Encajar las piezas del puzle para construir una identidad

Maria Ramos Barrufet

 

RESUMEN  

El hecho migratorio ocasiona una serie de duelos en las familias que, si no pueden ser suficientemente elabo­rados, producen afectaciones en los diferentes miembros de la unidad familiar, especialmente el desarrollo de los niños y los adolescentes. En este artículo se presenta un caso clínico atendido en un Centro de Salud Mental Infanto-juvenil (CSMIJ) desde un abordaje terapéutico familiar, en el que, a través de la metáfora de la construc­ción de un puzle, se lleva a cabo una tarea de reconocimiento y contención de los aspectos dolorosos vividos. El objetivo es facilitar su integración y la constitución de una nueva identidad individual y familiar. Palabras clave: psicoterapia de familia, salud mental, inmigración, duelo, niños, adolescentes.

ABSTRACT 

Working out the puzzle´s pieces in order to build up an identity. Migration phenomenon causes a series of mourning in the families. It affects different members of the family unit, especially the development of children and adolescents. This article talks, from a family therapeutic approach, about a case treated in a Child and Ado­lescent Mental Health Center (CSMIJ) in which, through the metaphor of the construction of a puzzle, the task of recognition and containment of the painful aspects was carried out. The objective is to facilitate its integration and the constitution of a new individual and family identity. Key words: family psychotherapy, mental health, immigration, mourning, children, adolescents.  

RESUM 

Encaixar les peces del puzle per construir una identitat. El fet migratori ocasiona una sèrie de dols en les famílies que, si no poden ser suficientment elaborats, produeixen afectacions en els diferents membres de la unitat familiar i comprometen especialment el desenvolupament dels nens i adolescents. En aquest article, es presenta un cas clínic atès en un centre de salut mental infantil i juvenil (CSMIJ) des d’un abordatge terapèutic familiar en el qual, mitjançant la metàfora de la construcció d’un puzle, es porta a terme una tasca de reconeixement i contenció dels aspectes dolorosos viscuts. L’objectiu és facilitar la seva integració i la constitució d’una nova identitat individual i familiar. Paraules clau: psicoteràpia de família, salut mental, immigració, dol, nens, adolescents.

Introducción

En nuestra práctica clínica en los centros pú­blicos de salud mental infanto-juvenil (CSMIJ), tenemos que tener en cuenta que las dificul­tades que presenta el niño o el adolescente y que conducen a la familia a consultar a nuestro servicio siempre están ligadas al contexto so­cial y familiar. Por lo tanto, es muy importante considerar este contexto a la hora de entender la problemática que presentan. En el caso de familias inmigrantes he podido ir observando el peso tan fuerte que su historia familiar tiene sobre los síntomas que los niños y adolescentes presentan cuando consultan. Este hecho me ha conducido a ir incluyendo a las familias en mi práctica clínica, tanto en el proceso explorato­rio como terapéutico. En toda evaluación clínica infantil, el psicote­rapeuta debe preguntarse en qué medida los síntomas y problemas por los cuales se consul­ta son el resultado de la organización psicopa­tológica del niño, y en qué medida responden a la presión que los conflictos internos de sus padres ejercen sobre ellos y sobre su organi­zación, hecho que conlleva cargas regresivas y síntomas diversos. Este aspecto reactivo de la psicopatología del niño puede también ser el resultado de acontecimientos vitales difíciles, como son las separaciones o las pérdidas, que es necesario tener en cuenta a la hora de esta­blecer un diagnóstico del niño y de proponerle una intervención psicoterapéutica apropiada (Nanzer et al., 2012). En este artículo quiero reflexionar sobre el tra­bajo psicoterapéutico desde un abordaje fami­liar con familias inmigrantes, a través de la pre­sentación de un caso atendido en el CSMIJ.  

