El niño que sufre emocionalmente. El aumento de la psicopatología en la infancia del siglo
Fernando Dualde Beltrán
RESUMEN
Los trastornos del espectro autista (TEA) y de trastorno por déficit de atención con o sin hiperactividad (TDA/H) ocupan un lugar cada vez más preponderante. Junto a ellos, y por otros motivos, la disforia de género (DG) completa el grupo de etiquetas diagnósticas que retratan el sufrimiento emocional del niño y del adolescente. A pesar de ello, las escasas estadísticas oficiales no sugieren la existencia de un incremento de la psicopatología en la infancia española en el siglo XXI. Se exploran algunas de las causas que contribuyen a dicha situación y se proponen aproximaciones diagnósticas alternativas. Palabras clave: TEA, TDAH, Disforia de género, psicopatología.
ABSTRACT
The child who suffers emotionally. The increase of psychopathology in the infancy of the 21st century´s. Autism spectrum disorders (ASD) and attention deficit disorder with or without hyperactivity (AD / HD) occupy an increasingly preponderant place. Together with these and other reasons, gender dysphoria (GD) completes the group of diagnostic labels that show the emotional suffering of the child and the adolescent. Despite this, the scarce official statistics do not suggest the existence of an increase in psychopathology in Spanish childhood in the 21st century. Some of the causes that contribute to this situation are explored and alternative diagnostic approaches are proposed. Keywords: ASD, ADHD, Gender dysphoria, psychopathology.
RESUM
El nen que pateix emocionalment. L’augment de la psicopatologia en la infància del segle XXI. Els trastorns de l’espectre autista (TEA) i de trastorn per dèficit d’atenció amb o sense hiperactivitat (TDA/H) ocupen un lloc cada vegada més preponderant. Amb ells, i per altres motius, la disfòria de gènere (DG) completa el grup d’etiquetes diagnòstiques que retraten el patiment emocional del nen i de l’adolescent. Malgrat això, les escasses estadístiques oficials no suggereixen l’existència d’un increment de la psicopatologia en la infància espanyola en el segle XXI. S’exploren algunes de les causes que contribueixen a aquesta situació i es proposen aproximacions diagnòstiques alternatives. Paraules clau: TEA, TDAH, disfòria de gènere, psicopatologia.
¿Está aumentando la incidencia de patología mental en la infancia?
A juzgar por las noticias publicadas en los periódicos de distintas comunidades autónomas, durante los últimos 10 años parecería que asistimos a una epidemia (Alberola, 2016; De Antonio, 2009; García, 2017; Hospital de Manises, 2013; Información, 2008; Mouzo, 2016). Algo similar parecen indicar los escasos datos oficiales sobre demanda existentes en alguna comunidad autónoma (Cantó, 2014; Generalitat Valenciana, 2011, 2016). Una impresión similar se obtiene al revisar las cifras relativas al consumo de psicofármacos en niños, más específicamente las de aquellos empleados en el tratamiento del Trastorno por déficit de atención con o sin hiperactividad (TDA/H) (Criado y Romo, 2003; Criado, González, Romo, Moriano, Montero y Pérez, 2016; Información Farmacoterapéutica de La Comarca, 2013; Vázquez, 2017). No obstante, toda esta información puede dar lugar a una falsa impresión: mayor demanda y mayor consumo no significan, necesariamente, un aumento de la incidencia ni de la prevalencia. Además de las consabidas prevenciones metodológicas que hay que considerar a la hora de extrapolar los datos de consumo de fármacos para establecer la incidencia (Criado y Romo, 2003; Criado et al., 2016) este efecto podría explicarse por varios motivos. Así, la ausencia de series estadísticas fiables continuadas en el tiempo (Asociación Española de Neuropsiquiatría, 2009) dificulta el establecimiento de conclusiones sólidas que confirmen un incremento real de la patología. A ello se añade el efecto inclusivo que puede producirse como consecuencia de la modificación de los criterios diagnósticos de los sistemas de clasificación al uso (Rice et al., 2012). Otra serie de factores pueden igualmente contribuir a un incremento de la demanda: la mayor concienciación de la población general respecto al sufrimiento infantil; la mejora en la detección de los casos como consecuencia de una mejor formación de los profesionales; o