Trabajo concurrente con padres de pacientes adolescentes

Kerry Kelly Novick y Jack Novick

Este artículo es una reproducción del original Concurrent Work with Parents of Adolescent Patients, de Kerry Kelly Novick y Jack Novick que apareció en The Psychoanalytic Study of the Child, 67 (2013, 1): 103-136 copyright © Association for Child Psychoanalysis, http://www.childanalysis.org/,  y se reproduce con el permiso de Taylor & Francis Ltd, http://www.tandfonline.com  en nombre de la Association for Child Psychoanalysis DOI: 10.1080/00797308.2014.11785491 Jack Novick es un analista didáctico de la Asociación Analítica Internacional (International Psychoa­nalytic Association – IPA) y de facultades de varios Institutos. Antiguo profesor asociado de psico­logía en los departamentos de psiquiatría de la Universidad de Michigan y de la Unviersidad Estatal de Wayne, también presidió el Child Psychoanalysis Training del Instituto Psicoanalítico de Michigan Psychoanalytic. Kerry Kelly Novick es analista didáctica de la Asociación Analítica Internacional (International Psychoanalytic Association – IPA), así como de facultades de varios Institutos. Antigua profesora de psicoanálisis en el departamento de psiquiatría de la Universidad de Michigan, presidenta de la Aso­ciación para el psicoanálisis infantil y fundadora de la guardería Allen Creek Preschool. Traducido del inglés por Fernando Dualde Beltrán El artículo puede descargarse gratuitamente desde la web: www.fundacioorienta.com

RESUMEN 

Trabajo concurrente con padres de pacientes adolescentes En los últimos diez años hemos asistido a la creciente aceptación de la idea general de trabajar con los pa­dres (1) de pacientes infantiles. Sin embargo, aún persiste como área de controversia, conflicto y resistencia la cuestión de si los terapeutas deben –o pueden–, y en qué medida, trabajar con los padres de pacientes adolescentes. Las preguntas se centran alrededor de cómo mantener la confidencialidad y desembocan en una cuestión de mayor entidad, como es la conceptualización de los objetivos del desarrollo de la fase de la adolescencia. Consideramos que las principales tareas del desarrollo tanto para padres como para sus hijos adolescentes implican la transformación del self y de la relación en un contexto de diferenciación más que de separación. Si el terapeuta de adolescentes parte del supuesto de que el objetivo de la adolescencia es la transformación, el trabajo concurrente con padres y adolescentes les llevará a todos ellos hasta un nuevo nivel de relación. Sin el cambio concomitante de los padres, para los adolescentes resulta doblemente difícil el progreso hacia la edad adulta. En este artículo ofrecemos material clínico de cinco adolescentes mayores y de sus padres con el objeto de ilustrar las técnicas que se derivan de nuestro modelo de trabajo dinámico concurrente con padres a lo largo de las diferentes fases del tratamiento. Mediante el empleo del marco conceptual de las tareas de la alianza terapéutica, describimos el trabajo hacia la consecución del doble objetivo terapéutico de la restitución en la trayectoria del desarrollo progresivo y de la restitución de la relación parento-filial. Prestamos especial aten­ción al despliegue de los conflictos entre el funcionamiento omnipotente de sistema cerrado y el de dominio de la realidad de sistema abierto, así como al papel de los padres en el desarrollo del adolescente mayor. .  

