Mesa 1 Soledades
Presentación
En esta primera mesa, hablaremos de la soledad en niños, adolescentes y famílias. Es esta una circunstancia que se ha visto particularmente agravada por la crisis del COVID-19, cuyas inesperadas secuelas limitantes hemos vivido todos con angustia durante este último año y seguimos viviendo sin que todavía podamos adivinar su fin. En especial, nos centraremos en los siguientes temas: la soledad de los niños que buscan refugio en las pantallas, la soledad de los niños tutelados por la administración y la soledad de padres y familias a la hora de ejercer la parentalidad en este nuevo contexto pandémico de aislamiento y de crisis sanitaria y socieconómica. Debatiremos, por último, acerca de lo que significa en estos momentos acompañar a niños, adolescentes y familias en este nuevo marco social. Jordi Borrás (moderador), psicólogo clínico, miembro del equipo asistencial del CSMIJ de Sant Boi de Llobregat, Fundació Orienta.
Ponencias
¿Solo y conectado?
José Miguel Leo
Desamparo y tutelas: nuevas soledades.
Graciela Esebbag
Exceso de normas parentales y dificultades de comunicación con los hijos
Alfons Icart
Discusión,
a cargo de Carme Grifoll
Comité organizador de la Mesa 1
Jordi Borrás Susana Brignoni y Carme Grifoll
¿Solo y conectado?
José Miguel Leo
¿Solo y conectado? El título de la intervención lo escribo entre interrogantes, abriendo o señalando la posibilidad de que un sujeto conectado no tiene por qué estar solo y/o aislado. Intentaré relatar algunas escenas e ideas acerca de nuestras prácticas virtuales, en un centro de educación especial en la etapa de secundaria, en tiempos de confinamiento por la pandemia.
Previos En mi experiencia como educador en distintos dispositivos socioeducativos en los que se da una conversación interdisciplinar e incluso transdisciplinar, la soledad raramente aparece como un factor positivo. Incluso se desplaza o confunde con aislamiento, a pesar de saber que la soledad es, con frecuencia, una condición para la creación, la producción, la reflexión, la interiorización o el pensamiento. Todos ellos son procesos importantes en la configuración de la subjetividad y crecimiento de los sujetos. A riesgo de que pueda parecer un poco jocoso, para tomar conciencia de estar acompañado, uno previamente ha tenido que estar solo e incluso a veces uno puede estar muy solo rodeado de otras personas. A veces, nos cuesta encontrar cómo nombrar soledad y aislamiento; quizás le podríamos sumar soledad no deseada o soledad no buscada. Un concepto, el de soledad no buscada, que nos permite pensar en un abanico de situaciones en las cuales los profesionales también nos podemos reconocer o situar a nuestros allegados durante el confinamiento.
Entornos virtuales: otras formas de contactar y socializar en tiempos de pandemia El 13 de marzo de 2020 se cierran colegios, institutos y universidades de Cataluña; era oficial, nos confinaban en nuestras casas de manera excepcional para poder controlar la propagación de COVID-19. Alumnos y profesionales pasamos a estar en una situación homóloga: todos debíamos protegernos y ayudar a proteger a los otros, de manera solidaria. La solidaridad y la fragilidad van de la mano y, en este caso, más; lo real de la muerte golpeaba fuertemente nuestras vidas. A la semana siguiente, la inquietud y la responsabilidad de los profesionales por acompañar a nuestros alumnos se va abriendo paso. Empezamos con rondas de llamadas y a tejer una primera manera de contactar de manera ordenada con las familias y los alumnos. En poco tiempo, se sumaron a las llamadas telefónicas (solo audio), las videoconferencias (audio e imagen si consienten). Las videoconferencias pasan de ser un recurso puntual, que habíamos utilizado para comunicarnos con personas que residían o se encontraban a mucha distancia o en otras situaciones muy concretas, a ser la forma privilegiada de encuentro entre profesionales, así como entre profesionales y familias y entre profesionales y alumnos. Desde el primer momento, nos dimos cuenta de que era una tecnología muy invasiva para los participantes y que era necesario su consentimiento; una tecnología que invade la esfera privada, la privacidad e intimidad del hogar expuestas en lo público. Con la mayoría de las familias, se sigue manteniendo contacto telefónico e incluso algunas de ellas nos piden que dejemos de llamar, que han encontrado un cierto equilibrio y que ya nos llamarán si nos necesitan. Desde el 2015, aproximadamente, en nuestra institución sumamos a nuestro entorno de aprendizaje virtual Google Classroom, una herramienta de aulario virtual donde compartimos un foro y tareas, ordenadas en diferentes aulas, organizadas por materias o actividades concretas, con tutores que dinamizan el espacio con propuestas globales o personalizadas para los diferentes alumnos. Una parte de los alumnos de secundaria utilizan Google Classroom como el punto de partida para iniciar su trabajo diario y otros alumnos de secundaria lo utilizan puntualmente. Tras haber contactado con familias y alumnos, era el momento de proponerles reprender parte de la actividad escolar, una manera de retomar los aprendizajes y el trabajo personal que cada uno de nuestros alumnos lleva a cabo en pos de la heteronomía; la heteronomía que rompe la soledad y que resulta inequívocamente humana. El grupo de educadores y tutores que habitualmente trabajamos con los alumnos que utilizan Google Classroom parecía que lo teníamos más