Madres cabeza de familia en una sociedad globalizada

Rubén D. Gualtero P.

RESUMEN  

Madres cabeza de familia en una sociedad globalizada. En las últimas dos décadas, se ha producido un avance significativo de la participación femenina en el mercado de trabajo. Paradójicamente, las mujeres trabajadoras son las que resultan especialmente penalizadas por las exigencias de la “nueva economía”. Para intentar com­prender la complejidad de estas transformaciones globales, en el artículo trataremos sobre a) la sacralización del empleo, b) el “tiempo residual” o lo que queda de la jornada para la vida doméstica y personal y c) del des­gaste emocional de las madres solitarias, consecuencia del esfuerzo por sobrellevar las exigencias del trabajo remunerado y el trabajo de cuidar unas familias cuya cotidianidad implica enfrentarse a múltiples tareas. Por último, se proponen diversas alternativas que, no por menos conocidas, conviene insistir en ellas. Palabras clave: globalización, madres trabajadoras, conciliación familiar, neoliberalismo, desgaste ocupacional.

ABSTRACT  

Single-parent mothers in a globalized society. In the last two decades, there has been a significant increase in female participation in the labour market. Paradoxically, it is women workers who are particularly penalized by the demands of the “new economy”. To try to understand the complexity of these global transformations, in the article we will deal with a) the sacralisation of employment, b) the “residual time” or what is left of the day for domestic and personal life and c) the emotional toll of lonely mothers, as a result of the effort to cope with the demands of paid work and the work of caring for families whose daily life involves facing multiple tasks. Finally, we suggest several alternatives which we should insist on. Keywords: globalisation, working mothers, family reconciliation, neo-liberalism, physical exhaustion.  

RESUM  

Mares cap de família en una societat globalitzada. En les darreres dues dècades s’ha produït un avanç sig­nificatiu de la participació femenina en el mercat de treball. Paradoxalment, les dones treballadores són les que resulten especialment penalitzades per les exigències de la “nova economia”. Para intentar comprendre la complexitat d’aquestes transformacions globals, en l’article tractarem sobre a) la sacralització del treball, b) el “temps residual” o allò que resta de la jornada per a la vida domèstica i personal i c) el desgast emocional de les mares solitàries a conseqüència de la sobrecàrrega que suposen les exigències del treball remunerat i tenir cura d’unes famílies la quotidianitat de les quals implica fer front a tasques molt diverses. Per últim, es proposen diverses alternatives sobre les quals cal insistir, tot i que són conegudes. Paraules clau: globalització, mares tre­balladores, conciliació familiar, neoliberalisme, desgast ocupacional.

Introducción

¿Qué condición es más miserable que la de vivir así, en que no se es nada,  poseyendo otro su alegría,  su libertad, su cuerpo y su vida? Discurso de la servidumbre voluntaria.  Etienne de La Boëtie (1576)

Las transformaciones del mercado de trabajo asociadas con la globalización, las nuevas tec­nologías y la deslocalización de los centros de producción están repercutiendo enormemente en la calidad de los empleos, en la disminución de los ingresos y en la ausencia de derechos laborales. Según datos recientes de la Orga­nización Internacional de Trabajo (OIT), en los países emergentes y en desarrollo, 159 millones de personas están desempleadas, mientras que otros 730 millones trabajan, pero no ingresan lo suficiente para salir de la pobreza (OIT, 2019). Este panorama, de por sí preocupante, se hace más inquietante cuando se observa de cerca la situación de la mujer trabajadora. El Avance global sobre las tendencias de empleo femenino 2018, elaborado por el mismo organismo, indica que “las mujeres no solo tienen menos opciones que los hombres de participar en la fuerza de trabajo, sino que, cuando lo hacen, tienen más probabilidades de estar desempleadas u ocupa­das en empleos que están al margen de la le­gislación laboral, de la normativa en materia de seguridad social y de los convenios colectivos”. Y añade, más adelante: “la conclusión principal es que, en promedio y a escala mundial, las mu­jeres tienen menos probabilidades de participar en el mercado de trabajo que los hombres. En 2018, la tasa mundial de participación femenina en el mercado laboral fue del 48,5 %, 26,5 pun­tos porcentuales más bajo que la de los hom­bres” (OIT, 2018, pp. 5 y 6). Para intentar comprender la complejidad de la situación de la mujer en el mercado de traba­jo mundializado, concretamente de las madres cabeza de familia, en este artículo nos centrare­mos en tres aspectos que trataremos de forma aislada pero que, en el mundo de la vida, se en­cuentran estrechamente relacionados y de ahí su dificultad a la hora de percibirlos y analizar­los. En primer lugar, hablaremos de la sacraliza­ción del empleo, cuyo impacto, sigiloso e impa­rable, se ha ido expandiendo y consolidando en la modernidad tardía. A continuación, nos cen­traremos en el tiempo residual; es decir, el tem­pus o lo que queda de la jornada laboral para el manejo del hogar y la vida personal. En tercer lugar, incidiremos en el desgaste emocional y el cortejo de síntomas que acarrea el esfuerzo titánico que realizan las madres solitarias para sacar adelante unas familias cuya diversidad se evidencia cargada de retos y dificultades. Fi­nalmente, se recogen diversas propuestas que, dada su heterogeneidad y diversidad de áreas geográficas de aplicación, es prematuro aun va­lorar el impacto real que acabarán teniendo.

