Intervención psicológica en niños en situación de terminalidad
Mª Clara Morell Velasco
RESUMEN
Existen diferentes aspectos a destacar en el cuidado de los niños en situación de terminalidad. Una revisión bibliográfica acerca de los elementos que determinan la necesidad de intervención psicológica en niños concluye que éstos son sus reacciones, deseos, necesidades y preferencias. Entre las condiciones del entorno, se señalan, sobre todo, la reacción de padres y profesionales. Dentro de los elementos de la actuación del psicólogo se resalta el papel de una buena comunicación y cómo se podría hacer de manera óptima. También se habla sobre varias aproximaciones psicológicas al tratamiento pediátrico. PALABRAS CLAVE: comunicación, cuidados paliativos, niño, psicología, terminal.
ABSTRACT
Psychological intervention in children with terminal diseases. There are different aspects to be highlighted in the care of children with terminal diseases. A bibliographical review of the ele-ments that determine the need for psychological intervention in children concludes that these are their reactions, desires, needs and preferences. Among the conditions of the environment, it is pointed out, above all, the reaction of parents and professionals. Within the elements of the psy-chologist’s performance, we highlight the role of a good communication and the best way it could be performed. We also talk about several psychological approaches to the pediatric treatment. KEYWORDS: communication, palliative care, child, psychology, terminal.
RESUM
La intervenció psicològica en nens en situació terminal. Una revisió bibliogràfica al voltant dels elements que determinen la necessitat d’intervenció psicològica en nens conclou que aquests són les seves reaccions, desitjos, necessitats i preferències. Dins dels elements de l’actuació del psicòleg es destaca el paper d’una bona comunicació i com es podria fer de manera òptima. També es parla sobre diverses aproximacions psicològiques al tractament pediàtric. PARAULES CLAU: comunicació, cures pal·liatives, nen, psicologia, terminal.
Introducción
En España, cada año mueren aproximadamente 2.147 niños (INE, s.f.). Estas muertes pueden generalmente ser anticipadas, por lo que las decisiones de final de vida no son infrecuentes (por ejemplo, retiro de soporte vital, el manejo de los síntomas agresivos solamente, etc.) (Hinds et al., 2005). Dentro de la trayectoria de la enfermedad, se alcanza una fase crítica cuando el paciente ya no responde al tratamiento convencional. Esta información es dolorosa para darla y recibirla (Sourkes, 1995). Tanto la familia como el paciente son generalmente conscientes de la disminución u opciones inexistentes. Sin embargo, el paciente puede aún seguir viviendo de forma muy productiva durante semanas o incluso meses, ya sea en tratamiento experimental o sin ningún tratamiento en absoluto. Es un momento muy difícil para el paciente, la familia y cuidadores; y, en muchas ocasiones, es necesario tomar decisiones de gran complejidad (Epelman, 2012). Por tanto, el énfasis de la terapia se desplaza en este momento de un enfoque curativo a un enfoque paliativo, cuyo principal objetivo es conseguir una calidad de vida lo más alta posible y que pueda permitir tener lo que se denomina “buena muerte” o “muerte digna” (Bayés, 2001; Lorda et al., 2008), entrando, de este modo, en el campo de actuación de los cuidados paliativos. Según los Criterios de Atención en Cuidados Paliativos Pediátricos aprobados por el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud el 11 de junio de 2014, el objetivo fundamental de los Cuidados Paliativos Pediátricos es controlar el dolor y el sufrimiento de los pacientes en su totalidad; es decir, no sólo tratar el dolor físico u orgánico sino también el dolor psíquico, social, intelectual, emocional y espiritual (MMPS, 2014; Villalba, 2015). Los cuidados paliativos deberán ser impartidos dentro de un marco interdisciplinar y multiprofesional, formados por diferentes profesionales de los servicios sanitarios y sociales implicados en la atención; que garanticen la continuidad en los cuidados con la máxima participación del paciente y de su entorno (material inédito del XII Congreso de la Sociedad Andaluza de Cuidados Paliativos (SACPA), Granada, 2015). Los cuidados paliativos pediátricos se desarrollan en el marco de un equipo multidisciplinar que debe estar disponible permanentemente (MMPS, 2014). El área psicológica y el cuidado de los aspectos emocionales del paciente y de la familia son fundamentales al intervenir en el final de vida (Barreto y Bayés, 1990). Los psicólogos son parte esencial de esta intervención (Werth, Gordon y Johnson, 2002) y la forma en que ellos afrontan y atienden los procesos de fin de vida es diferente a la de otros profesionales sanitarios (Fernández, García, Pérez y Cruz, 2013). Si bien se conocen y están definidos los roles y las labores del psicólogo en cuidados paliativos del adulto (Fernández, Ortega, Pérez y García, 2014; Lacasta, Rocafort, Blanco, Timoneo y Gómez, 2008), no se ha encontrado ningún documento específico del área pediátrica. Existen diferentes aspectos a tener en cuenta a la hora de cuidar de los niños que están en proceso de morir. Se trata de una tarea complicada, especialmente por el impacto emocional. La comunicación entre los profesionales, el paciente y los miembros de la familia es clave para proporcionar un cuidado óptimo (Rushing, 2012). El conocimiento de las preferencias de los pacientes acerca de sus cuidados de fin de vida permitiría a los padres y a los profesionales respetar esas preferencias en la medida de lo posible (Downing et al., 2015; Hinds et al., 2005). En base a estos planteamientos, surge la pregunta sobre cuáles serían las áreas a trabajar por parte de un psicólogo en los cuidados paliativos pediátricos (CPP). Ante dicha pregunta, se plantean como objetivos de esta investigación: establecer los elementos que determinan la necesidad de intervención psicológica en niños que se encuentran en situación de terminalidad; establecer las condiciones del entorno que pueden influir en la necesidad de intervención psicológica en niños que se encuentran en situación de terminalidad; y determinar los elementos de la actuación del psicólogo favorecedores de una buena intervención.