fácil, puesto que ya teníamos habilitado un dispositivo virtual de aulario frecuentado y utilizado de manera habitual por los alumnos. Así, pudiera parecer que solamente se trataba de empezar a subir actividades y que todo volvería a funcionar. Una semana después, en el aulario virtual había propuestas pero muy poca interacción, algún tímido saludo y nada más. Esto es algo que, en algunos alumnos, nos podía parecer incluso normal, pero que en otros nos extrañaba. Los tutores deciden contactar con los alumnos por teléfono y les proponen un encuentro en una videoconferencia y en una de las primeras se presenta una propuesta de trabajo: que cada participante prepare una presentación y la muestre al grupo desde la videoconferencia semanal compartida. Se trataba de una presentación (Compartiendo en Confi, donde jugábamos con el posible doble sentido de confianza y/o confinamiento) en la que debían recopilar diferentes elementos de la cultura que les habían ayudado a pasar mejor los días de confinamiento. El trabajo debía contemplar tres libros o cómics, películas o anime, tres canciones, tres juegos de mesa, consola u ordenador, que compartiríamos. Una de las tutoras propone que ella también quiere hacerla y nos invita a que todos los profesionales nos sumemos. Esto es algo que reciben con entusiasmo y que nos permite construir una escena horizontal, de manera un poco improvisada, trabajando en y desde la situación. Ya no se trataba de alumnos y profesionales; la presentación era para compartir entre todos los participantes. Con este paso, los profesionales también, sin explicitarlo demasiado, reconocemos nuestra fragilidad y el hecho de estar afectados por la misma situación que ellos. Los adultos que acompañábamos a los alumnos también habíamos sufrido las situaciones derivadas de la pandemia y también nos habíamos refugiado en la cultura para pasar mejor -y a veces para pasar- los días de confinamiento. El miedo, la angustia, así como otras muchas emociones y sensaciones nos habían visitado también en el confinamiento. La mejor manera de poder abordar nuestras emociones con otros, en lo educativo, pasa por generar una conversación que traspase la dualidad y nos aloje en la terceridad, en el territorio de lo común, lo compartido, promocionando el vínculo educativo. Una conversación, acogedora, centrada en el interest (interés) de y por la cultura, un tercer elemento que media en la relación entre agente y sujeto de la educación. Una escena horizontal en la participación pero en la que los adultos debemos tomar la responsabilidad de sostenerla, y la mejor manera, algunas veces, es hacer con el otro. La educación no cura ni persigue dicho fin, pero los dispositivos educativos pueden generar efectos terapéuticos. Una conversación, la de Compartiendo en Confi, que se alargó hasta el final del confinamiento y que hizo posible que los alumnos nos hicieran llegar el relato y sus vivencias entremezcladas con el comentario de sus lecturas, animes o juegos. Los adultos pudimos acompañar a los jóvenes a partir de su consentimiento a abrirnos las puertas de su intimidad, así como en el acto de reconocer que la pandemia también nos afectaba a los profesionales y que hacía emerger nuestra fragilidad.
Sobre las modalidades al habitar lo virtual Los espacios virtuales, así como los presenciales, necesitan ser habitados e incluso vivificados y eso no pasa automáticamente. Habitar explica algo de la relación de los humanos con el medio. Quizás, una primera condición es que los espacios virtuales remitan a algo de lo presencial, retomar un trabajo o una conversación previa que enlace o dé entrada a lo virtual. Una segunda condición pasa por contar con y pedir explícitamente el consentimiento a los participantes. Con el grupo de alumnos que nos ocupa era habitual de manera formal e informal comentar películas, series, música, libros, cómics y juegos. Los alumnos, con frecuencia, tienen intereses y un saber sobre elementos de la cultura completamente desconocidos para los adultos o poco accesibles para el mundo adulto por su contemporaneidad. En las videoconferencias se ponían de manifiesto las diferentes formas de habitar y estar en el mundo virtual, con frecuencia conectadas con la forma del mundo presencial. El sujeto que llegaba tarde a la escuela se conectaba más tarde a la videoconferencia, algún sujeto de timidez extrema o algunos muy cuidadosos con su intimidad no activaban la cámara. Otros, inquietos por condición, en el aula mostraban una cámara que continuamente cambiaba el enfoque; otros que necesitan otro ritmo para entrar en la escena de trabajo se conectaban al inicio escuchando, en un rato conectaban el micro y, más tarde, la cámara. Respetar las diferentes formas de conectarse y estar hacía posible la incorporación y compartir, aceptando algo de lo más particular del otro, de sus condiciones de incorporación. Expresiones como nativos digitales son leídas como una invitación a la deserción por el mundo adulto. Los niños y adolescentes no dominan una tecnología por haber nacido en esta época. Como si los adultos no formáramos parte de la socialización virtual, así como ya hicimos con la televisión, nuevamente los abandonamos ante la pantalla. Debemos acompañar a los niños y adolescentes en el mundo virtual, ayudarles a configurar una identidad digital minimizando los riesgos, transmitir conocimientos y una posición crítica que les permita navegar y no ir a la deriva por los espacios virtuales.
