Comprensión del entorno familiar de los niños con autismo

Josep María Brun

 

RESUMEN

Este artículo propone una aproximación a la familia de los niños con autismo y a la comprensión de sus vivencias, temores y vicisitudes. Incide en las fases del proceso de elaboración del diagnóstico del hijo y en las repercusiones de la convivencia y de las proyecciones sufridas en la relación. Se reflexiona sobre los hermanos, como miembros de la familia y finaliza con unos apuntes sobre el cuidado a los padres y la intervención de los profesionales. PALABRAS CLAVE: trastorno autista, familia, cuidado a los padres, intervención profesional.

ABSTRACT

Comprehension of the family environment of children with autism. This paper focuses on the families of children affected by autism and on understanding their experiences, concerns and vicissitudes. It studies the stages involved in the elaboration of their child’s diagnosis and examines the effects on family life and the projections suffered in relationships. It also considers siblings, as members of the family unit. The paper finally provides some notes on the caring of parents and on interventions by professionals. KEY WORDS: autistic disorder, family, caring of parents, professional interventions.

RESUM

Comprensió de l´entorn familiar dels nens amb autisme. L’article proposa una aproximació a la família dels nens amb autisme i a la comprensió de les seves vivències, temors i vicissituds. Incideix en les fases del procés d’elaboració del diagnòstic del fill i en les repercussions de la convivència i de les projeccions que pateixen en la relació. Es reflexiona sobre els germans, com a membres de la família i finalitza amb uns apunts sobre la cura als pares i la intervenció dels professionals. PARAULES CLAU: trastorn autista, família, cura als pares, intervenció professional.

Cuando hablamos de autismo, con frecuencia se hace mayor énfasis en los aspectos de discapacidad y se deja de lado el sufrimiento que genera. De la misma manera, se fija la mirada en el niño afectado y, en menor medida, en el entorno que le acompaña. Pero sabemos que cuando, de manera profesional, uno asume un niño con autismo, debe necesariamente asumir también la familia que le acompaña. Y ello no se debe a la presunción de un grado de patología familiar, sino a la constatación del dolor y sufrimiento que el trastorno provoca en quien lo sufre y en su entorno. Poder aspirar a mejorar la calidad de vida de los afectados, significa contemplar ese dolor y trabajar en aliviarlo, para poder retornar también a la familia el protagonismo terapéutico que le corresponde y que, debemos admitir si no pecamos de soberbia, es insustituible. Porque ese dolor no sólo daña quien lo sufre, sino que a la vez le impide pensar y le obstaculiza tejer una relación que redunde sobre la salud mental del grupo familiar, más allá de las características personales.

El artículo propone acercarnos a la comprensión de ese entorno, a través del conocimiento de lo que supone vivir y sentir ser familiar de un niño afectado de autismo. Resulta un tema complejo, con muchos matices, donde debemos huir, en un mismo grado, de la generalización y de una excesiva casuística, pero que no nos podemos permitir eludir.

Para poder enfocar de manera adecuada la cuestión, debemos hacer referencia a unos aspectos previos –sin duda obvios desde el pensamiento distanciado, pero más volátiles en la mayor cercanía de un trabajo clínico que puede estar repleto de proyecciones. De entrada, la asunción de las diferencias (y nuestra coherencia con esa realidad): cada familia es diferente, pero también lo es cada momento de esa familia y lo pueden ser los procesos de los distintos miembros de una misma familia. De hecho, no nos resultan ajenas las dificultades y soledades que provoca el alejamiento entre los padres respecto a cómo entienden a su hijo, por poner un ejemplo. Por otro lado, debemos recordar que la familia no sólo está formada por los padres y que, más allá de la suma de idiosincrasias, se trata de un grupo de personas que se influyen mutuamente. Esa importancia de las relaciones interpersonales se acentúa con la presencia de hermanos del niño afectado, pero también en cómo viven los diferentes miembros de la familia la repercusión en los demás de la situación: la negación, el silencio o un falso optimismo para no entristecer a la pareja o a los padres, la culpa por la menor atención ofrecida a los demás hijos, por mencionar tan sólo dos posibles escenarios. Conviene poder entender, además, las manifestaciones personales dentro de ese contexto: el testimonio de uno de los padres puede ser expresión de una parte de lo que piensa o siente la pareja como conjunto.