Método
La revisión realizada incluyó una búsqueda exhaustiva en las bases de datos SCOPUS, Web of Science y PsycINFO. Los artículos incluidos en el estudio están publicados entre Enero de 2011 y Abril de 2016. Se utilizó el formato de búsqueda detallado en la tabla 1 del anexo. El resultado final de esta búsqueda fue un total de 580 (77 + 440 + 63) estudios potencialmente elegibles, a los cuáles se les aplicaron los siguientes filtros de selección detallados en la Figura 1 del anexo, obteniendo un total de 23 artículos para la revisión. Asimismo, se utilizó una búsqueda de referencias a la inversa de los 23 artículos elegidos, seleccionado tres artículos más de entre éstas, obteniendo de esta manera un total de 26 artículos para la revisión. A continuación, se señalan aquellos resultados de los estudios que están relacionados con nuestros objetivos y que, de forma esquemática, pueden consultarse en la figura 2 del anexo.
Elementos que determinan la necesidad de intervención psicológica
Reacciones del niño ante la experiencia La experiencia del sentir que la muerte se acerca lleva tanto a los mayores como pequeños a experimentar un gran impacto emocional (Cely-Aranda, Duque y Capafons, 2013). Con frecuencia, se experimenta tristeza (Bates y Kearney, 2015; Epelman, 2012; Hooke y Hockenberry, 2013; Kazak y Noll, 2015; Marston, 2015; Petersen, 2014; Rodgers, Hooke y Hockenberry, 2013; Villalba, 2015). Ésta puede ser vivida por numerosas causas: la separación de la familia, el dolor sufrido, la pérdida de funciones (Bates y Kearney, 2015), e incluso otros motivos menos generales que aparecen en un encuentro más personal con algún chico enfermo. Así, Marston (2015) muestra el caso de una chica que vivía una profunda tristeza por no poder tener un novio y disfrutar de lo bonito de ser una joven mujer deseada. Además de esta emoción, en numerosas ocasiones podemos observar también que estos niños experimentan miedo o temor (Bates y Kearney, 2015; Gaab, Owens y MacLeod, 2013; Rodgers et al., 2013; Rushing, 2012; Sarwar, Mangewala y Baron, 2013). La causa de éste puede ser por multitud de aspectos: miedo a estar solos (Bates y Kearney, 2015; Epelman, 2012); al dolor y otras discapacidades que puedan surgir (Bates y Kearney, 2015; Sarwar et al., 2013); al tratamiento médico (Bates y Kearney, 2015); al abandono (Villalba, 2015); a la muerte (Petersen, 2014; Kazak y Noll, 2015); a ser sustituido (Bates y Kearney, 2015); a ser separado de objetos conocidos (Bates y Kearney, 2015); a monstruos, fantasmas u otros males o castigos (Bates y Kearney, 2015); a dejar atrás a sus seres queridos (Rushing, 2012); a lo desconocido (Rushing, 2012); mayor propensión a asustarse por el ambiente que rodea al hospital que con respecto a los adultos (Cely-Aranda et al., 2013), etc. Aparte de la tristeza y el miedo, pueden experimentar reacciones emocionales de desesperación e impotencia. Los niños pueden sentirse irritables, indefensos, indecisos, enfadados, solos y confusos, etc. (Cely-Aranda et al., 2013; Gaab, 2013; Sarwar et al., 2013; Villalba, 2015). La mayoría de los niños son capaces de hacer frente y adaptarse a las exigencias del tratamiento, sin necesidad de demostrar la disfunción psicológica, generalmente con el apoyo de la familia, la comunidad (es decir, los vecinos, las escuelas), y miembros del equipo médico (Kazak y Noll, 2015). Sin embargo, en otras ocasiones podemos encontrar algunos síntomas psicológicos. Los de mayor prevalencia serían la ansiedad y la depresión (Bates y Kearney, 2015; Petersen, 2014; Rodgers et al., 2013; Sarwar et al., 2013; Villalba, 2015). La ansiedad es vivida en algún momento del proceso por casi todos los pacientes que están es una situación terminal (Rodgers et al., 2013; Sarwar et al., 2013; Villalba, 2015); destacando que las causas de la ansiedad pueden diferir en función de la edad (ver tabla 2 del anexo). Bates y Kearney (2015) señalan, en esta línea, que los adolescentes mayores son especialmente propensos a utilizar ansiolíticos, lo que podría reflejar su mayor comprensión y, por consiguiente, mayor angustia existencial. También indican que suelen describirse más síntomas psicológicos en niños mayores de doce años, comparados con aquellos menores de siete. Aparte de estas diferencias por la edad, hay otras causas que pueden desencadenar la ansiedad en unos sujetos y en otros no, como por ejemplo los cambios en apariencia a causa de la enfermedad o los distintos tratamientos (Marston, 2015). La depresión es causada por una baja imagen corporal unida a sentimientos de inferioridad e incompetencia que a su vez conducen a un estado de ánimo depresivo (Cely-Aranda et al., 2013). También el enfrentarse a numerosas pérdidas inminentes puede llevarles a este estado: la pérdida de las funciones, de independencia, de acceso a los amigos o actividades y la pérdida del futuro (Petersen, 2014). La hostilidad y las conductas disruptivas pueden también ser características en este proceso (Cely-Aranda et al., 2013; Sarwar et al., 2013). La hostilidad