Desamparo y tutelas: nuevas soledades
Graciela Esebbag
Un niño que, con 10 años, viaja solo desde Oriente hasta Barcelona durante tres meses. Otro, a los cinco años, presencia, silenciosamente, los golpes que su madre recibe de su padre. Una niña de seis ve cómo la pareja de su madre abusa de su hermano menor. Traigo estas escenas de profunda soledad porque han sido relatadas por mis pacientes, a los que atiendo en el Servicio de Atención a Residencias (SAR) de la Fundació Nou Barris. Alí, el joven que habló, después de varias sesiones, del horror de su viaje, vino por sus sentimientos depresivos, su falta de deseo de vivir, su fracaso en las actividades de formación que le proponían. El segundo caso, Jose, nos fue derivado por sus ataques de ira, durante los cuales golpeaba paredes y objetos y se hacía daño a sí mismo. Isabel, la joven que pudo, después de varios años de tratamiento, hablar de la escena que situé al principio, vino derivada por sus problemas de comportamiento y su posición llamada “desafiante”. ¿Habían sido derivados porque sufrían de soledad? No, no era ese el motivo de consulta. En general, los que llegan a nuestro dispositivo lo hacen por padecer síntomas diversos que los hacen sufrir a ellos mismos o al medio en el que viven. Traen síntomas en el comportamiento, en el aprendizaje, en el vínculo con los otros, en la relación con el deseo de vivir. Muy pocas veces los sentimientos de soledad, aunque estén presentes, son el motivo de derivación.
¿De qué hablamos cuando hablamos de soledad?
La palabra soledad tiene diversas resonancias. Por ejemplo, puede ser dicha para nombrar un estado necesario para las mentes más brillantes, como un espacio para la creatividad y la conexión con uno mismo, el continente deseado del poeta y el artista para crear su obra, el tiempo del recuerdo y del descanso de la exigencia de los otros. Pero la soledad también tiene el poder de evocar el aislamiento, la tristeza, la carencia de vínculos, aquello que tememos: el mal de nuestro tiempo. Con lo cual, este significante -como otros- tiene el poder de suscitar significaciones contradictorias. Para cernir la extensión del concepto, pongo en relación la palabra soledad con la palabra desamparo. Desamparar: abandonar, dejar sin amparo ni favor a alguien o algo que lo pide o necesita. La Real Academia viene en mi auxilio y muestra en su definición un concepto más preciso. ¿Por qué hablar de desamparo? Porque justamente hace referencia a la clínica con la que nos encontramos: la de aquellos sujetos que, separados de sus padres por su imposibilidad de cumplir sus funciones parentales, vienen por síntomas diversos y traen, de una forma u otra, la marca del abandono, de la falta de auxilio del Otro. Podemos definir el desamparo, desde una vertiente clínica, como el estado de vulnerabilidad del ser humano; estado que necesita de la ayuda externa para ser apaciguado, es decir, que requiere de la presencia del otro. Pero este estado no es una abstracción. Es una experiencia primaria, la del infans humano que, frente a la necesidad (hambre, frío, dolor), busca, con el grito o el llanto, una respuesta. Esta experiencia funda la dependencia del sujeto al Otro, a su deseo. El desvalimiento psíquico, tal cómo lo señaló Freud, está en relación con este desvalimiento físico inicial, donde el recién nacido se enfrenta a una excitación a la que no puede hacer frente. Es así que el grito, el llanto, pueden hacer aparecer a un otro que calma, satisface, acompaña y regula. En general, son las figuras parentales las que sostienen al niño, dan acogida a sus necesidades y regulan sus excesos pulsionales.
Desamparos: social, subjetivo
Pero lo que comprobamos es que, finalmente, el sujeto siempre está desamparado frente a eso que emerge en su interior, aquello que podemos llamar la pulsión. Las contingencias que ha padecido el sujeto dejan unas marcas que son imprevisibles: no sabemos a ciencia cierta qué será lo traumático para alguien, es decir, que no hay una sintomatología propia del desamparado. Cada niño o adolescente viene con su propio malestar, con su síntoma particular y eso es lo que acogemos. El abordaje clínico con chicos y chicas separados de sus padres nos ha hecho comprender que era imprescindible trabajar de manera sistemática con los equipos educativos. Esto nos llevó a implementar el Soporte Técnico. Así llamamos a un espacio de encuentro con el equipo educativo. Periódicamente nos desplazamos a los centros (ahora de manera virtual) y propiciamos una conversación sobre cada caso para conocer las marcas particulares de cada historia, aquello que se repite de manera sintomática. En los encuentros con los educadores intentamos construir respuestas educativas que tengan en cuenta esas marcas y los síntomas que generaron. Y separar lo propio del proceso evolutivo de cada uno de lo patológico.