Material

Primera visita Carlos, de cinco años, acude a la primera visi­ta acompañado de su madre. Ella relata como motivo de consulta que su hijo tiene un carácter muy difícil, dice que “es un niño muy agresivo”. Explica que las dificultades empezaron hace un año. Antes siempre se había comportado mal con ella pero sentía que podía ir sosteniendo la situación. Hace dos meses, el niño cogió un cuchillo y amenazó a la abuela materna. Todos se alarmaron mucho. Comenta que actualmente las cosas han ido empeorando, están muy pre­ocupados y ella siente que necesita ayuda pro­fesional. También describe que a veces su hijo actúa como un bebé y le toca el pecho como si quisiera mamar.  En el momento de la consulta, Carlos vive con sus padres, la abuela materna y su hermana de trece años, que es hija de una relación esporádi­ca y no deseada de la madre, previa a la relación con el padre de Carlos. Todos son originarios de la capital de un país sudamericano. La madre tiene treinta y tres años y trabaja en el mundo sanitario y el padre tiene veintiocho y trabaja como vigilante en un parking, con una situación laboral muy precaria: trabaja de nueve de la mañana a nueve de la noche, todos los días de la semana, con fiesta dos días seguidos cada dos semanas, y sin derecho a vacaciones ni per­miso para salir del trabajo, ya que no le aceptan ningún tipo de justificante. El niño pasa la mayor parte del tiempo con la abuela materna.  Los padres de Carlos se conocieron en su país de origen. Él vivía y trabajaba en una ciudad europea, en la que residía desde los 12 años de edad con su familia. La madre vivía con su ma­dre en la capital de su país de origen. En un viaje del padre a su ciudad natal, conoció a la madre de Carlos y empezaron una relación sentimen­tal. Durante varios años mantuvieron la relación a distancia (ella en América del Sur y él en Eu­ropa). Al cabo de un tiempo, ella viajó a Barce­lona, ya que consiguió trabajo a través de un contacto. Tuvo que dejar a su hija de cinco años a cargo de la abuela materna. Con el padre de Carlos continuaron la relación a distancia, si bien ahora podían verse con más frecuencia, hasta que decidieron instalarse los dos en Barcelona y ser padres. Al mes de empezar a vivir juntos, ella se quedó embarazada. La madre describe ese periodo de su vida como muy bonito, hasta que a los cinco meses de embarazo llegaron la hija y la abuela de su país de origen, después de ha­ber estado tres años sin verse. La madre relata: “entonces todo se complicó. Los tres tenemos un carácter muy fuerte y eso hizo muy difícil la convivencia. Mi madre antes se metía mucho en mi vida, ahora ya no tanto”. Me explica que la dinámica familiar es muy compleja, que incluso con su marido han estado a punto de separarse por todas las dificultades de adaptación a raíz de llegada de la madre y la hija, pero los dos tienen ganas de seguir apostando por su rela­ción aunque vivan en un ambiente difícil. Aña­de que tanto el padre como la abuela pierden los nervios. Ella ha intentado gestionar las cosas pero ahora siente que necesita ayuda. La abuela a veces amenaza con irse porque no puede más con el niño y la madre me dice literalmente que quiere que aquí le arreglemos el hijo para que su madre se pueda quedar. En este momento, la abuela materna está delicada de salud. En esta primera visita, la madre expresa con sufrimiento sentimientos ambivalentes hacia su propia madre. Por un lado, ellas dos siempre han estado muy unidas, la ha ayudado en la crianza de su hija y ella quisiera que se quedara con ellos, pero por otro lado su presencia dificulta la diná­mica familiar, interfiriendo en su rol como madre y como esposa, y afectando de forma muy rele­vante a la dinámica familiar. No obstante, parece que padre y madre han podido crear una alianza suficientemente sólida que se mantiene y resis­te pese a las dificultades. A través de estos sen­timientos ambivalentes expresados, podemos observar la existencia de un conflicto entre el vínculo de la madre con su propia madre y el vínculo de la pareja, con nuevas significaciones distintas de las parentales de cada uno y dife­rentes de las de la familia materna (Berenstein, 1991). La madre también explica que sus padres se separaron cuando ella tenía un año y posterior­mente su padre se fue a vivir a otro continente, intentando llevarse consigo a su hija, cosa que su madre impidió. Dice que ha sido muy duro para ella crecer sin la figura paterna. Justo des­pués de hacer esta referencia a su historia de infancia y a la ausencia de la figura paterna, dice que en dos ocasiones su marido la ha agredido físicamente, le ha dado algún golpe flojo y algún empujón, y que su madre ha tenido que interve­nir. En una ocasión incluso lo denunció, aunque luego retiró enseguida la denuncia. Después de estos episodios, cuenta que ella y su marido ha­blaron de lo sucedido y nunca más se ha vuelto a repetir.  En este relato inicial que realiza la madre de su historia infantil, así como de la situación fa­miliar actual, podemos entrever una imagen in­terna negativa de la figura masculina y paterna, describiendo un padre que abandona, un mari­do que puede ser violento y un hijo que es muy agresivo. Se ponen de manifiesto sus escenarios psíquicos internos, que se representan en la re­lación con los hijos y en las identificaciones pro­yectivas de los padres que recaen sobre éstos (Palacio, Manzano y Zilkha, 1999). También se pone de manifiesto una figura ma­terna vivida como protectora de la agresividad de la figura paterna i masculina, que se encuentra presente tanto en la relación con su propio pa­dre como en la relación con su marido. De nuevo, observamos el conflicto entre el vínculo regre­sivo y de dependencia con la propia madre y el vínculo de la pareja y cómo se da una situación de rivalidad entre ambos vínculos, actuando de forma simultánea en la dinámica familiar. Según Berenstein (1991), esta situación de rivalidad y contradicción entre estos dos tipos de vínculos, que en apariencia parecen simultáneos pero que en realidad uno de ellos se encuentra presente a nivel “clandestino”, da como resultado la mentira como modo de relación entre los miembros de la unidad familiar; la falta de intimidad porque el espacio de cada uno de los individuos de la fa­milia no se encuentran bien delimitado; y la des­valorización de la figura del padre, aspectos que se encuentran muy presentes en la composición familiar que van describiendo. En esta primera visita recogemos también los datos de la anamnesis, de los cuales se despren­de una evolución sana y normal, sin dificulta­des específicas en ninguna área del desarrollo. La madre se incorporó al trabajo a los cuatro meses de Carlos en horario de tardes, y durante esas horas el niño quedó a cargo de la abuela. Fue a la guardería a los dos años, pero al poco tiempo de empezar a asistir sufrió una mononu­cleosis y tuvo que estar una semana ingresado. Los padres pudieron estar con él en todo mo­mento. La pediatra les recomendó que no conti­nuara asistiendo a la guardería y así lo hicieron. La madre cuenta: “de bebé era muy tranquilo, en cambio ahora que es grande es terrible”. Observamos con este comentario cómo, en la mente de la madre, un niño de cinco años ya es “grande”, manifestando poca comprensión de lo que supone la etapa infantil. Cabe recordar que fue justamente cuando su hija tenía cinco años que ella viajó a Barcelona, dejándola en su país de