La dimensión clínica de la teoría del apego  ¿Una promesa aún incumplida?

Antonio Galán Rodríguez

 

RESUMEN  

La dimensión clínica de la teoría del apego. ¿Una promesa aún incumplida? Existe un desequilibrio entre los logros científicos de la teoría del apego y su desarrollo clínico. Abordamos factores explicativos: predominio de investigadores en su desarrollo, falta de empuje decidido para proponer un modelo terapéutico, sobredimen­sionar su poder explicativo y reticencia de Bowlby a desarrollar otra escuela de psicoterapia. Planteamos la conveniencia de situar el apego en un contexto evolutivo amplio, conceptuar mejor sus disfunciones, reconocer plenamente su presencia en terapia y considerar su multidimensionalidad. Palabras clave: apego, intervención clínica, psicoterapia.

ABSTRACT 

The clinical dimension of the attachment theory. Is it still a promise to be fulfilled? The scientific achievements of the Theory of Attachment and its clinical development lack equilibrium. We address the following explanatory factors: the predominance of researchers in its development, the lack of determined verve to propose a the­rapeutic model, its overblown explanatory power, and Bowlby’s reluctance for another psychotherapy school. We outline the attachment in a broad evolutionary context, conceptualize better its dysfunctions, and fully re­cognize its presence in therapy considering its multidimensionality. Keywords: attachment, clinical intervention, psychotherapy.  

RESUM 

La dimensió clínica de la teoria de l’aferrament: una promesa encara incomplerta? Existeix un desequilibri entre els assoliments científics de la teoria de l’aferrament i el seu desenvolupament clínic. Abordem factors explicatius: predomini d’investigadors en el desenvolupament, falta d’empenta decidida per proposar un model terapèutic, sobredimensionar-ne el poder explicatiu i reticència de Bowlby a desenvolupar una altra escola de psicoteràpia. Plantegem la conveniència de situar l’aferrament en un context evolutiu ampli, conceptualitzar-ne millor les disfuncions, reconèixer plenament la seva presència a la teràpia i considerar-ne la multidimensionalitat. Paraules clau: aferrament, intervenció clínica, psicoteràpia.

¿Una promesa incumplida?

Posiblemente la teoría del apego sea el enfo­que socioemocional más relevante en el ámbito de la Salud Mental. Su desarrollo científico resul­ta fascinante y conocerla resulta ineludible para un profesional que busque entender el desarro­llo del ser humano. Su presencia en los planes de estudio y las numerosas publicaciones especializadas reflejan su solidez científica. Para los clínicos, una teoría tan bien fundamen­tada resulta de indudable atractivo y de ahí las altas expectativas que ha despertado; expecta­tivas que pueden verse frustradas al comprobar cómo los aspectos clínicos y aplicados apare­cen claramente infradesarrollados respecto a los evolutivos e investigadores. En efecto, este desa­rrollo ha sido más lento, dificultoso e incompleto. Considerando que su creador fue ante todo un clínico, llama la atención que la gran asig­natura pendiente de la teoría del apego sea precisamente su desarrollo clínico y terapéu­tico. El propio Bowlby lo señaló, cuando des­cribió como inesperado “el hecho de que, aun­que la teoría del apego fue formulada por un clínico para utilizarla en el diagnóstico y tra­tamiento de familias y pacientes perturbados emocionalmente, su uso hasta el momento ha sido principalmente el de promover la inves­tigación de la psicología evolutiva” (Bowlby, 1989; p. 9).  El resultado es que muchos profesionales interesados por las aportaciones de esta teo­ría se sienten perdidos cuando intentan apli­carla en su práctica clínica, especialmente con población adulta (Renn, 2017); aunque existen terapias específicas y exitosas, es evi­dente: • No hay una aproximación terapéutica clara­mente basada en el apego, en el sentido de técnicas e intervenciones específicas direc­tamente vinculadas o prescritas por la teoría del apego (Eagle, 2017); de hecho, se habla frecuentemente de terapias “inspiradas en” o “informadas por” el apego. • La existencia de debates irresueltos en torno a la entidad de las disfunciones en el apego (Allen, 2016). • La presencia de muchas propuestas ampara­das en el apego, pero que en realidad utilizan éste como una atractiva etiqueta con la que rotular intervenciones ya formuladas desde otros modelos. A esto habría que añadir la in­cómoda existencia de formatos de tratamien­to cuestionables técnica y éticamente, que se cobijan bajo la denominación “terapias de apego” (Allen, 2011b).  ¿Por qué aplicar un concepto que no da lu­gar a procedimientos diagnósticos, clasifica­ciones y terapias consensuadas? La teoría del apego constituye una aportación fundamental para entender el desarrollo humano y merece la pena indagar en torno al origen de esta lla­mativa anomalía, y sobre todo proponer algu­nas orientaciones que acerquen a los clínicos al cumplimiento de esas expectativas que una teoría tan brillante llega a generar. Ése es el ob­jetivo de este artículo.