Los padres de niños con autismo son, ante todo, padres y comparten situaciones, pensamientos, fantasías y temores con todos los padres. También, con los padres de niños con otra enfermedad o discapacidad. A ello, debemos sumar los componentes específicos por el hecho de tener hijos con autismo. No obstante, son los mismos padres y, en la realidad cotidiana, lo que sienten como padres, como padres de niños con enfermedad o como padres de niños con autismo va unido y es indisoluble.

Como afirma Joan Raphael-Leff (2007), “el nacimiento de un bebé no es el principio sino la culminación de muchas esperanzas, deseos y fantasías elaboradas durante el embarazo y desde mucho antes” (añadiríamos: en el mejor de los casos. Entendemos la ausencia de esos deseos y fantasías como un factor de riesgo). O, en las siempre acertadas palabras de Guillem Salvador (1998): “La pareja, en general, cuando concibe un hijo proyecta en su naciente vínculo parental una imagen altamente idealizada de éste. Las vicisitudes de la realidad van poniendo en contacto a la pareja con el sentimiento de decepción cuya correcta elaboración dará acceso a una relación amorosa más estable y más libre. Podríamos decir que, al nacer, el niño real decepciona las expectativas narcisistas de los padres y los ayuda a reinventar una familia más real”. Esa readaptación y reelaboración de unas expectativas más reales que debe realizar cualquier padre, se convierte en más brusca y dolorosa ante la presencia o anuncio de una enfermedad grave y crónica. Se trata de una doble pérdida y de una doble renuncia: del hijo idealizado, pero también del hijo sano. Volviendo a las palabras de Guillem Salvador, “todas estas circunstancias producen, como es natural, una fuerte regresión en la organización emocional de la familia”.

Los padres y su proceso de elaboración del diagnóstico

El anuncio de la enfermedad puede ser también sinuoso, latente, a veces negado por los padres o, incluso, por los profesionales que no dan crédito a las sospechas iniciales de los progenitores. En más casos de los deseables, la familia se ve obligada a realizar un peregrinaje en el que opiniones contradictorias u opuestas se unen a la incertidumbre y a la preocupación. Pero cuando llega el diagnóstico, abre paso a un proceso difícil y doloroso para la familia, en el que juega un papel significativo la manera de comunicar y la forma de acompañar a los padres con posterioridad por los profesionales. Ese proceso conlleva unas etapas para elaborar la noticia y la realidad que comporta. Aun a riesgo de generalizar, consideramos que las familias pasan por tres etapas: una primera que llamaremos de aturdimiento, un segundo momento de alud de sentimientos, para acabar en la fase de posiciones de adaptación. No se nos escapa la similitud de estas etapas con el modelo que describe Kübler-Ross (1969) en el proceso de duelo, pero debemos admitir que nos encontramos ante un contexto de pérdida catastrófica y de elaboración de esa pérdida.

La etapa de aturdimiento responde al shock emocional que despierta el anuncio de la enfermedad del hijo. Ese momento de crisis suele venir acompañado de la negación (No puede ser) y de la búsqueda, lícita y sana, de una segunda opinión y de otros diagnósticos. Como la expresión aturdimiento intenta indicar, no es un momento propiamente de dolor, pues éste queda adormecido por el golpe y la conmoción de la noticia. Ese dolor aparece en una segunda fase, acompañado de un torrente de sentimientos y de la búsqueda de etiología. A veces, con una pregunta no exenta de elementos autoreferenciales: ¿Qué he hecho yo mal para tener un hijo así? Es importante señalar que no se trata de que unos padres reaccionan con culpa, otros con angustia y los de más allá con enfado o depresión, sino que todos estos sentimientos se juntan en una sucesión en la que a los citados se añaden, entre otros, la frustración, el rechazo, el resentimiento, la herida narcisista, la injusticia y que a la vez se pueden retroalimentar. Un padre que siente rechazo por la situación de enfermedad del hijo, puede sentir de forma inmediata el peso de la culpa por ese pensamiento. O el sentimiento de injusticia puede encontrar explicación en la recepción de un castigo y en consecuencia, una vez más, ligado a la culpa. La calidad de cronicidad en la enfermedad suele llevar de la mano la desesperanza. En todas estas circunstancias, los elementos proyectivos buscan redimir de la culpa (En mi familia nunca ha habido…), que puede castigar la relación entre sí de los progenitores. Entre la pléyade de sentimientos, en especial en este primer período, destaca el de ignorancia: unos profesionales deben hacerse cargo de mi hijo porque yo no sé hacerlo, a diferencia del resto de padres. La vulnerabilidad de la familia en esos momentos demanda una intervención sensible y cuidadosa, que no ahonde en los aspectos depresivos y que no la convierta en una situación de dependencia no sana de los padres hacia los profesionales. La mayor o menor aceptación por los padres de esa ambivalencia afectiva tendrá que ver con el mayor o menor éxito de la elaboración posterior.