Nombrar la soledad
Amin llegó abatido a mi consulta con 16 años. No le encontraba sentido a nada. Sentía una decepción por lo que le contaron que encontraría y lo que verdaderamente encontró. Le pregunto por el viaje y durante muchas sesiones puede hablar de lo que nunca antes había podido contar: el miedo constante, el hambre, la absoluta ignorancia acerca de los lugares a los que iba. La soledad de no poder comunicarse de ninguna manera con su familia. A medida que avanza el tratamiento, el joven empieza a querer algunas cosas, esperar los papeles, salir con amigos, aceptar un recurso formativo. La clínica nos ha enseñado que no hay un tiempo preestablecido para que cada uno pueda hablar de aquello que lo angustia o lo hace explotar. Jose, de 13 años, vino por primera vez acompañado de su tutor porque, en algunas ocasiones, explotaba. No lo veían bien y querían consultar. En la primera sesión, habló de su familia, del deseo de volver con su madre, del futbol que lo apasionaba. Pero luego dijo que ya estaba mejor (lo que se corroboró con su tutor) y dejó de venir. Un año después, llaman del colegio para comentar que el chico tuvo una respuesta explosiva muy violenta contra otro que se burló de él. Están preocupados y piden visita. El chico explica la escena, habla de su ira, pero no sabe muy bien de dónde viene. No sabe si quiere seguir viniendo. Tomo en cuenta sus dudas y ofrezco la posibilidad de que pida visita si quiere saber algo más su sobre su ira. Al mes, vuelve y explica que ha recuperado un recuerdo, una imagen que tenía olvidada: él está paralizado, sin poder hacer nada, mientras su padre pega a su madre. Hay un alivio subjetivo y el deseo de seguir viniendo para pensar qué hacer con sus explosiones, que vincula con esta escena. Isabel, derivada por sus llamados trastornos del comportamiento, era una chica inteligente, muy activa, que tenía una posición “provocadora” que e ocasionaba conflictos en la escuela. Su tutora, cuando viene a verme, explica que está siempre pendiente de su hermano un año menor que ella, lo que le suponía un continuo estado de alerta. El tratamiento de Isabel pasó por diferentes vicisitudes. Desde los 14 y más allá de los 18, venía de forma irregular; dejaba de venir porque se fugaba, la cambiaron de centro, volvía. Su asistencia estaba marcada por las interrupciones. Es, después de tres años del inicio del tratamiento, que ella pudo hablar de la escena que relaté al principio. Nadie a quién recurrir, nadie a quien contarle lo que pasaba. Hasta que, ya en el centro, continuó repitiendo el gesto de verificar que su hermano estaba bien. Me interesaba hablar de estas tres viñetas porque, si bien se trata de la soledad y el desamparo, cada uno muestra su rasgo particular. Y frente a ese rasgo particular hemos aprendido que, para que los espacios de palabra cumplan su función terapéutica, debemos ser también flexibles a la hora de encontrar cómo acompañar a los sujetos. De ahí que cada caso nos plantea distintos tipo de intervención: farmacológica, interconsultas, reuniones periódicas con EAIA, escuela; entrevistas con padres, sesiones con la presencia del tutor para conversar sobre cuestiones de la vida cotidiana, etc.
La soledad en los tiempos del COVID
¿Y la soledad del COVID, que era el título de la mesa del VII Congreso Català de Salut Mental? La pandemia ha irrumpido en nuestras vidas y nos ha trastocado el orden en el que vivíamos. Esta irrupción aun no ha cesado y no sabemos muy bien qué efecto tendrá en nuestras subjetividades. Puedo nombrar algunas observaciones que no tienen la pretensión de ser conclusivas. Por un parte, durante el confinamiento, la mayoría de los centros con los que trabajamos explicaban que, sorprendentemente, los chicos estaban bastante bien y tranquilos. Mi sorpresa fue, tanto en las visitas virtuales como en las presenciales que empezamos a hacer poco a poco, que muchos niños y adolescentes, sin la multitud de actividades cotidianas, sin salir, podían, por ejemplo, recordar y hablar de cosas que habían olvidado, retomar duelos inacabados, como si la detención del mundo les hubiera permitido un tiempo para producir nuevos descubrimientos sobre sí. Por otra parte, después del confinamiento: un después en el que aún estamos. Hemos constatado un empeoramiento de los cuadros clínicos más graves. Crisis psicóticas que requieren de ingresos, autolesiones, un incremento de las ideaciones suicidas. En los otros, menos graves, sentimientos de vacío, de sinsentido, mucha preocupación por el futuro. La pandemia ha puesto sobre la mesa un tema en el que hemos pensado muchas veces, a partir de los comentarios de los chicos: la intimidad en los centros. Paradójicamente, los niños y, en mayor medida, los adolescentes se quejan de no tener espacios para estar solos, espacios donde poder estar tranquilos, a solas con sus cosas, su música, sus juegos, sus chats. Lo que me hace pensar que quizás el resultado de nuestro trabajo sea ir de una soledad a la otra. De la soledad del aislamiento, de la carencia de lazos, a esa otra soledad, más creativa, de conexión con el propio ser.
A modo de conclusión
Los casos, mejor dicho, cada uno de los sujetos que hemos atendido nos han enseñado que, frente al desamparo, al profundo desorden que han padecido, la presencia del terapeuta, su continuidad tiene en sí un valor que puede permitirle a uno encontrar una respuesta diferente a la repetición del desamparo y el síntoma. La pandemia nos ha forzado a buscar nuevas formas de mantener esa continuidad: visitas telefónicas, videollamadas, mails… Sostener una presencia para que se puedan inventar nuevas formas de hacer con el malestar. Como Jose, que dijo un día: “la ira es como un super poder, así me la imagino, pero tengo que usarla no para destruir cosas sino para construir algo distinto, algo que sea útil para mí”. En ayudar a esa construcción estamos comprometidos.
Bibliografía
Brignoni, S. y Esebbag, G. (2002). Del menor maltratado a la producción de un sujeto: una experiencia del diálogo entre el psicoanálisis y la educación social.
Freudiana, 36. Esebbag, G. (2013). Construir espacios de conversación. Sinergias entre los profesionales. Interrogant, 12. Recuperado de: https://revistainterrogant.org/construir-espaciosconversacion-sinergias-los-profesionales/
Freud, S. (1915). Pulsiones y destinos de pulsión, en Obras Completas, XIV, Buenos Aires: Amorrortu Editores (1992).
Freud, S. (1920), Más allá del principio del placer, en Obras Completas, XVIII, Buenos Aires: Amorrortu Editores (1995).