Buscando explicaciones

Posiblemente la situación descrita constituya el resultado de un conglomerado de variables difíciles de delimitar. No obstante, el abordaje de algunas de ellas nos ayudará a ofrecer propues­tas para avanzar en el desarrollo de la perspec­tiva clínica y terapéutica de la teoría del apego. ¿El secuestro de los académicos? Desde sus orígenes la evolución de la Teoría del Apego se vio condicionada por las perso­nas que asumieron su estudio. Tras las propues­tas iniciales de Bowlby, la teoría del apego se convirtió en propiedad intelectual de los acadé­micos, más que de los psicoterapeutas, dando lugar a la ironía de que mientras aquél pasaba la mayor parte de su tiempo tratando pacien­tes, sus teorías eran evaluadas por investigado­res que habitualmente tenían escasa práctica clínica (Allen, 2016; Wallin, 2007). Si bien esto no justificaría totalmente la anomalía que se­ñalábamos anteriormente, ayuda a entender la existencia de una brecha no siempre cubierta entre el ámbito de la investigación (plagada de logros) y el de la práctica clínica (con un desa­rrollo deficitario).  Una de sus manifestaciones más evidentes es el desajuste entre la valía de los instrumentos de evaluación (metodológicamente muy des­tacables, como el Procedimiento de Situación Extraña o la Adult Attachment Interview) y su difícil aplicación en el ámbito clínico; en efec­to, aunque muy atractivos, tienden a demandar mucho tiempo en su aplicación y corrección, sin olvidar el aparataje que pueden requerir (pro­pios de laboratorios) o los costosos procesos de acreditación que muchos de ellos imponen. De hecho, esta situación ha dado lugar a recientes llamadas a buscar otros formatos de evalua­ción o a adaptar los existentes al entorno clínico (Slade, 2004). Una situación similar se plantea con algunos modelos de intervención que pue­den resultar sumamente atractivos, pero cuya aplicación demanda un despliegue de medios materiales y humanos que los convierten en in­accesibles para un clínico que trabaje en un con­texto aplicado generalista (es decir, no en servi­cios especializados o amparados por proyectos de investigación). Pensemos, por ejemplo, en la interesantísima propuesta del Circle of Securi­ty Project (Marvin, Cooper, Hoffman y Powell, 2002), cuyas bases teóricas y su metodología de intervención resultan muy atractivos; pero su implementación implica que, además de las 20 sesiones grupales con los pacientes, haya que dedicar mucho tiempo grabando interacciones padres-hijos, con posteriores visionados y edi­ciones. Indudablemente, esa inversión de tiem­po excede las posibilidades de muchos disposi­tivos asistenciales.  ¿Indecisos en un mundo altamente competitivo? La historia de la teoría del apego ha transcu­rrido en paralelo a grandes contribuciones en el ámbito de la psicoterapia. Cuando inició su an­dadura, el modelo psicoanalítico era dominante y con éste libró sus primeras batallas; pero se trataba fundamentalmente de una discusión en torno a cuestiones epistemológicas y teóricas, donde lo terapéutico ocupaba un lugar secun­dario. Poco después debió enfrentarse al mo­delo conductual (más tarde cognitivo-conduc­tual), que protagonizó un brillante y arrollador despliegue en el campo de la psicología; y cuan­do surgieron los enfoques humanistas, estos no atendieron mucho a la teoría del apego, quizá porque la situaban en un denostado entorno cientifista y académico. Más adelante irrumpie­ron formatos muy atrayentes en el ámbito de la intervención familiar, por lo novedoso de sus aportaciones teóricas y metodológicas, o el ca­risma