Hacia una concepción integradora del autismo
Juan Larbán Vera
RESUMEN
Desde una perspectiva psicológica y psicopatológica relacional, las manifestaciones clínicas estables y duraderas del trastorno autista serían la consecuencia de un proceso psicopatológico tan precoz que se podría detectar, diagnosticar y tratar en el primer año de vida. Para efectuar una temprana intervención que pueda evitar el inicio del funcionamiento autista en el bebé, tendríamos que basarnos en el estudio y tratamiento de las alteraciones precoces de la interacción entre éste y su cuidador que dificultan o impiden el acceso a una necesaria integración perceptiva del flujo sensorial para lograr hacerse una imagen interna de la realidad percibida, así como a la intersubjetividad, definida como la capacidad de compartir la experiencia subjetiva vivida en la interacción con el otro en tanto que otro. PALABRAS CLAVE: autismo temprano, lo genético y lo ambiental, desarrollo psíquico y cerebral, visión interactiva integradora, interacción cuidador-bebé, intervenciones tempranas.
ABSTRACT
Toward an integrated approach to autism. From a psychological and relational psychopathological perspective, stable and long-lasting clinical manifestations of autistic disorder are seen as the consequence of a psychopathological process that begins so early in life that it can be detected, diagnosed and treated in the child’s first year. To carry out a nearly intervention that can prevent the onset of autistic functioning in the baby, we must rely on the study and treatment of early alterations in the interaction between the child and his or her caregiver that hinder or prevent access to the necessary perceptual integration of the sensory flow that allows the infant to achieve an internal image of perceived reality and intersubjectivity, defined as the ability to share the subjective experience lived in the interaction with the other as the other. KEYWORDS: early autism, genetic and environmental, psychological and brain development, integrating interactive vision, caregiver-infant interaction, early interventions.
RESUM
Cap aunacomprensió integradorade l’autisme. Des d’una perspectiva psicològica i psicopatològica relacional, les manifestacions clíniques estables i duradores del trastorn autista serien la conseqüència d’un procés psicopatològic tan primerenc que es podria detectar, diagnosticar i tractar durant el primer any de vida. Per portar a terme una intervenció primerenca que pugui evitar l’inici del funcionament autista en el nadó, hauríem de basar-nos en l’estudi i el tractament de les alteracions precoces de la interacció entre aquest i el cuidador que dificulten o impedeixen l’accés a una necessària integració perceptiva del flux sensorial per poder-se fer una imatge interna de la realitat percebuda, així com a la intersubjectivitat, entesa com la capacitat de compartir l’experiència viscuda en la interacció amb l’altre. PARAULES CLAU: autisme primerenc, el genètic i l’ambiental, desenvolupament psíquic i cerebral, visió interactiva integradora, interacció cuidador-bebè, intervencions primerenques.
La situación en España
El Grupo de Estudios de los Trastornos del Espectro Autista (TEA) del Instituto de Investigación de Enfermedades Raras, Instituto de Ciencias de la Salud Carlos III, en su informe (Demora Diagnóstica en los TEA, 2003-2004), expone, entre otros, los siguientes y alarmantes datos que lamentablemente pensamos siguen vigentes hoy día:
- Las familias son las primeras en detectar signos de alarma en el desarrollo de su hijo, genérico en este texto. Entre un 30 y un 50 % de padres detectan anomalías en el desarrollo de sus hijos en el primer año de vida.
- Desde que las familias tienen las primeras sospechas de que su hijo presenta un trastorno en su desarrollo hasta que obtienen un diagnóstico final, pasan dos años y dos meses de promedio.
- La edad media en la que el niño recibe un diagnóstico de TEA es de cinco años.
- El diagnóstico de los TEAs es fruto, hasta el momento, más de los Servicios Especializados en Diagnóstico de TEAS (a los que acuden las familias de forma privada) que de los Servicios Sanitarios de Atención Primaria.
- Hasta tres o cuatro años pueden pasar antes de que un niño, que muestra los primeros síntomas de autismo, sea diagnosticado y reciba el tratamiento adecuado.
- Aunque las familias acuden a consultar a Servicios Públicos de Salud, la mayoría de los diagnósticos más específicos se realizan en Servicios Privados (incluyéndose en esta categoría las propias asociaciones de familias de personas con autismo).
Trastornos mentales y autismo: mito y realidad
Sobre los trastornos mentales, incluido el autismo, hay creencias que, habiendo arraigado en nuestra sociedad con la categoría de mitos, están influyendo muy negativamente en la confrontación adecuada del problema y en su posible solución. El mito es una creencia que atribuye a personas o cosas una realidad de la que carecen (Larbán, 2011). Veamos algunas de esas creencias míticas invalidadas por los avances de la ciencia.
Autismo; lo genético y lo ambiental
Hoy día, la investigación genética pura (aislada de las otras ciencias que pueden enriquecerla y complementarla), que ha permitido un avance útil en un porcentaje reducido de casos (5 – 10 %) en los que junto con el retraso mental y síntomas autísticos asociados, se identifican otros trastornos de base genética (como ocurre por ejemplo en el caso del síndrome de Rett, la esclerosis tuberosa, el síndrome x frágil, etc.), nos está llevando por camino equivocado al intentar asociar directamente los trastornos mentales a unas alteraciones genéticas determinadas a través de una relación de causalidad directa y linear. Es la epigenética la que ofrece más posibilidades de avance en el estudio de las enfermedades y trastornos que hasta hace bien poco se creía que estaban genéticamente determinados.
La epigenética describe al conjunto de interacciones existentes entre los genes entre sí (genoma) y su entorno, que conducen a la expresión del fenotipo. Dicho de otro modo: el material genético existente en los genes se expresará, se manifestará, y se hará visible o no, en función de la interacción con el medio. Esos cambios de expresión genética no se transmiten a la siguiente generación de manera biológica, sino que culturalmente transmitimos los reguladores de la expresión. Esto quiere decir que hay una evolución cultural, que modifica la expresión de la genética a través del aprendizaje, que es muy rápida, y otra natural, biológica, basada en mutaciones, de una lentitud que se mide por decenas de milenios.
