Psicoterapia psicoanalítica con adolescentes: posibilidades y riesgos

María Teresa Díez Grieser

RESUMEN  

Psicoterapia psicoanalítica con adolescentes: posibilidades y riesgos. El artículo propone una reflexión entor­no al trabajo psicoterapéutico con adolescentes. Para que las terapias psicoanalíticas sean efectivas y no tengan consecuencias negativas, es necesario desarrollar y mantener una actitud abierta que tenga en cuenta las nece­sidades y los recursos de los adolescentes y responda con flexibilidad y creatividad a sus reacciones. La pers­pectiva y técnica de la mentalización ayuda a entrar en contacto con los mundos interiores de los adolescentes y a conectarlos con el mundo exterior y sus exigencias. La presentación y discusión de dos viñetas ilustra los conceptos teóricos y muestra el trabajo terapéutico de forma concreta. Palabras clave: terapia psicoanalítica, adolescentes, adaptaciones técnicas, mentalización.

ABSTRACT 

Psychoanalytic psychotherapy with adolescents: possibilities and risks. The article proposes a reflection on psychotherapeutic work with adolescents. To make psychoanalytic therapies effective and without negative consequences, it is necessary to develop and maintain an open attitude that takes into account the needs and resources of adolescents and responds with flexibility and creativity to their reactions. The perspective and te­chnique of mentalization helps to make contact with the inner worlds of adolescents and to connect them with the outside world and its demands. The presentation and discussion of two vignettes illustrates the theoretical concepts and shows the therapeutic work in a concrete way. Keywords: psychoanalytical therapy, adolescents, technique adaptations, mentalization.  

RESUM 

Psicoteràpia psicoanalítica amb adolescents: possibilitats i riscos. L’article proposa una reflexió entorn el treball psicoterapèutic amb adolescents. Perquè les teràpies psicoanalítiques siguin efectives i no tinguin conseqüèn­cies negatives, és necessari desenvolupar i mantenir una actitud oberta que tingui en compte les necessitats i els recursos dels adolescents i respongui amb flexibilitata i creativitat a les seves reaccions. La perspectiva i tècnica de la mentalització ajuda a entrar en contacte amb els móns interiors dels adolescents i a connectar-los amb el món exterior i les seves exigències. La presentació i discussió de dues vinyetes il·lustra els conceptes teòrics i mostra el treball terapèutica de forma concreta. Paraules clau: teràpia psicoanalítica, adolescents, adaptacions tècniques, mentalització.

Introducción

La psicoterapia con adolescentes ha sido un tema controvertido en la historia del psicoaná­lisis. Hasta el final de los años 90, se encontra­ban posiciones critícas sobre las posibilidades de tratar problemas psíquicos de los adolescen­tes con técnicas psicoanalíticas y la búsqueda de adaptaciones para atenderlos es un camino de largo recorrido. La tendencia a actuar impul­sos y fantasías, así como la fragilización del yo frente a los envites provenientes del desarrollo hormonal y del ello parecían implicar una con­traindicación para terapias psicoanalíticas.  Mirando atrás y con el conocimiento que los resultados de la investigación psicoterapéuti­ca y conceptual nos han puesto a disposición, hoy podemos señalar que – teniendo en cuen­ta la actitud y la técnica de los psicoterapeutas psicoanalíticos hasta hace aproximadamente tres decadas referente a las interpretaciones (Deutungen) – los problemas mencionados no tan solo no se debían únicamente a la situación del adolescente, si no también, y quizás incluso podamos decir sobretodo, eran y son “iatrogé­nicos”. Utilizando un término que actualmente empieza a formar parte de la discusión de los efectos de las psicoterapias: las psicoterapias tienen efectos secundarios o incluso negativos. Esta temática fue lanzada en el ámbito germá­nico por Märtens y Petzold en 2002 con el libro Daños terapéuticos: Riesgos y efectos secunda­rios de la psicoterapia. En la actualidad, el libro