a veces puede ocurrir y puede estar dirigida a los profesionales (Sarwar et al., 2013). Otra situación que puede originar preocupación sería la dificultad para hablar acerca de la muerte (Epelman, 2012). También la debilidad progresiva y la discapacidad, que tienen como consecuencia probable el no poder participar en la escuela, podrían llevar al niño a un mayor aislamiento (Marston, 2015). El aspecto físico es también una fuente de inquietud (Sarwar et al., 2013), además de la preocupación por aquellos que dejan atrás (Bates y Kearney, 2015; Petersen, 2014). Hay factores importantes que pueden influir en las reacciones de los niños. Habría que tener en cuenta la edad (Cely-Aranda, 2013; Fakhry et al., 2013; Sawar et al., 2013), la personalidad (Cely-Aranda, 2013) y su desarrollo cognitivo y psicológico (Villalba, 2015). Con respecto a la edad, los niños pequeños parecen tener peor funcionamiento social. En comparación con grupos de control, los niños de uno a cinco años que recientemente recibieron tratamiento de cáncer sufren más ansiedad y muestran comportamientos más disruptivos. Los pacientes con edades comprendidas entre ocho y doce sometidos a tratamiento informaron de un peor funcionamiento psicológico frente a los controles (Fakhry et al., 2013). Otra diferencia con respecto a la edad es que los niños de siete y ocho años, a través del juego, establecieron lazos de amistad y percibieron como más agradable la estancia en el hospital. Sin embargo, para los niños mayores se observaron conductas como aislamiento y la falta de amistad con otros niños, lo cual incrementó la tendencia a la inadaptación (Cely-Aranda, 2013). Si nos centramos en las diferencias en el afrontamiento en función de la personalidad, Cely-Aranda et al. (2013) exponen que los niños extrovertidos se adaptaron más fácilmente a las hospitalizaciones que los introvertidos. Con anterioridad, se señalaba también que es importante tener en cuenta su desarrollo psicológico y cognitivo y que hay un proceso hasta que se consigue interiorizar los conceptos de universalidad, irreversibilidad y cesación de los procesos corporales. “La muerte se afronta de manera diferente dependiendo de la madurez cognitiva y del estilo de comunicación de la familia y sus valores culturales y religiosos” (Villalba, 2015, p. 5). Por último, sería interesante destacar que la reacción del niño va a depender del concepto de enfermedad y muerte que tenga. Villalba (2015) señala que estos conceptos dependen de diferentes factores. Se podrían destacar el desarrollo cognitivo del niño y su propia experiencia por las vivencias de enfermedades y muerte en familiares o adultos próximos (ver Figura 3 del anexo).
Deseos, necesidades y preferencias
Para desarrollar este punto, se ha partido de dos de los resultados encontrados en el estudio de Yang y Lai (2012). En él, se mencionan las dimensiones de un buen proceso de muerte, señaladas, por un lado, por parte de niños enfermos y, por otro lado, por parte de niños sanos. Estas dimensiones podremos encontrarlas en la tabla 3 del anexo. Si se hace un análisis de estas dimensiones obtenidas al consultar a niños sanos como enfermos, se encuentra que, aunque no coinciden los nombres, las ideas generales expresadas por ambos grupos son similares. Sin embargo, encontrar todas estas dimensiones, áreas o factores sólo sería posible si el niño conoce sobre su situación. En esta línea Lotz, Jox, Borasio y Führer (2013) y Rushing (2012) afirman que los pacientes y cercanos desean obtener más información, la pertinente para poder participar en la toma de decisiones. E incluso en Lotz et al. (2013) se encuentra que el 72 % de 50 pacientes adolescentes (de 13 a 21 años) con diversas enfermedades prefería tener que discutir de forma temprana sobre la atención al final de la vida. De esta forma, los chicos podrán tener un control sobre su futuro, algo que ellos valoran como muy positivo (Kirk y Pritchard, 2012). Al conocer su futuro surgirá otra de las necesidades que Zadeh, Pao y Wiener (2015) expresan como principal: la necesidad de darle al niño la oportunidad de expresar preferencias. Desarrollan un instrumento para poder evaluar todo esto, ese documento se llama Voicing My CHOiCES. Este instrumento elaborado a partir de informes de niños vuelve a señalar de nuevo áreas muy relacionadas con las dimensiones encontradas en el trabajo de Yang y Lai (2012). Estas áreas vienen detalladas en tabla 4. La edad que tiene el niño es de vital importancia. Ésta dará una pista grande sobre qué hacer con el chico, cuáles serán sus necesidades, preferencias, sueños y deseos. Esta idea queda reflejada en Marston (2015): “internamente ella seguía siendo una mujer joven con sueños adolescentes normales. Sally fue llevada en su silla de ruedas para poder comprar un vestido nuevo y poder ir al baile de final de curso (…). Llegando al final de su vida, sus amigos más cercanos pasaron tiempo tumbados en la cama junto a ella, charlando tranquilamente, le pintaban sus uñas, y a veces se alimentaban con la “comida