Sacralización del empleo  

Desde los inicios de la industrialización, asis­timos a un progresivo alejamiento del ámbito laboral y doméstico, al punto que hoy aparecen dramáticamente separados y enfrentados. La presión laboral que impone el neoliberalismo de nuestros días -inestabilidad, elevada competiti­vidad, retraimiento de los salarios, de los subsi­dios y de las mejoras en general- ha relegado a la familia a un segundo turno, pues el primero es para la empresa local o la multinacional donde se trabaja, tanto si son peones con corbata (eje­cutivos) de países desarrollados u obreros semi esclavizados del tercer mundo. En ambos casos, a pesar de las enormes diferencias que les sepa­ra, lo sagrado es el trabajo, no la vida familiar ni el cuidado de la prole.  En 1930, dice un artículo publicado en la revis­ta Work and Occupations, el famoso economista John Maynard Keynes predijo que en 100 años los europeos y estadounidenses trabajarían solo 15 horas a la semana. Según sus cálculos, los imparables avances tecnológicos aumentarían drásticamente la productividad, lo que se tradu­ciría en menos horas de trabajo. Sin embargo, para los estadounidenses sucedió lo contrario. De 1979 a 2007, el trabajo promedio anual de los empleados aumentó en 181 horas, un aumen­to de más del 10 %, principalmente porque los norteamericanos trabajan más semanas al año. De hecho, el exceso de trabajo es muy frecuente entre los profesionales (con más de 50 horas a la semana). Para las autoras del artículo, las pre­visiones keynesianas lejos de cumplirse resultan un pálido reflejo de la situación actual pues, “a pesar de los avances tecnológicos, los lugares de trabajo demandan cada vez más tiempo. Se espera que el trabajador ideal ponga el traba­jo primero y esté permanentemente disponible, desde la edad adulta hasta la jubilación” (Co­rrell, Kelly, O´Connor y Williams, 2014, p. 4, las cursivas son suyas).  Por supuesto que el proceso de cambio al que se refiere el artículo varía según los países, la legislación laboral de cada uno de ellos y los patrones culturales, entre otros factores. Sin embargo, aluden a una transformación impara­ble inherente a la denominada nueva economía. Tom Peters, uno de los gurús del managment global de gestión, en la primera página de su li­bro Nuevas organizaciones en tiempos de caos, cita textualmente: “los años noventa -dijo Da­vid Vice de Northern Telecom- serán el dece­nio de las prisas, de la cultura del nanosegundo. Solamente habrá dos clases de directores: los rápidos y los muertos. Esta expresión -añade a continuación- provoca siempre risa en mis se­minarios, pero pienso que se trata realmente de la trémula risa del terror. Para los obreros y los empleados, para los gerentes y los recepcionis­tas, los cadáveres se están amontonando en las calles y, a pesar de los tres años de recupera­ción que lleva EEUU, no hay síntomas de que se vaya a cortar la hemorragia. Más bien todo lo contrario” (1995, pp. 5 y 6).  Y para hacer frente a la hemorragia que trae consigo el nuevo metabolismo, la propuesta que hace el autor no deja lugar a dudas: “tal vez lo mejor para sobrevivir sea suponer que están a punto o acaban de despedirnos para siempre. Esa imagen mental nos ayudará a ver con cla­ridad que la pelota está en un solo campo: el nuestro. Y que en el reloj faltan unos pocos se­gundos, nada más, para que el juego se acabe” (Ibidem, p. 97).  