origen a cargo de la abuela. Parecería que la madre concibe, o necesita concebir, que a los cinco años uno ya es mayor, a lo mejor como modo de defenderse del sentimiento de culpa de haberse separado de su hija a una edad tan temprana. Describe que actualmente le cuesta comer y reclama que sea ella quien le dé la comida. También le cuesta dormir solo. De bebé no pre­sentaba dificultades en este sentido, pero a raíz de una fractura de fémur por una caída cuando tenía un año y medio, empezó a dormir en la cama de los padres y actualmente, pese a dor­mirse en su cama, se levanta todas las noches, y va a la de los padres. La madre dice que ya sabe que no está bien pero que no tiene fuerzas para cambiarlo de cama. Siguiendo las ideas de Berenstein (1991), esta incursión de Carlos a la cama de los padres hace pensar en la dificultad para definir y delimitar los espacios diferencia­dos y de intimidad de cada uno de los miem­bros. El niño dice que tiene miedo a la oscuridad y a los personajes malos de las películas que ve su hermana. En el colegio nunca ha presentado ninguna dificultad, lo único que destaca su tuto­ra es que desde siempre lo han visto muy tímido e inhibido, mostrando, por lo tanto, una conduc­ta muy diferente de la que muestra en casa. En esta primera visita se observa cómo la ma­dre se centra en todas las cosas malas que hace su hijo, “pega, se porta mal, miente, molesta”, no pudiendo rescatar ningún aspecto positivo. El niño está muy atento a la conversación que mantenemos con la madre. Tiene una mirada viva y despierta. Durante toda la visita, se mues­tra muy movido y ansioso. Carlos habla de por­tarse mal, de ser malo, mientras hace cosas que parecen ser interpretadas, tanto por él como por la madre, como cosas “mal hechas”: tira los juguetes por el suelo, habla de romper y de ma­tar. Antes de irnos, el niño me dice que quiere que le traiga un puzle el próximo día que venga; yo le digo que el próximo día lo hablaremos. Dada la complejidad de la situación familiar que la madre relata en esta primera visita y la concepción negativa que me traslada sobre su hijo, viviéndolo como un niño agresivo, mal edu­cado y mentiroso, que parece depositario de gran parte de las proyecciones negativas de la familia, decido empezar a abordar el caso desde una perspectiva familiar. Analizo, desde esta vi­sión de conjunto, el motivo de consulta manifies­to, que es la conducta agresiva del niño, dejando la exploración individual para más adelante. Nathalie Nanzer i Dora Knauer hablan de cómo ciertos problemas del niño están ligados a las proyecciones patológicas inconscientes que realizan los padres sobre él. El padre, influen­ciado por fantasmas que deforman la realidad de la imagen de su hijo y de la relación con él, no es capaz de tener en cuenta la realidad de las necesidades del niño, ni puede responder a ellas. De manera que el niño se ve privado de un objeto suficientemente bueno que le permita integrar sus propias pulsiones y fantasmas difí­ciles y dolorosos (Nanzer et al., 2012). John Bowlby (1998) concibe los modelos ope­rantes internos a partir de la experiencia cotidia­na de las interacciones del niño con sus padres: “en consecuencia, la imagen que él constituye refleja las imágenes que sus padres tienen de él, las imágenes que le comunican, la manera cómo se comportan con él, cómo se dirigen a él. Estos modelos organizan sus sentimientos, sus expec­tativas, su comportamiento. A la vez que orga­nizan también sus deseos y sus miedos, presen­tes en sus sueños”. Los fantasmas y roles imaginarios inconscien­tes no sólo determinan la representación del self de los padres, sino también las conductas que éstos tiene con sus hijos: actitudes y compor­tamientos verbales e infraverbales, expresiones de afecto, omisiones, etc. El niño reaccionará a estas presiones fantasmáticas, expresadas en el comportamiento comunicativo de los padres, en función de sus propias motivaciones, sobre­todo su deseo de apego y de holding suscitado por las propias pulsiones y defensas. Se identi­ficará, total o parcialmente, con la representa­ción proyectada sobre él, pero también puede reproyectar o rechazar el rol que los padres le atribuyen, hecho que puede afectar a su desa­rrollo y hacer surgir síntomas (Palacio, Manzano y Zilkha, 1999). Berenstein (1995) habla de que los aconteci­mientos clínicos que aparentemente conciernen a una sola persona, en este caso la mala con­ducta de Carlos, pasan por lo menos en dos ám­bitos: le ocurren a la propia persona y también, aunque en forma distinta, suceden en la familia. En este caso, me propongo explorar de qué manera y hasta qué punto, los aspectos incons­cientes y no elaborados de los padres de Carlos están afectando a la construcción de su subjeti­vidad, y cómo podemos comprender e interpre­tar la sintomatología que presenta el niño, tanto desde una perspectiva individual como tenien­do en cuenta todo el sistema familiar. Así pues, después de realizar algunas visitas y analizar el motivo de consulta y la situación familiar, indico un abordaje terapéutico consis­tente en sesiones familiares. Inicialmente, orga­nizamos las visitas con la madre y el niño por un lado, y con la madre y el padre por el otro, en las que el niño no puede asistir por el horario en el que tenemos que realizarlas. La familia asiste con regularidad y puntualidad a las visitas, y concretamente el padre expresa su agradecimiento por el hecho de haber fijado un horario compatible con su horario laboral, si bien duran 20 minutos y luego él tiene que salir corriendo para llegar con el tiempo justo a su trabajo. Pensamos que el padre manifiesta inte­rés y buena disposición a recibir ayuda psicoló­gica, a la vez que agradece sentirse acogido e incluido en las visitas. Meses después de haber empezado con las sesiones, los padres solicitan poder adelantar unos minutos las sesiones con ellos para disponer de más tiempo para abor­dar los distintos temas que aparecen. Me pare­ce que se está dando un buen aprovechamien­to del espacio terapéutico y que, en la medida de lo posible, sería positivo poder alargarlo. Así pues, traslado esta demanda a la coordinación del CSMIJ, que accede a adelantar 10 minutos la hora de la visita,  Pensamos que estas visitas suponen un pun­to de encuentro en el cual poderse reconocer como familia y como pareja, ya que parece que en su día a día este espacio es prácticamente inexistente.  El trabajo psicoterapéutico familiar La primera visita es con Carlos y su madre. Cuando les voy a buscar a la sala de espera el niño viene hacia mí y me pregunta si le he traído el puzle. Le digo que no se lo he traído todavía porque quería hablarlo con él. Al oír mis pala­bras, el niño se pone muy nervioso. En el despa­cho, tengo una caja con juguetes que enseguida atrae su interés, y rápidamente empieza a reali­zar un juego simbólico, muy rico y expresivo. La madre empieza a decirme todas las cosas “ma­las” que hace Carlos: amenaza a la abuela, mo­lesta a la hermana, le toca los pechos a ella, etc. A medida que va avanzando la sesión, el niño se va descontrolando y excitando: tira los juguetes por el suelo, se tira pedos y eructos, dice pala­brotas, etc. En una ocasión, coge un muñeco de un niño y lo tira a la basura. Dice que está en el fondo del mar y luego añade que se ha caído por un balcón. La madre le riñe constantemen­te con un tono de voz duro e intransigente y una mirada muy acusatoria. Me dirijo a los dos y digo que veo que a este niño del juego le pasan muchas cosas malas, y que a lo mejor a Carlos le pasa como a este personaje, que piensa que sólo le pasan cosas malas y eso le hace sentirse muy mal. La madre me pregunta si quiero decir que su hijo tiene la autoestima baja. Digo que sería una manera de decirlo, y que suele pasar que cuando uno se siente malo sólo es capaz de hacer cosas malas; en cambio, cuando uno siente que también puede ser bueno, entonces puede hacer cosas buenas. A medida que avan­zamos, le propongo a la madre que en vez de reñir a Carlos observe qué es lo que el niño ex­presa a través de estas conductas, qué nos debe de querer decir. Ella me escucha con atención. Al final de la sesión, el niño me dice que el próxi­mo día le traiga el puzle, que me lo apunte para que no se me olvide.  