Parece evidente que esta intensidad emocional no puede durar más allá de un cierto tiempo, por lo que la familia se ve abocada a buscar y encontrar posiciones de adaptación a la nueva realidad. Entiéndase que se habla de adaptación, de acomodación a la nueva situación, no necesariamente de aceptación ni de elaboración saludable. Las adaptaciones pueden ser más o menos positivas o negativas, más o menos realistas ante el déficit. Entre las posiciones de adaptación menos positivas, encontramos las maníacas (es lo mejor que podía pasarme en la vida), las negadoras (mi vida no ha cambiado en nada), las ensimismadas (familias que reconducen toda su existencia en función del hijo enfermo), las desmembradoras (formación de subgrupos en la familia) o las depresivas. Una vez más, la ayuda recibida –y no sólo por los profesionales–, junto a los recursos propios de la familia, tendrá una gran importancia.

Resulta imprescindible subrayar que no se trata de etapas que simplemente se suceden las unas a las otras, en una suerte de superación o aprobado definitivos. La familia siempre puede volver a una de esas etapas y, de hecho, así sucede y en especial en los momentos de crisis o cambios, como pueden ser el paso a una escolarización especial del hijo afectado, la llegada a la adolescencia u otros, en los que la adaptación alcanzada queda otra vez sacudida por un tobogán de sentimientos aparentemente aparcados. Aquí, de nuevo, recordaremos que los miembros de la pareja pueden vivir estas etapas a diferente ritmo.

Especificidades del trastorno autista

Con el paso del tiempo, los padres de los niños con autismo se han ido apercibiendo que algo no funcionaba en la relación con su hijo. Ya fuera por las conductas mostradas o, precisamente, por las omitidas, han constatado una dolorosa falta de entendimiento con él. Raphael-Leff (2007) explica que “cuando una comunicación atípica contribuye a un desencuentro crónico, los padres dejan de poder responder de manera intuitiva”, lo que daña su capacidad de contención emocional de las angustias de su bebé y afecta a la necesaria interacción que permitirá un sano desarrollo de su hijo, a nivel emocional y cerebral. La etiología no siempre clara (en unos niños que en su mayoría no sólo no presentan ningún rasgo fenotípico, sino que con frecuencia son descritos como guapos) aleja a los padres de niños con autismo de aquellos con hijos con otras alteraciones nítidamente orgánicas. La búsqueda de una causa auto referenciada aumenta. Por otro lado, la labilidad emocional de los niños, mina el día a día y la capacidad de dar continuidad a la comprensión de las acciones, a la vez que pone en jaque la validez de las respuestas que los padres encuentran. La cronicidad atenta la capacidad de esperanza, como mencionábamos con anterioridad. Sin embargo, el verdadero aspecto específico del autismo lo hallamos en la falta de respuesta del hijo, en su retraimiento, en su aparente desinterés por el entorno y aversión al contacto y, en consecuencia, en el sentimiento de ser rechazado que provoca en quien se le acerca. Una madre nos explicaba con apabullante naturalidad lo que sintió: “Dejó de mirarnos como si yo hubiera hecho algo malo”. El dolor de ese rechazo conmueve los cimientos emocionales de los padres y provoca sentimientos de culpa, de ignorancia y de impotencia de difícil manejo. Los profesionales podemos acercarnos a esas emociones si somos capaces de percibir lo que en nosotros mismos despierta ese rechazo, aunque estemos exentos de la carga añadida que supone que esa evitación sea recibida del propio hijo. Por el mismo motivo, deberíamos también recordar –y ayudar a entender a otros profesionales que trabajen en la misma situación– cómo la familia será extremadamente sensible a cualquier situación que pueda ser vivida como de expulsión o separación de su hijo y/o de la familia como grupo. Y se nos puede escapar la percepción de esa sensibilidad en circunstancias en apariencia anecdóticas como la exclusión de una salida organizada en el colegio.