basura” que tanto le gustaba a ella”. Así, por ejemplo, con un niño pequeño quizás sería bueno tener juegos para que pueda entretenerse, mientras que si nos encontramos ante un adolescente quizás sea más importante asegurarle el mantenimiento de relaciones sociales con iguales, que es uno de los temas que más le pueda preocupar (Kirk y Pritchard, 2012). No obstante, independientemente de la edad, un aspecto de gran relevancia es la necesidad de conexión con el mundo que les rodea (Petersen, 2014; Wiener, McConnell y Latella, 2012). Las relaciones con la familia y amigos brindan protección, cuidado y comodidad para el niño con cáncer al final de la vida, a menudo permitiendo que las pesadas cargas sean un poco más livianas (Petersen, 2014). Estas relaciones sirven como una fuente de amor, compasión, distracción y apoyo. Los niños tienen más probabilidades de alcanzar la paz en el final de la vida si han logrado la alegría de sus relaciones con los demás (Petersen, 2014). Las relaciones pueden ser apoyadas mediante el intercambio de tarjetas, cartas, visitas, humor y rememorando situaciones vividas, etc. (Petersen, 2014). Enmarcado dentro de esta necesidad, hay que resaltar la importancia del contacto con los amigos más cercanos (Kirk y Pritchard, 2012; Marston, 2015; Spratling, 2012; Villalba, 2015). En estas edades, la escuela suele ser la principal fuente de relaciones, por lo que quizás sea necesario hacer intervenciones del tipo al que se detalla en Marston (2015): a pesar del hecho de que ella no podía mantenerse al día con el trabajo escolar, se promovió que avanzara de curso con sus compañeros de clase. Petersen (2014) señala también la necesidad de que les demos un lugar y momento para expresar sus sentimientos y preocupaciones, un reto singular debido a la amplia gama de niveles de desarrollo que se observa en los niños. También Villalba (2015, p.7) señala que, para el mejor afrontamiento, “el niño necesita expresar sus emociones, sus miedos, sus temores, sus deseos ante un adulto que sea capaz de escucharles y de explicar con sensibilidad, con sus palabras, aquello que les pasa; sin mentiras, sintiéndose apoyado y entendido. Ello le da la seguridad de que va a ser acompañado en esta etapa final”. Todos los niños tienen espiritualidad (Drutchas y Anandarajah, 2014; Lyon et al., 2014; Marston, 2015; Petersen, 2014; Villalba, 2015; Wiener et al., 2012). La espiritualidad no tiene por qué expresarse en un lenguaje o práctica religiosa formal o tradicional. La espiritualidad es el conjunto de pensamientos, valores, conceptos, ideas, ritos y actitudes a través de los cuales articulamos nuestra vida y buscamos su sentido, su propósito y trascendencia, impulsados por nuestro espíritu (Drutchas y Anandarajah, 2014; Foster et al., 2009; Jones y Weisenfluh, 2003; Petersen, 2014; Villalba, 2015; Wiener et al., 2012). Hay que señalar que, además, muchos niños expresan una relación interior con Dios, así como un profundo cuestionamiento del por qué y el propósito de la tragedia (Drutchas y Anandarajah, 2014; Petersen, 2014; Purow, Alisanki, Putnam y Ruderman, 2011). La espiritualidad en el niño es dinámica como su ser: crece, cambia, responde al entorno, a su familia y a los demás. Es única y personal. El niño es un “curioso espiritual con alto grado de apertura e interés por dar respuestas” (Villalba, 2015, p. 9). “La espiritualidad se refleja en relaciones de confianza con los padres y de esperanza en los otros” (Villalba, 2015, p. 10). Consiste también en ayudar al niño a ser recordado (Petersen, 2014). Un sentimiento de pertenencia a algo que trasciende el niño puede proporcionar una gran comodidad. Puede variar la forma de expresarse en función de la edad. Entre los dos y los seis años aparece una fe “mágica”, con participación en los rituales y la necesidad de valor. Entre los seis y los once años se inician las preocupaciones por el bien y el mal, que los conecta con su identidad personal. En la adolescencia (de 12 a 18 años), se trata de interpretar la verdad con relación a un ser supremo (Dios) con búsqueda de significado de la vida (Villalba, 2015, p. 10). Es necesario señalar que puede tener beneficios a nivel psicológico. Se ha encontrado que protege de la depresión y también está asociada a calidad de vida. También se ha observado que una mayor espiritualidad disminuyó el estado ansioso de los adolescentes (Lyon et al., 2014). Como idea final de este epígrafe, se quiere hacer una mención especial al papel fundamental que juega la cultura en todos los deseos, necesidades y preferencias que en el proceso de fin de vida puedan surgir en el niño. Wiener et al. (2012) argumentan que la cultura en la que el niño está inmerso puede tener un papel fundamental en su religiosidad, espiritualidad, la forma en que la comunicación y el contacto físico son adecuados, la información que va o no a recibir, el significado que encontrará para el dolor, sufrimiento y muerte, la toma de decisiones, la percepción del dolor y la demanda del tratamiento, entre otras cosas.