el establecimiento de una red específica para la atención a la salud mental infantil, a pesar de ser incompleta y con deficiencias pendientes de subsanar. Pero también la menor tolerancia a determinadas conductas que pueden resultar socialmente molestas o inconvenientes, con el consiguiente intento de medicalización de las mismas, al igual que sucede con determinadas dificultades para adaptarse a las exigencias del sistema educativo. Finalmente, las presiones externas debidas a intereses comerciales, la menor tolerancia que se tiene hoy día en relación con el malestar cotidiano de la vida, o los cambios demográficos y sociales que han tenido lugar en los últimos años y que han dado lugar a una pérdida de apoyos y de transmisión de conocimientos que, en ocasiones, resultan básicos para llevar a cabo una crianza saludable (Assiego y Ubrich, 2015; Oliver, 2018) completan, sin intención de ser exhaustivo, la lista de posibles factores que contribuyen a explicar este incremento de la demanda de consultas y del consumo de psicofármacos en población infantil al que hemos asistido en los últimos años. Paradójicamente, las Encuestas Nacionales de Salud del Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad (2018), indican que el riesgo de mala salud mental entre 2006 y 2011 –última serie de datos disponibles– ha disminuido en el conjunto nacional tanto en población infantil como adulta. Además, ha mejorado la salud mental infantil evaluada con las escalas que valoran síntomas emocionales, problemas de conducta, hiperactividad, problemas con los compañeros y conducta prosocial, tanto de forma total como desagregada por rangos de edad y sexo (1). A modo de ejercicio lúdico, quisiera reflexionar hacia dónde puede evolucionar la psicopatología que veremos en nuestras consultas. Para ello, me gustaría considerar algunas de las circunstancias que pueden servirnos para explicar dicha evolución. Por citar unos pocos ejemplos, nos encontramos con la irrupción no solo de nuevas formas de familia, sino también de nuevas formas de parentalidad y de acceso a la misma, con lo que ello implica en términos de elaboración de los conflictos y de internalización de las figuras parentales (Béjar, 2017). A ello se añade la falta de apoyo o la pérdida del mismo en las arduas tareas de la crianza, con las consecuencias que ello conlleva (Assiego, V. y Ubrich, T., 2015). Por último, la presencia de las que seguimos llamando, anacrónicamente, “nuevas tecnologías”, cuya influencia sobre las relaciones personales en términos de inmediatez y ubicuidad establece un campo relacional con sus características propias. Las reflexiones de Baumann (2000) al respecto, sobre las que volveremos a propósito de la identidad, resultan totalmente pertinentes. ¿Cuáles son, por tanto, las predicciones? He decidido escoger tres etiquetas que engloban sendos cuadros clínicos relacionados con cada una de las etapas de desarrollo – primera infancia, latencia y adolescencia–. Cuadros que distan entre sí cuando atendemos al aspecto externo de los mismos pero que guardan una cierta relación en términos de dinámica interna. Son aquellos pacientes que irán cayendo sucesivamente en las diferentes etiquetas diagnósticas de las que posteriormente saldrán debido a su atipicidad. El informe de la OMS (WHO, 2005) que describe los rangos de edad típicos de presentación de unos pocos trastornos seleccionados nos pone sobre la pista: los trastornos del apego y los trastornos generalizados del desarrollo ocupan la primera infancia; las conductas disruptivas y los trastornos del estado de ánimo y de ansiedad, la edad de latencia, para continuar hasta la edad adulta; el abuso de sustancias y las psicosis del adulto, la adolescencia. Un vistazo al DSM-5 (APA, 2014), un texto que marca tendencia en la medida en que los diagnósticos emitidos se encaminan cada vez más hacia los que indica dicho manual, también nos puede dar una idea. El cambio realizado en la organización de los capítulos parece sugerir, de forma más clara que en ediciones previas, la agrupación del grueso de la patología infantil en torno a dos entidades sindrómicas: los trastornos del espectro autista (TEA) y el trastorno por déficit de atención con o sin hiperactividad (TDA/H), las estrellas de los trastornos del neurodesarrollo.