Las siguientes sesiones le traigo un puzle, que vamos montando entre los tres. En los momen­tos de encajar las piezas, el niño está tranquilo y la madre se puede acercar a él de una forma más tierna y afectuosa.  Analizando la insistencia de Carlos por el puzle y la importante función contenedora que éste ejerce, podemos pensar el puzle como metáfora de su situación familiar, y la necesidad de ir en­cajando las piezas como una manera de ir enca­jando y ordenando los roles de cada uno de los miembros de su familia. Es interesante pensar esta demanda tan concreta y explícita que Car­los realiza del puzle como una manera de contar cuál es su situación: él forma parte de un grupo familiar que ha presentado y presenta muchas dificultades para encajar y constituirse como tal, con una pareja que inicia un proyecto en común, una hija adolescente que vive un proceso migra­torio que supone dejar su país y reencontrarse con su madre a la que hace tres años que no ve, y una abuela que también afronta un proce­so migratorio y de reorganización familiar, lejos de sus orígenes y sus referentes, con una edad avanzada.  Al cabo de algunas sesiones, el niño ya no me pide el puzle, sino que lo que quiere es pintar un dibujo del puzle, que es un modelo que sirve para ayudarlo a resolverlo. Hago una fotocopia del dibujo y lo va pintando poco a poco a lo lar­go de las sesiones. Este modelo del puzle ocu­pa un lugar muy central en nuestras sesiones. Carlos lo busca en su carpeta sólo entrar en el despacho. La idea del dibujo como modelo para poder construir el puzle hace pensar cómo Car­los puede estar viviendo estas sesiones como un espacio donde aprender un nuevo mode­lo de cómo relacionarse con los demás y con los diferentes aspectos de sí mismo. El puzle es algo que se monta y se desmonta, mientras que el dibujo es algo que ya está constituido y que se mantiene a lo largo del tiempo. Parece­ría que, en este momento, Carlos puede integrar un elemento de constancia y estabilidad de lo que vamos trabajando en las sesiones. Nues­tro trabajo no se destruye ni se desmonta, sino que puede permanecer guardado en su mente, para irlo ampliando y modificando en cada nue­vo encuentro terapéutico. Además, pintando el dibujo a su manera (ya no copia los colores del modelo) introduce el elemento creativo. Está buscando su propia manera de entender y si­tuar lo que le ocurre, es decir, está configurando su realidad.  Otra muestra del proceso de mayor subjeti­vación de Carlos y de sus intentos para rees­tructurar y repensar sus modelos relacionales, se observa en dos fragmentos de sesiones que presento a continuación. Al final de una de las sesiones madre-niño, pertenecientes al primer periodo de tratamiento, les recuerdo el día de nuestra próxima sesión. Entonces el niño coge un calendario para buscar el día que le he di­cho y me pregunta si esta sesión será para él o para sus padres. Le digo que será para él y para su madre y me dice que un día también querrá venir con su padre y con su madre. Yo digo que me parece una propuesta muy inte­resante y que podemos pensar si sería posible organizarlo. Posteriormente, hablo con la madre y fijamos un día para hacer una sesión con los tres. Meses después de esta sesión, el niño rea­liza una demanda similar, pero en este caso me pregunta qué día va a venir su abuela a la sesión. Yo le pregunto si es que él quiere que su abue­la venga o a lo mejor ha escuchado a la mamá que lo decía (ya que la madre me ha pregunta­do en bastantes ocasiones si sería conveniente que la abuela también asistiera y yo siempre le dicho que de momento centraríamos el trabajo en ellos tres y más adelante nos los podíamos plantear). El niño me responde que su madre quiere que la abuela venga aquí pero que él lo ha pensado y también lo quiere.  Siguiendo con la metáfora del puzle, vemos como Carlos expresa el deseo de ir introducien­do en nuestras sesiones los diferentes miem­bros de su unidad familiar, para intentar encon­trar nuevos encajes que les permitan convivir y relacionarse de una forma más harmónica y ordenada. Conviene aclarar en este punto que la hermana mayor de Carlos está siendo atendida por otro profesional del equipo. En la primera sesión que realizo con el padre y la madre, él, que es la primera vez que asiste al CSMIJ, expresa mucha queja y mucho dolor por el hecho de sentirse excluido de su rol como padre y como marido. Dice que le duele que su hijo no se alegre de verle cuando llega a casa por la noche. Explica que cuando llegó la abuela con la hermana él sintió que no tenía ni voz ni voto. La madre corrobora que la abuela man­daba mucho pero ahora ya no tanto. El padre continua diciendo que a menudo piensa en de­jarlo todo, y con enfado dice que siente que no se le reconoce el esfuerzo que hizo renuncian­do a una vida fácil y cómoda en la ciudad euro­pea donde vivía con su familia y donde tenía un buen empleo, para venir aquí, sin papeles al co­mienzo, con un trabajo muy precario y con una situación familiar compleja e incómoda. En este primer encuentro intento recoger su sufrimien­to, capto que es muy importante escucharlo y ofrecerle este espacio para que pueda expresar todos estos sentimientos tan dolorosos. Al mis­mo tiempo, les ofrezco a los dos un modelo de relación basado en la escucha y el interés por el otro (Garcia Milà, 2013).  A la vez, vemos cómo el padre actúa como portavoz de la ansiedad y el dolor que suponen las pérdidas y los duelos asociados al proceso migratorio, y que forman parte de la realidad de todos ellos (Pichón-Rivière, 1999). Graciela Bar de Jones (2001) habla de las pér­didas masivas que tiene que afrontar el que se va de su lugar de origen, que representan una exigencia inmensa para la psiquis: “el migrante se va a encontrar ahora desprovisto y privado de lo que hasta entonces, día tras día, lo con­tuvo, lo envolvió, lo protegió. (…) La envoltura de lugares, de sonidos, de olores, de colores, de sensaciones de todo tipo; los sabores, la comida condimentada como se está acostumbrado, las costumbres, los códigos compartidos, los mitos, el idioma, la cultura, todo lo “familiar” (pág.27). Hacia el final de la visita les hablo de la impor­tancia de buscar un espacio de intimidad para ellos dos, para hablar de cómo ven las cosas en relación a Carlos, al resto de la familia, y a cómo se encuentran ellos dos como pareja, ya que por lo que me están contando, en su día a día, este espacio es inexistente. En esta visita se pone de manifiesto la dificul­tad de los padres de Carlos para constituir su propio modelo de familia, así como el choque entre la “ley de la pareja” y la “ley de