de los iconoclastas pioneros. Frente a es­tas grandes contribuciones, la teoría del apego nunca ofreció una decidida propuesta alterna­tiva que se situase al nivel del entusiasmo que impulsaba a aquéllas y, de hecho, ni tan siquie­ra incluía una clara teoría del cambio (Fonagy y Campbell, 2017). ¿Cuándo los éxitos conducen a errores? La potencia explicativa del apego ha dado lugar a visiones simplistas que sobrevaloran esta dimensión evolutiva. No es raro encontrar planteamientos que sobredimensionan su ca­pacidad explicativa y predictiva (como si cono­ciendo el funcionamiento del sistema de apego en la infancia pudiéramos explicar totalmente el presente y predecir con seguridad el futuro). Esto ha llevado a desconsiderar otras variables evolutivas con las que, de hecho, el apego se interrelaciona de una forma dinámica y a veces intrincada. Esta concepción errónea y simpli­ficadora se opone a los principios básicos del apego y, además, atenta contra la credibilidad de la teoría. Esta visión simplificadora y sobre-abarcado­ra ha tenido su manifestación más polémica en el ámbito de la psicopatología y la terapia, girando en torno a los conceptos de trastorno del apego y terapia de apego. En un determi­nado momento las clasificaciones internacio­nales más reconocidas (DSM y CIE) dejaron un espacio para los trastornos del apego, lo que fue percibido como un gran triunfo de esta teoría. No obstante, se convirtieron en cate­gorías diagnósticas controvertidas y, especial­mente, cuando su uso se generalizó indebida­mente. De lo que se estaba hablando era de niños con conductas sociales muy alteradas, que parecían vinculadas a prácticas de cuida­do muy disfuncionales y la gran pregunta era si recurrir al apego constituía la mejor manera de conceptuarlas (véase una revisión reciente apoyando la entidad de estas categorías clí­nicas en Zeanah y Gleason, 2015; y una crítica a ellas en Allen, 2016). Más allá de las cuestio­nes conceptuales, lo cierto es que en algunos contextos profesionales se ha invocado al ape­go de una forma que no se corresponde con lo que la investigación nos muestra (Nilsen, 2003); la excesiva ampliación del concepto de trastorno de apego y cierta imprudencia en su uso han dado lugar a sobrediagnósticos, de tal manera que las conductas alteradas en niños con trayectorias problemáticas de cuidado pa­rental han sido etiquetas de esta forma sin una justificación clara para descartar diagnósticos más habituales y mejor fundamentados. En estos casos, el diagnóstico no estaba basado escrupulosamente en los síntomas, sino en el intento de explicar los problemas de los niños invocando la teoría del apego. Pero lo más gra­ve es que este concepto amparó las terapias de apego y algunas de ellas incluyen prácticas cuestionables técnica y éticamente, como la holding therapy, las técnicas de regresión, o el Theraplay (Allen, 2011b), lo que incluso ha dado lugar a pronunciamientos institucionales de censura (Chaffin et al., 2006). El enigma Bowlby En la búsqueda de una respuesta quizá tenga­mos que dirigirnos al propio creador de la teo­ría: John Bowlby. Éste propuso el concepto de apego, redactó extensos y bien documentados textos para desarrollarlo teóricamente, dirigió numerosas investigaciones que buscaban dar­le un soporte empírico… pero no hizo ninguna propuesta concreta de terapia del apego. Aun­que fue un “clínico de corazón” (Trowell, 2004), que nunca abandonó el interés por la clínica, y siguió atendiendo pacientes durante toda su carrera, se limitó a proporcionar algunas claves genéricas sobre la forma en que debe actuar