Condiciones del entorno
El niño enfermo afronta el último tramo de su vida necesitando expresar su duelo y, en general, tal como se haya comportado su entorno (pérdidas pasadas). Los niños aprenden de lo que viven. Un niño necesita apoyo y seguridad, no solo física sino también emocional: hay que estar cerca de él (Hinds et al., 2005; Villalba, 2015). Por ello, es lógico pensar que la reacción de sus padres es fundamental (Kazak y Noll, 2015; Villaba, 2015). El afrontamiento de la enfermedad en un niño que padece enfermedad terminal normalmente es paralelo al que sigue su familia. El niño, en esta fase, necesita que se le transmita la seguridad de que está acompañado, de un ambiente lo más familiar y normalizado posible, permitirle hablar de sus sentimientos y de todo aquello que le preocupa. Para ello es imprescindible evitar el llamado “pacto de silencio”: los padres pueden desear evitar la conversación sobre el final de vida y es importante compartir con ellos que la falta de comunicación puede conducir a una distancia emocional en un momento en el que la cercanía es más necesaria (Wiener, Zadeh y Wexler, 2013). También es importante el resto de personas que están a su alrededor, en especial los profesionales de la salud. Así, en Epelman (2012), los pacientes informaron los siguiente comportamientos del personal como útiles: “me lo explicó todo; nos dieron información escrita; respondió a mis preguntas y me dio tiempo para pensar; me dijo acerca de cómo otros pacientes hicieron; me dijo que ellos estarían allí para mí”. En relación a la influencia que ejercen las personas del entorno, señalar también que cuando la muerte es la evolución natural de una enfermedad ya conocida y tanto la familia como el equipo de salud la han planteado como una posibilidad, esto ayuda al paciente a prepararse interiormente y le da la oportunidad para despedirse de los suyos. También proporciona un tiempo para forjar un duelo anticipado y prepararse para la muerte (Villalba, 2015, p.7).
Elementos que favorecen una buena intervención
Para este apartado, querría comenzar con la aportación de Wray, Lindsay y Crozier (2013): es necesario posibilitar el acceso al psicólogo. La brecha en los servicios de psicología fue reconocida por los padres y profesionales externos como un problema en los servicios públicos; con el reconocimiento de las dificultades de acceso al apoyo psicológico del niño y del adolescente. Algunos padres también comentaron que habían pedido una derivación a un psicólogo pero que nadie les había atendido. Mencionado esto, encontramos que Wiener et al. (2013) establecen cuáles podrían ser los objetivos en fin de vida en una intervención: describir la planificación anticipada de cuidados y directivas; introducir la guía de planificación; proporcionar materiales (recursos jurídicos respecto de un apoderado de atención de salud si es necesario) y un documento de planificación adecuada para la edad; ofrecer la posibilidad de hacer un documento entre ambos (el paciente y el profesional), para que el paciente no sienta que es algo que le supera; preguntar por las cosas que más disfruta cada día; preguntar si tiene una preferencia por donde le gustaría que fuera su final de vida, si éste llegara; reducir la probabilidad de morir en aislamiento emocional; y fomentar una comunicación abierta y honesta. A continuación, pasaremos a comentar aquellos aspectos relacionados con los objetivos anteriores que fueron señalados en los estudios revisados.
La comunicación como el medio más importante
La óptima continuidad de la atención no sólo debe presentarse mientras se está en tratamiento curativo, sino que cuando éste falla también debe de haber una buena atención al paciente. Es fundamental una comunicación frecuente, honesta y clara entre los profesionales, los pacientes y la familia (Kaye et al., 2015). Un cuerpo de evidencia cada vez mayor demuestra que el pronóstico de la comunicación tiene beneficios importantes (Mack y Joffe, 2014; Rushing, 2012). En Kaye et al. (2015), se explica cómo la conversación es el principal medio para que se dé la comunicación, y a veces la única manera de los médicos para aliviar el sufrimiento de los pacientes y las familias. La comunicación debe ser compasiva y transparente, fomentando el desarrollo de la confianza, estableciendo así las bases para una relación sólida. Fallos en la comunicación pueden conducir a un diagnóstico inadecuado, un inadecuado manejo del dolor, la infrautilización de los medicamentos recetados, y dificultad en la obtención del consentimiento informado (Wiener, 2012).