En general, la calidad de la angustia que traspasa el niño, lo que nos hace sentir, los aspectos contratransferenciales en definitiva, distinguen en mayor medida lo que significa tener un hijo con autismo de uno con otro trastorno. Como indicábamos en trabajos anteriores (Brun, 2004, 2009), entre los síntomas de los niños con autismo se debiera incluir los sentimientos que despiertan en el otro y que los distinguen de otras entidades psicopatológicas diferentes. Recuperemos la constatación de Asperger (citada por Lasa, 2006) de que estamos hablando de personas que sufren y que provocan sufrimiento. Los padres y los profesionales de instituciones que comparten períodos largos de convivencia con niños con autismo comprueban lo difícil que se hace poder pensar ante sus actuaciones, ante el trasiego emocional que nos provocan, ante el cansancio que producen las actitudes repetitivas y ante el aparente sin sentido de la falta de comunicación. La capacidad de pensar está también atacada por la poca gratificación y la frustración fuerte y continua que nos generan, produciendo desánimo y sentimientos de impotencia e incompetencia.

Repercusiones en la familia

Entre las probables repercusiones para la familia, destacamos la pérdida de confianza en los propios recursos y capacidades de maternaje, ante la imposibilidad de entrar en comunicación con el hijo. En especial, si se trata del hijo primogénito y los padres no tienen la posibilidad de compararse consigo mismos y rescatar aspectos de la relación con otros hijos que les hagan sentirse buenos padres. La herida narcisista que puede producirse conlleva una pérdida de la autoestima. Las actitudes de retraimiento del bebé producen un dolor que se convierte en persecutorio. Al no encontrar los padres unas respuestas suficientemente eficaces para cambiar la situación, aumentan las culpas recíprocas que pueden acabar enfrentando a los progenitores. La presión del entorno familiar, que va desde el círculo protector para que no sufran los padres hasta los consejos bienintencionados o las críticas abiertas hacia la educación, recae con fuerza sobre unos padres vulnerables. Y, no olvidemos, que nos referimos a situaciones de una mayor necesidad que el habitual apoyo familiar, material y emocional. En diversas situaciones y en diversos momentos del proceso, los padres viven y malviven esas “miradas y cuchicheos” de su entorno, como nos describía otra madre. La sensación de no saber, de no actuar de manera adecuada, acaba instalándose (1). Y el riesgo de caer en una insana dependencia se hace evidente. Esa dependencia hacia los allegados y también hacia aquellos que tratan a su hijo no debe ser en ningún caso potenciada por los profesionales. Y dejar de lado en el proceso terapéutico a los padres, convirtiéndoles en simples observadores o aprendices, no deja de ser una manera sutil de mantener la dependencia. En connivencia con esta cuestión, tampoco debemos dejar de recordarnos que tener un hijo con discapacidad no inhabilita a un padre a tomar decisiones, aunque se lo haga más complicado.

En muchos casos, en especial en los primeros tiempos, la incertidumbre del pronóstico es uno de los factores de más difícil aceptación para los padres. Aun habiendo sido informados de que se trata de un trastorno grave y crónico, el no poder determinar el grado de su alcance en cuestiones básicas para los padres, como la autonomía futura, fustiga la capacidad de proyectar una esperanza y, a la vez, un escenario al que aferrarse. Pensamos que esta cuestión no es ajena a uno de los sentimientos más universales en los padres de niños con autismo: la convicción de que nunca hacen lo suficiente por su hijo. Esta impresión va también ligada a la búsqueda de todo tipo de tratamientos, que pueden llevar a la continua interrupción de terapias y a la incapacidad de poder confiar de manera plena en el profesional que atiende a su hijo. Un padre me comentaba respecto a su determinación en seguir una terapia de la que le habían hablado: “Ya sé que no sirve para nada, pero no me perdonaría nunca dejarla de probar”.