Los trastornos del espectro autista (TEA) con evolución posterior a psicosis
Cuando unos padres vienen a consulta, en ocasiones tras haber hecho un recorrido más o menos prolongado por otros recursos, se plantea que, aunque el niño cumple algunos de los criterios de autismo, no encaja con lo que hemos leído que es un autista. Por otra parte, en la anamnesis de chavales púberes y adolescentes no es extraño comprobar cómo, en más de un caso, les dijeron durante la primera infancia que “tenía rasgos autistas” o que, abiertamente, era un “autismo”. Incluso chavales en los que parecía no haber dudas respecto a su autismo, con el tiempo y, sobretodo, con la activación que produce la pubertad, parecen perder tales características para convertirse en algo diferente. A esos niños que tienen ese algo diferente es a quienes me voy a referir. Por un lado, los cambios sociales a los que antes hacía referencia ejercen una influencia tanto directa como remota sobre las condiciones en las que tiene lugar la crianza. Entre tales influencias interesa destacar ahora el modo en que se ve dificultado el establecimiento de un holding “suficientemente bueno” que permita al bebé desplegar toda la potencialidad con la que viene al mundo. La acción nociva se materializa a través de la interferencia con la estructuración del psiquismo, ya que no solo compromete los mecanismos de autorregulación –y de ahí la historia de problemas del sueño, de alimentación, de gestión de las frustraciones… –, sino que también ejerce su efecto sobre el establecimiento del apego y el desarrollo de la intersubjetividad –con el correlato de dificultades en la integración del esquema corporal, en la mentalización, en el desarrollo cognitivo, en la socialización, y, en última instancia, en el contacto con la realidad–. Abundando en esta idea, dichas alteraciones en la estructuración del psiquismo influirían en el desarrollo neurobiológico del cerebro en la medida en que limitarían las aferencias favorecedoras de un desarrollo saludable; cerebro que, a su vez, podría estar dañado desde su desarrollo inicial a raíz de las desventajas de todo tipo ocasionadas por la modificación en las condiciones generales de crianza ya citadas y que, por tanto, podría también estar en el origen de la secuencia de dificultades arriba indicadas. La consecuencia de toda esta serie de factores sería la irrupción, en términos psicodinámicos, de intensas angustias de fragmentación que encontrarían en el repliegue sobre sí mismo, la retirada del contacto visual, la reducción de las vocalizaciones, el menor reclamo del adulto y toda otra serie de mecanismos de defensa arcaicos, un recurso aceptable para frenar la sobrexcitación así como un daño en su siempre frágil autoestima, como nos recuerda Kohut (1989) a propósito de las personalidades narcisistas. El despliegue de dichos mecanismos es lo que ofrece un aspecto externo que podrá ser fácilmente etiquetado como TEA, etiqueta que apenas ofrece idea de una posible evolución. Por otro lado, en línea con las críticas que ha suscitado la sustitución de la categoría de trastornos generalizados del desarrollo por la de TEA en el DSM–5, resulta que bajo esa etiqueta tan amplia e inespecífica se privilegia una forma de funcionar –un determinado tipo de defensas– donde se pierde la riqueza para poder apreciar las diferencias entre cuadros sumamente graves –el autismo clásico tipo Kanner, por ejemplo– y otros cuadros que, igualmente graves por el sufrimiento que comportan, presentan un pronóstico algo más favorable. Esta indefinición podemos encontrarla en el apartado dedicado a la comorbilidad del autismo, cuando se indica que “muchos individuos con trastorno del espectro autista tienen síntomas psiquiátricos que no forman parte de los criterios diagnósticos del trastorno (aproximadamente el 70 % de los individuos con trastorno del espectro autista puede tener un trastorno mental comórbido, y el 40 % puede tener dos o más trastornos mentales comórbidos)” (APA, 2014). ¿Comorbilidad o resultado de la sobreinclusión de cuadros dispares bajo el paraguas de TEA? Lo que en ocasiones vemos en la evolución de los niños previamente diagnosticados así son cuadros que, desde un punto de vista psicodinámico, entrarían dentro del grupo de las psicosis. Son los cuadros que los autores franceses han agrupado bajo el concepto de disarmonías psicóticas –aunque, en ocasiones, también incluiría algunas disarmonías evolutivas propias de las patologías límite de la infancia– y que guardan una estrecha relación con el olvidado trastorno del desarrollo multiplex (Cohen, Paul y Volkmar, 1986; Contreras, 2007; Tordjman et al., 1997). Se trataría de la constatación de que las dificultades detectadas inicialmente, entre las que el retraimiento sería uno más de los mecanismos de defensa, evolucionan hacia una estructuración psicótica. Pero en la medida en que también hay otros recursos disponibles, se logra una estructuración que, aunque frágil, permite una evolución que poco a poco los aleja de las características iniciales del cuadro. Son los niños que van quedando en los márgenes del sistema educativo. Pero también aquellos otros con síntomas menos evidentes que, posteriormente, con la entrada en la pubertad y la adolescencia, correrán el riesgo de desembocar en una enfermedad mental grave (García, 2017). Así pues, la primera predicción es el aumento de los casos que, diagnosticados inicialmente como TEA, debutarán como cuadros psicóticos en la adolescencia.