Esta propuesta, conviene resaltarlo, no la ha­cía un cualquiera. La proclamaba un autor que, junto con Robert H. Waterman, escribió En bus­ca de la Excelencia (2017), un texto que se con­virtió en la biblia de empresarios y directivos de todo el mundo; mejor dicho, de casi todo el mundo. Por tanto, si la pelota está exclusivamente en nuestro “tejado”, no es de extrañar que una ma­dre solitaria se vea obligada a aceptar las exi­gencias desmesuradas de un contratador sin escrúpulos, en un país con altos índices de co­rrupción e iniquidad. En cambio, resulta difícil de comprender que un empleado cualificado danés o una médica española toleren unas condicio­nes de trabajo cuyas exigencias de rendimiento pongan en jaque su vida personal y familiar. El 7 de julio de 2016, en la sección internacional, el diario El País publicaba lo siguiente: “la ola de suicidios que vivió France Télécom entre 2007 y 2010 ha culminado una importante etapa en los tribunales franceses. Tras varios años de in­vestigación, la fiscalía de París ha pedido que se procese a siete exdirectivos por presunto acoso moral. La obsesión por los resultados económi­cos llevó a la empresa a iniciar una reestructu­ración con el despido de 22.000 empleados y el cambio de 14.000. Cerca de 60 se suicidaron en solo tres años. Muchos lo hicieron en su propia oficina y dejaron cartas explicando su desespe­ración. La empresa, cree la fiscalía, implantó un sistema para desestabilizar a los empleados”. Al tratarse de un modelo de gestión que se ha expandido y reproducido de forma impara­ble, resulta plausible suponer que casos de ca­racterísticas similares hayan ocurrido u ocurran en otros lugares, ajenos al murmullo mediático. Entonces, ¿cuál o cuáles serían las razones por las que un sujeto decide sacrificarse hasta el ex­tremo de inmolarse ante las “tablas sagradas” del rendimiento o por incumplir con los objeti­vos previstos? Por mi parte, descarto que haya una única respuesta ni tampoco creo que sea una pregun­ta fácil de responder. Sin embargo, una de las explicaciones que encuentro sugerente y que sintonizo es la que propone Byung-Chul Han, filósofo de origen coreano afincado en Alema­nia. En su breve libro La sociedad del cansancio (2010), dice: “con el fin de aumentar la produc­ción se sustituye [en la nueva economía] el pa­radigma disciplinario por el del rendimiento, por el esquema positivo del poder hacer (Können), pues a un nivel determinado de producción, la negatividad de la prohibición tiene un efecto bloqueante e impide un crecimiento ulterior” (2ª edición digital, 2017, p. 21). Esta idea central, que el autor expone por activa y por pasiva, también la recoge en una obra posterior, La sociedad de la trasparencia (2013). Insiste: “el sujeto del rendimiento está libre de una instancia exterior dominadora que lo obligue al trabajo y explote. Es su propio se­ñor y empresario. Pero la desaparición de la ins­tancia dominadora no conduce a una libertad real, pues el sujeto del rendimiento se explota a sí mismo. El explotador es, a la vez, el explo­tado. El actor y la víctima coinciden. La propia explotación es más eficaz que la explotación extraña, pues va acompañada del sentimiento de libertad. El sujeto del rendimiento se somete a una coacción libre, generada por el mismo” (p. 92, las cursivas son suyas). Al margen de si es la explicación más acertada, lo cierto es que la cultura empresarial que ha ido imponiendo el neoliberalismo tardío ha supues­to un mayor protagonismo de la vida laboral en detrimento de la vida familiar que se ha ido eclipsando progresivamente hasta el extremo de convertirse, en muchos casos, en un apéndice del trabajo. Más aún, en esta confluencia de ten­dencias macroestructurales, ante los avatares de la vida, más que el hogar, el ámbito empresa­rial está tomando el relevo como puerto segu­ro donde refugiarse en momentos de tormenta. Frente a una familia cada vez más atomizada y conflictiva, la fidelidad y dedicación a la empresa resultan valores seguros a los cuales aferrarse.  “En efecto”, dice Hochschild (2011), “si la igle­sia medieval brindaba una orientación básica para la vida, en la actualidad la corporación mul­tinacional como lugar de trabajo, con sus enun­ciados sobre la misión, sus plazos urgentes y sus exigencias de rendimiento máximo y calidad to­tal, hace lo mismo. Paradójicamente, el sistema secular por excelencia (el capitalismo), organi­zado en torno de las actividades más profanas (ganarse la vida, comprar) proporciona un sen­tido de lo sagrado. Así, lo que comenzó como un medio para alcanzar un fin -el capitalismo como medio, vivir bien como fin- ha devenido un fin en sí mismo” (p. 212, las cursivas y comi­llas son suyas).  Por poner solo un ejemplo: cuando se puso de moda premiar la excelencia empresarial co­locando el retrato del trabajador o trabajadora del mes junto a la caja registradora o en el sa­lón de reuniones, un ingeniero de mediana edad, casado y con varios años de trabajo a sus espal­das, lejos de incomodarle, manifestaba que para él resultó un detalle gratificante, habida cuenta que el retrato más reciente que colgaba en el salón de casa era de cuando fue con su hijo pe­queño de pesca. “Ahora es ya un hombre hecho y derecho”, apostilló con cierta nostalgia.  En este sentido, la socióloga A. R. Hochschild atenta al cambio que se avecinaba, en un artí­culo publicado en 1996 con el título de Emo­tional geography versus social policy: The case of family – friendly reforms in the workplace; refiriéndose a la situación y la vida norteameri­cana, decía: “el modelo del hogar como refugio me había llevado a suponer que el lugar don­de los individuos se sentían más reconocidos y apreciados era su casa y el lugar donde en­contrarían la menor medida de reconocimiento y apreciación sería el trabajo […] Pero la fábri­ca ya ha dejado de ser ese lugar arquetípico y, lamentablemente, muchos trabajadores se sentían más apreciados por lo que hacían en el trabajo que por lo que hacían en el hogar”. Con­cluía más adelante: “este cambio general de la cultura puede en parte explicar porque muchos trabajadores aceptan la aceleración del trabajo y la familia sin oponer resistencia” (p. 298).  Tiempo residual  “Después de una jornada laboral interminable y extenuante, al llegar a casa me digo: ¡bienve­nida a la selva!”. Así se expresaba Rosalinda, la madre de un adolescente que participaba en uno de los talleres de salud mental organizados por la Fundación YumaKids. En el tiempo residual que le quedaba del día, esta madre de 34 años debía ocuparse de los asuntos de la casa que, según ella, pasaba en primer lugar por arrancar a su hijo del ordenador, lavar, planchar, alistar el uniforme del muchacho, preparar la comida y un sinfín de detalles más que cualquier madre solitaria lleva en su mente. “Eso sí”, añadía con cierta dosis de ironía, “lo que no me pierdo por nada del mundo antes de irme a la cama es el capítulo de la telenovela”. Muchas de las preocupaciones de Rosalinda seguramente son compartidas por ese 56 % de mujeres colombianas que en el 2017 eran ma­dres cabeza de familia según el Departamento administrativo nacional estadístico (DANE) de Colombia (El Heraldo, 2017). Su incorporación al mercado de trabajo ha supuesto, por un lado, tener que adaptarse a las exigencias del contra­tador y, por otro, asumir la carga tradicional de las tareas domésticas y la crianza de los hijos. Todo ello en una época en que el “oficio de cui­dar” tiene cada vez menos valor en compara­ción con otras ocupaciones y cuando, además, las redes informales de ayuda (la propia familia, los parientes, los vecinos) son cada vez más frá­giles, inciertas y fragmentarias.