la fami­lia materna” (Berenstein, 1991), que puede dar como resultado -y en este caso parece ser así- una desvalorización de la figura del padre dentro del sistema familiar. Y esta dinámica viene segu­ramente reforzada por la vivencia de abandono que la madre describe, por parte de su propio padre, y la unión tan estrecha que se estableció con su propia madre. Estas experiencias vividas en la infancia configuran sus escenarios internos inconscientes que son proyectados y que con­dicionan en gran medida su configuración fa­miliar actual, impidiendo la instauración de una nueva configuración donde exista un espacio físico, psíquico y emocional, para unos hijos que puedan crecer y desarrollarse con sujetos dife­renciados. A la vez, el comentario del padre de sus pensamientos de dejarlo todo y volver con su familia de origen hace pensar en el riesgo que se repitan dinámicas familiares del pasado, que de nuevo interfieren en la creación de nuevos modelos. Por este motivo, ofrecerle un sitio en estas sesiones resulta totalmente indispensable para que también pueda encontrar el suyo den­tro de la dinámica familiar. Hilda Botero (2004) reflexiona sobre la rela­ción de pareja durante el embarazo explicando que ésta proporciona a la mujer una estructura fuerte de apoyo y seguridad: “ella necesita un compañero afectuoso, sensible y preñado; él es el continente que le da la fuerza, y eso redunda, esencialmente en el hijo”. La situación vivida durante el embarazo de Carlos, con la llegada a los cinco meses de la abuela materna y la hija mayor, es descrita por la madre como muy complicada. Proba­blemente afectó a la constitución de esta base segura para preparar la llegada de su hijo. Esta dificultad hace todavía más necesaria y fundamental la presencia del padre en las se­siones psicoterapéuticas como factor esencial para el equilibrio y estabilidad emocionales de Carlos.  En la siguiente visita con los padres, unas se­manas después, la madre se queja de que he venido tarde y que el padre tiene que salir muy puntual. Miro el reloj y compruebo que pasan dos minutos de la hora. Con esta recriminación por los dos minutos de retraso, la madre me transmite una fuerte presión y exigencia que me permite comprender el estrés y la inquietud presentes en su mundo interno, así como la exi­gencia que traslada al otro y que me recuerdan al tono acusatorio que tan a menudo utiliza para dirigirse a su marido y a su hijo. La sesión conti­nua con las quejas expresadas por los dos sobre la gran presión que supone para ellos su día a día, el padre trabajando todo el día y la madre además teniéndose que ocupar de la casa y los hijos. El padre vuelve a hablar del gran esfuerzo que hizo viniendo a Barcelona y del cambio de vida que para él ha supuesto. La madre le re­crimina que si vino fue porque quiso y que ella sufrió mucho más que él. El padre le responde: “es verdad, tú eres una mujer sufrida y has teni­do que luchar siempre en tu vida. En cambio yo nunca me he tenido que preocupar por nada, siempre he tenido todo lo que he necesitado, no pensaba en mi vida, en el mañana. Ahora esto ha sido un choque y me tengo que situar”. El padre muestra una capacidad para conectar con sus sentimientos de pérdida a la vez que muestra cierta comprensión empática hacia las vivencias de su mujer. Transmite sentimientos de rabia y dolor por el hecho de sentir que sus esfuerzos son poco entendidos y reconocidos por ella. Parecería que la experiencia de la se­sión anterior, de sentir que podíamos escuchar y acoger sus emociones de enfado y dolor, le hubiese facilitado una mayor conexión emo­cional consigo mismo y también con su mujer, mostrando capacidad para introyectar este mo­delo de relación basado en el interés, la escucha y la comprensión. La madre también recrimina mucho al padre que sea agresivo con el hijo. Él dice que no le agrede sino que lo limita y que ella es demasia­do laxa. A lo largo de la visita, los dos van di­ciendo que son muy distintos, que él es padre y ella es madre. Yo destaco esta diferencia como algo positivo y necesario en la paternidad. Tam­bién les hablo de sus dificultades para poderse entender, ya que cuentan que han tenido pocos espacios para los tres donde ir comprendiendo cómo es el otro, encontrando elementos comu­nes y diferentes, disfrutando de su pareja y de su paternidad.  En una sesión posterior, el padre explica que su propio padre emigró cuando él tenía cinco años. Unos años después lo hizo su madre, y posteriormente él a los doce años junto a sus hermanos. Dice que él no quiere hacer lo mis­mo y que quiere poder hacer de padre de su hijo. Habla de su propio conflicto infantil ligado al hecho migratorio por haber crecido sin su pa­dre, y expresa su deseo de compensar con su paternidad esta falta que él vivió. Este aspecto aporta más luz a la decisión que tomó en su mo­mento de renunciar a las comodidades de que disfrutaba para crear su propia familia, pese a las complicaciones que esto suponía. Paralelamente, en las sesiones con la madre y el niño, éste muestra dos manera de compor­tarse muy extremas y polarizadas. Por un lado, Carlos muestra una actitud provocadora y re­tadora, con momentos de mucho descontrol en los que puede romper algún lápiz, tirar los muñecos a la basura, insultar, etc., y momen­tos en que se muestra cariñoso con su madre o conmigo, que intenta reparar o aguantarse antes de decir una palabrota, pudiendo buscar otra manera de expresar su enfado. Progresiva­mente, sus miedos se hacen más presentes en nuestras sesiones y el niño crea un juego en el que se imagina que viene Chucky (personaje de la película de terror El muñeco diabólico) y él se esconde debajo de la mesa para que no lo encuentre. Yo comento que Carlos nos explica que hay cosas que le asustan mucho, y ahora nos imaginamos que lo que le asusta es Chucky, pero a lo mejor él también se asusta cuando ve que se porta mal y puede llegar a hacer cosas peligrosas como el día en que cogió ese cuchillo (hecho, que aparte de ser el motivo de consul­ta manifiesto, la madre ha nombrado muchas veces en nuestras sesiones delante del niño, y que justamente yo me refiero a él para poderlo trabajar e integrar). Entonces Carlos dice que ahora jugaremos a un juego en el que Chucky viene y lo mata y nosotras dos nos asustaremos mucho. Representamos el juego que nos pro­pone. La madre dramatiza de forma espontá­nea el miedo y la preocupación por su hijo. Los tres disfrutamos de este juego compartido en el que podemos sentir y comprender los miedos del niño, a través de la representación simbó­lica que él nos propone. Explico que son muy importantes estos juegos, ya que nos permiten ir elaborando los miedos y conflictos que es­tán dentro de su mente, y que el hecho de que mamá también juegue ayuda mucho, porque así acompaña a Carlos a ir trabajando esos miedos.  Cuando, unos minutos después, anuncia que tenemos que empezar a recoger, Carlos se pone muy nervioso y la madre enseguida se irrita y le dice con un tono muy duro que pare de portarse mal. Yo digo que Carlos está enfadado porque se termina la sesión y estábamos muy a gusto jugando juntos. Pienso cómo seguramente para ella también es muy difícil acabar la sesión y se enfada con su hijo, que expresa el enfado y la ansiedad que ella también debe de sentir. Mien­tras salimos, la madre me dice que hablará con su marido para contar lo que hemos trabajado hoy para que entre los dos piensen cómo hacer­lo en los momentos difíciles. Añade que el otro día estuvieron hablando y les fue muy bien. Con esta comunicación, observamos cómo la madre incluye al padre en estas sesiones, ya que com­partirá con él la vivencia de la sesión cuando llegue a casa, mostrando cómo lo puede incluir más en la dinámica familiar, valorándolo como padre y como pareja. Así pues, parecería que, tal y como se pretendía, el espacio terapéutico ge­nerado en las sesiones padre-madre facilita que, en su día a día, ellos reencuentren este espacio como pareja y como padres, dentro de la familia.  