el terapeuta, especialmente para convertirse en “base de seguridad”. Pero no llevó a cabo la sis­tematización de un procedimiento de interven­ción, limitándose a sugerir guías. Por ejemplo, que el terapeuta ayude al paciente a construir la confianza que le permita explorar las relacio­nes actuales, incluyendo las que mantiene con el propio profesional; o que el terapeuta debe reconocer que las dificultades del paciente pro­bablemente tienen su origen en las experiencias de la vida real; asimismo, pensaba que había que trabajar en modificar la estructura interna del niño, pero también el entorno familiar en el que se desenvuelve, porque atender a sólo uno de los factores resultaría inefectivo; o que el foco principal del tratamiento es el análisis de los modelos operativos internos (MOI) con los que se maneja el paciente. Y todo ello sin alejar­se mucho de los conceptos propios de una psi­coterapia psicoanalítica (indagación reflexiva acerca del origen de las manifestaciones com­portamentales y relacionales del paciente). ¿Por qué esta “negligencia”? Eagle (2017) plan­tea que Bowlby no quería proponer otra escuela de psicoterapia. De hecho, cuando hablaba del apego en relación a su práctica psicoanalítica, usaba el término “adoptar”, es decir, incorpo­rarlo a su forma de hacer psicoterapia. Desde este planteamiento, el modo más útil de actuar sería identificar e incorporar los hallazgos de in­vestigación y las formulaciones más relevantes que puedan ayudar en la práctica terapéutica que cada uno ya desarrolle. Y esta agenda no explícita de Bowlby quizá se haya consumado; en efecto, a duras penas podríamos hablar de una terapia del apego propiamente dicha (en el sentido de una propuesta derivada directamen­te de la teoría), pero el apego está presente en formatos psicoterapéuticos de lo más diverso. En efecto: A. Pocas veces encontramos la teoría del apego sosteniendo por sí misma una intervención te­rapéutica. Va a aparecer mezclada con otros formatos de tratamiento (sistémico, cognitivo, narrativo, de trabajo con la corporalidad…). B. El énfasis puesto en la teoría del apego será muy variable. Podríamos plantear dos extre­mos: el apego como un mero elemento de sen­sibilización, de modo que insta a los profesio­nales a ser sensibles, estables, protectores…; y el apego como pieza central de un programa de intervención. Esto ha ocurrido especial­mente cuando se trabaja con poblaciones donde el sistema de apego ha sido seriamente dañado (especialmente niños maltratados y/o abandonados).  Como conclusión, y tal como indica Yárnoz (2008), más que unas técnicas específicas de intervención, la teoría del apego tiene implica­ciones para la conceptualización, el objetivo, la forma y el proceso de tratamiento y por ello no va acompañada de una caja de herramientas con técnicas. Nosotros añadiríamos que también ha sido inspiradora de formas nuevas (o acertada­mente recicladas) de abordar la intervención terapéutica. En efecto, ofreció una validación científica a las terapias basadas en la cercanía, el contacto interpersonal comprometido y la emoción. En la misma línea, Holmes (2017) su­braya que sería un error intentar definir técnicas de apego específicas: las ideas del apego son relevantes para la noción de meta-competencia, es decir, los modos en los que los terapeutas despliegan sus pensamientos y teorías en la in­teracción con los clientes. Un último ejemplo lo encontramos en Allen (2011b), centrándose en el trabajo con niños, y para quien lo que ofrece la teoría del apego son lentes que guían la selec­ción de las técnicas apropiadas.