Autismo, psiquismo y cerebro
Se sabe hoy día, gracias a los avances de la psicología y psicopatología del desarrollo, así como de las neurociencias, que el desarrollo psíquico y cerebral del ser humano está estrechamente unido, en interacción constante e interdependencia mutua, con el ambiente, que en el caso de los niños sería sobre todo el entorno cuidador (familiar, profesional, institucional y social).
Si bien los resultados experimentales que demuestran la existencia de la plasticidad cerebral son recientes, la hipótesis es antigua. Santiago Ramón y Cajal ya la había formulado hace más de un siglo: “las conexiones nerviosas no son, pues, ni definitivas ni inmutables, ya que se crean, por decirlo de algún modo, asociaciones de prueba destinadas a subsistir o a destruirse según circunstancias indeterminadas, hecho que demuestra, entre paréntesis, la gran movilidad inicial de las expansiones de la neurona”, (Ramón y Cajal, S. 1909-1911).
Más recientemente, las investigaciones de Kandel (psiquiatra, psicoanalista y neurofisiólogo), que obtuvo el Premio Nobel de Medicina en el año 2000 estudiando los circuitos de la memoria, han logrado demostrar que el aprendizaje y las experiencias son las que modelan la estructura del cerebro y su funcionamiento; que la memoria constituye la espina dorsal de nuestra vida mental y que los recuerdos condicionan nuestra existencia (Kandel, 2001). La investigación llevada a cabo por Ansermet, psiquiatra y psicoanalista y por Magistretti, neurofisiólogo, ponen de relieve una vez más la estrecha interacción entre lo genético, lo constitucional, lo neuronal y la experiencia del sujeto en la interacción con su entorno y en este caso, con el entorno cuidador; esta experiencia es capaz de modular y cambiar no solamente la huella psíquica con anclaje somático, sino también la huella neuronal y por tanto, el desarrollo cerebral del sujeto que la vive (Ansermet y Magistretti, 2006). Los avances de la neurociencia del desarrollo han destacado la importancia de la integración de las relaciones interpersonales y el desarrollo del cerebro. La interacción entre el niño y su cuidador tiene un impacto directo en el desarrollo del mismo. Las interacciones cara a cara modulan no sólo el desarrollo del niño sino algunas funciones cerebrales del otro participante de la interacción tal y como se ha podido comprobar gracias al descubrimiento en 1996 del sistema neuronal llamado “neuronas espejo” (Rizzolatti, G. et al. 1996; Rizolatti, G. y Arbib, M. A., 1998; Gallese, V., 2001).
La neurogénesis (producción y regeneración de las células del sistema nervioso central) no es patrimonio exclusivo de la infancia y adolescencia como se creía antes; ocurre en el adulto y puede persistir en la vejez. Lo que se ha visto que ocurre también con el cerebro humano es el fenómeno llamado “poda neuronal”: las redes neuronales que no se utilizan durante mucho tiempo pierden su función y mueren. La desaparición de redes neuronales no utilizadas se hace en beneficio de otras redes neuronales que se desarrollan más, al ser más utilizadas.
Autismo, empatía y neuronas espejo
El reciente descubrimiento del sistema neuronal llamado “neuronas espejo” o “neuronas de la empatía” muestra de nuevo la estrecha e inseparable interacción entre lo neurobiológico y lo ambiental. La investigación en neurociencias ha puesto en evidencia que la capacidad de relacionarse y comunicarse con empatía con el otro, tiene su correlato anatómico y fisiológico en redes neuronales llamadas “neuronas espejo”, en alusión a la relación especular que se establece con el otro a través de la empatía, que sería la capacidad de ponerse en el lugar del otro (en lo emocional y en lo cognitivo) sin confundirse con él. Es como si el sujeto observador pudiese vivir de forma “virtual” la experiencia del otro en la interacción que mantiene con él. Gracias a esta capacidad, a la vez neurológica (neuronas espejo), y psicológica (empatía emocional y cognitiva), el ser humano, en etapas muy precoces de su desarrollo psíquico (1) puede compartir la experiencia emocional y cognitiva con el otro, así como predecir y anticipar sus intenciones y respuestas, facilitando de esta forma el ajuste y adaptación recíprocos en la interacción entre ambos (Larbán, 2012).
Para Golse, la empatía, que posibilita el acceso a la intersubjetividad en el ser humano, sería “la capacidad de reproducir en nuestro propio psiquismo los sentimientos, los movimientos, las intenciones o motivaciones del otro y también, tomando como base y vehículo de transmisión las emociones, los pensamientos y representaciones asociados, sean conscientes o no” (Simas y Golse, 2008).
Hacia una comprensión integradora del autismo
Desde hace varios años observo con preocupación cómo por cuestiones ideológicas, muy alejadas del pensamiento y actitud considerado como “científico”, se confunden las consecuencias con las causas en el caso de la investigación etiológica o causal de los trastornos mentales. Los importantes descubrimientos que se están haciendo en el campo de las neurociencias son interpretados “interesadamente” por un sector de los profesionales de la salud mental que se proclaman portadores (con actitud intolerante y excluyente de lo diferente) de la “verdad científica”. Del imperialismo de lo psicológico se está pasando, en los últimos años, a través de un movimiento pendular a los que el proceso histórico nos tiene acostumbrados, a un imperialismo de lo biológico.
La confusión interesada y alejada del pensamiento científico se manifiesta, por ejemplo, interpretando que un descubrimiento “X”, que muestra a través de la resonancia magnética u otra técnica de neuro-radio-imagen que algunas regiones cerebrales tales como el lóbulo temporal superior (LTS) -de adultos o niños ya de cierta edad y con funcionamiento autista- presenta alteraciones anatómicas y funcionales es un claro e inequívoco signo de que la causa del autismo es de etiología orgánica o genética, excluyendo la importancia de la interacción de lo genético-constitucional con el ambiente, que incluye lo psico-social del ser humano. Esta actitud omite el hecho de que, en el momento de la investigación, y dada la edad del colectivo investigado, las perturbaciones precoces en la interacción entre el cuidador y el bebé ya han podido alterar tanto el proceso madurativo del cerebro y del sistema nervioso central como el adecuado desarrollo de sus múltiples y complejas funciones, así como el proceso de constitución y desarrollo del psiquismo temprano del niño.