En este fragmento de sesión observamos un cambio de actitud importante en la madre, que parece que puede empezar a comprender, más allá del miedo concreto al Chucky (frente al cual anteriormente le decía a su hijo que no existía y, por lo tanto, no tenía que tener miedo), que éste y otros miedos representan las inquietudes internas de su hijo. Así puede empezar a cap­tar el simbolismo y el significado implícito en las conductas del niño, más allá de juzgar si éstas son buenas o malas. Seguramente, esta com­prensión simbólica la ayuda a poder contener mejor los aspectos difíciles del niño. También vemos cómo la madre es capaz de beneficiar­se de mi función terapéutica, identificándose e integrando la manera en cómo ella ha visto que yo me acerco a su hijo e intento comprender sus manifestaciones. De hecho, a partir de este día aparece un cambio significativo en el mo­mento que los voy a buscar a la sala de espera, y en que Carlos siempre se esconde debajo de las sillas para que no le vea. Mientras anterior­mente la madre le solía llamar la atención con frases como: “¡Carlos, sal de debajo de la sillas, que es la hora y después tenemos que ir al cole y no tendremos tiempo!”, a partir de esta sesión dice frases como: “María, estoy muy preocupa­da porque hoy Carlos parece que no ha venido, yo no le veo, no está”. En ciertos conflictos de la parentalidad, el te­rapeuta es investido como una imagen parental buena y tolerante con la cual el paciente se pue­de identificar. Esto da lugar a una relación trans­ferencial positiva, que es la base de la receptivi­dad de los padres ante las interpretaciones del terapeuta. En este trabajo, se observa cómo mis confrontaciones ante las contradicciones vivi­das u observadas en las sesiones, así como los señalamientos de los núcleos conflictivos, pro­mueven la capacidad reflexiva de los padres y también la del niño. De este modo, se entiende el proceso terapéutico como un espacio inter­mediario en sí mismo; una nueva construcción, común entre el terapeuta y los padres, que fa­cilita que puedan emerger nuevos modelos de interacción y nuevas identificaciones en cada uno de los padres y el niño (Nanzer et al., 2012). Progresivamente a lo largo de las sesiones, la actitud de la madre hacia su hijo deviene más cercana y comprensiva. Se muestra capaz de marcarle los límites y ayudarle a contenerse, pero sin tanta dureza y recriminación como mostraba en momentos anteriores. También puede hablar de los aspectos positivos y negativos de su hijo. Por ejemplo, en una sesión posterior comienza diciéndome que hoy Carlos se ha vestido solo. Luego el niño le pide que me cuente lo del árbol: la madre me cuenta que papá ha tenido fiesta y han montado el árbol de Navidad y el belén. A lo largo de esta sesión, Carlos muestra mu­cha dificultad para tolerar la frustración. Cuando algo no le sale bien o no es como él quisiera, enseguida se pone muy nervioso y se enfada. Cuando pongo palabras a estas emociones, la madre explica que el fin de semana tuvo que trabajar y que el niño se portó muy mal porque quería estar con ella. El niño le dice que es mala y la madre le responde que ya sabe que no le gusta que trabaje pero que lo debe hacer para poder ganar dinero. Yo hablo de las cosas bue­nas y malas: trabajar tiene una parte buena para poder comprar las cosas que necesitan para vivir bien, pero también tiene una parte mala porque no pueden pasar todo el fin de semana juntos. Entones el niño me pide que pinte una torre negra y una torre amarilla (son dos torres que están en el dibujo del puzle que va pintando a lo largo de las sesiones). A continuación, dice que su cerebro se llama Spiderman, y que hay un Spiderman bueno y un Spiderman negro (ya había hablado de este personaje en sesiones an­teriores). Entonces, hace ver que mete una cosa dentro de mi cabeza; le pregunto y me dice que me ha metido a mí su parte mala. Las dos últimas sesiones las hacemos con­juntamente con el padre, la madre y el niño. La madre se muestra muy quejosa de su mari­do, acusándolo de ser agresivo con su hijo. Yo, en cambio, observo cómo el padre se muestra emocionalmente cercano a él. Le ayuda a pen­sar y a expresarse y le pone límites con firmeza cuando el niño se empieza a descontrolar para que pueda parar y escuchar. Yo hablo de lo que observo de la relación entre Carlos y su padre. En estas sesiones, se pone en evidencia cómo la madre está muy desbordada y tiene muchas dificultades para contenerse y entra en una es­piral de recriminación y enfado que expresa con mucha rabia y dureza hacia el otro. Me hace pensar tanto en la conducta agresiva y descon­trolada de Carlos como en los miedos a estos personajes malos y peligrosos. También los pa­dres entran fácilmente en una dinámica de re­procharse cosas el uno al otro, compitiendo por quién carga con más peso o quién hace mejor las cosas con el hijo. En estos momentos, Carlos queda absolutamente invadido por las discusio­nes de sus padres; en una ocasión les mira en silencio y con expresión de espanto; a continua­ción me mira a mí, y seguidamente les enseña los dibujos que está haciendo. Parece que busca hacerse presente de nuevo en la mente de sus padres, que en estos momentos no pueden ser suficientemente conscientes de las necesidades de su hijo. Yo les hablo de nuevo de tener un espacio para ellos dos, separado de su hijo, don­de poder hablar estos temas que son importan­tes pero que Carlos no entiende y seguramente le asustan. También digo que no sólo Carlos se descontrola, sino que vemos que ellos, cuando discuten a veces también se pueden descontro­lar. Los padres pueden escucharme cuando rea­lizo estos señalamientos. En las sesiones conjuntas con los tres, también se dan momentos tranquilos en los que Carlos se muestra muy contento. Dibuja tranquilamente y nos muestra sus dibujos, mientras va contando anécdotas sobre su día a día. Yo les hablo a los padres de que es diferente hacer una cosa mal a ser un niño malo y que es cierto que Carlos hace cosas mal pero que también hace muchas cosas que están muy bien. El pare dice que el niño en­seguida piensa que todo es malo. Más adelante la madre dice: “la tutora me dice que es un niño muy agresivo, ay no, quiero decir que juega a juegos muy agresivos con los compañeros”. Ve­mos esta proyección de la madre sobre Carlos, concibiéndolo como un niño agresivo, llegando a distorsionar la realidad de lo que ha dicho la tutora, pero a la vez puede ir tomando conscien­cia de esta distorsión y crear un relato más fiel a la realidad.  