Exceso de normas parentales y dificultades de comunicación con los hijos
Alfons Icart
l exceso de normas parentales dificulta la comunicación con los hijos. Y la pandemia ha venido a complicar aún más las cosas, a hacer más difícil la comunicación entre padres e hijos. Seguramente, los que han sufrido más los efectos de la pandemia han sido los niños y, especialmente, los adolescentes. Sólo hay que ver el aumento de consultas que en estos momentos se dan en los centros de salud mental infantil y juvenil (CSMIJ), sobre todo de adolescentes con crisis de angustia, intentos de autolisis, trastornos de la alimentación, etc. El exceso de normas parentales dificulta la comunicación con los hijos. ¿Qué es la comunicación? Es el intercambio de información entre dos o más personas. Pero cuando esta “comunicación” va cargada de exceso de normas, de consejos, de valores familiares, dificulta el entendimiento entre padres e hijos. Ya no es comunicación, es imposición. El confinamiento ha disminuido las comunicaciones fuera de la familia; y ha impuesto una convivencia forzada en la burbuja familiar. En las familias en las que los padres transmitían un exceso de normas, la tensión ha aumentado y los padres se han vuelto más exigentes. El confinamiento ha generado todavía más problemas en las relaciones entre padres e hijos. Para que haya comunicación, deben darse unas condiciones que hagan que no haya intentos de influir en el otro, de hacer que el otro piense como uno quiere, como uno cree que son las cosas. Debemos dejar que cada cual vea la situación por sí mismo, según su criterio. Hay que captar la emoción, escuchar lo que quiere comunicar el otro y qué espera que nosotros entendamos. Hay que prestarle mucha atención. Para que haya comunicación entre hijos y padres, debe haber habido diferenciación entre ellos, entender que son seres diferentes. Si no existe esta diferenciación, difícilmente se puede hablar de verdadera comunicación entre ellos. Cuando esta comunicación no se da entre padres e hijos podemos observar que estamos ante unos padres que se muestran incapaces de escuchar. En estos padres, encontraríamos a personas con estructuras narcisistas. Tienen grandes dificultades para ver al hijo como un ser diferenciado de ellos, que piensa de forma distinta, que ve las cosas de maneras diferentes, que tiene un registro de valores de las cosas diferente, otros intereses, que ve la vida de forma diferente. Por lo tanto, para que se dé esta comunicación habrá, en primer lugar, que haber superado en cada momento un grado suficiente de diferenciación self-objeto. Después, habrá que tener una capacidad suficiente de diferenciar la manera de pensar y de valorar las cosas de uno, de la forma como el otro lo ve y lo expresa, para que haya comunicación, intercambio de ideas, de emociones y de sentimientos. En este trabajo me centraré en los dos momentos evolutivos más importantes en los que el exceso de normas puede dificultar la comunicación y tener consecuencias graves: la organización de la estructura mental del niño durante su etapa infantil y cuando el niño debe dejar atrás la dependencia infantil familiar para entrar en la adolescencia.
Infancia
Durante la etapa de la infancia el niño está inmerso en organizar su estructura mental. Y el éxito de este proceso dependerá de la medida en que los padres vayan dejando de proteger, de dirigir, y vayan permitiendo que el niño experimente, y haga comprobaciones y tenga nuevas experiencias. Cuando más disminuye el protagonismo de los padres, más aumenta el protagonismo del niño. Los padres no sólo deben favorecer la experimentación por parte del niño; si en sus investigaciones el niño quiere meter los dedos en un enchufe, los padres querrán protegerle y evitar que los meta. Esto significa prohibir y poner límites a la experimentación del niño. Pero hay diferentes maneras de prohibir. Algunas implican la posibilidad de hablar de la situación y otras, no. Cuando no se puede hablar, más allá de la prohibición no hay nada. Cuanta más diferenciación, más interacción. Y en la interacción es donde se dará la comunicación, siempre que no haya un exceso de normas. El proceso de diferenciación entre la madre y el niño se inicia en el nacimiento. Entre los dos y los tres meses, la madre puede diferenciar lo que es de ella de lo que es del niño. Es el inicio de la interacción. Lo llamamos la intersubjetividad primaria. Entre los ocho y los 10 meses, el niño se empieza a relacionar con las figuras paternas o cuidadores; es cuando se da la intersubjetividad secundaria (triangulación o Edipo). A la vez que tiene lugar la diferenciación entre la madre y el niño, este va adquiriendo experiencias y se va relacionando con su entorno. Y los padres o cuidadores se van retirando del dominio que tenían sobre él y van respetando su proceso de diferenciación, que le llevará a tener una identidad propia. Veamos este breve ejemplo. Consultan los padres por un niño de siete años porque últimamente está muy nervioso, alterado e intranquilo. Al entrar en la consulta, el niño, que iba delante, me dice: “Yo no tengo celos”. La madre, que iba la última y que ha oído hablar al niño me dice bajito para que el niño no lo oiga: “Está muy celoso de la hermana, que tiene cinco años, pero nos aconsejaron que le dijéramos que no existían los celos y que él no tenía. Que, de esta manera, se resolvería el problema, pero cada día va a peor”. Mientras, los padres comentan la preocupación que tienen por su hijo y las contradicciones que sienten entre acercarse a él, comprender su malestar y los consejos que les dieron de que lo intentaran convencer de que los celos no existen (“no funcionó”). Entretanto, el niño dibuja una casa con un niño que tira por la ventana un perrito. A la pregunta de qué significa, el niño responde: “este niño echa al perrito porque no le deja estar tranquilo en casa”. Fue fácil mostrar el significado del dibujo y relacionarlo con su malestar. Y mostrar a los padres que el exceso de normas para convencer al niño de que los celos no existen, no sirvió, al contrario: generó más conflicto en él y en toda la familia. La solución al conflicto llegó en el momento en que unos y otros se sintieron escuchados y comprendidos en su desazón por el terapeuta, que normaliza la existencia de celos en todos los niños que tienen hermanos (e incluso en aquellos que no tienen). El diálogo terapéutico les permite hablar de cosas que estaban prohibidas (tales como los celos) y sentir que alguien las escucha. El yo y las estructuras cerebrales se van desarrollando y estructurando a partir de las sucesivas experiencias que va teniendo el niño desde muy pequeño. Mediante la observación de su entorno, sus acciones y el contacto con lo que le rodea (los juguetes, los diferentes objetos) y el juego, va estructurando su identidad. Así es cómo el niño va estructurando su yo y cómo aprende a relacionarse con su mundo externo. Pero el niño no es ninguna isla: vive en un entorno social, que es la familia. Y es necesario que el entorno familiar sea respetuoso con el niño durante su proceso evolutivo, y favorezca el desarrollo de su curiosidad y de su experimentación.