de Bernhard Strauss (2016) hace una recopila­ción referente al tema de los efectos negativos de la psicoterapia. Desde hace más de una década, disponemos de suficientes investigaciones que demuestran que la psicoterapia psicoanalítica es efectiva; efectiva para adultos, efectiva para niños, efec­tiva para adolescentes y efectiva para un gran número de problemas y patologías en todas las edades (Leichsenring y Rabung, 2008; Maat, Jonghe, Schoevers y Dekker, 2009; Windaus, 2005). Es decir, que hemos dejado atrás la fase en la cual teníamos que demostrar a la comu­nidad científica y a los terapeutas de las dife­rentes escuelas que la psicoterapia psicoanaliti­ca funciona. Lo cual nos permite empezar a ver dónde están los límites de este método o, como decía antes, incluso la parte negativa. Está claro que toda terapia tiene efectos secundarios más o menos deseados y que estos efectos tenemos que diferenciarlos de los dañinos. Los hallazgos empíricos respecto al espectro y la frecuencia de efectos secundarios no deseados y riesgos en psicoterapias (Kaczmarek y Strauss, 2013) demuestran que es un fenómeno bastante fre­cuente y que no tenemos suficientemente en cuenta. Además, podemos constatar que, por un lado, hay bastantes publicaciones sobre temas como el abuso sexual en terapias, pero poco con respecto a los efectos secundarios o no deseados cotidianos. Los efectos secunda­rios de las terapias son un tema muy complejo tanto a nivel teorético como metódico. Entre otros aspectos, hay que tener muy en cuenta la perspectiva del paciente, ya que no sólo es él el que tiene que gestionar estos efectos si no que parcialmente tiene que poder definir si el tratamiento es positivo o negativo. Existen una serie de trabajos que tematizan los efectos secundarios, que hay que diferen­ciar de fallos o errores de terapia (interrupcio­nes, recaídas, falta de respuesta al tratamiento). Además, hay que tener en cuenta que existen una serie de enfermedades y situaciones que son resistentes a las terapias o que conllevan un empeoramiento que no está relacionado ni con la terapia, ni con el terapeuta. Wampold (2010) clasifica los efectos negativos terapéuticos de la siguiente forma:

  • Misapplied: terapias no aplicadas correcta­mente
  • Mistakes (errores): falta de focalización, falta de empatía, intrusividad
  • Malpractice (malas prácticas): abuso o instru­mentalización del paciente
  • Unrepaired: repetición de relaciones proble­máticas en la relación terapéutica a raíz de rupturas dentro de esta. Más allá de estas reflexiones, está el hecho de que en las terapias los pacientes tienen que ha­blar de sentimientos, de su insuficencia, de su incapacidad de gestionar situaciones y emocio­nes y de experiencias negativas. Y es un hecho conocido que pensar y hablar sobre estos as­pectos negativos a menudo no sólo puede pro­ducir malestar, si no incluso puede llegar a tener la calidad de intrusión. A raíz de este fenómeno, podemos afirmar que no existe ninguna inter­vención psicoterapéutica que no tenga efectos secundarios negativos. Sabemos que una de las características de la adolescencia es el conjunto de afectos intensos y a menudo negativos que inundan – a veces de forma no previsible – el aparato psíquico del adolescente. La regulación de estos afec­tos/emociones necesitan de una capacidad de mentalización que, en muchas situaciones, su­peran las posibilidades de los adolescentes. Por ello una actitud abierta e interesada que pone a disposición la propia capacidad de reflexión es un prerrequisito imprescindible para el tra­bajo terapéutico con este grupo (Diez Grieser y Müller, 2018). El timing adecuado para abordar sentimientos y situaciones negativas se basa en la relación entre el adolescente y el terapeuta asi como en la contratransferencia. En la primera fase de la historia y desarrollo de la terapia psicoterapéutica, el trabajo estaba cla­ramente enfocado sobre lo patológico, los défi­cits de nuestros pacientes y había un enfoque muy individualizado. La conceptualización psi­coanalítica era monádica (Dreher, 2014), aunque en el campo del trabajo psicoterapéutico con ni­ños y adolescentes tuvo menos importancia, ya que el trabajo con los menores supuso siempre pensar y trabajar de forma interrelacional. En la actualidad, el trabajo psicoterapéuti­co con pacientes adolescentes es muy común e importante. Sabemos que la prevalencia de trastornos psíquicos y comportamentales en la adolescencia es relativamente alta y que las vivencias traumáticas en la primera infancia a menudo se reactivan en la fase de la adoles­cencia (Seiffge-Krenke, 2010). Los terapeutas psicoanalíticos hemos tenido que evolucionar y asimilar nuevos conceptos que hemos ido inte­grando en nuestras teorías y en nuestro trabajo concreto. El trabajo con los padres y el entorno social del adolescente ha pasado a formar una parte importante de nuestra práctica. La teoría de la mentalización ha enriquecido nuestra for­ma de intervenir en el trabajo con el adolescen­te y la comprensión cada vez mejor de la psico­patología del desarrollo. Teniendo en cuenta los riesgos y los procesos de resilencia, la teoría de la mentalización nos ayuda a trabajar con ado­lescentes con comportamientos destructivos o de alto riesgo de forma efectiva y con buenos resultados. Para ello es necesario mantener una actitud bifocal, siendo por un lado resonante en la recepción de los contenidos psíquicos y por el otro lado fomentando de forma focalizada la capacidad de mentalizar situaciones relacio­nales “viéndose a si mismo por fuera y al otro por dentro” (Fonagy, Gergely, Target y Jurist, 2002). La siguiente viñeta narra una parte del traba­jo psicoterapéutico con un adolescente e ilustra algunas de las ideas que han sido anteriormente presentadas. Oscar y la historia familiar Oscar tiene 16 años cuando llega al consulto­rio. Ha pedido a sus padres visitar a un profesio­nal porque se siente mal. Oscar conoce el traba­jo terapéutico porque ya estuvo anteriormente en tratamiento por problemas escolares y de comportamiento. Al primer encuentro, los pa­dres vienen solos, Oscar no ha querido acompa­ñarlos. El padre cree que el problema de Oscar es la falta de disciplina que hace imposible que consiga logros que necesitarÍa para su autoesti­ma. Además, piensa que tendria que tener más amigos, ser más sociable. Le pregunto qué diría Oscar si estuviera aquí sentado con nosotros; el padre se rie y dice que diría que no quiere, que está bien así. La madre teme que Oscar se suici­de porque lo ve muy solo e infeliz y porque le ha comentado más de una vez que no quiere vivir. Tematizo la diferencia que tienen al describir la situación de su hijo y les pido que me expliquen qué piensan sobre las diferentes perspectivas y visiones de los problemas de Oscar. Se entabla una discusión entre ellos, en la cual rápidamen­te se crea una atmósfera tensa. La madre recri­mina al padre que no entienda en absoluto lo que siente su hijo y que no ayuda que lo critique contínuamente. El padre, a su vez, reclama a la madre que lo trate como un bebé y que no le exija nada porque piense que es “un pobreci­to”. Él ve que esto le hace mal a Oscar y que así no consigue independizarse de ella. Intervengo una vez más pidiendo que mentalizen a su hijo y haciendo preguntas sobre lo que piensan que Oscar pensaría o diría si los escuchara en este instante. El padre exclama: “¡Es una buena pre­gunta!” La madre dice que seguramente o no di­ría nada y se marcharía o diría que tienen razón los dos. “Para que lo dejemos en paz”, añade el padre. “No”, contesta la madre, “Oscar es muy consciente y piensa mucho, por eso sufre”. Después de una serie de informaciones bio­gráficas tanto a nivel familiar como individual, despido a los padres comentando que después de lo que he oído, tengo mucha curiosidad por conocer a su hijo y que espero poder contribuir a comprender lo que Oscar está necesitando. Oscar es un chico enorme con cara de niño pequeño. Se sienta enfrente y lo primero que me llama la atención es su pelo extremadamen­te corto y su cara poco expresiva. Me presento, resumo lo que