Las patologías límite de la infancia con resolución a modo de personalidades narcisistas
En la práctica diaria, en el medio escolar, en la vida cotidiana sorprende la elevada frecuencia de diagnósticos de TDA/H que, al igual que sucede con el TEA, seguramente está muy por encima de la prevalencia real. La imprecisión en la definición del TDA/H, al igual que sucede con el TEA, puede llevar –y, de hecho, lleva– a que cualquier niño en edad escolar que presenta dificultades de cierta envergadura reciba ese diagnóstico, por más que en muchas ocasiones no cumpla los criterios necesarios. Más allá de la crítica al concepto, lo que interesa rescatar ahora es que se trata de una etiqueta que engloba a un grupo heterogéneo de pacientes. Esta hipotética relación entre ambas entidades sugerida en el párrafo anterior es, en realidad, una de las tendencias actuales que surgen a partir de la perspectiva que plantea el DSM-5, como bien ilustra el texto de Carrascosa y De Cabo (2015): “a la vista de los criterios del nuevo DSM-5, que permiten los diagnósticos duales de los comportamientos de TEA y TDA/H, más investigaciones acerca del solapamiento clínico de estas dos condiciones posiblemente mejore nuestra comprensión de los factores etiológicos/genéticos y de los mecanismos metabólicos comunes de estos trastornos, así como de la secuencia adecuada de intervenciones terapéuticas y de tratamiento farmacológico en los casos de coexistencia, especialmente en la infancia temprana. Queda por averiguar si las intervenciones tempranas pueden modificar el curso del TEA in statu nascendi, entendido como un continuum con otros trastornos del neurodesarrollo como el TDA/H o el trastorno de la comunicación social de tipo leve o moderado”. Lo que parece sugerir el DSM-5 en términos de continuidad o solapamiento entre el TEA y el TDAH podría ser, en realidad, consecuencia de la progresiva indiferenciación en la definición de ambos cuadros como consecuencia de la modificación de los criterios diagnósticos, tal vez en su intento por recoger, de la forma menos condicionada posible por la teoría, el devenir del grueso de pacientes que conforma la psicopatología de la infancia. Desde una perspectiva dinámica, esa continuidad entre ambas entidades se expresa en términos de funcionamiento psíquico, de modo que un mismo tipo de dificultades en la estructuración del psiquismo recibiría diferentes etiquetas diagnósticas en diferentes momentos del desarrollo. Por ello, más allá de la existencia de una hipotética vía común para ambos tipos de trastornos, merece la pena insistir en el concepto de las patologías límites de la infancia de Misès (2000), que otros autores hacen coincidir con el TDA/H (Janín, 2004; Lasa, 2008). Lo que interesa de esta concepción es que en función de los diferentes factores que confluyen -genéticos, hereditarios, temperamento, crianza…–, y del momento y duración de sus influencias, se produciría una discontinuidad de los cuidados parentales responsable de fallas más o menos significativas en la estructuración del psiquismo de los niños. Dichas fallas darían lugar a una sintomatología que podría ser etiquetada como TEA, cuando el daño fuera más extenso y/o temprano, los mecanismos de defensa fueran más arcaicos y la sintomatología apareciera de forma más temprana; o bien podría ser diagnosticada de TDA/H, cuando el daño fuera menos extenso y/o tardío, se lograra recurrir a otros mecanismos de defensa más elaborados y la sintomatología apareciera en una edad posterior. Este enfoque, a su vez, explicaría la transición de un cuadro al otro, evitando la siempre farragosa cuestión, desde un punto de vista epistemológico, de la comorbilidad: las dificultades vistas como TEA en la primera infancia, con la maduración y desarrollo posteriores, pasarían a adoptar la forma de un TDA/H. Por los mismos motivos, la continuidad que evocaría el DSM-5 entre dos trastornos aparentemente tan dispares quedaría desmontada si se reservara el diagnóstico de autismo para casos graves y se empleara otro término para los casos diferentes. No obstante, si bien el concepto de patologías límites de la infancia rellena ese hueco, en la medida en que hace referencia a unos cuadros proteiformes que señalan una falta de organización –o una organización deficiente– del psiquismo, abierta a muchas evoluciones posibles, e indicativa de un sufrimiento mayor que el que acompaña a las neurosis y a los trastornos del carácter, no está exento de críticas ya comentadas en otro lugar (Dualde y Becerra, en prensa), principalmente por el riesgo de caer en la misma inespecificidad que la de otros constructos teóricos como el TDA/H. Más allá de si está o no justificado el empleo de la etiqueta de TDA/H, las estadísticas referidas en el primer apartado indican cómo el empleo prioritario de ese diagnóstico –o el recurso significativamente elevado a la medicación indicada para su tratamiento farmacológico–, hablan de la existencia de un malestar, como ilustra Londoño Paredes (2017), que se acompaña de un incremento de las dificultades para la estructuración psíquica. Y es que en un periodo del desarrollo donde una de las labores principales es la construcción de la propia personalidad, las carencias iniciales