Cómo optimizar la comunicación
La comunicación acerca de la muerte es un proceso longitudinal que debe comenzar temprano y ser renovado con cada desarrollo significativo en la enfermedad y a medida que el niño madura (Bates y Kearney, 2015). Es necesario establecer un clima abierto y honesto desde el comienzo de la enfermedad, que permitirá al niño o adolescente hablar de temores e incertidumbres con respecto a su propia muerte. La intervención de los profesionales de la salud puede ser crítica para ayudar a la familia y poder darle al paciente “permiso” implícito para morir (Epelman, 2012). Se debe hablar de forma clara y concreta (Rushing, 2012; Villaba, 2015). Cualquier conversación que incluye a los niños debería hacerse adecuada a su nivel evolutivo y edad (Mack y Joffe, 2014), con conversaciones con los adultos por separado si es necesario. En pacientes muy jóvenes, la comunicación puede ser a través del juego o el dibujo en lugar de a través del habla (Bates y Kearney, 2015). Una parte importante de la comunicación se logra simplemente por estar presente, escuchar y hacer preguntas abiertas para evaluar lo que los niños ya saben o creen (Epelman, 2012; Rushing, 2012). Es necesario escuchar intensa y respetuosamente para comprender al paciente y a la familia, sus creencias, actitudes, valores, relaciones, prioridades, dinámica; y permite al equipo sanitario, al paciente (cuando sea posible), y a la familia, elaborar conjuntamente un plan de atención integral para afrontar adecuadamente la situación clínica inmediata (Epelman, 2012). En el niño, no hace falta responder a preguntas (de las que muchas no tenemos respuesta) sino sentarse a su lado, escuchar sus dudas y sus miedos, acompañarlo… no saber responder puede ser un lugar de fortalecimiento de la relación y tranquilizador para el niño o adolescente (Villalba, 2015, p. 9). Hay que prestar atención tanto a lo que se dice (comunicación verbal) como a la forma de decirlo (comunicación no verbal); evitando frases hechas o intervenciones paternalistas. En ocasiones, saber esperar a que el niño quiera comunicarse y, sobre todo, saber escuchar (Villalba, 2015, p. 2). Los profesionales deben estar particularmente atentos a los signos de que el niño tiene problemas o necesita más información, y signos de emoción. Cuando surgen estos signos de que el niño tiene problemas o preocupaciones, el profesional puede simplemente seguir: “¿Hay algo que te preocupa? ¿Puedes decirme más acerca de eso?”. Incluso cuando los niños no plantean preguntas, el profesional de la salud puede elevar las mismas que utilizan con los padres: “¿Qué esperas que puede estar por delante? ¿Qué te preocupa? ¿A qué estás esperando? ¿Qué estás esperando?”. Como sus padres, los niños a menudo quieren proteger a sus familias de conversaciones difíciles acerca del futuro (Mack y Joffe, 2014). Es necesario comprometer a la familia. Los padres pueden desear evitar la conversación sobre el final de vida para mantener una postura de apoyo. Es importante compartir con los padres que la falta de comunicación puede conducir a una distancia emocional en un momento en el que la cercanía es más necesaria. Si los padres siguen siendo incapaces de entablar esta conversación con su hijo, ofreciendo ayuda, es decir: “Con su permiso, quisiera explicar a Katie dónde estamos y para ver si tiene alguna pregunta. ¿Estaría cómodo con esto?” (Wiener et al., 2013). Por último, es importante tener en cuenta la cultura de la que procede. Gestos o detalles que en nuestra cultura pueden tener un significado en otras culturas pueden tenerlo distinto. Por ejemplo, el contacto visual directo puede ser interpretado como agresivo y hostil en las comunidades chinas (Wiener, 2012). Como conclusión a este apartado, se señalan las habilidades para comunicarse con un niño enfermo (Villalba 2015, p. 3): escuchar al niño cuidadosamente, dejando que se exprese según su capacidad y desarrollo cognitivo; no mentir; utilizar términos comprensibles y adaptados a los niños; respetar sus creencias y no contradecir costumbres familiares; hablar con los padres en presencia del niño; no usar “frases hechas” y vacías de contenido; comunicarse siempre con empatía y calidez; responder con honestidad a las preguntas del niño, pero no ir más allá de sus preguntas; responder con la verdad (adecuada al niño y a cada momento); respetar los ritmos y los tiempos del niño; y ser capaces de reconocer que no sabemos todo, que hay preguntas sin respuesta.