Adolescencia
Lo más importante que tiene que hacer el niño al llegar a la adolescencia es superar la dependencia con los padres, que ha tenido hasta ahora, y convertirse en autónomo. El pre-adolescente debe renunciar a esta dependencia que le daba seguridad y debe iniciar una nueva etapa en la que él deberá ser responsable de sí mismo, deberá desarrollar áreas de seguridad y confianza en su modo de hacer las cosas, y en su convicción de que las hace bien. En los compañeros adolescentes encontrará una relación de confianza, de comunicación, incluso de dependencia. Los padres pasarán a segundo término. El Covid les ha venido a complicar la situación. La convivencia forzada por el confinamiento hace que las cosas sean aún más difíciles. Los adolescentes no han podido separarse de su núcleo de convivencia en la familia por las normas de confinamiento y eso les ha dificultado encontrar nuevas maneras de relacionarse con los compañeros de su edad y nuevos espacios en los que encontrarse y establecer nuevas relaciones. Los padres siguen tratándole como a un niño, diciéndole lo que tiene que hacer; cuidan del niño que ellos imaginan que tienen y que piensan que todavía les necesita, pero no se paran a pensar quién es este chico, cómo se siente y qué necesita. Por otro lado, al adolescente tampoco le es fácil pedir ayuda. Para todos los adolescentes -y para todos los padres-, la adolescencia es un período de crisis, en el que se pierde un tipo de relación: la relación entre los padres y el niño pequeño. El adolescente tiene que perder la relación de dependencia de los padres y, a menudo, teme dejar atrás esta dependencia e ingresar en la adolescencia. Vive el conflicto entre el deseo de hacerse mayor y la dificultad de afrontar este momento. Algunos adolescentes tienen especiales dificultades en hacer el duelo por esta relación y desarrollan una depresión clínica. Están tristes, pierden el interés por las cosas que hasta entonces les interesaban. Estos adolescentes y sus familias cambian la relación padres-niño pequeño para una relación padres que deben cuidarse con hijo deprimido. Lo cual, considerando sólo al hijo adolescente, parecería un beneficio secundario de la depresión, pero si se considera la relación padres-hijo, se convierte en una formación de compromiso en la que se conserva la relación de cuidado (en vez de separación) de los padres al hijo y de dejarse el hijo cuidar por los padres. La frecuencia de depresiones en los adolescentes ha aumentado en estos tiempos de pandemia. Antes, los hijos tenían más posibilidades de establecer y mantener relaciones extra-familiares con compañeros y amigos. Con el confinamiento, la única relación posible ha sido con la burbuja familiar. Con la pandemia y el confinamiento, muchos adolescentes se quieren diferenciar de los padres y, al mismo tiempo, se sienten prisioneros de ellos. Por medio de los trastornos alimentarios, el adolescente puede estar manifestando el rechazo de la presión de los padres y de todo su entorno que le impiden hacer lo que él quisiera. El rechazo del alimento es el rechazo a tragarse lo que viene de los padres: una presión que le hace sentirse pequeño y dependiente. En estos momentos, se siente solo e incomprendido. Y los padres viven muy mal el rechazo que su hijo hace de la comida: lo sienten como un rechazo hacia ellos y, por eso, ponen todo su esfuerzo en presionar al chico para que coma, agravando la espiral del conflicto. Seguramente, el cortarse (autolesiones) de algunos adolescentes tiene una doble función: por un lado, el dolor que sienten al lastimarse reduce su sentimiento de culpa; al cortarse atacan al hijo de unos padres a los que, por otra parte, también aman y, a la vez, cortarse es una manera de manifestar (comunicar) su estado de desesperanza, de soledad y de incomprensión, una manera de pedir ayuda. Consultan unos padres con tres hijos de 15, 12 y ocho años. El motivo de preocupación es que el padre quiere hablar con sus hijos y no encuentra la manera de establecer ninguna conversación. Siente que le rechazan y que cuando les quiere hablar, por más que les dice cosas, y les pregunta por los estudios, no encuentra respuestas. En la primera entrevista, el padre empieza a hablar mostrando esta preocupación y el esfuerzo que hace en preguntar cosas a sus hijos y quejándose de que no le cuentan nada de lo que hacen. Yo observo que el padre habla, habla… Y que los hijos no le prestan ninguna atención. Y, en ningún momento, el padre se dirige a los hijos con sus comentarios. Y los hijos tampoco le prestan ninguna atención. Observo que no hay ningún vínculo entre el padre y los hijos y se lo muestro. Hasta aquí vimos que no había ningún interés en comunicarse unos con otros. El padre, cuando estaba en casa, se pasaba el tiempo diciendo cómo tenían que comportarse los hijos para ser hombres de bien el día de mañana. Era un continuo enunciado de normas y deseos que él pensaba que harían de sus hijos los chicos mejores de su clase. Pero nada cambió hasta que el padre entendió que si quería que sus hijos le escucharan y hablaran con él, primero tenía que interesarse él por sus cosas, preocupaciones, deseos, y tenía que entender que eran diferentes de él; entender que comunicar es compartir sentimientos, interesarse por las cosas de los demás. Otros adolescentes ya han superado el proceso de separación-indiferenciación y, en plena adolescencia, se sienten víctimas del peso de una estructura familiar muy exigente. Estos adolescentes se sienten presionados a complacer a padres y profesores con