redundarán en la insuficiencia de las identificaciones y comprometerán el establecimiento de los vínculos, dejando un terreno abonado para acogerse a modelos – las etiquetas diagnósticas– en torno a los cuales se estructurará la identidad. Fenichel (1941) ya planteaba esta cuestión a propósito de la importancia que tienen las identificaciones en el proceso de estructuración del carácter: cómo la identificación con objetos mal elegidos conduce a la creación de rasgos patológicos de carácter; cómo los cambios frecuentes y rápidos en el medio ambiente del niño –la discontinuidad de cuidados parentales a la que antes hacíamos referencia– dificulta el establecimiento de identificaciones duraderas; cómo, en suma, “cada ambiente cultural tiende a producir estructuras caracterológicas similares en la mayoría de los niños que crecen bajo su influencia, frustrando ciertos impulsos, estimulando otros, formando ideales y deseos, surgiendo modos de defensa y soluciones para los conflictos creados por esas mismas sugestiones. De este modo, la denominación de trastornos del carácter corresponde a cosas bien diferentes en diferentes condiciones culturales. Lo que representa el orden en un medio ambiente significa desorden en otro”. Este balizado estará también sostenido por las expectativas sociales, tal y como desarrolla Novella (2015) en su trabajo acerca de las identidades inestables que remiten “a un mundo que ha perdido el rumbo y los referentes, pero que ofrece todo tipo de herramientas de navegación y posibilidades de identificación; un mundo que fomenta la riqueza expresiva, pero que tiende a disolverla en la búsqueda incesante de la espectacularidad, la inmediatez y el impacto; un mundo, en definitiva, que oscila permanentemente entre la omnipotencia y la insuficiencia, la oportunidad y la desesperación, la abundancia y el vacío”. Esta tendencia evolutiva característica de nuestro tiempo también es señalada por otros autores (Knauer, 2017) desde una perspectiva clínica al indicar cómo en la adolescencia el nuevo malestar psíquico toma sobre todo la forma de sentimientos de insuficiencia que se asemejan, a menudo, a la depresión. Esto nos devuelve a las patologías límites de la infancia, una de cuyas posibles salidas es hacia las personalidades narcisistas (Misès, 2000), salida que resulta adaptativa y puede ser muy aceptada socialmente, desde formas más benignas hasta aquellas otras más dañinas. Ejemplos ilustrativos de ello los vemos en todas las áreas de nuestra vida: algunos concursantes de programas de cocina, tertulianos, tronistas; políticos; compañeros y jefes tóxicos; parejas sustentadas por el culto al cuerpo en un intento por retener una adolescencia eterna… En ellos apreciamos la dificultad para escuchar al otro, máxime cuando lo que el otro tiene que decir sentimos que pueda ser una amenaza para nuestra identidad; la dificultad para tolerar la frustración y la crítica, con el recurso a la devaluación y el ataque al otro en la habitual espiral de y tú más; la falta de empatía, de poder colocarse en el lugar del otro para entender sus motivos y vivencias; sin olvidar a la presencia, en ocasiones, de rasgos paranoicos y psicopáticos acompañantes. Todo ello sin olvidar cómo el estado actual de la psicopatología dominante, con la preponderancia del diagnóstico de TDA/H, ha provocado la desaparición del concepto de psicosis infantil entre los propios profesionales de la salud mental infantil y, a consecuencia de ello, la eventual evolución que pueden sufrir las patologías límites de la infancia hacia una psicosis en la adolescencia acaba resultando en una sorpresa surgida de la nada, frente a la que no se ha podido apenas intervenir. Por todo ello, la segunda predicción aventura el aumento de la prevalencia de las variantes narcisistas de patología de la personalidad como salida estructurada a los abundantísimos casos etiquetados de TDA/H.
Disforia de género como paradigma de la psicopatología posmoderna
Resulta tentador explicar las vicisitudes de la psicopatología a la luz de las características de la posmodernidad. De hecho, la cuestión de la identidad sexual y las numerosas variantes de género parecen darle la razón. Numerosos autores, entre los que cabe citar a Álvarez (2008), nos han mostrado cómo las enfermedades mentales son un constructo teórico que intenta atrapar, en cada época histórica, las peculiaridades de lo que se considera extravío moral, conducta desviada, sufrimiento emocional. En este caso, del mismo modo que la problemática narcisista de la personalidad a la que hemos hecho referencia en el apartado anterior podría ilustrar la crisis de la modernidad y el paso a la posmodernidad, la narrativa de la identidad de género, impregnada como está del discurso de esta última, ilustraría de forma prototípica la psico(pato)logía de la posmodernidad. Abundando en ello, así como en el siglo XIX el discurso psiquiátrico buscaba su legitimación como disciplina médica y científica a partir de la actividad del colectivo profesional los alienistas (Huertas, 2002), en el siglo actual ese discurso se configura de manera diferente pues está sometido a las tensiones que emanan del diverso poder de influencia de los diferentes grupos de presión: colectivos