiente acompañamiento de la sociedad que les asigna un lugar demasiado simple o que no tiene en cuenta el conjunto de sus posibilidades.

Conclusión

El niño singular es aquel que permitirá que la escuela se abra a la diversidad y por ende a la sociedad misma. La escuela está inscrita en la sociedad y es, de alguna manera, una puerta para entrar en ella. Todos estos niños que deben aprender a vivir en estructuras familiares múltiples, que deben atravesar lenguas y mundos, que deben inventar maneras de inscribirse en nuevas filiaciones, nos enseñan que antes que nada, tener un hijo y criarlo en una familia y en una sociedad es un acto cultural, profundamente cultural y, por ello, profundamente humano. Los niños de hoy en día y de mañana son seres que crecerán en un mundo cambiante y mestizo y por consiguiente son seres plurales y … mestizos. Es un buen momento para reconocerlos tal como son, con su complejidad, y para cambiar nuestra mirada sobre ellos y sobre sus padres. Y bastaría con muy poco; un reconocimiento de la diversidad de lenguas y de estructuras familiares, una representación de las nuevas filiaciones y de las mil y una maneras de ser padres, una voluntad férrea para desprendernos de los pequeños y grandes desprecios ligados a las diferencias y a la jerarquía.

Traducción del francés de Vicenç de Novoa.

 

Bibliografía

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