RESUM 

Treball concurrent amb pares de pacients adolescents En els darrers deu anys, hem assistit a la creixent acceptació de la idea general de treballar amb els pares de pacients infantils. No obstant, encara persisteix com a àrea de controvèrsia, conflicte i resistència la qües­tió de si els terapeutes han –o poden-, i en quina mesura, treballar amb els pares de pacients adolescents. Les preguntes se centren al voltant de com mantenir la confidencialitat i desemboquen en una qüestió de més entitat, com és la conceptualització dels objectius del desenvolupament de l’adolescència. Considerem que les principals tasques del desenvolupament tant per a pares com per als seus fills adoles­cents impliquen la transformació del self i de la relació en un context de diferenciació més que de separació. Si el terapeuta d’adolescents parteix del supòsit que l’objectiu de l’adolescència és la transformació, el treball concurrent amb pares i adolescents els portarà a tots ells fins a un nou nivell de relació. Sense el canvi con­comitant dels pares, per als adolescents resulta doblement difícil el progrés cap a l’edat adulta.  En aquest article oferim material clínic de cinc adolescents grans i dels seus pares amb l’objectiu d’il·lustrar les tècniques que es deriven del nostre model de treball dinàmic concurrent amb pares al llarg de les dife­rents fases del tractament. Mitjançant l’ús del marc conceptual de les tasques de l’aliança terapèutica, descri­vim el treball cap a la consecució del doble objectiu terapèutic de la restitució en la trajectòria del desenvo­lupament progressiu i de la restitució de la relació entre pares i fills. Posem especial atenció al desplegament dels conflictes entre el funcionament omnipotent de sistema tancat i el de domini de la realitat de sistema obert, així com al paper dels pares en el desenvolupament de l’adolescent gran.  

Un editorial de David Reiss de un número del Journal of the American Academy of Child and Adolescent Psychiatry de 2011 citaba estudios importantes que demostraban la interrelación entre las patologías infantiles y las parentales. Basándose en el resumen que hacía de dichas investigaciones, reivindicaba una “[…] mejor in­tegración de los servicios de salud mental de niños y de adultos. En una situación ideal po­demos considerar dos niveles de integración: el primero es hacer de la díada padre–hijo la unidad de valoración […]. Una segunda y más compleja integración de la asistencia es cuan­do padre e hijo se convierten en la unidad de tratamiento” (pp. 432 – 433). Cien años antes, en 1911, Freud había dicho que el desarrollo en el niño sólo puede tener lugar “con tal que le agreguemos el cuidado materno” (p. 225). Años más tarde, Winnicott (1965 [1993]) dijo que “no hay nada que sea un infante […]; siempre que encontramos un infante encontramos también el cuidado ma­terno” (p. 54 [p. 50]). Entre estos dos comen­tarios psicoanalíticos, así como en años poste­riores, se ha negado el rol del trabajo parental en el tratamiento dinámico de niños y ado­lescentes. En una reseña de nuestro libro de 2005 (2019), Trabajo con padres y terapia con hijos. Un modelo integrador, Yanof lo definió como “[…] una cuestión de la que apenas se ha escrito en psicoanálisis, a pesar de que […] se trata de uno de los aspectos con los que más se tropieza al tratar pacientes infantiles” (2006, p. 54). Desde 1990, venimos hablando acerca de un modelo evolutivo del trabajo parental y hemos sintetizado nuestro punto de vista en un libro (K. Novick y J. Novick, 2005, 2019) y en los ar­tículos publicados posteriormente (J. Novick y K. Novick, 2008, 2011; K. Novick y J. Novick, 2008). Dicho modelo sostiene que el trabajo parental es fundamental y legítimo y emplea el repertorio completo de intervenciones psi­coanalíticas. El progreso a través de las fases del tratamiento afecta y se ve dinámicamente afectado por la interacción con el trabajo pa­rental. La consolidación de los padres en la fase de la parentalidad puede verse afectada pro­fundamente por el movimiento evolutivo pro­gresivo del hijo.

¿Por qué trabajar con los padres de niños y ado­lescentes?