profesionales, legisladores, gestores, proveedores de servicios, industria farmacéutica, sistema educativo, asociaciones cívicas, usuarios… De la capacidad de conciliar, en la medida de lo posible, las diferentes tensiones, dependerá la mayor o menor aceptación del constructo teórico resultante. En este sentido, parece importante destacar cómo una de las últimas influencias en aparecer, pero no por ello menos importante, es la derivada del auotempoderamiento de los usuarios a través de colectivos y de asociaciones de pacientes y familiares. Esta fuerza, capaz de generar –o de presionar para que se genere– un discurso alternativo al que elabora la psiquiatría oficial, tiene en la identidad de género uno de los mejores ejemplos (World Professional Association for Transgender Health [WPATH], 2010), tal y como ha quedado demostrado, por ejemplo, en los cambios en el texto de la Ley 3/2007, de 15 de marzo, reguladora de la rectificación registral de la mención relativa al sexo de las personas (2017), en trámite de aprobación por el parlamento español, en consonancia con la declaración de la WPATH (2015). Éste y otros ejemplos (Mad in America, 2017) contribuyen a generar una sensación de pérdida en la capacidad en la elaboración –y control– del discurso psicopatológico que acusa una parte del colectivo psiquiátrico / psicológico. Y esa pérdida de influencia por parte de quienes se encuentran en la primera línea de la atención puede acabar repercutiendo en la calidad de los servicios que recibe el paciente, en la medida en que se produce un hiato significativo entre las expectativas que se le han generado al usuario y la realidad ofrecida por el sistema de salud. No se trata de negar el sufrimiento psíquico, sino de entender que la labor descriptiva y taxonómica de la psicopatología va por detrás de los acontecimientos, a los que intenta dar una coherencia y una explicación. Inevitablemente condicionada por el entorno social, la psicopatología se ve sometida a una serie de tensiones que hoy en día, a propósito de los cambios sociales sobrevenidos que caracterizan la modernidad tardía, son aún más intensas. En ese contexto, la labor del profesional de la salud mental se torna más compleja. Una dificultad a la hora de abordar la cuestión de la variabilidad de género estriba en el desconocimiento –o la omisión voluntaria– de las vicisitudes del desarrollo del concepto de la identidad y su relación con la sexualidad y el género (Pfäfflin, 2014). Dicho concepto –el de la identidad– surge en el contexto de la tradición filosófica centroeuropea del siglo XIX y recibe aportaciones posteriores de parte de la sociología que, apoyada en el modelo freudiano de estructuración de la personalidad, culmina en la obra de Erikson. Diversas aproximaciones psicoanalíticas a la cuestión plantean que la experiencia de identidad no sería innata, sino que más bien se trataría de un constructo que se elaboraría en el contexto de la relación con el otro, poniendo el foco en la experiencia subjetiva de la identidad; que dicho proceso estaría íntimamente relacionado con el control de las pulsiones; y que debería entenderse en términos de funcionamiento en lugar de quedar restringido a su contenido, como habitualmente sucede con las definiciones categoriales (Vanheule y Verhaeghe, 2009). A ello hay que añadir la distorsión provocada por la introducción del término género, que responde a las necesidades lingüísticas del inglés pero que carece de sentido tanto en las lenguas románicas como en el alemán. En la medida en dicho término –el género– ocupa un lugar preponderante en el discurso imperante en torno a la sexualidad, ha terminado por oponerse al término sexo con la renuncia dialéctica a integrar los conceptos de naturaleza y ambiente. Además, es en el transcurso de esas vicisitudes cuando se desglosan y alcanzan autonomía conceptual aspectos parciales del género tales como la identidad, el rol y la expresión del mismo, hasta acabar formado parte del cuerpo teórico de textos de notable peso en el campo de la variabilidad de género, como las Normas de atención para la salud de personas trans y con variabilidad de género (WPATH, 2012). Conforme a estos planteamientos la cuestión de la identidad se vería reducida, en gran medida, a la forma en la que se vive el propio género, de modo que las categorías tradicionales de masculino y femenino resultarían insuficientes para atrapar la complejidad de una experiencia que se asume como variable, cambiante, inconstante… Cobrarían así sentido las 71 opciones de género que contemplaba Facebook en 2014 para los usuarios del Reino Unido, o las 37 que ofrece Tinder desde 2017. Tal vez por todo ello el DSM-5 lleva a cabo el reemplazo del Trastorno de identidad de género por el de Disforia de género: “el término actual es más descriptivo que el anterior término del DSM-IV, de trastorno de identidad de género, y se centra en la disforia como problema clínico, y no en la identidad per se” (APA, 2014, p. 451). Se desentiende así del conflicto principal –la complejidad de la elaboración de la identidad y las dificultades que pueden sobrevenir en dicho proceso– en la medida que trasciende la dimensión clínica y pasa a ser abordado también desde la