Los padres, por otro lado, perciben de manera notoria la fragilidad del hijo y ello acarrea múltiples consecuencias. Desde el miedo y el dolor a que no se sepa defender o se rían de él, que lleva a veces a un verdadero espionaje de cómo maneja la situación la escuela, por ejemplo, hasta la dificultad de dejarlo en situaciones habituales para otros niños, sabiendo lo mal que se lo puede llegar a pasar o en previsión de cualquier accidente si no está suficientemente atendido, pues son conscientes de la vigilancia continua que requieren (y por lo que en más de una ocasión son acusados de sobreprotectores). Aparece la duda, a veces irresoluble, de si alguien más podrá entender y cuidar a su hijo junto a la convicción de que es una responsabilidad de la que no pueden hacer dejación. Todo ello acaba configurando un escenario en el que los padres tienen mayores dificultades en ser ayudados y determinando un sentimiento común en todos ellos: la soledad. Por otro lado, es también constatable la realidad de que los padres de niños con autismo reciben menores ofrecimientos para cuidar a sus hijos por parte de la familia y de los amigos. Y de ello es responsable un factor que, no por obvio, debe ser minimizado: la cotidianeidad puede estar constantemente alterada. De hecho son frecuentes en estos niños los trastornos del sueño y de la alimentación, la agitación, los gritos, las estereotipias, las situaciones de peligro, las crisis, las autoagresiones, las rabietas y los empecinamientos, entre otros. Todo ello, acaba redundando en un progresivo aislamiento personal, de pareja, social y relacional. Las dificultades de salir con el hijo, de dejar al hijo con alguien o la necesidad de constante atención, alejan del mundo a las familias, en una suerte de triunfo del factor autista. Una madre me explicaba un verano que para evitar conflictos a su hijo con otros niños y padres en una plaza pública, sólo se acercaban a ella a las tres de la tarde del mes de agosto, donde –acababa explicando con triste sarcasmo– se encontraban como única compañía con otro niño autista y su madre. La expresión máxima inherente a esa percepción de fragilidad en el hijo, se da en la preocupación por un futuro incierto, en especial cuando los padres ya no puedan hacerse cargo de él: ¿Qué será de él cuando yo no esté, si no puede hacerse cargo de sí mismo?

Los aislamientos y soledades que pueden producir estas circunstancias se dan a diferentes niveles. Dentro del hogar, con la modificación de las interacciones familiares: subgrupos, simbiosis, dificultad para atender a los demás hijos, para realizar actividades en familia. También, y de manera contundente, en la relación de la pareja, con la pérdida de los espacios emocionales y físicos compartidos. La desesperanza y la incomprensión se añaden a un prosaico pero real cansancio. Muchos padres relatan también la desazón que les impide disfrutar de sus espacios y momentos cuando no está el hijo: “Pensar que necesito tiempo para mí me hace sentir que me lo quiero quitar de encima”, expresaba un padre angustiado y atrapado. Otros padres, que habían conseguido salir a cenar solos después de ocho años, tuvieron que volver a casa antes de hora, incapaces de dejar de pensar en la hija que les esperaba con una cuidadora. Con frecuencia, al dolor de no sentirse entendido por el círculo de familiares, amigos y, también, profesionales, se añade el distanciamiento y la dificultad de compartir con la propia pareja. Fuera del hogar, las necesidades del hijo conllevan un sinfín de medidas especiales: canguros especializados, actividades con monitores individuales, toda suerte de terapias y reeducaciones. En última instancia, un miembro de la familia debe dejar sus menesteres para hacerse cargo del niño con autismo, con la consecuente pérdida de realización personal, laboral y profesional y con un corolario que no se nos escapa: el económico. La experiencia clínica muestra que en mucho mayor número esa renuncia la realizan las madres. Las experiencias frustrantes en la socialización pueden acabar también en la rendición de los padres a compartir con unas amistades que, asimismo, cada vez cuentan menos con ellos para realizar actividades lúdicas o relacionales.