La principal razón para trabajar con padres es pragmática, en la medida en que podemos de­mostrar que contribuye a que la gente comien­ce el tratamiento, permanezca en el mismo y lleve a cabo el trabajo que es necesario, y pueda dejarlo en un tiempo razonable, conservando los beneficios del mismo (K. Novick y J. Novick, 2005, en especial p. 167 [2019]). Algunas razones adicionales son: • Los niños viven con y regresan a su familia y a su entorno: los logros tienen más posibilidad de conservarse si la familia también ha cam­biado. • La parentalidad es una fase del desarrollo: el crecimiento adaptativo de los padres respal­da el cambio del hijo; la patología parental destruye los logros alcanzados en su trata­miento. • Los padres son una parte importante del mun­do del hijo, a veces la mejor parte (Furman, 1995). También son parte de los problemas del hijo, tanto de forma primaria como parte de la causa, como de forma secundaria al ver­se afectados por el impacto del trastorno. • Hay angustias parentales específicas para cada fase del tratamiento que pueden afectar a la continuidad y a la finalización del mismo. En los últimos diez años hemos asistido a la creciente aceptación de la idea general de tra­bajar con los padres de pacientes infantiles. El auténtico cambio parece estar en que los ana­listas de niños se sienten ahora libres de hablar acerca de lo que muchos de ellos han hecho toda la vida: con la excepción de los kleinianos ortodoxos, siempre han atendido a los padres de un modo u otro. Los relatos actuales de casos infantiles incluyen cada vez más la descripción de trabajo parental (véase, por ejemplo, Todd, 2012; J. Novick y K. Novick, 2012). Al margen de las técnicas descritas, resulta más fácil comen­tar el trabajo con padres de bebés, preescolares y niños en edad escolar. Sin embargo, lo que permanece como área de controversia, conflicto y resistencia es la cuestión de si los terapeutas deben, y hasta qué punto, trabajar con los padres de pacientes adolescen­tes. Proliferan las preguntas alrededor de cómo mantener la confidencialidad y desembocan en una cuestión de mayor entidad, como es la con­ceptualización de los objetivos del desarrollo de la fase de la adolescencia. Hemos señalado la descripción psicoanalítica tradicional que se hace de los adolescentes como no analizables, la alta tasa de finalizaciones prematuras de los tra­tamientos en adolescentes y el elevado recam­bio de profesionales en entornos hospitalarios y ambulatorios que tratan con ellos (J. Novick y K. Novick, 2008). Como ya dijimos, “si expandimos el dominio e incluimos el fundamental trabajo concurrente con los padres como parte integral del tratamiento de adolescentes, podemos in­crementar la tasa de éxito, así como retener a un mayor número del personal que trabaja con adolescentes” (ibíd., p. 147). ¿Cuáles son los presupuestos teóricos que subyacen bajo nuestro modelo de trabajo pa­rental? • La parentalidad es una fase del desarrollo adulto normal, con subfases que se ven afec­tadas por las interacciones dinámicas con los hijos (Benedek, 1959). • Padres e hijos están involucrados en una inte­racción compleja de por vida. • El crecimiento consiste en una serie de trans­formaciones en los hijos, en los padres y en las relaciones entre ellos. • El desarrollo implica interacciones epigenéti­cas en todos los niveles de complejidad pero, en este contexto, la principal es la que tienen lugar entre padres e hijos a lo largo de todo el ciclo vital. • La “adquisición de la autorregulación es la piedra angular del desarrollo en la infancia temprana y atraviesa todos los dominios del comportamiento” (National Research Council, 2000, p. 3). • El modo de autorregulación se puede caracte­rizar en términos de dos sistemas de funcio­namiento que hemos denominado “abierto” y “cerrado”. • El tratamiento de los niños tiene un doble ob­jetivo. a) La restitución del niño en la trayectoria del desarrollo progresivo (A. Freud, 1970). b) La restitución de la relación parento-filial como una fuente de enriquecimiento per­manente para ambos. • La alianza terapéutica es el marco conceptual para el trabajo parental continuado. Pone en práctica el sistema abierto de autorregulación. • La consecución de las tareas de la alianza tera­péutica promueve la sintonía afectiva. Todos estos presupuestos teóricos son igual­mente válidos, desde nuestro punto de vista, en el trabajo con pacientes adolescentes y sus pa­dres. Nos hemos dado cuenta (DeVito, Novick y Novick, 2000 [1994]) de que la mayoría de teóricos y de terapeutas de adolescentes han mantenido una postura definida respecto a que el objetivo de la adolescencia es la separación; que los adolescentes normales necesitan man­tener pensamientos, deseos y