sociología (Giddens, 1995), para focalizarse en la disforia, concepto menos expuesto a debate por parte del público general, aunque no por ello exento de controversias. Se dan, por tanto, los elementos necesarios para que las diferentes administraciones privilegien la identidad expresada por el individuo y quede en un plano accesorio la eventual presencia de psicopatología asociada a la misma. Así, la eliminación del requisito de la valoración psiquiátrica / psicológica en menores, entendida como un logro en el reconocimiento de los derechos individuales, puede acarrear la ausencia de un apoyo psicológico que permita al individuo en desarrollo transitar por un proceso enormemente complejo debido a las dinámicas emocionales que se entran en juego. Ello, sin olvidar que las decisiones garantistas de la Administración, cuando no van implementadas de la correspondiente dotación económica y de personal, corren el riesgo de convertirse en papel mojado, pues pueden dejar sin cobertura un problema que requiere una atención prioritaria. Descendiendo al terreno de la práctica cotidiana, quedaría por resolver la cuestión de cómo abordar, en un sistema todavía marcado por los postulados más tradicionales de la modernidad, un concepto cada vez más cargado de una visión posmoderna del mundo. La contradicción frente a la que nos encontramos es que se pide / exige a los profesionales certificar con su propia subjetividad la subjetividad del otro en función de unos parámetros que no sólo no forman parte de un lenguaje común, sino que cuestionan incluso su validez epistemológica como referencia para determinar la normalidad / patología. Esto es particularmente significativo en el caso de la llamada disforia de género, donde lo que puede ser un momento evolutivo de una personalidad en desarrollo se le dota de las características de validez absoluta… aunque sólo sea por un tiempo. El trabajo de Wren (2014) ofrece una perspectiva interesante que intenta evitar una posible colisión entre los distintos actores –en última instancia entre usuarios y profesionales–, ante el riesgo de que la disparidad de criterio acerca de la variabilidad de la identidad de género entre unos y otros ocupe el lugar central de la intervención sin que pueda llegar a abordarse el motivo real de consulta. La labor del profesional sería, para esta autora, facilitar a la persona trans un espacio de reflexión donde co-construir, fuera de una visión categorial / binarista de la identidad sexual, una autonarrativa acerca de cómo es vivido el propio género en un contexto donde el significado de trans está en constante redefinición. Se trata de una tarea similar a la que describe Foucault (2005) en torno la de elaboración de una identidad homosexual en la edad moderna. Ahora bien, al hilo de la deconstrucción discursiva del conocimiento que conlleva la posmodernidad, ¿tiene sentido desgajar la sexualidad como elemento autónomo de la identidad del individuo, tal y como sugieren los planteamientos vistos hasta ahora? En la medida en que se cuestiona el binarismo, parecería que la consecuencia inevitable sería la crítica y deconstrucción de la dualidad de género. Sin embargo, una crítica a este punto de vista parcial, junto con una explicación más profunda del devenir de la identidad, la encontramos en el excelente trabajo de Tubert (2003), de obligada lectura. En él nos muestra cómo Freud lleva a cabo una labor igualmente deconstructiva de las categorías de masculino y femenino operando, paradójicamente, con términos producto de una lógica binaria: “he mencionado la dificultad de transponer a lo psíquico una construcción binaria de las categorías sexuales (masculino–femenino) que toma como modelo el dimorfismo sexual anatómico y pretende superponerlo al polimorfismo de la realidad psíquica. Toda explicación que se apoye en analogías con el cuerpo orgánico –que no es, por otra parte, el cuerpo real, sino el cuerpo construido por la biología– será necesariamente imaginaria porque no toma en consideración la heterogeneidad del organismo y el cuerpo erógeno, cuerpo que la historia de cada sujeto configura como una cartografía particular del placer y del dolor” (p. 369). Para esta autora, la clave se encontraría en las vicisitudes que atraviesa el desarrollo del individuo hasta la lograr la estructuración psíquica, con especial énfasis en el logro del control instintivo por parte del yo y, por ende, en la integración del impulso sexual, indeterminado y dotado de múltiples posibilidades derivadas de su polimorfismo. Desde un punto de vista psicodinámico, esta cuestión reviste importancia pues remite, por un lado, a la construcción personal de la identidad de cada individuo, que progresa a través de múltiples vicisitudes y la convierten en un producto único. Y, por otro, a la dificultad para la elaboración de algunos de los conflictos universales por los que atraviesa el desarrollo del individuo, principalmente la elaboración del complejo de Edipo y de la angustia de castración. Siguiendo dichos argumentos, masculinidad y feminidad serían, por tanto, el punto de llegada en el proceso de elaboración de la propia identidad y no el de partida. Dicho proceso partiría, en origen, de la diferencia anatómica y, en la