se a través de sus padres, le digo que parece que hay dos Oscars (aquí por prime­ra vez sonríe) y le pido que me cuente por qué razón quería venir a ver un psicólogo. Oscar se pone alerta y pregunta si lo que me va a decir aquí se lo voy a decir a sus padres. Le explico las reglas y afirma con la cabeza. “Fair enough!”, comenta y sonríe de nuevo. Oscar me dice que siente mucha rabia, mucho odio y que muy a menudo tiene ganas de herir o incluso matar a alguien. Le pido que me describa concreta­mente lo que piensa o imagina. Me cuenta que ayer, por ejemplo, el profesor de matemáticas le molestó muchísimo porque no quiso hacer los ejercicios y que tuvo la idea de hincarle el lápiz en el ojo y se imaginó que sería buenísimo (aquí se rie). Continúa hablando de querer matar a los homosexuales y, sobre todo, a todos los árabes. Habla sin parar. En mi contratransferencia me siento aturdida, sobrepasada, con miedo y con sentimientos de rechazo hacia el joven. Su dis­curso culmina y me dice que lo único que quiere es matar a mucha gente. Le respondo que en­tiendo que tiene mucha rabia y odio acumulado dentro de sí mismo y que me pregunto por qué motivo es tan intenso. Le comento que me pue­do imaginar que un profesor de matemáticas puede provocar emociones muy negativas, pero lo del ojo me parece excesivo. Lo mismo me pasa con los otros temas. ¿Por qué tanto? ¿Por qué tan absoluto? ¿Le ha pasado a él o a alguién de su familia algo? Oscar me cuenta la historia de su familia, la persecución nazi y el holocaus­to. Mientras escucho, me pregunto que relación tendrá el convertirse en víctima por no estar preparado y la decisión del joven de no querer ser jamás víctima. Hablamos sobre la historia de la Segunda Guerra Mundial y Oscar me pregunta si soy creyente. En esta fase de nuestro primer encuentro empiezo a sentirme triste y a pensar que Oscar está lleno de emociones e imágenes que no son solamente suyas: me acuerdo del tí­tulo del libro de Schmuel Erlich (Fed with tears, poisened by milk: alimentado con lágrimas, en­venenado por la leche [2009]), que transporta la idea de la transmisión entre las generaciones como algo primario que pasa a través de la re­lación entre el bebé y la madre. Le comento que no es fácil crearse una identidad propia y permi­tirse vivir y disfrutar teniendo tanto dolor y tanta muerte en la familia. Me mira y comenta: “yo no quiero sufrir y prefiero matar antes de que me maten”. ¿Qué ha pasado en este primer encuentro? ¿Por qué ha sido tan productivo? Mi trabajo principal fue:
  • Contener el miedo y mantener mi capacidad de mentalizar
  • Renunciar a interpretaciones y preguntar mu­cho (método socrático; técnica del inspector Colombo [Diez Grieser y Müller, 2018]) para activar la mentalización
  • Hacer intervenciones que tienen como eje y foco la dinámica transferencia-contratrasfe­rencia. Estos aspectos acompañaron el trabajo con Oscar, quien en el mundo real empezó a tener más dificultades debido a sus comportamien­tos; el colegio quiso expulsarlo por sus actitu­des agresivas y su falta de cooperación. En esta primera fase del tratamiento, el entorno empezó a atacar el trabajo terapéutico que según los pa­dres y la escuela no era fructífero y acentuaba la problemática. Estas críticas me hicieron reflexio­nar sobre la posibilidad de que la psicoterapia estuviese teniendo un efecto secundario negati­vo, permitiendo a Oscar desarrollar su narrativo en los encuentros conmigo y aumentar asi sub­jetivamente su derecho a odiar y a estar en un constante estado de alerta. En uno de nuestros encuentros, lo confronté con esta posibilidad y exprimí mi preocupación al respecto. La reac­ción de Oscar me hizo comprender que había que correr ese riesgo y que yo tenía que seguir conteniendo miedos arcaicos y no mentalizados hasta ese momento. Como consecuencia de mi actitud orientada hacia el diálogo y la compren­sión, Oscar me fue permitiendo entrar paso a paso en su mundo interior lleno de monstruos y peligros donde el terror era el sentimiento domi­nante. Sentía miedo y una gran