actividades en secreto respecto de sus padres como parte del proceso de separación; y que los adolescentes necesitan aliados en el inevitable choque ge­neracional debido a su necesidad “normal” de rebelarse contra cualquier autoridad. Cada una de estas visiones ha sido axiomática tanto en la educación infantil analítica como, de hecho, en la visión cultural que se tiene de la adolescen­cia, al tiempo que ha influido en las decisiones técnicas a la hora de diseñar tratamientos para adolescentes. Con este concepto estándar de desarrollo adolescente, la intrusión parental y/o la incapacidad del joven para separarse han sido considerados como los principales obstáculos para el tratamiento y el crecimiento del adoles­cente. Por ello, muchos analistas que trabajan con adolescentes derivan sistemáticamente a los padres a un profesional diferente. Nuestra visión de la adolescencia plantea que las principales tareas del desarrollo tanto para padres como para sus hijos adolescentes impli­can la transformación del self y de la relación en un contexto de diferenciación más que de sepa­ración, en particular de la separación física (K. Novick y J. Novick, 2005; 2019; J. Novick y K. Novick, 2008, 2011). La adolescencia es un reto multidimensional para la gente joven y para los adultos que cuidan de ellos. Si el terapeuta de adolescentes parte del supuesto de que el obje­tivo de la adolescencia es la transformación, el trabajo concurrente con padres y adolescentes les llevará a todos ellos hasta un nuevo nivel de relación. Sin el cambio concomitante de los pa­dres, para los adolescentes resulta doblemente difícil el progreso hacia la edad adulta. Los editores nos pidieron escribir un “artículo de posicionamiento” acerca del trabajo paren­tal en lo que respecta al tratamiento de adoles­centes. Puede encontrarse el modelo general en nuestro libro de 2005 (2019), así como en numerosos artículos. En éste, ilustraremos es­pecíficamente las técnicas que se derivan de nuestro modelo de trabajo dinámico parental concurrente mediante el material de pacientes adolescentes y de sus padres a lo largo de las fases del tratamiento. Queremos insistir en que asumimos que el cen­tro del plan terapéutico es el trabajo individual con el adolescente. Cualquiera que sea la orien­tación terapéutica o la teoría de la técnica que uno adopte, el tratamiento individual es el lugar en el que el joven crece y cambia. El trabajo pa­rental concurrente sostiene y facilita ese esfuer­zo pero no lo sustituye. Nos gustaría contar las historias de cinco adolescentes mayores, cuatro jóvenes chicos y una chica, en la medida en que ellos y sus padres negociaron el tránsito desde la adolescencia tardía hacia la primera adultez, con el foco puesto en la interacción entre el tra­bajo parental y los tratamientos individuales. Cada tratamiento no puede ni debe ser lo mismo. Este no es un modelo normativo ni un intento de establecer reglas para llevar a cabo un análisis. Algunos jóvenes se niegan a que veamos a sus padres, algunos padres no se im­plican, algunos padres microdirigen las vidas de sus hijos. En algunas ocasiones, los adolescen­tes viven lejos de sus padres, porque la univer­sidad está lejos de casa o porque las obligacio­nes laborales o militares requieren ausencias. Un divorcio conflictivo o la presencia de patología pueden hacer que sea difícil el trabajo en equi­po; la muerte o la enfermedad pueden hacer que un progenitor no esté disponible. Sin embargo, consideramos central, más allá de las cuestiones prácticas de los planes con­cretos de tratamiento, que los analistas tengan a los padres en mente, que retengan la relación parento-filial en el mundo del tratamiento. En este artículo sugerimos que en el tratamiento del adolescente se pueden obtener más resul­tados, de manera más rápida y más profunda si el analista incluye esta dimensión en todos los aspectos de la labor terapéutica. El psicoanáli­sis es la única psicología general que abarca la complejidad de los individuos y de sus familias. Como tal, genera técnicas multimodales. Nues­tro objetivo al explorar el trabajo parental con­currente es expandir el repertorio del terapeu­ta, del mismo modo que el tratamiento aspira a expandir las capacidades adaptativas del in­dividuo. Hemos comprobado que resulta de utilidad mostrar estas ideas en un resumen. Así pues, incluimos a continuación, en la tabla 1, titulada “Trabajo parental concurrente a través de las fases del tratamiento del adolescente”, donde hacemos el listado de las tareas de la alianza terapéutica y los desafíos para los padres, sus sentimientos y angustias alrededor de dichas tareas y las defensas y resistencias movilizadas como respuesta, así como las intervenciones del terapeuta para abordarlas.