En países cuya jornada semanal reglamentaria es de 48 horas (el caso de Colombia), el sábado o una parte de este se dedica, también, al tra­bajo remunerado. Lo que queda de la semana se reduce de tal manera que el domingo, el día del Señor, ha pasado a consagrarse a tareas tan seculares como poner orden en la selva y prepa­rarse para la maratón semanal que se avecina. Por supuesto que también hay momentos para el ocio, la convivencia en familia y el cuidado de sí mismas; eso sí, acompañados de la agridulce sensación de no llegar a todo, de estar sobre­pasadas. No es sorprendente que, en muchos casos, la soledad y falta de amor de las madres solitarias se vea compensada con los atracones de series, el juego compulsivo o sencillamente la desidia. Por el contrario, para los padres so­los, los días festivos suelen ser una oportunidad para el reencuentro con los hijos que no están a su cargo. Ellos, por su parte, tienden a com­pensar su soledad y desamor con el consumo excesivo de alcohol, comportamiento ligado a la masculinidad (Capraro, 2000; De Visser, 2007), algo que se da en latitudes muy diversas como los países anglosajones, asiáticos o lati­noamericanos. También muchos hombres, sea cual sea su forma de convivencia, aprovechan el (escaso) asueto dominical para continuar con el trabajo remunerado. A diferencia de la época industrial en que el operario no podía llevarse el torno a su casa, hoy la movilidad y comodidad de los dispositivos digitales permiten que archi­vos completos de la oficina o empresa puedan utilizarse ya sea desde el salón de casa o des­de una remota isla paradisiaca. Resulta curioso que los dos extremos del escalafón social -las élites del dinero o los mandos directivos y los trabajadores precarizados- resulten unidos por algo que ha venido de la mano de los cambios tecnológicos y el patrón neoliberal: la escasez de tiempo. Sin embargo, como señala Soriano (2004, 2009, 2011, 2019), psiquiatra y psicoanalista con larga experiencia en la atención clínica a los adolescentes, es indudable que la función materna y paterna requiere, además de tiempo, disposición emocional para llevarla a cabo; ele­mentos fundamentales para un saludable desa­rrollo psicológico de los hijos, tal como lo ilustra la siguiente viñeta. Marisa, de 40 años, divorciada y con dos hi­jos, consulta por el mayor de ellos. Después de terminar la enseñanza secundaria obligatoria (ESO), ya adolescente, inicia un grado de for­mación profesional que abandona al poco tiem­po, al comprobar que no encuentra aliciente ni en las asignaturas ni en el tipo de curso. Desmo­tivado, se siente confundido y no sabe qué ca­mino seguir. Se queda en casa con la compañía exclusiva de Internet y sus aplicaciones. La ma­dre, con un trabajo de mucha responsabilidad en una empresa multinacional, al llegar agotada a casa se encuentra con ese aburrido, inactivo y desmotivado adolescente. Ella, hiperexigida en su vida laboral, encuentra enormes dificultades para tolerar la “inactividad” de su hijo. Algo que, seguramente, necesita el joven para reorientar­se de nuevo, tomar fuerzas y buscar una salida a nivel formativo después del fracaso anterior.  Para Marisa, esta situación es novedosa, pues la infancia de su hijo había trascurrido sin pro­blemas aparentes. Estudioso, seguía obediente la apretada agenda de actividades que la madre le organizaba para que fuera un chico de éxito, un triunfador. Podemos suponer que el propio chico no estaba preparado para el fracaso en su primera opción formativa que le ocasiona un tremendo desconcierto y desánimo. El mode­lo exitoso que la madre esperaba, al llegar a la adolescencia, se rompe provocando no pocos conflictos internos en la relación familiar y, a menudo, también con los docentes. En casa las cosas no funcionan y la relación entre ambos se deteriora: gritos, reproches y malestar emocional constituyen el pan de cada día. Es preciso una intervención terapéutica para que madre e hijo puedan empatizar con la rea­lidad del otro y la desesperación de ambos. Por un lado, la madre, solitaria y esforzada, se siente cansada y sin energías para seguir luchando. Le preocupa el incierto futuro de su hijo y que no sepa desenvolverse en la vida. El adolescente, por su parte, se siente solo y desorientado con una madre en la que no puede apoyarse.  A lo largo de la atención terapéutica, la madre explica los esfuerzos que tuvo que realizar para lograr estudiar y conseguir el trabajo que ahora tiene. Tras el divorcio, además de no poder con­tar con el apoyo del exmarido, se encuentra que este adopta una actitud de “colega” con su hijo, de manera que es ella quien se convierte en la fi­gura que ordena, exige, organiza, para que todo funcione. Este rol provoca que el adolescente la viva como pesada, antipática y rechazante. En estas circunstancias, a Marisa le resulta difícil dar tiempo y espacio mental para que su hijo mayor se vaya reorganizando. Para ella, eficaz y exitosa en el ámbito laboral, le es enormemente complicado tolerar los aspectos más infantiles de su hijo, justo en el momento que el adoles­cente espera ser acompañado en su proceso de crecimiento hacia una adultez en construcción.  