Para cumplir expectativas

¿Qué deberíamos tener en cuenta sobre la teoría del apego para convertirla en una herra­mienta útil en la práctica clínica? Veamos algu­nas claves que puedan ayudarnos. A ningún sitio sólo con el apego; a ningún sitio sin el apego Puede resultar paradójico, pero como con­cepto explicativo el apego combina la ubicui­dad con la insuficiencia. Expresado brevemente sería: es difícil encontrar dimensiones de funcio­namiento humano sobre los que el sistema de apego no ejerza una influencia, pero pocas ve­ces lograremos explicar con cierta amplitud una conducta humana recurriendo exclusivamente al apego. El mejor soporte investigador a esta idea lo encontramos en un interesante y ambi­cioso programa de investigación que ha marca­do el estudio del apego: el Minnesota Longitu­dinal Study of Parents and Children (Causadias, Salvatore y Sroufe, 2012; Suess y Sroufe, 2005; Vaugh, 2005). Se trata de un estudio longitudi­nal con un grupo de niños procedentes de fami­lias de riesgo psicosocial, que comenzó en los años 70 y que aún sigue en marcha. El apego es tomado aquí como el constructo que permi­te integrar el desarrollo en los ámbitos afectivo, cognitivo y conductual. Posiblemente uno de los hallazgos globales más relevantes sea que el apego aparece como una variable predic­tora habitual en cualquier dimensión del com­portamiento evaluado (adaptación social, vida conyugal, problemas de salud mental…) pero apenas puede predecir en solitario, porque ne­cesita vincularse a otras variables igualmente influyentes, con las que parece establecer re­laciones complejas y dinámicas. Para estos in­vestigadores, el apego es una variable evolutiva entre muchas pero ocupa un lugar central en la jerarquía del desarrollo, entre otras cosas por­que la relación de apego niño-cuidador es el núcleo alrededor del cual las otras experiencias serán estructuradas.  Las implicaciones de esta idea (apoyada por ese sólido trabajo de investigación) son nume­rosas. Si el mejor predictor del desarrollo es la totalidad de la historia de cuidado de la perso­na, y el apego se convierte en un elemento es­tructurador, será obligatorio considerarlo, pero también lo será el encajarlo en un contexto más amplio; y a la hora de intervenir, optar por inter­venciones complejas en lugar de aisladas (Suess y Sroufe, 2005). Continuando con los aspectos terapéuticos, esto significará que nunca podrá haber una terapia de apego propiamente dicha, puesto que las intervenciones técnicas más fun­damentadas en el apego deberán ser comple­mentadas con otros acercamientos.  Finalmente, si consideramos ese papel estruc­turante del apego, es sugerente la idea del Pro­yecto Minnesota de considerarlo como el marco donde se desarrollan algunos procesos básicos de auto-regulación; algunas funciones psicoló­gicas básicas que tendemos a considerar como “propiedades” del individuo, se han desarrolla­do en el marco de una estrecha relación inter­personal, la de un bebé o niño con su cuidador; el eje central de esa relación viene marcada pre­cisamente por el apego. Aunque no se agota en ellos, la teoría del apego ha iluminado especial­mente el desarrollo de la capacidad de regula­ción del afecto (cómo gestionar el estrés y la activación emocional intensa) (Vaugh, 2005) y el modo en que nos relacionamos con los mun­dos internos propio y ajeno, un ámbito en el que el concepto de mentalización se ha convertido en una de las aportaciones recientes más rele­vantes para la psicología (Bateman y Fonagy, 2013). La constatación de estos puntos lleva a conclusiones importantes a la hora de desple­gar una intervención psicológica. En primer lu­gar, que si la relación de apego ha funcionado mal, estamos expuestos a presentar dificultades en muchos ámbitos de funcionamiento y será inevitable dirigir una mirada a los procesos de regulación (de los procesos cognitivos, de los afectos, de la conducta, de las relaciones perso­nales). Y en segundo lugar, que si queremos so­lucionar problemas en estos ámbitos, tenemos que hacerlo manejando el vínculo de apego en la relación terapéutica.  