De la evaluación y la indicación al inicio del tra­tamiento: Kevin

Para nosotros, la evaluación es una fase crucial del trabajo con una familia. Se trata del esfuerzo por comprender el mundo del potencial pacien­te y de sus padres. El analista trabaja para poner en marcha varias transformaciones psicológicas con el fin de valorar la capacidad de cambiar, discernir áreas de fortaleza, así como la presen­cia de resistencias o de patología, y crear una alianza terapéutica. Se establece la hoja de ruta y las condiciones de trabajo de un posible trata­miento. Todo esto tiene una duración diferente para cada familia. La madre de Kevin telefoneó para concertar una entrevista con su hijo de 19 años. Dijo que éste no tenía interés en la terapia porque pen­saba que todo era problema de su padre, que era quien tendría que acudir a tratamiento. Ella también pensaba que su marido tenía proble­mas pero su hijo tenía verdaderas dificultades: cursaba un periodo de prueba académico, esta­ba muy deprimido y no parecía que los dos an­tidepresivos que le habían recetado estuvieran funcionando. Kevin no le había dirigido la pala­bra a su padre en todo un año. Había venido a la ciudad para ayudar a Kevin con la mudanza al nuevo alojamiento, ya que había dejado – ¿o le habían pedido que lo hicie­ra? – su fraternidad. “¿Podría telefonear su hijo si aceptaba su sugerencia?”. Ella pensó que él lo rechazaría. Le sugerí que primero nos viéramos, ya que ella se encontraba aquí estos días. En la entrevista relató parte de la historia de las fami­lias de ambos progenitores y planteó la hipóte­sis de que los problemas de su hijo provenían de cuando era un adolescente joven y su padre perdió el trabajo. A medida que describía la re­vuelta y el debate en el negocio familiar acerca del rol de su padre, quedaba cada vez más claro que todos continuaban afectados por ello. La madre luchaba contra una tristeza y una frustra­ción tremendas. Al definirlo como un trauma fa­miliar, se abrió el camino para hablar con Kevin acerca de acudir a consulta. Le sugerí a la madre que, más que decirle que necesitaba una terapia, le dijera que me había hablado acerca de la pérdida del trabajo del padre, de su rabia y retirada posteriores, y del impacto que había supuesto para todos ellos. Podía decirle que yo lo había definido como un trauma del que todos los miembros de la familia necesitaban hablar, que a ella le había ayudado el contármelo y que también podría ayudarle a él. Kevin telefoneó esa misma tarde y nos vimos varias veces a lo largo de los días que siguie­ron. En un principio se desahogó acerca de lo controlador, despreciativo y culpabilizador que era su padre. Dijo que ya no le tenía ningún res­peto y que no quería hablar con él. Le comenté que, a juzgar por lo que tanto él como su madre me habían contado, podía ver cuán molesto y enfadado se sentía. Me pregunté por qué esta­ba teniendo tantos problemas en el centro aca­démico y con los amigos, si todo el problema era su padre. Dijo sí que era culpa suya porque hasta entonces él nunca se había sentido tan mal como se sentía ahora. Habló acerca de sus dificultades académicas y del aislamiento y dis­tanciamiento que sentía respecto a los demás chavales. Le preocupaba que pensaran que era rarito e, incluso, desagradable. Todo aquello sonaba a que se estaba dañando a sí mismo con el fin de devolvérsela a su padre. Partiendo de su interés en la política de Orien­te Medio, le señalé que se estaba comportando como un terrorista suicida que ataca al enemigo destruyéndose a sí mismo. Esta metáfora le sor­prendió. Señalé que el terrorismo suicida es un arma de gente desesperada. ¿Tan desesperado se sentía? ¿Le interesaba encontrar alguna otra manera de sentirse eficaz? Durante la semana siguiente continuamos viéndonos y hablando acerca de encontrar la energía para explorar soluciones más adapta­tivas y poder hacerlo sin medicación. Cuando introduje la idea del “músculo emocional”, le re­sultó tan fascinante que telefoneó a su madre para contarle lo útil que encontraba las metáfo­ras que elaborábamos. Ésta llamó para