Golse y Robel, abordando el debate entre el psicoanálisis, la psicopatología cognitiva y las neurociencias, nos muestran que el lóbulo temporal superior del cerebro se encuentra hoy día en el centro de las reflexiones en materia de autismo infantil, trastorno psicopatológico que representa el fracaso del acceso a la intersubjetividad con la imposibilidad de integrar el hecho de que el otro existe en tanto que otro. Los trabajos de investigación de los cognitivistas nos han mostrado que un objeto no puede ser percibido como exterior a sí mismo si no es aprehendido a la vez por, al menos, dos canales sensoriales (Streri, 1991; Streri y Hatwell, 2000). El acceso a la intersubjetividad parece implicar al lóbulo temporal superior del cerebro humano debido a las diferentes funciones que en él se encuentran localizadas: reconocimiento de los rostros (gyrus fusiforme del LTS), reconocimiento de la voz humana (surco temporal superior del LTS), análisis de los movimientos del otro (zona occipital del LTS) y, sobre todo, la articulación de los diferentes flujos sensoriales que emanan del objeto-sujeto relacional (surco temporal superior del LTS), permitiendo que éste pueda ser percibido como exterior a sí mismo.
En el momento en que el abordaje psicoanalítico y el cognitivo (teoría de la mente) se juntan para considerar la intersubjetividad como el fruto de la integración del flujo sensorial percibido que proviene del objeto-sujeto relacional, estudios recientes de neuroimagen cerebral revelan anomalías anatómicas y funcionales del lóbulo temporal superior en los niños de cierta edad y en adultos con funcionamiento autista. Un diálogo es, pues, posible entre estas diferentes disciplinas, esperando que se abra camino un abordaje integrador del autismo infantil en el cual el lóbulo temporal superior podría ocupar un lugar central, no como el lugar de una hipotética causa primaria del autismo, sino como un eslabón intermediario y como reflejo del funcionamiento autístico temprano del niño (Golse y Robel, 2009).
El modelo relacional de comprensión de los trastornos mentales, incluido el autismo
El punto de vista neurocientífico actual se está aproximando cada vez más a una comprensión del desarrollo humano de naturaleza esencialmente relacional en el que se integran, potenciándose mutuamente, los aspectos físicos con los psíquicos, a través de la interacción con el otro, que permite una reprogramación de lo biológicamente programado.
Los trastornos psíquicos y del desarrollo no serían el resultado de los desajustes y disfunciones interactivas sino reorganizaciones adaptativas del programa inicial para seguir evolucionando. En términos neurofisiológicos, se ha propuesto como fórmula sintética, como muy acertadamente nos recuerda el Dr. Juan Manzano, que el cerebro del recién nacido, esta programado (genéticamente) para entrar en relación con la persona que le cuida, y para reprogramarse en función de esa relación. El desarrollo es, por consiguiente, concebido aquí como la modificación adaptativa del programa innato en contacto con el otro. Comparto con Manzano (2010) la forma de ver el desarrollo humano y sus desviaciones psicopatológicas, así como su tratamiento.
El postulado que defiende Manzano es el de considerar que el niño, desde su nacimiento e incluso antes, es un organismo, un todo, una estructura viva, programada y adaptada al entorno cuidador que espera encontrar, entrando inmediatamente en relación con él, para reprogramarse en función de la experiencia de esa relación. Ese otro que va a encontrar es otro organismo, la madre, o la persona que va a ejercer la función materna, que a su vez está programada para entrar en relación con el bebé y reprogramarse ella también en función de esta relación. Desde un punto de vista neurofisiológico, considera que el cerebro del recién nacido está programado para entrar en relación con una persona que le ayude a reprogramarse en función de la interacción con ella. En términos psicodinámicos, desde el nacimiento, el niño dispone de una parte organizada de la personalidad (un yo) con una cierta representación de “sí mismo” y una relación diferenciada de “sí mismo” con la madre o equivalente.
La estructura de la personalidad del bebé va a cambiar en esta relación. Cualesquiera que sean los factores que intervienen (lesionales, genéticos, conflictos, etc.) los trastornos del desarrollo no son jamás una simple expresión de esos factores sino reorganizaciones –o ajustes– del programa para continuar el desarrollo a pesar de las alteraciones. Como se trata de ajustes adaptativos del programa no son jamás rígidos ni inmutables. Por el contrario, pueden evolucionar de nuevo en la interacción. Puesto que el desarrollo es relacional, el tratamiento es también necesariamente relacional. Las diversas medidas pedagógicas educativas, farmacológicas, psicoterapéuticas u otras, deberán integrarse, coordinarse y supeditarse a la dinámica relacional subyacente y tendrán siempre como objetivo el establecimiento de una relación y el de garantizar su continuidad, para permitir un nuevo cambio de la organización, de la estructura de la personalidad del paciente.
Este modelo -relacional, evolutivo y adaptativo- de comprensión del desarrollo humano y sus desviaciones psicopatológicas defendido por Manzano, nos permite tener una visión más comprensiva con los síntomas y trastornos en tanto que representan un trabajo de reorganización adaptativa que desarrolla la persona afectada para vivir con menos sufrimiento, en situaciones adversas que no puede cambiar.
Desde esta perspectiva, nos vemos obligados a pensar la ayuda terapéutica como un proceso evolutivo co-construido y desarrollado con el paciente y su familia. Con la ayuda relacional adecuada, hemos visto que se puede cambiar la estructura de la personalidad y el modo de relación (consigo-mismo y con los demás), desarrollando otra más funcional, menos sintomática, más evolutiva, más adaptada al entorno, y más cercana a un desarrollo normalizado.
Como vemos a través de lo expuesto hasta aquí, la psicoterapia basada en la relación psicoterapéutica sería un elemento esencial, que no exclusivo, en el tratamiento de los trastornos psíquicos y el sufrimiento humano que generan, tanto en el paciente como en su familia y contexto social más cercano. Para nosotros, la relación psicoterapéutica se basaría en un proceso interactivo de vinculación interpersonal, intersubjetivo e intrasubjetivo, teniendo como fundamento la alianza terapéutica establecida entre una o más personas y su terapeuta.