Como síntesis de la viñeta, según Soriano, compaginar la vida fuera y dentro de casa no es fácil en la sociedad actual. No lo ha sido nunca. Sobre todo, para las madres cabeza de familia, durante la adolescencia de sus hijos. Un mo­mento difícil del proceso de desarrollo en el que convergen y se han de aceptar los aspectos más infantiles de la prole y, a partir de aquí, poten­ciar aquellos más adultos que, tanto unos como otros, esperan y desean.  Pero el tiempo residual no es solo para las madres solitarias. En las familias biparentales con dos ingresos, distribuir las obligaciones y tareas del hogar suele acarrear arduas negocia­ciones entre la pareja y, a menudo, a no pocos desencuentros. Una de las razones de ese gran desconcierto conyugal es, precisamente, la di­ficultad que tienen los hombres para dedicar parte de su tiempo no remunerado a la familia. O para asumir un reparto más equitativo de los asuntos domésticos. En algunos lugares, sobre todo del norte de Europa, se ha avanzado sig­nificativamente en este aspecto (Rodríguez y Navarro, 2008), pero en determinadas culturas tradicionalmente machistas el progreso es mu­cho más lento. Refiriéndose a la situación ita­liana, el estudio de Mencarini y Vignoli (2018), publicado con el sugerente título de Employed Women and Marital Stability: It Helps When Men Help, concluye que la estabilidad de la pa­reja está en peligro cuando la participación del hombre en las faenas del hogar escasea. Si bien no es propósito del artículo profundizar sobre este tema, del cual mucho se ha escrito y es­cribirá, estamos en la línea de quienes conside­ran, teórica y/o empíricamente, que gran parte de las trifulcas en la vida doméstica obedecen más a las presiones y tendencias que ha traído consigo el neoliberalismo tardío (competitivi­dad, hiperconsumo, hiperactividad, etc.) que a la falta de compromiso personal y afectivo de los miembros de la pareja bien avenida. Otro aspecto que destacar junto con los ante­riores es que el tiempo residual no lo es única­mente para la gobernanza de la casa y las rela­ciones de pareja; también lo es para los asuntos íntimos o vivencias más personales, como puede ser la enfermedad de un hijo o la muerte de un familiar. Sobrellevar esta doble carga -personal y profesional- suele generar enormes tensiones y nefastas consecuencias. Olivier Adams (2011), en su novela La constancia del corazón, descri­be con afinada precisión esta encrucijada. La protagonista, una ejecutiva francesa brillante, casada y con hijos adolescentes, tras la muerte inesperada de su único hermano sufre una grave crisis emocional. Luego de quince días de baja decide regresar al trabajo y, pasado un cierto tiempo, el director de Recursos Humanos (DRH) la cita a su despacho. Entonces, “Devaux me hizo entrar y por su sonrisa forzada, su tono me­loso, comprendí enseguida lo que me esperaba. Era un tipo a primera vista simpático y caluroso, con quien ya había tenido ocasión de charlar. Me dio la sensación de ser un hombre abierto y humano, muy lejos de las ideas caricaturescas que pueden hacerse habitualmente de un DRH. Me propuso un café que acepté. Tenía su propia máquina en un rincón de su despacho, en la que colocó una cápsula dorada. “¿Azúcar?” Asentí con la cabeza y se sentó frente a mí. […] Escu­ché cómo soltaba sus argumentos, como justi­ficaba sus elecciones […]. Por supuesto, mis ca­pacidades no se ponían en tela de juicio, todos las reconocían, pero se trataba sobre todo de mi estado de ánimo, de mi falta de compromiso durante estos últimos meses… En unos días iba a recibir una convocatoria informándome de los detalles del despido. En tales circunstancias no hacía falta que cumpliera el plazo previsto. “¿Al­guna pregunta?” No tenía ninguna, o dudaba entonces que Devaux fuera capaz de responder alguna. Me levanté en silencio, no le estreché la mano que me tendía y salí” (pp. 87-89). Las actuaciones que vulneran la delicada lí­nea que separa la vida personal y familiar de la mujer trabajadora no siempre salen a relucir ni afectan exclusivamente a aquellas que, por su precariedad e inseguridad laboral, padecen las inclemencias del mercado de trabajo. En un estudio publicado en la American Sociological Review, las autoras encontraron que las mujeres altamente remuneradas y cualificadas experi­mentan una penalización mayor a causa de la maternidad (England, Bearak, Buding y Hod­ges, 2016). En este sentido, una médica veteri­naria con un cargo de responsabilidad en una multinacional nos manifestó recientemente que cuando informó a la dirección que estaba emba­razada, esta le agradeció los servicios prestados y le comunicó formalmente que a partir de ese momento “era libre de aspirar a un nuevo em­pleo… en otra empresa”.  