Aproximación psicológica al tratamiento pediátrico al final de la vida
Sobre este tema, sólo se habla en tres de los artículos revisados. Se expondrán a continuación las ideas más relevantes que detallan cada uno de ellos. Cely-Aranda et al. (2013) proponen que ante procedimientos invasivos se pueden realizar varias intervenciones psicológicas: • Antes del procedimiento: información educativa, modelado y ensayo conductual. • Durante el procedimiento: hipnosis, visualización, distracción, control de la respiración, técnicas de relajación muscular progresiva y DS. • Después del procedimiento: refuerzo positivo. • Para el dolor oncológico: terapia cognitivo-conductual e hipnosis; hipnosis y relajación ó visualización; y relajación ó respiración. • Para la apatía y desolación: educación de actividades agradables. • Para el bienestar físico y el aislamiento: instruir en habilidades sociales. • Para la identificación, cuestionamiento y sustitución de pensamiento negativos: reestructuración cognitiva. • Para el estrés por la enfermedad (fobias, ansiedad por intervenciones, crisis de pánico, angustia psicológica, etc.): técnicas operantes. Además de todo esto, se propone que la distracción, los ensayos conductuales, el modelado, el mantenimiento y fortalecimiento de relaciones entre iguales y la práctica del counseling, pueden ser muy útiles en otras situaciones que puedan surgir en este proceso. También hacen mención a que es necesario que la intervención sea individualizada, adaptada a la etapa de desarrollo del niño, los niveles de ansiedad, su estilo de afrontamiento, el control percibido, etc. Sarwar et al. (2013) proponen que la aproximación a la discusión sobre la muerte y el morir con jóvenes es mejor aprovechada si dejamos que los niños nos hagan las preguntas y contestamos a éstas. Los principales objetivos en la terapia serían: permitir la comunicación abierta con los pacientes sobre sus condiciones y proporcionar información honesta y fáctica acerca de ellas; facilitar la expresión de emociones para ayudar a los pacientes a aprender a manejar estas emociones; proporcionar una relación en la que los pacientes pueden experimentar apoyo en la confrontación con la muerte; e intervenir entre los pacientes y otras personas significativas, como familiares, amigos y personal médico. Proponen también los siguientes tipos de intervención: • Ludoterapia: se ayuda a la expresión de sentimientos y se utiliza para mejorar su sensación de dominio. • Terapia individual: permite salidas expresivas para niños; la intervención en crisis algunos niños pequeños pueden experimentar la muerte como abandono y las intervenciones terapéuticas deben dirigirse hacia disipar esta sensación. • Terapia de grupo: permite la expresión de los sentimientos y el desarrollo de apoyo social. • Terapia familiar: permitir que todos puedan aceptar los hechos y a trabajar juntos para mejorar la calidad de vida. También se alienta a los miembros a expresar sus sentimientos. Por último, en Kazak y Noll (2015) exponen la contribución de la psicología a los cuidados en oncología. Se encontrarían varios campos de actuación: • Procedimiento y manejo del dolor, náusea y otros síntomas: se propone la distracción como más eficaz en niños pequeños; y las imágenes guiadas, relajación y autohipnosis más eficaces en niños más mayores y adolescentes. • Tratar a los niños en el contexto de sus familias otros sistemas (ecología social). • Es importante examinar el funcionamiento de subsistemas del mundo social del niño. Por ejemplo, el funcionamiento de madres cuidadoras es fundamental para el bienestar general de su hijo enfermo. Puede ser por ello importante una intervención con la madre para la mejora de alguno de los aspectos de funcionamiento del niño. • Identificar las competencias y vulnerabilidades de cada persona que necesita la intervención. Anteriormente se mencionó que la mayoría de niños son capaces de adaptarse bien sin disfunciones psicológicas. Sin embargo, es cierto que casi todos experimentan reacciones de angustia a corto plazo, bien por la futura separación de los padres, miedo a las agujas y otros procedimientos, miedo a lo desconocido y la novedad, como efecto secundario, o por el impacto de la situación en las rutinas diarias, etc. Los factores que pueden influir en el desarrollo de estrés son: las características preexistentes en el niño: edad, temperamento, comportamiento, etc.; la enfermedad y el tratamiento: por ejemplo, los tumores del sistema nervioso central parecen tener más riesgo de problemas; la estructura familiar: el vivir en un hogar monoparental ó tener padres adolescentes puede estar asociado también a un mayor riesgo; las preocupaciones financieras; la psicopatología de los miembros de la familia; una historia de disfunción familiar; la falta de apoyo social; las creencias parentales sobre el curso y los resultados de la enfermedad; poner en práctica el conocimiento sobre la toma de decisiones y otros asuntos sobre cuidado clínico. Es muy importante señalar que Kazak y Noll (2015) establecen que evaluando el bienestar emocional y las relaciones con los iguales se podría predecir el abandono escolar, los síntomas depresivos, el comportamiento disruptivo y el funcionamiento social del niño en situación de terminalidad.
Discusión
Al analizar los resultados obtenidos en el estudio, se encuentra que no hay un consenso sobre el plan de actuación en este campo, pero se aportan numerosas ideas sobre elementos a tener en cuenta en una intervención psicológica. Sin embargo, para que la atención en CPP pueda mejorar, sería necesario que los profesionales tuvieran un enfoque sistemático que pudieran aplicar regularmente con todos los pacientes que viven con una enfermedad limitante de la vida (Weissman, 1998). Por otro lado, es necesario señalar que la mayoría de los estudios son revisiones temáticas o bibliográficas, lo que muestra la poca investigación primaria que hay sobre este campo de los cuidados paliativos. Como se mencionaba anteriormente, aunque hay muchas ideas sí que se encuentra una línea de trabajo sobre la que la mayoría de estudios coinciden. Se resalta el papel imprescindible que tiene una buena comunicación tanto con la persona que se halla en este difícil proceso, como con su entorno. El que se produzca una comunicación adecuada es lo que ya nos va a señalar qué elementos y condiciones del entorno determinan la necesidad de intervención psicológica. En base a los resultados obtenidos en esta investigación, se podría decir que una buena