La base de la alianza terapéutica sería el resultado de la identificación empática, parcial y transitoria que vive el terapeuta en relación con la forma de ser del paciente, su sufrimiento, sus emociones (empatía emocional), con el problema del paciente (empatía cognitiva) y también de su familia, lo que permite a su vez de forma interactiva, una identificación empática, también parcial y transitoria del paciente y su familia hacia y con la forma de ser, la actitud y el trabajo del terapeuta. Para el desarrollo de una buena alianza terapéutica, el terapeuta tiene que contar y tener en cuenta los mecanismos de defensa así como las resistencias del paciente y de la familia en el caso del niño, ajustándose progresivamente a ellas (Despars, J., Kiely, M.C. y Perry, C. 2001).
¿Qué es el autismo?
Etimológicamente, autismo proviene del griego, “auto”, de “autós”, que significa propio, uno mismo. Es curioso ver como su significado etimológico contribuye a darle un sentido metafórico al concepto de autismo. Podemos imaginar al niño con autismo como un niño muy suyo, excesivamente suyo, tan suyo, que parece no necesitar de los demás. Tan metido en lo suyo, en su mundo propio que nos parece muy difícil y a veces incluso imposible atraerlo al nuestro para poder comunicarnos con él. Podemos verlo también como un niño con unas peculiaridades propias que lo hacen diferente o muy diferente de los demás niños. Estas consideraciones así planteadas nos dan una pista inicial muy valiosa para la comprensión del niño que padece de autismo. Nos sugieren que estamos ante un trastorno del desarrollo de las bases de la personalidad del niño más que ante una enfermedad en el sentido clásico del término. Algo que afecta a la forma de ser de la persona. Por las consecuencias que conlleva ese excesivo, intenso y duradero ensimismamiento del niño que lo aísla y desconecta de su entorno podemos deducir que el desarrollo de su funcionamiento psíquico y cerebral va a verse afectado. Sin el otro, sin la relación y comunicación con el otro no podemos constituirnos como sujetos con psiquismo y personalidad propios. Es a través de las identificaciones, algo mucho más complejo y enriquecedor que la mera imitación, que vamos incorporando a nuestro mundo interno aspectos del otro que vamos haciendo nuestros. Es de esta forma que vamos construyendo nuestra forma de ser, base de nuestra personalidad. Para que un bebé se identifique con quien le cuida necesita sentirse atraído por él y tener la curiosidad que, en general, tienen todos los niños cuando todo va bien en su desarrollo. Curiosidad para observar y explorar atentamente su mundo, empezando por su propio cuerpo y el del otro, así como el mundo externo que le rodea. Para verse, conocerse, reconocerse, comprenderse, y al mismo tiempo abrirse al exterior, al mundo interno del otro para explorarlo y comprenderlo, el niño necesita que, previamente, la persona que le cuida, de forma interactiva, haya sido capaz de ponerse en su lugar, comprendiéndolo en sus manifestaciones y necesidades, sin confundirse con él. Estamos refiriéndonos ahora a la empatía, o capacidad de identificación empática, algo de lo que los niños con funcionamiento autista suelen carecer o poseer como un bien escaso, incluso cuando en algunos casos hacen una evolución considerada como favorable.
La “coraza o armadura” defensiva con la que intenta protegerse el niño con funcionamiento autista es imperfecta y tiene siempre y en determinados momentos, brechas o rendijas por las que se “cuela la luz” de la interacción positiva y evolutiva con su entorno cuidador. Son momentos de apertura a la interacción y en la interacción con el entorno que representan el acceso, aunque fugaz y transitorio en los casos más graves, a cierto grado de comunicación intersubjetiva con el otro. La posibilidad o no de que estas experiencias compartidas sean realidad en la interacción padres-bebé depende de múltiples factores imposibles de predecir y detectar en un “corte” trasversal de la situación existencial del bebé pero son más fácilmente detectables cuando la observación y evaluación del riesgo evolutivo del bebé se hace en un continuo evolutivo que incluye la interacción entre bebé y su entorno cuidador.
Las personas afectadas por un funcionamiento autista tienen dificultades -variables en función de la gravedad del trastorno- para relacionarse y comunicarse de forma empática con el otro. También presentan dificultades para la integración de la sensorialidad, (de los estímulos que llegan por diferentes canales sensoriales, no pudiendo por tanto hacerse una representación mental global del objeto-sujeto relacional percibido) así como para establecer relaciones intersubjetivas, ya que no han podido desarrollar adecuadamente su mundo subjetivo, ni han podido separarse-diferenciarse suficientemente del otro, condiciones indispensables para captar y comprender el mundo subjetivo de los demás, (Larbán, 2008, 2010).
¿Qué ocurre con estos niños que rechazan la comunicación con el otro?