comen­tar lo alentada que se sentía al ver a su hijo tan implicado, ya que no lo había escuchado tan positivo desde hacía años, lo que me sirvió para decirle que habíamos hablado acerca de dejar de tomar medicación. La madre comenzó a plantear la terapia y coincidí con ella en que ahora sí que parecía via­ble. Le dije que lo comentaría con Kevin pero que un plan terapéutico no podía finalizar hasta que no hubiera hablado con ella y con su marido acerca del doble objetivo del tratamiento y de las condiciones de trabajo de nuestro esfuerzo de colaboración. Le expliqué que el tratamiento estaría dirigido a restituir la capacidad de su hijo para escoger soluciones que le hicieran avanzar e, igualmente, incluiría un trabajo para fortalecer la relación parento-filial. Le pedí que lo transmi­tiera a su esposo y le dije que me gustaría poder hablar pronto con él. Cuando Kevin y yo hablamos acerca de em­barcarnos en un análisis reglado, cuatro veces por semana, con el objetivo específico de des­cubrir sus fortalezas, construir a partir de ellas y transformar la relación con sus padres, le dije que cualquier tratamiento tendría que involu­crarlos a ellos. No puso objeciones. Quería que hablara con su padre, ya que seguía pensando que éste era la causa de todos sus males. Kevin quería un tratamiento y también tenía el deseo de que tratara a su padre y lo cambiara. A pesar de que no mostró preocupación algu­na acerca de la confidencialidad, saqué el tema a colación, enfatizando la distinción entre secre­to profesional y privacidad. Le dije que los deta­lles de su historia, que aprenderíamos juntos de diferentes maneras, permanecerían totalmente en privado. Los pensamientos y los sentimien­tos eran privativos de él, que era quien decidía si los compartía conmigo o con cualquier otra persona. Los actos eran públicos: acciones pe­ligrosas o potencialmente peligrosas no que­daban bajo el manto de la privacidad, de modo que trabajaríamos juntos acerca de qué hacer en tales circunstancias. Con el objetivo de transformar la relación con sus padres en mente, le dije que compartiría con él las cuestiones que surgieran en mis conversa­ciones con ellos. En última instancia, todos ten­drían una comunicación más fluida, así como el placer de compartir sus experiencias entre sí. Hemos escrito en numerosas publicaciones acerca de la distinción fundamental entre priva­cidad y secreto profesional, que se corresponde con la diferenciación entre un funcionamiento de sistema abierto basado en la realidad y las relaciones de poder de sistema cerrado en las que los secretos son un medio para la domina­ción (K. Novick y J. Novick, 2005 [2019]; J. No­vick y K. Novick, 2008; 2011). A pesar de ello, la cuestión de la confidencialidad siempre es el principal escollo en la mente de los terapeutas a la hora de llevar a cabo el trabajo parental. Por ello, hay que diseñar técnicas que reaseguren a los profesionales que sí que pueden proteger la privacidad del paciente, ayudar a sus padres a tolerar la frustración de no saberlo todo, fomen­tar una mayor comunicación e intercambio en­tre éstos y el hijo, y que redefinan la distancia y la autonomía entre ellos. Desde el principio se comenta con los pa­dres y los adolescentes la diferencia entre pri­vacidad y secreto profesional. La privacidad se presupone para la vida mental y es un derecho relacionado con el respeto mutuo entre indivi­duos diferentes. El secreto es una no revelación voluntaria que comporta la utilización de una información con el fin de sentirse poderoso en relación con aquellos a los que se excluye de su conocimiento. A menudo surge cuando la intru­sión y el control son los elementos de la rela­ción parento-filial. Indicios de estas conflictivas dimensiones emergen durante la evaluación y ponen al analista en alerta respecto a potencia­les problemas en torno a la separación y a los límites. Diferenciar entre privacidad y secreto profesional proporciona al terapeuta el vocabu­lario necesario para explorar los secretos fami­liares, los secretos de los padres y los secretos del hijo. No hacer esta