responsabilidad al mismo tiempo y me cuestionaba si hacia bien en no psiquiatrizar a Oscar. Una supervisión con Mario Erdheim me contuvo y me ayudó a seguir el camino iniciado. El tratamiento psicoterapéutico con Oscar continuó durante dos años de forma regular una vez por semana y, después de 15 sesiones, la si­tuación exterior mejoró notablemente, ya que Oscar empezó a modular sus comportamientos y a tener algunos contactos puntualmente satis­factorios con coetáneos. El trabajo con la familia fue, en este caso, muy peculiar. Mientras que en las sesiones de terapia individual con Oscar el tema de la familia y los vínculos familiares fue recurrente e intenso, con los padres el contacto fue mínimo. En la primera fase, hubo encuentros aproximadamente cada seis semanas. A Oscar no le gustaba, no queria participar en ellos, aunque -como averiguamos en una sesión- esto le habría dado la posibilidad de controlar la situación, pero temía que sus pa­dres hablaran mal de él y que yo pudiese contar algo. Con los padres, los temas pricipales eran por un lado cómo apoyar a su hijo y por el otro como gestionar el miedo que tenían de que su hijo no fuera normal. Un tema importante era, además, cómo gestionar las reglas, ya que los padres eran muy incoherentes al respecto. Du­rante la primera fase, con grandes crisis por las reacciones y exigencias del contorno, los padres utilizaban los encuentros para vaciarse, para pa­sar la presión a la terapeuta sin estar dispuestos a barajear diferentes posibilidades, como por ejemplo que Oscar –que decía estar muy can­sado del colegio– aprendiese un oficio. En una de estas sesiones, “consiguieron” que la gestión contratransferencial y la mentalización se que­brase y que la terapeuta dijese que quizás tenían que aceptar que su hijo era especial. La madre empezó a llorar y el padre me atacó, exigiendo soluciones concretas. Al final, decidimos que Oscar iba a venir dos veces por semana a tera­pia. En la tercera fase del primer año, mientras que Oscar viene dos veces por semana, el con­tacto con los padres es telefónico y por correo electrónico. Este fue el setting hasta el final del tratamiento dos años después. El trabajo con Oscar contiene diferentes as­pectos que vale la pena analizar. Uno de ellos es la cuestión del contacto con la familia y el traba­jo con los padres. Generalmente, el trabajo con niños y adolescentes va acompañado de una in­tervención más o menos intensa con el entorno familiar. Numerosos trabajos se centran sobre este aspecto e indican la ausencia del trabajo con el entorno como un error en el trabajo te­rapéutico con niños y adolescentes. A pesar de concordar con estas posiciones, creo que Oscar tuvo razón en no querer que sus padres viniesen a la consulta. Al principio del tratamiento tuvo sentido y fue importante que insistiera en tra­bajar con los padres; más adelante, para Oscar suponía una contaminación del espacio tera­péutico. Tener a ambos en mi oficina evocaba lo que Zornberg (2009) llama el murmuring deep: afectos y sensaciones corporales (embodied) que, a través de la verbalización, encontraban una forma –a menudo violenta– de expresarse y que invadían el espacio terapéutico y bloquea­ban mi capacidad de mentalización. El expresar con toda la claridad que Oscar era “especial”, en vez de seguir de forma colusiva y debido a mi contratransferencia (“no podemos con más des­gracias”) evadiendo el tema, mejoró la relación con los padres y bajó su tensión. Quizás vieron a la terapeuta como a alguien que desde una posi­ción benévola y resiliente apoyó a su hijo y de la cual finalmente podian fiarse: una goi (persona no judía) – pero fiable. El silencio en el trabajo terapeutico con adoles­centes Una gran parte de los pacientes adolescentes vienen con poca motivación propia a nuestras consultas. Mandados por padres, médicos o ins­tituciones, llegan con frecuencia con una acti­tud de rechazo. A menudo, los adolescentes no quieren hablar de sus sentimientos. A veces ven al terapeuta como a alguien intrusivo, como un objeto peligroso que