Desgaste emocional y otras secuelas Cuál será el impacto real que tendrá, en un futuro cercano, la sociedad del rendimiento y la sacralización del empleo es algo que apenas se vislumbra. Sin embargo, lo que se manifiesta con toda claridad es el declive del modelo mas­culino de sostén de la familia y que el hombre, como tradicional ganador del pan, se ha visto desplazado en este proceso de cambio. Por su parte, el acceso masivo de la mujer en la nue­va economía globalizada ha permitido avances innegables en su autonomía personal, abriendo nuevos horizontes por lo que respecta a sus re­laciones de pareja, su vida familiar y profesio­nal. Paradójicamente, las mujeres trabajadoras, en general, son las que resultan especialmente penalizadas por las exigencias de este mercado laboral poco flexible y desconsiderado.  Jornadas de muchas horas de trabajo, hora­rios rígidos y las dificultades para conciliar el empleo remunerado y la vida familiar eviden­cian consecuencias negativas para la salud fí­sica y mental, especialmente en aquellas mu­jeres trabajadoras que por su vulnerabilidad -madres solitarias, inmigradas, con escasos recursos económicos, etc.- son presa fácil de contrataciones abusivas. Un estudio realizado en el Reino Unido con un seguimiento de cinco años y publicado en Journal Psychological Me­dicine, concluye que trabajar largas horas es un factor de riesgo para desarrollar síntomas de depresión y ansiedad en las mujeres (Virtanen et al. 2011).  A pesar de que conclusiones similares rela­cionadas con la salud están ampliamente do­cumentadas (Sabbat, Melchor, Golberg, Zins y Berkam, 2011), llama la atención la perviven­cia de la madre ideal (buena y sana) que los massmedia difunden para favorecer el consumo y cuyo prototipo aun planea en el imaginario colectivo. Un repaso a los spots de productos para el hogar pone en evidencia un modelo no solo en retirada, sino que se da de bruces con la realidad de unas madres que se muestran atra­padas entre dos mundos no pocas veces irre­conciliables: trabajo y hogar.  Pero no es únicamente la presión externa la que acecha a las madres solas o con pareja. En un intento por abarcar los múltiples frentes que supone el trabajo cotidiano del hogar, estas mu­jeres que no tienen un momento de descanso se sienten culpabilizadas y con la autoestima bajo mínimos al sentir lo lejos que están de la ma­dre ama de casa que han interiorizado y cuya traición es vivida con gran malestar emocional y congoja. En este sentido, otro aspecto que ha obser­vado Soriano en mujeres cabeza de familia es una cierta “insatisfacción de la función mater­na”. Isabel, una profesional de prestigio, como madre primeriza, entre los muchos sentimientos que le generó tener un bebé a su cargo, se en­contró lidiando con un sentimiento de tristeza que no lograba identificar. Finalmente, verbaliza que su situación actual la hace sentirse poco va­liosa, inútil, como no haciendo nada o algo poco relevante. Frente a los valores empresariales de la eficacia, resulta difícil sentir la importante y silenciosa labor del cuidado del bebé y la reper­cusión infinita en su desarrollo. La autoestima de esta madre está dañada, ya que el nuevo rol tiene unos parámetros totalmente distintos a la hora de valorar la importancia de lo que está ha­ciendo, en lo que además es insustituible.  Una de las tareas más importantes en nuestro mundo hiperproductivo es, por descontado, el cuidar a la futura mamá ya desde los primeros meses de embarazo. Proteger la maternidad no es solo un acto de humanismo y civilización, sino una verdadera apuesta por una sociedad mejor con individuos más sanos, física y emo­cionalmente, y más solidarios. Como señala Hil­da Botero (2011), “desde el inicio de la preñez, madre y bebé inician un diálogo en el cual ella conversa, acaricia, pregunta y él, a su vez, con su lenguaje característico intrauterino, transmite mensajes de confort o incomodidad, de gustos y disgustos. Así se inicia esta interrelación y se sientan los principios fundamentales de esa re­lación que crecerá en intimidad y afianzamiento hasta alcanzar un vínculo seguro y duradero y un modelo de relación para el resto de la vida” (p. 16).  Sin embargo, queda mucho camino por re­correr, especialmente en el caso de las madres adolescentes. “Me quedé embarazada con 18 años”, nos decía Rosalinda. “El padre de mí hijo tenía la misma edad y después de poner la se­milla, seguramente del susto, desapareció para siempre”.  Familias como la de Rosalinda, donde la figura del padre no es que haya menguado, sino que simplemente ha desaparecido, el cuidado de la prole plantea grandes retos, cuyo manejo abre todo un abanico de posibilidades. En este senti­do, ante los nuevos escenarios familiares que se dibujan, la responsabilidad parental y una buena dosis de sentido común serán recursos necesa­rios a la hora de encontrar salidas suficiente­mente saludables y beneficiosas para todas las partes.  