comunicación es aquella que es frecuente, honesta, clara y concreta, adecuada a la persona que tenemos delante (a su edad y nivel evolutivo, a sus creencias, actitudes, valores, relaciones cultura, etc.). Implica estar presente y escuchar intensamente y con respeto, comienza de forma temprana y es renovada, es compasiva, pregunta para ayudar a hablar a la persona, pero que también respeta el silencio. Presta atención tanto a lo que se dice como a la forma de decirlo, respeta los ritmos de la persona a la que acompaña y en la que se reconoce que no lo sabemos todo, y que también hay preguntas de las que no se tiene respuesta. Sin embargo, es cierto que el tema de la comunicación es un campo muchas veces conflictivo entre los profesionales que se dedican a la salud, puesto que con frecuencia se ha pensado que el informar sobre pronóstico de terminalidad iba a causar una reacción emocional muy fuerte en el paciente. Refutando esta idea, varias líneas de investigación sugieren que la comunicación acerca de un mal pronóstico y hacer planes para los cuidados en el final de la vida no causan daño emocional duradero y, de hecho, puede tener beneficios psicológicos (Van Vliet, Van der Wall, Plum i Bensing, 2013; Wright et al., 2008). Cuando los pacientes jóvenes no son informados de su pronóstico, se les priva de la oportunidad de compartir sus temores y buscar consuelo y de poder hablar más profundamente con sus familiares y amigos. El no dar la información puede incluso significar que no llegan a decir adiós a aquellos que son importantes para ellos o no poder dejar un “legado” a partir del cual siempre se les recuerde (Bates y Kearney, 2015). Mack y Grier (2004) dieron cuenta de que la conversación es la principal, y a veces la única manera, de aliviar el sufrimiento de los pacientes y las familias. La comunicación compasiva y transparente fomenta el desarrollo de la confianza, estableciendo así las bases para relaciones sólidas y, en última instancia, la creación de un marco para el éxito de la familia, centrado en la identificación de metas, a fin de informar la toma de decisiones difíciles (Feudtner, 2007). La dificultad se encuentra en que la investigación señala que muchos profesionales de la salud carecen de experiencia y confianza en ellos mismos para tener conversaciones en la clínica sobre el final de la vida. Dicen también no sentirse preparados para hacer esto (Hammes, Klevan, Kempf y Williams, 2005; Yoshida et al., 2014). Se hace necesario, por tanto, establecer planes de formación en este ámbito para los profesionales que trabajan con este tipo de pacientes. Aunque la muerte de un niño siempre es desgarradora, para que éste pueda morir de forma tranquila es necesario que descanse en que sus decisiones serán respetadas, que se tengan en cuenta sus necesidades y preferencias. Es importante por ello que escuchemos las voces de los niños y que les ayudemos. Para que se pueda llevar a cabo todo lo mencionado, es imprescindible, primero, el desarrollo de unidades de cuidados paliativos pediátricos, prácticamente inexistentes en España, en las cuales haya profesionales formados para atender en situaciones de terminalidad. Y para esto último es fundamental que se investigue, puesto que el grueso de la información y las publicaciones más importantes son de hace décadas. Es necesario que se le pregunte a los niños y a sus familias y que observemos para poder conocer así cuáles son sus dificultades y necesidades. Bates y Kearney (2015) hacen mención a las barreras que encontramos en la investigación con niños en situación terminal. La mayoría de la información obtenida es a través de estudios en los que después de un tiempo tras la muerte de su hijo se les pregunta acerca de algunos aspectos (por ejemplo, Bell, Skiles, Pradhan y Champions, 2010). Autores como Powell y Smith (2009) señalan que mucha gente joven quiere decir cosas sobre lo que les afecta. Sin embargo, los investigadores en CPP suelen recurrir al personal médico o los cuidadores para obtener información sobre estos temas (Gaab et al., 2013). La información directa de los niños a menudo es interpretada a partir del arte o jugar a través de métodos cualitativos, haciendo difícil la comparación entre estudios (Kenyon, 2001). El progreso en el entendimiento que tienen los niños y los adolescentes de su propia enfermedad terminal y muerte ha sido muy lento, con un número de publicaciones clave hechas hace décadas. El final de la vida puede ser un tiempo emocionalmente difícil para el niño enfermo y todas las personas que lo rodean y los profesionales de la salud también se sienten culpables por no poder ofrecer un tratamiento curativo. Por último, la comprensión de la propia enfermedad terminal es un proceso longitudinal y a veces fluctuante, que puede no ser bien capturado en estudios transversales (Kenyon, 2001). Es un área muy difícil de investigar, en la que estudios pioneros han aportado información valiosa, pero en la cual una serie de incógnitas siguen sin ser contestadas. A pesar de todo esto, es necesario hacer un esfuerzo por superar estas barreras de la investigación, que conozcamos qué es lo que necesitan y que se proporcione formación a todos aquellos profesionales que tengan contacto con estos niños al final de su vida. Como futuras líneas se propone investigar si las reacciones y necesidades de los niños son diferentes a las del adulto, cuáles son los objetivos que habría que tener cuando se atiende a una persona que está en situación de terminalidad, etc.
Conclusiones
Como conclusiones de este trabajo, se encuentra que, ante el objetivo de establecer los elementos que determinan la necesidad de intervención psicológica en niños que se encuentran en situación de terminalidad, se aportan numerosas ideas sobre elementos a tener en cuenta, pero no hay un consenso sobre cuáles manejar. Ante el segundo objetivo de establecer las condiciones del entorno que pueden influir en la necesidad de intervención psicológica en niños que se encuentran en situación de terminalidad, se mencionan la reacción de los padres y de los profesionales como elementos claves. Y con respecto al tercer objetivo, el de determinar los elementos de la actuación del psicólogo favorecedores de una buena intervención, no se llega a un consenso sobre un plan de actuación, pero se resalta el papel imprescindible que tiene una buena comunicación tanto con la persona que se halla en este difícil proceso, como con su entorno, para una buena intervención.
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