Estos planteamientos nos remiten a la com­plejidad del funcionamiento psicológico, y a la necesidad de que la teoría del apego reconozca las limitaciones del concepto de apego, y que a partir de ahí busque su integración con otras va­riables implicadas en el desarrollo. Es una labor que ya está siendo abordada, por ejemplo, con modelos multi-motivacionales que incluyen el apego dentro de un grupo de variables interre­lacionadas dinámicamente y que resultan fun­damentales para explicar el desarrollo humano. Destacaríamos como especialmente ilustrativa la propuesta de Liotti (2017), por su proyección clínica y por su sintonía con el esfuerzo que hizo Bowlby por asentarse en conceptos de la biolo­gía evolucionista. ¿Y qué pasa cuando las cosas van mal? La perspectiva clínica implica dirigir la aten­ción al mal funcionamiento de los procesos psi­cológicos y por ello es inevitable preguntarse qué significa una disfunción en el sistema de apego. Desde una perspectiva conceptual y práctica es fácil entender que el apego pueda resultar disfuncional en una persona (o mejor, en una relación), pero no hemos encontrado propuestas exitosas y consensuadas para des­cribirlo y clasificarlo. Lo que fue inicialmente vivido como un éxito (la incorporación de los trastornos del apego a las clasificaciones de trastornos mentales) podría sufrir un defecto de base, al movernos en dos categorías lógicas diferentes: por un lado, la clasificación nosográ­fica diseñada por consenso a partir de síntomas y, por otro, un modelo evolutivo del desarrollo humano. Que el apego esté implicado en estas manifestaciones comportamentales no justifica que sean definidas desde aquélla; Allen (2016) lo compara con etiquetar síntomas como “trastor­no del condicionamiento operante” o “trastorno de relaciones objetales”. Posiblemente una defi­nición y organización del mal funcionamiento en el apego tenga que ir por una línea diferente a la de las clasificaciones nosográficas habituales.  A pesar de los déficits existentes en este ám­bito, encontramos aportaciones muy valiosas, al menos para mostrar los variados formatos en los que un mal funcionamiento del apego pue­de manifestarse. Una propuesta ilustrativa en este sentido es la de Boris y Zeanah (1999), al plantear un espectro de dificultades. En un ex­tremo estaría el apego seguro, pasaría a formas ordinarias de apego inseguro (evitativo y resis­tente), continuaría con el apego desorganizado, luego las “distorsiones de base segura” (secure base distortions) y, finalmente, los “trastornos del desapego” (disorders of non-attachment), similares a los trastornos del apego descritos en las clasificaciones internacionales.  No obstante, tendríamos que volver al plan­teamiento que defendimos al hablar del enig­ma de Bowlby, y que hemos reforzado con las ideas del estudio Minnesota. La teoría del apego podría estar para informar y orientar, no para dar lugar a una dimensión psicopatológica pro­pia. En esta línea, Bowlby ya hizo un esfuerzo por iluminar problemas clínicos habituales con una lectura desde el apego, como en el due­lo (2004), o las fobias (1998). En este sentido, las alteraciones en el apego serían abordadas como un rasgo concomitante de otros trastor­nos, no como una entidad clínica en sí misma; se convertiría con ello en un factor relevante a la hora de evaluar y diseñar un plan de tratamien­to (Allen, 2011a). ¿Cómo quedaría entonces el papel del apego en la comprensión de la patología? Una formula­ción útil sería la siguiente: una dimensión básica del ser humano (el apego) puede estar dañada; indudablemente, esto se va a reflejar en mu­chos ámbitos de funcionamiento personal. Ya sabemos bastante sobre qué áreas suelen estar afectadas: el manejo de las relaciones persona­les cercanas, la regulación de procesos básicos (cognitivo-atencionales, afectivos y conduc­tuales) y, especialmente, la conducta relacional en momentos de vulnerabilidad (disposición a pedir ayuda, ajuste en la relación interpersonal, apertura mental al otro). En cada una de ellas podremos encontrar un daño o mal funciona­miento que, al menos en parte, respondería a esa afectación sobre las relaciones sostenidas por el apego, pasadas y/o presentes. Aun cuan­do podamos avanzar en una taxonomía de di­ficultades en el apego, lo más productivo sería profundizar en la forma en que esos problemas se engarzan con otras dimensiones evolutivas y se reflejan finalmente en los afectos, las conduc­tas y las relaciones.  Lo ineludible El apego es ineludible en la relación terapéuti­ca: es un sistema conductual diseñado para ac­tivarse cuando uno se siente vulnerable, nece­sita protección, y requiere para ello de la ayuda de un congénere más fuerte o capaz que él. Y justo esto es lo que ocurre cuando un paciente acude a consulta. La relación de apego con los cuidadores tempranos ha dado lugar a una for­ma de afrontar la vulnerabilidad y eso lo traerá el paciente a la relación terapéutica. Por ello, todo clínico debe estar preparado para encontrarse con ciertas estrategias rela­cionales muy marcadas por la historia de apego. Pero hacer esto implica algo más que conocer la conocida clasificación de tipos de apego (se­guro-evitativo-ambivalente-desorganizado), porque ya vimos que la complejidad evolutiva del ser humano hace todo más difícil. Podemos ilustrarlo con uno de los hallazgos más relevan­tes ofrecidos por la teoría del apego. Así, se ha descrito con bastante precisión cómo los niños que en sus dos primeros años de vida desarro­llaron estilos de apego desorganizado, frecuen­temente pasan a inhibir su dependencia, y a par­tir de los tres o cuatro años tienden a mostrar ante sus cuidadores conductas controladoras, a través de actitudes coercitivas, o de cuida­do (parentalización) (Liotti, 2011; Lyons-Ruth y Spielman, 2004). Donde debiera haber vulne­rabilidad y petición de ayuda, aparece control coercitivo o provisión de ayuda adultiforme. Por tanto, incluso la ausencia de conductas de ape­go en la consulta pudiera estar dando pistas en torno a una posible evolución problemática de las relaciones de cuidado y esto va a influir ine­vitablemente en la relación paciente-terapeuta.  