buenas notas y un comportamiento ejemplar. Si antes la poca relación que tenían con los chicos y chicas de su edad era un espacio de respiro, en tiempos de pandemia y de confinamiento, la relación más estrecha con los padres hace que sientan más la necesidad (exigencia) de llevarse bien e imaginan que el deseo de los padres de que se lleven bien y saquen buenas notas (en clases a distancia) es ahora insaciable. Sabemos que esta exigencia debilita la capacidad de la organización yoica, transmite inseguridad y baja autoestima. El adolescente inmerso en esta situación se siente frágil a la hora de afrontar situaciones que le generan mucha angustia. No puede hacer frente y en determinadas situaciones lo único que siente que lo puede liberar de esta angustia y sufrimiento en que se siente atrapado es desaparecer: el suicidio. No piensan en quitarse la vida, sólo en salir de cualquier forma de ese estado de ansiedad y desesperanza. Una vez pasado el intento en sí mismo, tal como en la depresión, los intentos de autolisis cambian la relación padres-niño pequeño por una relación padres que deben cuidarse del hijo suicida. Y establece una formación de compromiso en la que se conserva la relación de cuidado de los padres al hijo y de dejarse cuidar por los padres por parte del hijo. Finalmente, podemos hablar de los adolescentes que han sufrido un bloqueo en su proceso emocional durante su infancia, precisamente por un exceso de normas por parte de los padres, una protección excesiva. Este exceso de normas hace que, al inicio de la adolescencia, sufran una crisis grave. No se pueden desprender de la dependencia con los padres y entrar en el entorno adolescente. Estos adolescentes, al llegar a esta etapa, aun con una estructura mental bloqueada en etapas infantiles, presentan ahora problemas graves de comportamiento, personalidad, y problemas en la escuela.
Las funciones parentales
Seguramente, en la comprensión y la aplicación de las funciones parentales en el funcionamiento familiar, encontraremos el equilibrio en el modo de educar a los hijos, y en la manera de modular las normas para prepararlos a poderse desarrollar correctamente en el lugar en el que les ha tocado vivir. De acuerdo con nuestra concepción, las funciones parentales básicas son dos:
• La función de querer, cuidar y atender a las necesidades básicas, proteger y acompañar. La supervivencia de un bebé depende de que otras personas cuiden de él tanto física como mentalmente.
• La función de contener, dar seguridad, respeto, introducir límites. Esta función normativa genera seguridad. La función de control ayuda a evitar que el niño se descontrole emocionalmente. Es también una función positiva de internalización de la autoridad, autonomía, responsabilidad. Y contribuye a desarrollar una dimensión moral ética general que regirá las relaciones del adolescente con todo el mundo y no solo con la familia. Las cuales, dicho de otro modo, son: amar, cuidar, proteger física y mentalmente; y contener, dar sentido de realidad, poner límites. Como sabemos, las funciones parentales no van ligadas al género. Cualquiera, padre o madre, las puede ejercer. Idealmente, el niño y el adolescente deberían estar con los padres en una relación de maridaje. Los padres funcionarían como un sommelier, que ofrece el vino más adecuado para cada comida. No piensa en lo que él prefiere. Da a los comensales lo más adecuado para ellos; les aconseja acerca de cuál es el vino más adecuado para su comida. Esto significa que el sommelier debe prepararse para ser un experto en maridajes y debe conocer muy bien tanto las cualidades de la comida como las del vino, para poder recomendar la mejor combinación. Así podemos pensar que debería ser la comunicación entre padres e hijos. Los padres deberían ser conocedores de las diferentes etapas o momentos de la vida de sus hijos, a fin de saber tratarlos en cada momento de la mejor manera posible. Sin embargo, las cosas no siempre funcionan así. Y ha sido demostrado -desgraciadamente- que los niños necesitan comunicarse con sus padres. Spitz observó cómo los niños que sólo reciben atención física en cuanto a enfermedades sufrían una depresión anaclítica. También es fácil observar que los niños que han sido internados en centros en los cuales recibían poca atención por parte del personal han sufrido un retraso evolutivo y tienen un coeficiente intelectual bajo. Finalmente, diremos que el exceso de normas por parte de los padres, cuidadores, educadores, el deseo de que el muchacho sea el mejor, su ideal del yo, o el yo ideal de ellos, etc., son impuestos por los padres con la mejor intención de conducirlos por buenos caminos, de prevenirles de los problemas de la vida, de las malas compañías, etc. Pero esta presión a ser como los padres quieren puede tener el resultado inverso: que esta presión le bloquee, no le deje experimentar a su ritmo, ni le permita ser consciente de sus propias percepciones y deseos. Si bloqueamos su proceso evolutivo, cuando el hijo llegue a la adolescencia tendrá un cuerpo de adolescente y una estructura mental infantil. Aquí es cuando aparecen las graves manifestaciones psicopatológicas. Para finalizar, diré que para que haya comunicación entre hijos y padres, debe haber habido suficiente diferenciación entre ellos; que se puedan escuchar, ver las diferencias y darse cuenta de que tienen sentimientos y emociones diferentes; que cada uno vea una parte del todo del otro. Cuanto más escucharemos, más veremos. Debemos entender que nuestros hijos son seres diferentes de nosotros.