medida en que dicha diferencia remitiría a una falta –o, mejor dicho, a la representación psíquica de una falta–. Se pondrían entonces en marcha los complejos mecanismos que darían lugar, tras muchas vicisitudes, a la estructuración del aparato psíquico. Todo ello en un contexto donde la intersubjetividad, la relación con el otro y, en última instancia, la relación con la sociedad, acabarían configurando la identidad en un proceso mutuamente influyente; identidad que tiene que establecerse, ineludiblemente, sobre un cuerpo sexuado: “[L]a imagen que tenemos de nosotros mismos no es una función psicológica aislada, sino una representación narcisista del yo que se modela en función de un ideal correspondiente a los emblemas culturalmente propuestos para cada sexo, mediatizados por los personajes de nuestro entorno a los que deseamos o con los cuales nos identificamos” (pp. 388 y 379). Esta perspectiva enriquece y supera los planteamientos terapéuticos de Wren, en la medida en que va más allá del objetivo de ayudar a elaborar una narrativa respecto a la propia identidad, sustentada en el género, para plantear que la labor del terapeuta debe estar al servicio de integrar la sexualidad en sentido amplio, esto es, el deseo y los conflictos a los que éste da lugar. Y es que, como Tubert misma nos previene, ubicar el género en un primer plano corre el riesgo de ocultar por completo el auténtica trabajo que comporta la elaboración de la identidad, en los términos en los que la venimos definiendo. Desde esta perspectiva, la variabilidad de género supondría, por tanto, la permanencia en una indefinición que, favorecida por los cambios socioculturales y por la ideología dominante de relativización, serviría tanto para negar la diferencia básica –el cuerpo sexuado– de la que parte el proceso de elaboración de la identidad, como para obviar una de las labores principales de dicho proceso, la integración y apropiación del deseo sexual, con los inevitables conflictos a que ello da lugar. En última instancia se llegaría “lugar común”, las palabras de Reiche (1997, citado por Tubert, 2003) que tantos autores reproducen: “el género se convierte en la metáfora central de una época: la identidad encubre tanto la sexualidad como su carácter problemático. El triunfo del género sobre el sexo es un triunfo de los tiempos, en tanto borra los límites entre los sexos y elimina el conflicto a través de la afirmación de la propia identidad; condensa el deseo de una sexualidad libre de conflictos al precio de la represión de la sexualidad”. Así pues, la tercera predicción es que asistiremos al incremento de casos relacionados con la compleja situación que lleva aparejada la variablidad de género. En otras palabras, la disforia de género, en tanto que una las variantes más evidentes de la difusión de la identidad, puede convertirse en una señal definitoria de nuestra época. A modo de conclusión En los mismos ríos entramos y no entramos, pues somos y no somos los mismos Heráclito El mundo ha cambiado. De hecho, es siempre cambiante si bien, en algunas épocas, la velocidad a la que se suceden los cambios nos fuerza a tener que adaptarnos con mayor rapidez, lo que no siempre es posible. Esto quiere decir que nos enfrentamos a problemas nuevos con viejas herramientas que pueden, o no, dar cuenta de tales cambios y novedades. Por otra parte, como profesionales, podemos sentir la necesidad de que haya una constancia en los “objetos” de nuestro trabajo, en nuestros conocimientos… que algunas cosas permanezcan y que determinados saberes sean perdurables, deseando que sean útiles más allá de la cultura y de las sociedades a lo largo del tiempo. En el caso de la llamada variabilidad de género, así como en las nuevas formas de parentalidad, las tensiones son inevitables. De igual modo, la cuestión de determinar qué es salud mental y qué no lo es, de dar valor creativo a la psicosis frente a su potencial empobrecedor, es una cuestión seguramente irresoluble. He aventurado la hipotética predominancia de una serie de diagnósticos que, por diferentes motivos, parecen ocupar un lugar central en la práctica clínica de la salud mental infantil de la época actual. Espero que las ideas expuestas a lo largo de estas páginas contribuyan a conjurar el riesgo de que dicha preeminencia anule la necesaria reflexión que cada uno de nosotros debemos llevar a cabo, constantemente, con cada paciente para lograr que el potencial evolutivo del niño –del ser humano– siga siendo esa fuerza al servicio del desarrollo que es importante cuidar, atender, trabajar… para lograr una estructuración sólida de su psiquismo, de su personalidad.
Agradecimientos
A Libertad Orazi y a los compañeros del grupo de Alicante por su propuesta de reflexión que ha dado lugar a este trabajo.
Notas
Existen diferencias entre comunidades autónomas, siendo llamativo el empeoramiento en el País Vasco en las cinco áreas estudiadas –pese a la inversión realizada en salud mental infantil– y el de Asturias, Extremadura y Murcia en cuatro de las cinco áreas. Por variables, la hiperactividad es, curiosamente, la que menos empeora, estando afectada sólo en Asturias, Cataluña, Navarra y País Vasco.
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