Vemos con estos planteamientos la inevita­bilidad de la presencia del apego en cualquier relación terapéutica (independientemente del modelo teórico en el que ésta se sostenga). Las investigaciones en la teoría del apego han re­flejado una y otra vez esa influencia. Podríamos terminar con una aportación más en este senti­do, la que subraya que la forma de dirigirse a los propios procesos internos (el nivel de acceso a nuestras experiencias sensoriales, afectivas y cognitivas) está poderosamente influido por la trayectoria personal en las relaciones de apego. Por ejemplo, el apego evitativo dará lugar a una desconexión de lo afectivo y por tanto a discur­sos fríos y racionalizadores. En cambio, el am­bivalente se vinculará a confusión y desborde por la irrupción de las emociones, dando lugar a discursos confusos (Wallin, 2007). ¿Un apego o muchos apegos? El ingente volumen de información que ha proporcionado la investigación del apego nos lleva a considerar que podemos identificar tres niveles evolutivos (y a partir de ahí, tres fun­ciones básicas) que configurarían este sistema conductual.  El sistema de apego tiene su origen evolutivo en la necesidad de ser protegido frente a depre­dadores o frente a la soledad que nos expone a estos. En este sentido, el apego nos lleva a bus­car protección física y lo que demanda del cui­dador es que nos libre de peligros a nuestra in­tegridad, ya sea enfrentándose a la amenaza, o ayudándonos a escapar de ella. De forma com­plementaria, esta seguridad servirá de “base se­gura” para explorar. En esos momentos, lo que más necesitamos de una figura de apego es que dé la cara.  Esta es una dimensión del apego que puede permanecer poco presente en algunas inter­venciones clínicas. En estos casos basta con el encuadre psicoterapéutico básico, con el que se intenta crear una atmósfera de seguridad y tranquilidad, en un contexto de encuentro pre­sencial regular y comprometido por parte del terapeuta. En otros casos esa demanda de pro­tección física es más evidente. Con cierto tipo de pacientes (como en los trastornos límites de la personalidad), o en algunos contextos de intervención psicosocial (familias desorganiza­das, niños en ambientes de marginalidad), pro­teger eficazmente al paciente podría requerir ir más allá de un intercambio verbal y dar pasos para intervenir en la vida del paciente: pronun­ciarse claramente ante decisiones vitales (en lugar de mantener la neutralidad), ayudar en gestiones vitales, contactar con otras personas o instituciones, forzar un ingreso hospitalario, realizar gestiones fuera del despacho, etc. Cu­riosamente, los procedimientos psicoterapéu­ticos habituales previenen contra ellos; pres­cribir neutralidad, o restringir la intervención al setting terapéutico limitan enormemente la posibilidad de satisfacer estas necesidades vin­culadas al apego. Es más, en algunos modelos, el proveer de seguridad más allá del encuadre estándar suele ser considerado un grave riesgo para la práctica terapéutica; de hecho, cuando nos vemos obligados a intervenir (por cuestio­nes éticas o legales, como en los casos de mal­trato infantil), muchos clínicos lo viven como una amenaza (y a veces un cierre) al proceso terapéutico.  Sobre esa necesidad básica de seguridad fí­sica, los seres humanos parecemos haber dado un paso más en cuanto a nuestras necesidades y habríamos recurrido al sistema de apego para satisfacerla. Se trata de que no sólo sentimos peligro por un depredador externo, sino que las propias vivencias internas son vividas como un peligro; sensaciones desagradables (hambre, dolor), emociones (miedo, pena, rabia), pen­samientos, etc., son sentidos como un peligro; la propia vivencia de angustia es sentida como una amenaza que nos lleva a buscar protección (el conocido miedo al miedo de algunos cuadros de ansiedad). Y para este tipo de peligro no ne­cesitamos una figura físicamente fuerte que se interponga entre nosotros y el depredador, sino una persona emocionalmente receptiva, sensi­ble a nuestro mundo interno, que entone con nuestras vivencias y las valide. Aquí hablamos de sensibilidad, y éste es uno de los grandes pa­trimonios técnicos de los psicoterapeutas.  