Como vemos por lo expuesto anteriormente, el inicio del proceso del funcionamiento autista en el niño sería una desviación psicopatológica del desarrollo normal del psiquismo temprano del bebé (primer año de vida) y tendría que ver con fallos básicos e invasivos (las dificultades en un área del desarrollo, invaden, se extienden a otras áreas del desarrollo a causa de su interdependencia mutua) que afectan esencialmente a dos áreas fundamentales, tanto para su desarrollo psíquico-cerebral, como para unirse-separase-diferenciarse con/del otro, para el conocimiento del otro y de sí mismo y también, para la relación-comunicación (no-verbal y verbal) con los demás. Las dos áreas del desarrollo afectadas, que son fundamentales en estos primeros meses de evolución para el desarrollo psíquico-cerebral adecuado del niño, serían por el orden indicado, las siguientes:
- Dificultades importantes y duraderas para desarrollar la capacidad de integración de la sensorialidad, ya que los estímulos (internos y externos) percibidos que le llegan por diferentes canales sensoriales, sin la ayuda interactiva empática (emocional y cognitiva) del otro cuidador, quedarían disociados, privilegiando la recepción por un solo canal sensorial a expensas de los otros. Nos encontramos entonces con un bebé hipersensible, que parece sordo, ausente, enganchado a algún estímulo auto-sensorial pero que reacciona con pánico cuando oye un ruido inesperado, ya que en este caso no podría hacerse una imagen global interna de la realidad percibida (primeras representaciones mentales). El bebé, a través de una competencia que desarrolla desde los primeros días de vida, la capacidad de percepción transmodal puede, con la ayuda del entorno cuidador, integrar estímulos tales como un ruido que le asusta, con la voz tranquilizadora, la mirada, las caricias de la madre, y la forma de acogerlo en su regazo (estímulos percibidos que le llegan por canales sensoriales diferentes) en un esbozo primitivo de representación mental del objeto madre-consuelo o madre-tranquilizadora, por ejemplo. Así, poco a poco, el bebé no solamente integra su sensorialidad sino que la vive en su contexto (dándole sentido a la experiencia) y en la relación emocional con el otro. De esta forma, poco a poco, va viendo, va sabiendo de qué va lo que está pasando, lo que está viviendo, y va aprendiendo de la experiencia a medida que la va construyendo. Es muy conocida la experiencia realizada con bebés de algunos días; el bebé chupa la tetina de su biberón de una determinada forma sin haberla visto antes y, sin embargo, es capaz de orientar de forma preferente su mirada hacia la representación gráfica de esta misma tetina entre otros dibujos de tetinas diferentes que se le presentan. Podemos deducir de esta experiencia que el bebé es capaz de extraer de sus sensaciones táctiles (succión) una estructura morfológica que enseguida en el seno de sus sensaciones visuales, lo que se podría considerar como un esbozo o un comienzo del desarrollo de la capacidad de abstracción en el bebé. Las dificultades importantes y duraderas en la integración sensorial, al no permitir la constitución de representaciones mentales (subjetivas) de la realidad (interna y externa), percibida por el bebé, lo colocan en la situación de incapacidad para establecer una interacción intersubjetiva con el otro.
- Dificultades también importantes y duraderas en la constitución del ser humano como sujeto (con subjetividad), y por tanto, en la vivencia de intersubjetividad (2). Para lograr este importante objetivo, “el trabajo” del bebé tiene que ser facilitado de forma empática por el entorno cuidador. Las dificultades interactivas del entorno cuidador-bebé que no facilitan e incluso obstaculizan los procesos psíquicos e interactivos indicados anteriormente colocan al bebé en una situación de riesgo de posible evolución hacia un funcionamiento autista, generando además déficits emocionales, cognitivos y relacionales. La dificultad de integración sensorial que se puede manifestar en algunos niños mayores, como un miedo fóbico al estallido de globos, al ruido de los truenos, del aspirador, etc. y también a ser abrazados, así como la dificultad para establecer relaciones empáticas con los demás, para jugar con los símbolos, con las palabras, para comprender la poesía, las adivinanzas, los chistes, los sueños, etc., pueden ser las secuelas del funcionamiento autista que en el caso de una buena evolución suelen permanecer como síntomas cuando los tratamientos son tardíos, o más instrumentales (métodos, técnicas, disociadas de la relación-comunicación, que es lo fundamental) que relacionales (Grandin, 2006; Haddon, 2004). Las manifestaciones clínicas del trastorno autista que clásicamente se reagrupan en la “triada de Wing” (en homenaje a Lorna Wing, su descubridora), es decir, las dificultades en la interacción social, en la comunicación verbal y no verbal, y un patrón restringido de intereses o comportamientos, serían la consecuencia de un proceso psicopatológico mucho más precoz que se desarrollaría en el primer año de vida del niño.
La evolución del proceso autístico en el niño
La evolución del funcionamiento autista en el niño puede ser progresiva, regresiva y fluctuante entre ambos. Los niños con evolución progresiva del funcionamiento autista serían aquellos que, desde las primeras semanas, muestran una evolución progresiva hacia un funcionamiento autista que se va instalando lenta y progresivamente en el funcionamiento psíquico del bebé. Los niños con evolución fluctuante serían los que alternan algunos momentos de acceso a la intersubjetividad primaria (primer semestre), es decir, a la comunicación social y emocional con el otro, gracias sobre todo a la insistencia del cuidador, con otros de repliegue, aislamiento, desconexión emocional y relación “inter-objetiva” (con objetos) más que intersubjetiva. Estos niños, en el segundo semestre, son incapaces la mayor parte del tiempo de acceder a la intersubjetividad secundaria basada en la triangulación relacional que permite la atención compartida con el otro hacia un objeto externo. El mundo psíquico del niño evoluciona normalmente desde un mundo dominado por la interacción, a un mundo dominado por la intersubjetividad primaria (relación diádica) en el primer semestre, y hacia la intersubjetividad secundaria (relación triádica), desde el segundo semestre (Trevarthen y Hubley, 1978; Hubley y Trevarthen, 1979). Este importante progreso evolutivo, el acceso a la intersubjetividad secundaria, permitirá al niño sano desarrollar la capacidad de relación no solamente con el otro y con lo otro, que ocupa el lugar de un tercero, sino también su integración grupal y social.
Los niños con evolución regresiva del funcionamiento autista serían esos niños que durante el primer año de vida logran acceder de forma fluctuante (que suele pasar desapercibida para su entorno) a cierto grado de intersubjetividad primaria y secundaria pero con “anclajes” poco sólidos y duraderos en su psiquismo. Estos niños, con una débil capacidad de resiliencia, muy buenos niños, se presentan como “apagados”, con poca iniciativa relacional en el plano social y dependiendo mucho del adulto cuidador para ello. Ante situaciones traumáticas de pérdidas que afectan a la cantidad y calidad de la presencia interactiva con ellos de su cuidador de referencia, hacen una regresión psíquica, con pérdida de las adquisiciones logradas hasta entonces en los aprendizajes, en el lenguaje y en la relación social; se repliegan en sí mismos y se encierran progresivamente en un funcionamiento autista.