Dicho esto, no obstante, la enorme presión -externa e interna- que soportan las mujeres cabeza de familia, hay madres que no están dispuestas a renunciar al cuidado de sus hijos, sorteando las largas horas de trabajo y un dé­bil sostén familiar (Lemmon, Patterson y Molly, 2018). Criar a los hijos no es tarea fácil y hace falta grandes dosis de paciencia y esfuerzo para sobrellevar momentos difíciles, sobre todo en etapas tan delicadas como es la adolescencia. Por ello, como dicen Gualtero y Soriano (2013), “habrá, pues, que favorecer el crecimiento, la capacidad de espera, la preparación, el “tiempo necesario” a la vez que ofrecer un camino abier­to y esperanzador para que el nuevo candidato a adulto encuentre su lugar en un mundo cada vez más globalizado e incierto” (p. 150).  Comentarios finales  Es innegable que en las últimas décadas se ha producido un avance significativo en las condiciones de vida de la mujer y, en particular, de las mujeres cabeza de familia. En un artículo reciente publicado en el Journal of European Social Policy, los autores se preguntaban sobre qué han hecho los países de la Unión Europea para apoyar a los trabajadores poco remunera­dos en una era de presiones salariales a la baja. Tras un sofisticado análisis, llegan a la conclu­sión, entre otras, de que los gobiernos contra­rrestaron la erosión de los salarios mínimos con medidas de apoyo, especialmente para los pa­dres solitarios (Marchal y Marx, 2018).  También en los países emergentes y en vías de desarrollo se promulgan medidas de apoyo por parte de los gobiernos. Desafortunadamen­te, la pertinaz corrupción y debilidad de los go­bernantes ante el empuje de las multinacionales hacen que las repercusiones de este tipo de me­joras resulten, cuando menos, inciertas.  Por otro lado, la desigual distribución de la riqueza obliga a la gran mayoría de trabaja­dores, especialmente a los más necesitados, a aceptar salarios de pobreza y condiciones la­borales injustas. Según recoge el informe sobre Tendencias del empleo femenino 2018, sucede que, mientras a nivel mundial la participación femenina en el mercado de trabajo es más baja que la de los hombres, “en este grupo de países las mujeres tienen una de las tasas de participa­ción más elevada (69,3 %), lo cual suele refle­jar la necesidad económica de buscar empleo a causa de la pobreza predominante y la falta de acceso al sistema de protección social” (OIT, 2019, p. 7). Pero no solo los gobiernos, también desde la sociedad civil y los agentes sociales se están haciendo esfuerzos enormes para denunciar y proponer medidas que favorezcan la concilia­ción y un mayor equilibrio entre la labor remu­nerada y no remunerada. La llamada a la acción para “rediseñar” y “redefinir” el trabajo, algo que proponen los autores que mencionábamos al principio del artículo, es una buena prueba de ello (Correll et al., 2014), como lo es la búsqueda de una mayor igualdad de género en el trabajo y la atención (Müller, Neumann y Wrohlic, 2018).  Por supuesto que las transformaciones que ha desencadenado el neoliberalismo tardío no son ni lineales ni homogéneas. Desde esta perspec­tiva, los pasos que se están dando y que hemos mencionado anteriormente -organizaciones transnacionales (OIT, OMS), las administracio­nes estatales, la sociedad civil, el propio com­promiso personal-, suponen un gran desafío. Aún es pronto para ver sus auténticos resulta­dos, pero se espera que sus acciones, allá donde sea, irán tejiendo una red protectora para que el empleo remunerado que realizan las mujeres sea, cada vez, menos precario, más flexible y conciliador de la vida laboral, familiar y personal, con el “tiempo suficiente” para que hombres y mujeres cuiden de la prole, especialmente du­rante la infancia y la adolescencia. Y también de sus mayores. En la vida cotidiana, pero también en la clínica de niños y adolescentes, es frecuente encontrar situaciones que ponen de relieve lo difícil que resulta encajar bien los diferentes roles de la mujer y la crianza de los hijos, sobre todo, du­rante las primeras etapas de la vida. Reto que, como hemos señalado a lo largo del artículo, en muchas ocasiones ha de asumir en solitario. Sin embargo, como señala Botero (2011), “los inter­cambios afectivos de la madre, el que ella pue­da gestar a su bebé en la mente, con un padre compañero viviendo la preñez, dan una cuali­dad especial, afortunada, segura, a esa madre con la cual el bebé se contacta. Podríamos pen­sar que, en el bebé subyacente, habrá una pre­concepción de un objeto que apoya, sostiene y asegura lo que la madre tiene y ofrece; y en la medida en la cual esta relación sea armónica, la madre podrá rescatar a su bebé real de todos los bebés fantasmas o imaginarios, y podrá se­llar la alianza con la vida y la relación” (p. 15, las cursivas son mías).  En estos momentos sombríos y contradicto­rios que ha traído consigo la sociedad del ren­dimiento y del nuevo sufrimiento laboral, pa­rafraseando el título de la novela de Torborg Nedreaas (2016), Nada crece a la luz de la luna, a manera de conclusión, podemos decir, con cier­ta dosis de realismo, que algo está creciendo a la luz de la luna.

Agradecimientos  

A la Dra. Asunción Soriano Sala, por sus apor­taciones clínicas y al Sr. Jorge Baez por la lectu­ra del primer borrador y la revisión del abstract.

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