quiere entrar en su mundo interior (Müller-Pozzi, 1980). Por ello, es muy im­portante que, como terapeutas, ofrezcamos la posibilidad de construir un espacio intersubjeti­vo en el cual los afectos y las vivencias negativas puedan ser depositadas y trabajadas en común. Para ello, es especialmente importante -más allá del hecho de que el trabajo psicoterapéutico es siempre una talking cure (Breuer y Freud, 1895) y que las nuevas teorías (Fonagy, Gergely, Tar­get y Jurist, 2002) nos han mostrado la impor­tancia de las intervenciones que aumentan la ca­pacidad de mentalización–, escuchar el silencio dentro de los adolescentes y en el trabajo tera­péutico con ellos es clave para entrar en contac­to son sus mundos interiores y ser efectivos en nuestro trabajo. Selma y el silencio Conozco a Selma, de 15 años, después de un intento de suicidio en el Centro para Psiquiatría y Psicoterapia de la Clínica para Niños y Ado­lescentes. Selma me da a entender desde el primer momento que no tiene ganas de entrar en contacto conmigo. Opina que lo del suicidio fue algo impulsivo y que no se repitirá y que no necesita ir a ver un shrink porque no está loca. Le propongo de vernos un par de veces antes de dedicir qué hacer. Selma llega a nues­tra segunda sesión con un vendaje y acaba por contarme que se ha herido con cuchillas. Sien­to temor y preocupación y lucho por conseguir que acepte un trabajo común para intentar comprender por qué ataca a su cuerpo de tal forma. Al mismo tiempo, me pregunto por qué lo ha hecho después de nuestro primer encuen­tro. ¿Es un efecto secundario de mi propuesta psicoterapéutica? Reflexionando, creo enten­der que es su forma de mostrarme sus heridas psíquicas y que, por ahora, solo puede hacer­lo de una forma muy concretista, utilizando su cuerpo como campo de batalla. En la siguiente sesión, Selma me cuenta que ha ido a bañarse al lago; me asombro, ya que hace mucho frío. Ella reacciona con sorna y me dice si no sé que los indios no sienten dolor. Le pregunto por qué ella se considera un indio y qué significado tiene el no sentir dolor. Selma no responde. Asocio y verbalizo que es una imagen de fortaleza y au­tocontrol. Selma mira por la ventana. Le vuel­vo a ofrecer el diálogo, la búsqueda en común. Selma me dice que se siente mareada. Comento que quizás tiene pensamientos que le dan vér­tigo, ella afirma con la cabeza, pero no habla. Así continuan nuestras próximas sesiones: Sel­ma viene puntualmente, se sienta, dice sí y no a una o dos preguntas y luego calla. Yo intento llamar su atención, asocio, comento, cuento. Las horas se repiten así. No sé qué hacer, empiezo a sentirme invadida por fantasías e imágenes. Cuando Selma se va, hago algún apunte y a ve­ces dibujo. En las sesiones, empiezo a contar historias sintiéndome un poco como Shahrazād, que contaba historias al sultán Shāhrīyār para evitar el momento de ser asesinada. Pregunta. Respuesta. Este es el ritmo. Empiezo a enten­der cada vez mejor las expresiones faciales de Selma, a orientarme con pequeños detalles, a formar hipótesis. En la sesión 12, por ejemplo: Terapeuta: A veces pienso que venir aquí es una especie de prueba a la que te sometes. ¿Cuál es el premio? Selma: Sentirme fuerte (silencio)  En la sesión 18, por ejemplo: Terapeuta: A veces me siento impotente y pienso que me gustaría poder ayudarte mejor. Selma: Sigo viva (silencio). Escuchar el silencio Salman Akhtar, un psicoanalista americano, desarrolla en su libro sobre la escucha psicoana­lítica (2013), entre otras cosas, una nueva pers­pectiva sobre el silencio del paciente. El silencio en la situación psicoterapéutica puede tener di­ferentes razones y la contención de este ayuda a reflexionar al respecto. Akhtar (2013) propone diferenciar las siguientes formas de silencio:
  • Silencio estructural
  • Silencio no mentalizado
  • Silencio defensivo
  • Silencio enactivo
  • Silencio simbólico
  • Silencio completativo
  • Silencio vacío