Una sucesión de pérdidas externas e internas tales como una ausencia prolongada y/o repetida del cuidador o cuidadores de referencia para el niño, pérdidas vividas por el cuidador que desembocan en un proceso de duelo de tipo depresivo con desconexión emocional, pérdida del lugar y la presencia de un tercero etc., pueden desencadenar en el niño, para protegerse del sufrimiento, vacío y desorganización internos, una vuelta al funcionamiento defensivo de tipo autístico. Su frágil vinculación con el otro y con lo otro, diferente del nosotros, de lo que somos tú y yo, así como su dificultad para mantener una imagen interna del otro ausente, hacen de estos niños unos sujetos muy vulnerables a este tipo de pérdidas. La capacidad de recuperar lo perdido en el niño depende en estos casos de la comprensión empática del entorno cuidador y de la forma como aportan o no la seguridad relacional necesaria para que el niño que se encierra en un funcionamiento autístico pueda superar sus miedos y angustias catastróficas y abrirse de nuevo a la interacción con el otro, recuperándolo de nuevo en su interior.
Según esta visión interactiva del desarrollo sano y patológico del bebé, parece lógico y legítimo pensar que el funcionamiento autista del niño, visto como un mecanismo de defensa utilizado por él para evitar el displacer y sufrimiento generado en la interacción con su entorno cuidador, pueda ser tratado etiopatogénicamente, ayudando a la madre, a los padres, a cambiar el tipo de interacción que en la relación con su hijo está facilitando, sin querer, su instalación en un proceso autístico. De persistir este proceso, puede generar déficits psíquicos, emocionales y sociales que, una vez instalados en el niño, son más difíciles de tratar.
La fluctuación de los signos y síntomas del bebé considerados aisladamente como factores de riesgo evolutivo hacia un posible funcionamiento autista hacían prácticamente imposible el desarrollo de una herramienta adecuada y eficaz para su detección temprana. Sin embargo, el estudio de la evolución de los factores de riesgo presentes en el bebé, al que se añade el de la evolución de los factores de riesgo presentes en los padres, pero sobre todo y fundamentalmente, el de la evolución de la interacción entre éstos y su hijo (constatado mediante escalas de evaluación aplicadas a los tres, seis y doce meses de vida del bebé), nos permite afinar mucho dicha detección y hacerla posible en un importante número de casos (Larbán, 2008).
¿Cuál es la causa del autismo?
No hay causa única; ni genética, ni ambiental. En la causalidad plurifactorial de los trastornos mentales en el ser humano, incluido el autismo, intervienen tanto los factores de vulnerabilidad psicológicos y biológicos (incluidos los constitucionales y genéticos), como los factores de riesgo psicológicos y sociales (incluidos los interactivos con el entorno), en estrecha interacción potenciadora de los unos con respecto a los otros. De la misma forma, los factores protectores de la salud mental (biológicos y psicosociales), interactuando entre sí, potencian la resiliencia y la salud mental del sujeto, (Larbán, 2011, 2012a, 2012b).
Los riesgos aparecen como no específicos en cuanto a las consecuencias para el desarrollo del bebé; diferentes factores de riesgo pueden provocar el mismo efecto y un mismo conjunto de factores de riesgo puede dar lugar a trastornos de naturaleza diferente. Se hace, pues, necesario que la evaluación de los factores de riesgo se haga en un continuo evolutivo que permita observar cómo un determinado tipo de interacción por su carácter repetitivo y circular nos lleva en una dirección determinada y no otra. Dicho de otro modo: hace falta que la observación se haga en un espacio-tiempo lineal, con un antes y un después, para poder ver la convergencia de los factores de riesgo interactivo y de los distintos signos de alarma hacia un determinado proceso evolutivo (Larbán, 2007).
Los factores de riesgo interactivos presentes en la relación cuidador-bebé, así como los signos de alarma presentes en el bebé en su primer año de vida, tienen que ver con dificultades y desajustes duraderos de la interacción, con disfunciones y alteraciones del vínculo, con frecuentes desencuentros dolorosos, frustrantes y repetitivos entre el bebé y su cuidador, que les pueden llevar a conductas de evitación y rechazo, con la dificultad añadida de no poder estar atento, motivado y presente en la relación con el otro; dificultades expresadas en la interacción tanto a través de la mirada como de la sonrisa, de las emociones y del cuerpo. Su gravedad estaría determinada por la intensidad, la duración, y la repetición de los signos de alarma y de los factores de riesgo, pero también por su capacidad potenciadora de los unos con los otros, presentes en ambos partícipes de la interacción. Dependerá también de si el bebé no responde, o si responde muy débilmente cuando se le estimula, o solamente cuando se solicita su respuesta de forma persistente (Larbán, 2008).
En un lado de la interacción, estaría el bebé y en el otro, los padres. Si a las dificultades para comunicarse y relacionarse con su entorno cuidador presentes en el niño, bien sea a través de su temperamento o de la presencia de un déficit de funcionamiento, o de una malformación orgánica, se añaden dificultades parecidas y presentes de forma repetitiva y duradera en los padres, podemos comprender la situación de riesgo evolutivo que esto representa para el bebé, que es el miembro más necesitado y vulnerable de los dos elementos de la interacción (Larbán, 2006).
En el desarrollo del autismo temprano del bebé es de suma importancia diferenciar el proceso interactivo autistizante y el proceso defensivo-autístico.
El proceso interactivo autistizante
La interacción evolutiva padres-bebé es en espiral. La interacción circular, repetitiva y no creativa es cronificante y cronificadora. En la interacción entorno cuidador-bebé incluimos tanto la relación basada en los cuidados (real) como la relación psíquica, basada en las fantasías conscientes y sobre todo inconscientes (fantasmática). Incluimos también en la interacción, la comunicación no verbal, la pre-verbal y la verbal, tanto en lo que respecta al contenido (información) como al continente (ritmo, prosodia, alternancia, reciprocidad) y a la forma de comunicarse (significado), sin olvidar el contexto de la comunicación, que es lo que le da el sentido.