En este punto del tratamiento realizo una coor­dinación con la tutora del niño en a que me co­menta que cada vez se muestra más expresivo y comunicativo. Me cuenta que antes nunca ha­blaba sobre su familia -de hecho, ella pensaba que era hijo de madre soltera-, en cambio ahora explica muchas anécdotas que incluyen a todos los miembros, especialmente al padre. La tutora también ha observado un cambio de actitud en la relación con el otro, pasando de mostrarse muy reprimido, inhibido y con pocos recursos para re­lacionarse con sus compañeros, a mostrarse muy activo, con tendencia a juntarse con niños muy movidos y organizar juegos de lucha a la hora del recreo. Si bien la actitud de Carlos parece haber pasado de un extremo al otro, valoramos que en este momento el niño se puede expresar de forma más natural y espontánea, desplazando y exteriorizando en los juegos con sus compañeros sus conflictos internos y familiares.  La tutora también ha notado un cambio en la actitud de la madre: así como en los cursos ante­riores era vivida por los profesores como alguien que se quejaba y cuestionaba constantemente el colegio, actualmente presenta una actitud dialogante que pide ayuda y que se muestra agradecida con el profesorado.  Encajando las piezas Así pues, en el trabajo psicoterapéutico reali­zado hasta el momento, se ponen de manifiesto cambios favorables, observados tanto desde el ámbito escolar como desde el ámbito terapéu­tico, y que no sólo tienen que ver con el niño sino que también incluyen a la madre. Se trata de un trabajo que ha consistido en ir identifican­do las diferentes piezas del puzle familiar, para irlas ordenando y encajando, en el marco de un abordaje terapéutico familiar.  Retomando el motivo de consulta manifiesto -la agresividad del niño contra la abuela- y la significación que ésta posee dentro del sistema familiar, vemos cómo la agresividad se encuen­tra muy presente en los patrones relacionales de esta familia, representada de distintas for­mas por cada uno de sus miembros. Por lo tan­to, siguiendo las ideas de Pichón-Rivière (1991), Carlos actúa como emergente o portavoz del grupo, como aquel que enuncia sus ansiedades y también las fantasías inconscientes del grupo, que es depositario de sus tensiones, que ha en­fermado a causa de esa deposición masiva de las situaciones de inseguridad e incertidumbre del ambiente y la asunción de las pérdidas sufri­das por su grupo familiar. Las sesiones familia­res nos han permitido ir comprendiendo el sig­nificado de esta agresividad, como sentimientos de rabia, dolor, desesperación, ligados a las ex­periencias de pérdidas y separaciones, e ir pen­sándolos y comprendiéndolos conjuntamente, para favorecer su elaboración y evitar que se continúe transmitiendo y perpetuando de gene­ración en generación, o que lo hagan con menor intensidad.  Bernard y Evelyn Granjon (2015), reflexionan­do sobre el sufrimiento que supone llevar a cabo un proceso migratorio, escriben: “esta crisis pro­funda, estructural, ligada a las condiciones mi­gratorias, afecta no solo a los sujetos sino tam­bién a sus descendientes que tienen esta parte oscura en su herencia: la transmisión transgene­racional (es decir, sin transformación) de aquello que no puede ser pensando pero que no desa­parece y que, por tanto, impone a las genera­ciones sucesivas restos y trazos de lo que ha sucedido. Y sabemos que un residuo atrapado en la memoria, extraño en sí mismo, puede ser, cualquiera que sea la forma, la semilla de una fi­jación o de un núcleo traumático. Portadores del silencio y de las ansiedades de una historia trau­mática innombrable, de fragmentos sin sentido y de acontecimientos negados, los niños y sus descendientes serán los herederos de la memo­ria del olvido” (pág. 10).  A la vez, hemos ido viendo cómo los escena­rios internos de los padres, así como las dificul­tades para configurarse como familia, afecta­ban a la capacidad del niño para diferenciarse y subjetivarse, pudiendo entender su agresividad a veces como una identificación con las proyec­ciones de la madre y a veces como un rechazo y un signo de protesta ante las mismas. Hemos visto cómo a lo largo de las sesiones, Carlos ha podido irse separando de esas proyecciones, si­tuándose como sujeto diferenciado, con capaci­dad de pensamiento propio y creativo.  Pensando en estas vivencias de dolor y deses­peración, no podemos pasar por alto la situación laboral en que se encuentra el padre, caracteri­zada por una enorme precariedad y unas con­diciones de trabajo indignas que cada vez son más frecuentes entre la población, especialmen­te en aquellas personas que presentan condicio­nes más desfavorables como ocurre a menudo con la población inmigrada. En la atención en el CSMIJ, se ha incluido este aspecto, tanto escu­chando sus quejas por el cansancio provocado por los respectivos trabajos y la dureza de las condiciones laborales, como modificando el en­cuadre de las sesiones para facilitar la asistencia y mayor aprovechamiento del padre a las mis­mas, poniendo especial énfasis en la importan­cia de su rol en el espacio terapéutico.  Justamente esta inclusión del padre como pieza indispensable del puzle ha sido de vital importancia en el trabajo familiar. A parte del beneficio inmediato en la relación y crianza de su hijo, también ha ayudado a aportar solidez y estabilidad a la pareja. La ha situado como eje vertebrador dentro de la familia, provocando un movimiento en del resto de miembros del siste­ma, especialmente de la abuela, que ha podido ocupar un lugar más adecuado, ayudando en la logística y la crianza de los nietos, pero sin riva­lizar con la pareja de padres. Muy probablemen­te, estos cambios generarán futuros conflictos e inestabilidades entre ellos, que será necesario seguir abordando. El hecho de que el puzle esté “mejor montando” facilitará la tarea de elabora­ción de los nuevos conflictos que puedan sur­gir, y que son necesarios para el crecimiento y la evolución individual y grupal, ya que, tal y como explican Meltzer y Harris (1989), no hay desarro­llo sin cierto grado de sufrimiento. Otra pieza fundamental del puzle es la mamá de Carlos, que decide buscar ayuda profesional porque siente que ella ya no puede sostener la situación. Justamente uno de los objetivos del trabajo terapéutico ha sido ofrecerle un mode­lo de contención emocional ante las dificultades de su hijo, basado en la comprensión profunda de las conductas disruptivas que presenta. Pero también se ha basado en la contención de su propia ansiedad, así como de un profundo dolor, ligados a su historia familiar y concretamente al hecho migratorio, que al no poder ser conteni­dos ni elaborados, son expulsados por medio de fuertes enfados, quejas, recriminaciones y exigencias hacia el otro. Esta tarea de conten­ción de su sufrimiento parece haber contribuido a aliviar su ansiedad y le ha permitido poderse acercar al otro con menos irritabilidad, mostran­do una actitud de mayor confianza y esperanza, tal y como se refleja a través de los mensajes tiernos y comprensivos que puede ir dirigiendo a su hijo a lo largo de las sesiones, así como en la observación de la tutora respecto a su cambio de actitud hacia los profesionales de la escuela.  Y, por último, tenemos a Carlos, pieza funda­mental del puzle y a la vez agente catalizador y motivador de este proceso de reconstrucción familiar. Es a través de sus juegos y comenta­rios a lo largo del tratamiento que puede ir ex­presando lo que ocurre en su universo interno y en su universo familiar, poniendo encima de la mesa las diferentes piezas del puzle para que, entre todos, vayamos pensando de qué forma encajarlas para obtener un resultado que le per­mita constituir una subjetividad como individuo que forma parte de un grupo familiar.  