La última gran revolución de la teoría del ape­go nos ha llevado a subrayar la importancia de la gestión del intercambio comunicativo. Ha sido Peter Fonagy quien ha desarrollado en profun­didad esta idea. Basándose en el concepto de “pedagogía natural”, ha subrayado la necesidad de los seres humanos de asegurarnos que nues­tro interlocutor nos está enseñando cosas que son relevantes, útiles y buenas para nosotros. La creación de una “autopista” natural de transmi­sión de conocimiento entre los seres humanos es un proceso sometido a muchos avatares; y es la relación de apego nuevamente el con­texto donde esa capacidad se desarrolla. Esto significaría que el apego tendrá como función asegurarnos el aprendizaje de una capacidad fundamental para nuestra supervivencia social: abrir nuestra mente a la comunicación cuando ésta es buena para nosotros (“confianza episté­mica”) y mantener una “vigilancia epistémica” cuando esa comunicación implique riesgos (Fo­nagy y Allison, 2014). En este sentido, la activa­ción del sistema conductual de apego implica una pregunta fundamental en cualquier proceso de comunicación (incluyendo el terapéutico): ¿puedo abrir mi mundo interno a los mensajes de mi interlocutor? Esta visión comprehensiva del apego nos lleva a dos cuestiones. Primero, que quizá no haya un apego sino varios sistemas conductuales, rela­cionados entre sí de forma evolutiva, neuroló­gica y psicológica, y a los que hemos agrupado como apego (Watchel, 2017). En segundo lugar, que en la relación terapéutica debemos plan­tearnos cuáles de estas funciones se ponen en juego en cada momento, porque cada una de ellas demanda un tipo de actuación diferente por parte del profesional. Una valoración final La teoría del apego no ha llegado a hacer una propuesta clínica al mismo nivel de desarrollo que sus aportaciones evolutivas. No obstante, aun sin ser una teoría clínica ni desarrollarse como una práctica psicoterapéutica específica, ha ejercido una influencia enorme en el mundo de la psicoterapia, a veces quizá de forma inad­vertida, impregnando de alguna manera nuestra cultura psicoterapéutica. Y lo ha hecho por lo siguiente. Ha prestado soporte teórico e investigador a una tendencia siempre presente en la clínica a trabajar con las emociones, con lo no verbal y con la intimidad interpersonal. Estas propuestas han ocupado un lugar secundario frente a otras que priorizaban lo verbal, lo cognitivo y lo re­flexivo; han tendido a ser acusadas de menos científicas y a mantenerse alejadas de la Aca­demia; en un momento en que estas propues­tas están recibiendo un gran impulso, la teoría del apego aparece como una de sus principales referencias. De hecho, se ha convertido en uno de los grandes (y más autorizados) contendien­tes en la empresa de hacer una psicopatología y una psicoterapia más relacionales, de conven­cer de que la relación importa (Fonagy y Cam­pbell, 2017). La teoría del apego ha aportado conceptos y metáforas muy sugerentes y útiles en el proceso terapéutico, como puerto seguro y base segura, y muchos otros que tratan de recoger ese aco­ple íntimo que demanda sensibilidad entre una persona vulnerable y otra que intenta ayudarle. Nos ha mostrado realidades humanas básicas de gran relevancia en el ámbito clínico-tera­péutico, como el valor de las experiencias tem­pranas (ya sean las de un buen cuidado, o las traumáticas), o la importancia de una presencia protectora en numerosos ámbitos del desarrollo personal (la regulación del afecto, el despliegue de la intimidad, el desarrollo de la capacidad de establecer contacto intersubjetivo…). Ha encontrado un fértil encaje dentro de una serie de perspectivas teóricas y aplicadas que, configurando el Zeitgeist actual, se han suma­do para ofrecernos una perspectiva nueva (y al mismo tiempo vieja) del ser humano. Así, aproxi­maciones desde las neurociencias (como Siegel, 2013), perspectivas psicológicas clásicas (como los acercamientos humanistas o de trabajo con la corporalidad), visiones antropológicas y epis­temológicas (como algunos planteamientos constructivistas), o consideraciones sobre el valor de la intersubjetividad (desde la filosofía, la psicología evolutiva o la psicoterapia), subra­yan el aspecto radicalmente relacional del ser humano. Para ellas, la teoría del apego aparece como una visión científicamente sostenida de esos planteamientos. La gran conclusión que extraeríamos de esta revisión es que con unos planteamientos reflexi­vos, ajustados y bien fundamentados, podemos extraer de la teoría del apego una enorme rique­za con la que mejorar nuestra práctica clínica. Su indiscutible bagaje está a nuestra disposición.

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