El proceso interactivo autistizante (Hochmann, 1990) sería un factor de riesgo interactivo que se desarrolla -de forma inconsciente y no intencional- en el seno de la interacción temprana entre el bebé y su cuidador. Según este modelo interactivo, poco importa quién lo inicia. Sea el adulto que se muestra insuficientemente disponible desde el punto de vista psíquico, o sea el niño que muestra un comportamiento relacional especial, se crea rápidamente un círculo vicioso auto-agravante, ya que la inadaptación de las respuestas interactivas de uno de los elementos de la relación acentúa el desarrollo en el otro de respuestas también inadaptadas, encerrándose ambos en una interacción circular de difícil salida. El proceso autistizante es un concepto que permite subrayar que el autismo infantil no es una enfermedad estrictamente endógena, sino que se co-construye y se organiza en el marco de disfuncionamientos interactivos o de una espiral perturbada de intercambios entre el bebé y los adultos que le cuidan. El origen primario del disfuncionamiento puede situarse, según los casos, sea del lado del bebé, sea del lado del adulto cuidador. En todos los casos, el disfuncionamiento interactivo de uno de los miembros de la interacción desorganiza al otro, que, debido a esto, va a responder de forma inadaptada, agravando a su vez las dificultades del otro y viceversa, en una peligrosa espiral de cronificación y agravación.
Factores de riesgo interactivo autistizante
Los factores de riesgo interactivo autistizante que pueden llevar precozmente al niño hacia un funcionamiento defensivo autístico serían los siguientes:
- La interacción cuidador-bebé que dificulta e impide de forma duradera y repetitiva en el bebé la integración sensorial, es decir, la integración perceptiva de los flujos sensoriales que le llegan al bebé por diferentes canales sensoriales desde el objeto-sujeto relacional. Esta dificultad, potenciada por la imposibilidad de encontrar, en la interacción, los necesarios momentos de ensimismamiento y de desvinculación relacional transitoria que permiten al bebé la autorregulación y equilibrio psicosomáticos, la integración sensorial de los estímulos percibidos y la regulación de la interacción con su cuidador, sería un factor de riesgo interactivo autistizante y también, de riesgo evolutivo hacia los trastornos psicosomáticos del lactante. Pueden darse estos factores de riesgo cuando la persona que ejerce la función materna, en la interacción con su bebé, tiene dificultades importantes y durables para identificarse de forma empática sin confundirse con él y responder así adecuadamente a sus necesidades vitales y evolutivas. En el caso de un déficit importante de empatía, la madre tiene la sensación de vivir con él desencuentros frecuentes, repetitivos y duraderos y ocurre lo mismo, aunque no sea consciente de ello, en el caso de un exceso importante de empatía, ya que tiene la creencia de conocerlo tan bien que “lo adivina”, anticipándose excesivamente y de forma no realista a sus necesidades, debido al hecho de confundirse inconscientemente con él. Para estas personas, adivinar a su bebé es vivido sin el entrecomillado, ya que frecuentemente en su mundo interno hay una fantasía inconsciente de fusión-confusión con el otro que es actuada mediante identificación proyectiva (negación-proyección en el cuidador, e identificación con lo proyectado en el niño) sobre el bebé. Esto hace que, al no tener dudas sobre sus necesidades, no se esté suficientemente atento al hecho de verificar lo acertado o no de nuestra respuesta en función de la demanda del bebé. Lo proyectado en el otro, tratado como ajeno a uno mismo, no puede ser reconocido como propio en el otro. La identificación del bebé con lo negado en el otro y por el otro, que ha sido proyectado inconscientemente sobre él, está en el origen de esos “cuerpos extraños”, que, incorporados a su psiquismo sin poder ser integrados, constituyen lo que llamamos “núcleos psicóticos” de la personalidad del sujeto. El exceso de anticipación del cuidador puede impedir el desarrollo de la capacidad de anticipación en el niño. El bebé puede rechazar también esas proyecciones, prolongando su necesidad de ensimismamiento, desconectando del exterior, aislándose y ausentándose de forma más o menos duradera de la relación con el otro, evitando la realidad exterior y su relación con ella, refugiándose tras sus defensas autísticas. En ambos casos, el bebé puede tener tendencia a protegerse con defensas autistas ante un defecto o exceso de estímulos. En el primer caso de carencia de estímulos, se protegería, refugiándose en la auto-sensorialidad, procurándose él mismo una autoestimulación sensorial. En el segundo caso, se aislaría y desconectaría de la relación con el otro, como una forma de protegerse de proyecciones narcisistas inconscientes, constriñentes y anexantes, en palabras de Cramer y Palacio, que obstaculizan el proceso de separación-diferenciación-individuación del bebé. En la realidad clínica, ambos extremos pueden fluctuar de un polo al otro, con las consiguientes dificultades para el bebé (3). Las madres que han pasado por estas dificultades de comunicación empática, sea por exceso o por defecto en la relación con su hijo, suelen vivir frecuentes y repetitivos desencuentros relacionales y emocionales con su bebé que hacen que la interacción cada vez sea más frustrante y dolorosa para ambos. El bebé puede entonces protegerse de estos momentos repetitivos y durables de sufrimiento y frustración compartidos mediante mecanismos de defensa de tipo autístico.
- La interacción cuidador-bebé que dificulta e impide de forma duradera y repetitiva el acceso del niño a la intersubjetividad, tanto primaria (relación a dos) como secundaria (relación a tres), con la correspondiente imposibilidad de separarse y diferenciarse del otro. Este proceso le impide constituirse como sujeto con subjetividad propia, crear su propio mundo interno, relacionarse intersubjetivamente con el otro y, por tanto, compartir la experiencia subjetiva vivida en la interacción con el otro. Esta dificultad sería un factor específico de riesgo interactivo autistizante. En la práctica, estas situaciones interactivas de riesgo autistizante, descritas anteriormente, pueden darse en los siguientes casos:
- Cuando la persona que ejerce la función materna en la interacción con el bebé sufre de un estado psíquico de desconexión emocional y sensorial duradero, como mecanismo de defensa (de tipo “anestesia”) para no sufrir más (trastorno depresivo y/o, obsesivo grave) acompañado o no de períodos que cursan con angustia paralizante (agravación del cuadro depresivo y/o obsesivo desconectado y “parálisis” psicomotora además de “anestesia” emocional y sensorial), o bien, alternando con periodos de ansiedad intensa con agitación psicomotora e hiperactividad física y mental (defensas maníacas). Este es un estado psíquico persistente y/o con tendencia a la agravación.