Otros hijos. Hermanos

Para aquellos padres que no tienen más hijos, el deseo de una nueva paternidad se ve comprometido por el miedo a tener otro hijo que pueda tener los mismos problemas y, con alguna frecuencia, quedan condenados a un solo tipo de relación paterno-filial. Para todos, las dudas de cómo afectaría el nacimiento de un nuevo hijo al niño con autismo, el convencimiento de que su posesividad se lo haría muy complicado y el temor a traicionarles con la ilusión de otro niño pueden ser factores que se añadan al del cansancio y el desánimo y desalienten la posibilidad de concebir el proyecto idealizado del que hablábamos al principio del artículo. En todo caso, como también indicábamos al comienzo, la familia no se compone sólo de los padres y la presencia de otros hijos debe ser tenida muy en cuenta en nuestra relación profesional con la familia. La posibilidad de ofrecer a cada hijo lo que de manera diferente necesita, sin que las diferencias sean mal vividas tanto por padres como por hijos, resulta una tarea complicada en una familia con un niño con autismo. En más de una ocasión, los padres sienten como una injusticia la prohibición al hijo sano aquello que se le permite al afectado, aunque precisamente ello vaya en contra de lo que necesita para crecer. La culpa por lo que tiene que soportar el hermano sano, tampoco juega a favor de imponer las necesarias exigencias que demanda la educación del hijo. En aquellos momentos en que se hacen evidentes las diferencias, las reacciones contrapuestas pueden ser difíciles de digerir. Los padres de un paciente grave con autismo habían asistido el mismo día a una reunión con la escuela ordinaria de su hija, a otra en la escuela especial de su hijo y, finalmente, se reunían conmigo. La felicidad por los avances de la hija no podía ser disfrutada, me explicaban, al constatar en contraposición el estancamiento de su hijo con autismo.

En la práctica clínica, los padres –tarde o temprano– consultan por sus otros hijos. Existen unos motivos redundantes y muy determinados: en primer lugar, la preocupación de que puedan estar afectados, ya sea de manera primaria, como el hermano, o como consecuencia de la convivencia con el hermano afectado y con unos padres demasiado ocupados por él. En otras ocasiones, los padres necesitan ayuda para explicar al hijo no afectado el trastorno de su hermano; no les resulta fácil encontrar el momento y las palabras para hablarle de ello. Otro motivo frecuente es la confusión entre malestar y patología; algunas conductas del hijo no afectado pueden despertar el temor de que apunten a un trastorno y las respuestas sanas y evolutivas de enfado, tristeza, angustia, resistencia u oposición –entre otras– son malinterpretadas desde el prisma de la experiencia vivida con el hijo con autismo. Por último, en más de una circunstancia, los padres llevan al hijo recién nacido a la consulta donde es tratado el hermano con autismo, en una especie de demanda de certificado de salud del nuevo vástago.

A partir de la experiencia en el trato con hermanos de niños con autismo, atendidos en las visitas para ayudarles a comprender a su hermano, se constata que la ambivalencia afectiva que sacude a los padres también les zarandea a ellos. Sorprende, a veces, observar el clamoroso mutismo que se abate sobre lo que ocurre en casa –una especie de enfermedad silenciada– en contraste con el fuerte impacto que tiene sobre la familia una realidad marcada por infinidad de evidentes sucesos cotidianos. Se establece una alianza entre el no poder preguntar del hermano (por no afectar a los padres, por no querer saber) y la dificultad de dar una explicación de los padres (también, en alguna ocasión, por pensar que el conocimiento de la realidad puede afectarle más). “Es que no pregunta”, se justificaba la madre de una niña de siete años con un hermano con autismo de diez que mostraba perturbadoras actuaciones en casa.