El silencio estructural es una forma de silen­cio que forma parte de todo proceso psíquico y que representa un trabajo interior, una área de creación y reflexión que generalmente no necesita de nuestra intervención. Este tipo de silencio no es muy frecuente en el tratamiento de adolescentes y en el trabajo con adultos lo encontramos en personas con una estructura mas bien neurótica con una buena capacidad de mentalizar. El silencio no mentalizado es aquel que se da porque algo es impensable, no puede ser mentalizado. En el trabajo con Selma hubo muchos de estos silencios. El verlos como una incapacidad y no como una resistencia fue la base para trabajar de forma constructiva con ellos. Akhtar (2013) propone – refiriendose al trabajo de Fonagy et al. (2002) y a la teoría de la mentalización –insistir y pensar en común y mantener una posición de interés y curiosidad hacia el mundo interior del paciente. El silencio defensivo es uno de los más conoci­dos y tratados en la teoría y técnica del trabajo psicoanalítico, ya que va generalmente asocia­do a resistencias hacia la emergencia de deseos y pulsiones conflictivas o prohibidas. El silencio enactivo describe la “acción” que supone el silencio a nivel de escena y el efecto que tiene sobre el terapeuta que siente la pre­sión de reaccionar y responder. En el trabajo con adolescentes, los enactments son frecuen­tes y una forma importante de comunicar y en­tablar una relación con el terapeuta. En los ca­sos de Oscar y Selma, vemos diferentes formas de escenificar; el primero configura la escena a través del hablar mucho y sin límites, la segunda con el silencio. En ambos casos fue necesaria la respuesta y la acción de la terapeuta, así como la actitud mentalizadora. El silencio simbólico tiene un lugar importante en la terapia psicoanalítica, ya que se relacio­na con las pulsiones y la simbolización de estas. El silencio puede, por ejemplo, representar una boca abierta que espera ser alimentada a través de las palabras del terapeuta. El silencio contemplativo es, sin embargo, una forma del individuo de entrar en contacto con objetos interiores; en el trabajo terapéutico, este tipo de silencio lo encontramos a menudo después de una intervención que da sentido a un fenómeno o después de asociaciones.  El silencio que Ahktar denomina blank, es decir, vacío, se refiere a un fenómeno regresi­vo que puede ser interpretado como positivo o destructivo. Positivo como una forma de identi­ficación primaria; por ejemplo, después de una interpretación transferencial adecuada. Des­tructivo, cuando es una forma de muerte psí­quica o de alucinación negativa. En el caso de Selma, hubo –sobretodo en los primeros meses de la terapia- fases de silencios vacíos que en mi contratransferencia me llevaban a sentir una necesidad urgente de sentirme viva, de pensar, por ejemplo, en la cena que iba a preparar esa noche.  Conclusiones Winnicott (1956) puntualizó que fantasías y tendencias destructivas son formas normales de los adolescentes a la hora de manejar pul­siones y emociones, por lo cual la contención de estas en la situación terapéutica es especial­mente importante. La vitalidad y la intensidad que acompaña el proceso de la adolescencia exige flexibilidad y una presencia emocional ve­raz por parte de los terapeutas. A menudo, no es fácil entablar un verdadero diálogo con los adolescentes y nos quedamos con diálogos de papagayo. Una actitud interesada y flexible asi como el fomento de la mentalización son ingre­dientes importantes para un trabajo terapéutico efectivo. Si se consigue entablar el diálogo, es fascinan­te ver cómo los adolescentes entienden las in­terpretaciones y cómo estas tienen a veces un efecto positivo inmediato. Para los adolescen­tes, es relativamente fácil tener una transferen­cia positiva hacia el terapeuta y “utilizarla” para su desarrollo. Para los terapeutas, es importante concentrarse en la contratransferencia y garan­tizar así un proceso psicoterapéutico que no sea dañino ni tenga efectos secundarios negativos que pongan en cuestión el desarrollo y la salud mental del adolescente.  

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