- Las madres que han pasado por este estado psíquico en la interacción precoz con su bebé tienen la impresión repetitiva y durable de “estar, pero sin estar del todo presentes” en la relación con su hijo, viviendo, sin mostrarlo, un sufrimiento intolerable, impregnado de un grado de frustración y culpabilidad importantes. Esta “ausencia emocional” de la persona que ejerce la función materna es la que puede provocar en el bebé la activación de mecanismos de defensa autísticos con repliegue sobre sí mismo y ausencia relacional, refugio en el sueño y en actividades de estimulación auto-sensorial, así como la evitación de la interacción como una forma de protegerse del malestar y dolor emocional que el estado psíquico de la madre genera en él. La alternancia de este estado depresivo-obsesivo “desconectado” con periodos de angustia paralizante y ansiedad intensa, acompañada de agitación psicomotora, incrementa la situación de riesgo para el bebé, al añadirse el factor de desorganización en los cuidados y la imprevisibilidad de las respuestas del entorno cuidador a sus necesidades y demandas. El bebé, en estas situaciones de alternancia anímica extrema de la madre, vive una interacción de gran inseguridad con ella, oscilando entre un déficit de estímulos que le hacen recurrir a la auto-estimulación sensorial y un exceso de estímulos no integrables de los que tiene que protegerse, ausentándose de la interacción.
- El no reconocimiento y negación de sus dificultades por parte de la persona que ejerce la función materna empeora el pronóstico, pues hace que sea más difícil pedir ayuda. Además, lo negado, y sobre todo lo repudiado, tiene más posibilidades de ser actuado-proyectado sobre el bebé.
- La interacción padres-bebé puede ser un factor de riesgo interactivo autistizante cuando éste se halla afectado desde su nacimiento por una malformación o discapacidad sensorial y/o motora que dificulta de forma importante y duradera la relación y comunicación con su entorno cuidador y cuando a su vez, esta situación, a largo plazo, no puede ser asumida por los padres, que tienen dificultades importantes y duraderas para investirlo adecuadamente. En tal situación de duelo imposible del hijo ideal para aceptar e investir el hijo real, la interacción padres-bebé sería un factor de riesgo que se convertiría progresivamente en específico (funcionamiento autista) al potenciar y ser potenciado por los anteriores.
- La interacción padres-bebé puede ser un factor de riesgo interactivo autistizante cuando la persona que ejerce la función materna ha vivido situaciones traumáticas perinatales que no ha podido elaborar ni integrar, con el consiguiente posible riesgo de un efecto traumatógeno para el bebé y un efecto también perturbador en la interacción con su hijo. En estos casos, la madre puede presentar una vivencia traumática insuperable que puede evolucionar, de forma intensa y duradera si no es ayudada adecuadamente por su entorno familiar y profesional, hacia un cuadro clínico de trastorno por estrés post traumático (TEPT). En esta situación, cuando es vivida con un sufrimiento intolerable, la madre, para protegerse de él, puede poner en marcha defensas fóbicas de huida y evitación de la relación próxima y emocional con el hijo que cuida, así como lo que éste representa para ella. A su vez, el hijo intenta protegerse del sufrimiento intolerable y no integrable compartido con su madre, poniendo en marcha mecanismos de defensa parecidos, evitando, y si el sufrimiento compartido persiste, rechazando la interacción. Frecuentemente, estos síntomas presentes en la madre como consecuencia de un TEPT, se enmarcan dentro de síndromes clínicos tales como los trastornos ansiosos, crisis de pánico, trastornos depresivos, fóbicos y obsesivos. La interacción madre-bebé, en estos casos, se puede convertir en conflictiva y ambivalente por ambas partes, con el consiguiente aumento del riesgo para la evolución y sano desarrollo del bebé. Los movimientos afectivos de acercamiento y alejamiento, que se dan inconscientemente y de forma no intencional, según las necesidades vitales y defensivas de uno y otro, aumentan las posibilidades de que se desarrolle una interacción desajustada y no sincrónica, a destiempo entre la madre y su bebé, con el consiguiente desencuentro que puede hacerse repetitivo entre ambos si la madre no es ayudada a superar su estado psíquico de estrés post traumático. Este tipo de interacción, en el caso de bebés muy sensibles y receptivos, puede convertirse en un factor autistizante, si dificulta o impide, de forma importante y duradera, su acceso a la necesaria integración sensorial y a la capacidad de establecer relaciones intersubjetivas con el otro.
- Cuando en la interacción padres-bebé la persona que ejerce la función paterna se encuentra ausente o poco presente en la interacción, no pudiendo desarrollar, o desarrollando muy poco la función paterna, apoyando, conteniendo, limitando y sosteniendo la relación diádica de cuidados (maternaje) madre-bebé, con el consiguiente riesgo de ausencia de la triangulación relacional necesaria para el adecuado desarrollo del bebé, podemos encontramos también en una situación de riesgo interactivo autistizante. Este riesgo se acentúa y se agrava al potenciar y ser potenciado por los otros factores de riesgo descritos.
Notas
(1) La sonrisa intencional o social que aparece en el bebé a partir de la sexta semana, si todo va bien, es un indicador específico y fiable del comienzo del proceso de identificación empática con su cuidador y del acceso a la capacidad de intersubjetividad.
(2) La intersubjetividad hace referencia al desarrollo de la capacidad de establecer relaciones intersubjetivas con el otro, de compartir la experiencia subjetiva con el otro, tanto en lo intencional de las acciones y motivaciones del otro, como en la sensación de movimiento que comporta una determinada acción. También se refiere a lo cognitivo, es decir, la forma de pensar y sobre todo, y fundamentalmente, a lo emocional, es decir, en la forma de sentir del otro (Stern, 1991, 1999, 2005).
(3) Con la consiguiente dificultad para regular la integración sensorial y la empatía interactiva, base del desarrollo de la intersubjetividad, que a su vez, regula la intimidad del sujeto y entre sujetos.
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