Conclusiones. El cuidado a los padres y la intervención del profesional

Todas estas probables repercusiones recaen sobre unos padres y una familia con sus propios recursos, dificultades y ayudas. Es evidente, como decíamos, que no todas las familias son iguales. La habilidad de la familia para saber reconducir y resistir ante los retos, situaciones adversas o períodos de dolor emocional (lo que llamamos resiliencia) juega un papel destacado en la elaboración de una realidad compleja y dolorosa. Por otro lado, existe un consenso –entre quienes tienen hijos con autismo y los profesionales que les atienden– de que los padres deben cuidarse. Entre otros motivos, para poder realizar su labor de cuidador de la manera más adecuada. Pensamos que en el tratamiento del autismo, debemos inclinarnos a ofrecer una asistencia global, que atienda también y de forma clara a las personas (familia, profesionales) que conviven directamente con estos niños para que puedan realizar mejor su labor (un ejemplo, sería el Programa AGIRA en la Atención Temprana. Villanueva y Brun, 2008). Debemos, en definitiva, cuidar a los cuidadores. A la cuestión, formulada por los propios padres de qué deben hacer para cuidarse, más allá de consejos concretos, destacaría tres aspectos indispensables y que redundan en una mayor salud mental y emocional.

  • Entender a su hijo y entender cómo les hace sentir.
  • Sentir confianza en los profesionales que le acompañan en el proceso.
  • Preservar los espacios vitales (íntimos, de pareja y sociales).

De que estos aspectos se puedan cumplir, también somos responsables los profesionales que les atendemos. En principio, debemos recordar que, con probabilidad, no somos los primeros técnicos con los que se encuentran ni seremos los últimos. Los padres han vivido el inicio del trastorno, sentido que sucedía con ellos, han seguido un peregrinaje angustioso, soportando a veces diagnósticos eufemísticos y, una vez lo han obtenido, pasan por las fases de un proceso largo y doloroso, en el que han tenido que tolerar la incertidumbre, para acabar angustiados por el futuro de unos hijos que en muchos casos no llegarán a un nivel mínimo de autonomía. Entendemos, por tanto, que una adecuada intervención de los profesionales no se limita a explicarles lo que ocurre, sino que no puede omitir las siguientes actuaciones:

  • Ayudar a entender al hijo (los síntomas, las actuaciones, las oscilaciones, el rechazo), la situación y las repercusiones, también en ellos como padres; en definitiva, ayudar a paliar el dolor de la incomprensión.
  • Ayudar a rehacer (las capacidades paternas, la esperanza, la relación).
  • Acompañar (en los diferentes momentos del largo proceso emocional).
  • Atender el sufrimiento de los padres.

Consideramos, en síntesis, que una buena comprensión de las vivencias del entorno familiar de los niños con autismo resulta imprescindible para poder contribuir a paliar su sufrimiento, a rescatar su protagonismo como agentes activos en el tratamiento y a ofrecer al niño afectado un elemento de mejora insustituible.

Notas

  1. Compartimos que para poder convivir y ayudar a niños con autismo, se hace muy necesaria la “capacidad negativa” (la aptitud para mantenerse en la incertidumbre sin esforzarse de manera irritable por llegar al hecho y a la razón), descrita por Bion (1970).

Bibliografía

Bion, W. R (1970). Attention and Interpretation. London, Tavistock Publications.

Brun, Josep Mª (2009). Autismo en la escuela, en Riart, J. y Martorell, Ana (eds.): Retos profesionales para el psicólogo de la educación. Barcelona, Col·legi Oficial de Psicòlegs de Catalunya.

Brun, Josep Mª y Villanueva, Rafael (2004). Niños con autismo. Experiencia y experiencias. Valencia, Editorial Promolibro.

Kübler Ross, Elisabeth (1969). On death and dying. New York, Simon and Schuster Touchstone.

Lasa, Alberto (2006). Asperger vuelve. Revista de Psicopatología y Salud Mental del niño y del adolescente, (8), 7-10.

Raphael-Leff, Joan (2007). Expectations and experiences of parents with a pre-autistic baby, en Acquarone, Stella: Signs of Autism in Infants. Recognition and Early Intervention. London, Karnac.

Salvador, Guillem (1998). La familia en riesgo. Revista ACAP, (11-12), 7-17.

Villanueva, Rafael y Brun, Josep Mª (2008). Projecte AGIRA (Assistència Global a Nens en risc d’ Autisme) dins de l’atenció precoç. Revista ACAP (29), 31-49. [www.programa-agira.com].