Conclusiones

Finalmente, pensando más allá del caso con­creto de Carlos y su familia, considero muy importante reflexionar sobre la indicación te­rapéutica, que implica un trabajo con todo el conjunto de la unidad familiar. Desde los cen­tros de salud mental pública infanto-juvenil, dónde existe un gran volumen y dónde los recursos son limitados, creo que es necesario considerar este tipo de abordaje terapéutico y tener en cuenta, por un lado, los beneficios que supone la inclusión de las familias en la comprensión y el tratamiento de la proble­mática que presentan sus hijos; de esta ma­nera, se puede entender el significado de los síntomas que padece el paciente como algo que, en cierto modo, tiene que ver con todo el grupo familiar. Y por otro lado, cabe desta­car cómo este tipo de abordaje permite ge­nerar un espacio de reconocimiento para las familias en el que poder repensar y reubicar sus roles y funciones dentro del grupo fami­liar. Este aspecto me parece particularmente beneficioso en el caso concreto de las fami­lias inmigrantes, que llevan consigo el peso de muchas pérdidas y rupturas. En muchos casos, suponen duelos no resueltos y que se tienen que integrar en una sociedad diferente a la suya y en la cual suelen desarrollar un pa­pel poco privilegiado, además de contar con menos redes de apoyo social y familiar donde poderse sostener. Así pues, resulta fundamental considerar la variable “migración” a la hora de plantear un abordaje terapéutico. Cuando se tiene en cuenta esta variable, se transforma el riesgo en potencialidad creadora, tanto para los ni­ños y sus familias, como para los cuidadores y profesionales que les atendemos (Moro, 2009).

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