Discusión
Carme Grifoll
Podríamos citar a Stefan Zweig, cuando afirma que el mundo de ayer ya no es el mundo en el que vivimos, para describir la situación actual de pandemia y analizar las diferentes soledades descritas por cada uno de los ponentes. José Leo señala la importancia del acompañamiento adulto hacia el adolescente, lo cual exige seguir reflexionando sobre cuál es el tipo de acompañamiento que quieren los adolescentes y generar nuevos espacios de encuentro con ellos. Esebagg menciona la existencia de una soledad necesaria para el proceso creativo. Pero otra soledad bien distinta es la de los jóvenes extutelados que continúan desamparados más allá de la mayoría de edad. Según Esebagg, el espacio de interconsulta y supervisión ofrece una oportunidad de conversación entre profesionales que genera nuevas formas de intervención. Por último, la necesidad de los vínculos afectivos, como lucha contra la soledad, aparece en el discurso de Icart, citando los estudios ya clásicos de Spitz sobre hospitalismo y carencia afectiva. Quizá fuera más pertinente hablar de soledades, en plural. A nivel social podemos afirmar que se ha producido un incremento global del aislamiento de los ciudadanos. Es probable que aparezcan nuevos proyectos sociales o políticos que contemplen este aspecto. Mientras tanto, los profesionales tenemos que seguir preguntándonos cómo acompañar a estos niños y adolescentes a los que les ha tocado vivir un tiempo de mayor aislamiento en el que, sin embargo, también aparecen nuevas formas de vinculación. Pero las pantallas pueden llegar a inquietar al adulto y convertirse en elemento de castigo, en elemento de comunicación y castigo. Debate final Al hilo de estas últimas cuestiones se reflexiona sobre el concepto de acompañamiento y se advierte sobre el riesgo de imponer formas paternalistas o normativas de este. Leo considera fundamental que los profesionales muestren una buena disposición para encontrarse con el otro y escucharlo, dejando un espacio vacío, por así decir, para que sea el niño o adolescente el que decida cómo quiere dejarse acompañar. Esebagg sugiere, por su parte, las ideas siguientes: el adulto debe mostrarse paciente y dócil ante el funcionamiento del niño. Ser dócil ante la producción del sujeto es crucial para poder observar sin prejuicio y sin prisa. Se alude a una realidad que incluye la inquietud de los profesionales sobre la situación, por ejemplo, de los jóvenes extutelados al alcanzar la mayoría de edad. Al no disponer de recursos suficientes, es fácil que el joven vuelva al contexto familiar de origen (aquel del que hubo que alejarlo cuando niño para protegerlo). Se plantea otra problemática en relación a los jóvenes migrantes con inmensas dificultades para lograr una mínima integración social. Pareciera que todos los esfuerzos de intervención socioeducativa previos quedan en suspenso, interumpidos, por los propios límites del sistema de bienestar social. Conviene, pues, recordar los límites de nuestro acompañamiento para no generar expectativas frustradas.
En relación a la sobreprotección de muchos padres, Icart añade el componente estructural relativo a la personalidad de estos para poder ayudarnos a entender su necesidad de poner excesivas normas. Las organizaciones familiares de carácter narcisista pueden llegar a tener serias dificultades para tolerar el crecimiento y la autonomía de sus hijos durante la adolescencia. Estos padres parecieran tener enormes dificultades para tolerar el alejamiento de sus hijos, ya que con ellos pierden todo su sentido vital. Es imprescindible trabajar con el narcisismo parental para evitar problemas en sus hijos adolescentes. A raíz del coloquio ulterior mantenido con los ponentes y el público surgen otras interesantes cuestiones sobre el fenómeno de la soledad. Sabemos que el adolescente prioriza la solidaridad entre iguales a fin de autoafirmarse y diferenciarse del adulto. Por ello es necesario repensar y crear nuevas formas y espacios de encuentro y conversación entre adultos y jóvenes (más allá de los vinculados a la salud mental); espacios desde los que adultos próximos y accesibles puedan realizar un buen acompañamiento al niño o joven, en contextos naturales, acercándolos a una relación distinta hacia la curiosidad, la cultura y el conocimiento. En cuanto al exceso de normas se plantea, desde un punto de vista pedagógico, la necesidad de un marco normativo que estructura, sirve y hace posible un proyecto educativo; a menudo constatamos, sin embargo, que un exceso de normas resulta estéril, contraproducente y encubre la debilidad de un proyecto inconsistente, alejado de los intereses del niño o adolescente.