distinción deja al analista vulnerable a la “contratransferencia silenciosa”, una resistencia interna a comprometerse con áreas de la privacidad del paciente que enton­ces puede tener el impacto destructor de con­vertir los asuntos privados en poderosos secre­tos (J. Novick y K. Novick, 2008, p. 148). Kevin reaccionó a la conversación acerca de la privacidad y el secreto profesional telefonean­do a su padre para hablar con él por primera vez en más de un año. Todos mis contactos hasta ese momento habían sido con la madre pero, a partir de la llamada del hijo, su padre se sumó a las sesiones parentales que siguieron. Confor­me conversábamos, éste expresó su gratitud por el cambio y se mostró sorprendido de que hubiera decidido dejar de tomar el tratamiento. La madre estuvo totalmente de acuerdo con las condiciones de trabajo del análisis, incluidas las sesiones telefónicas periódicas, así como las vi­sitas que ocasionalmente pudieran tener cuan­do estuvieran en la ciudad. El padre, aunque agradecido, todavía se mostraba ambivalente y quería que trabajáramos mes a mes, con repa­ros acerca de la tarifa, el pago y la facturación; asuntos que habríamos tratado más adelante pero que me confirmaron la realidad actual de la descripción que Kevin había hecho del estilo controlador de su padre. En nuestras sesiones telefónicas conjuntas, los padres contaron más cosas de la historia del hijo, ofreciéndome una viva impresión de cómo era de pequeño. Comencé a escuchar cuánto había admirado e idealizado a su padre antes del trauma familiar. Pude hacerme una idea con todos ellos de lo importante que había sido el amor mutuo y de la gran pérdida que habían sufrido. A pesar de la actitud quisquillosa del padre, quedaba claro que quería a su hijo. El co­nocimiento de este amor parental primario me resultó esencial a la hora de soportar los mo­mentos en los que el padre regresaba a su estilo maltratador. Fui capaz de mantenerme firme al afirmar que un encuadre mes a mes socavaría el tratamiento. Sobre la base de su deseo sub­yacente de hacer lo mejor para su hijo, el padre concedió que yo sabría la mejor forma de llevar a cabo el tratamiento de Kevin. Animé a los padres a telefonear o enviar co­rreos electrónicos cuando tuvieran cualquier pregunta o preocupación. Durante las primeras semanas de análisis, la madre llamó en numero­sas ocasiones con preocupaciones acerca de los ánimos de Kevin, preguntándose si éste nece­sitaba que ella fuese. Estas conversaciones me permitieron distinguir inmediatamente un patrón que todavía no había surgido en las primeras se­siones con él. Cada vez que su madre telefonea­ba, se lo decía, preguntándome si era consciente de que su malestar siempre movilizaba las ansie­dades de su madre, provocándole el deseo de venir a rescatarlo. Bien pronto establecimos una jerga para tales interacciones y pudimos identifi­carlas en el momento que surgían. Conforme Kevin controlaba la necesidad de preocupar a su madre, empezó a traer esta di­námica en la relación terapéutica. El dominio de formas alternativas para relacionarse con su madre que iba adquiriendo se mostraba en su sentido del humor cuando, cada vez que ambos detectábamos sus lloriqueos o su patetismo, bromeaba diciendo que casi que mejor telefo­neaba a su madre para que viniera a por él. Al cabo de seis semanas de análisis, cuando volvió a casa para el Día de Acción de Gracias, toda la familia se dio cuenta de lo que había cambiado. Estaban sorprendidos de lo desenfadado e im­plicado que estaba. Sin embargo, me dijo que se había sentido raro, sin saber qué decir o cómo relacionarse. Esta secuencia dinámica ilustra la complejidad e inmediatez del trabajo concurrente individual y parental. La madre, con su angustia, aportó primero la “conexión a través del dolor” (J. No­vick y K. Novick 2007, [1996]). Trabajé esto con Kevin, quien entonces tomó conciencia de que esta era su forma de estar próximo a su madre y de tener una relación exclusiva con ella. De ma­nera simultánea, hablé con los padres acerca de su contribución a esta dinámica. La buena rela­ción establecida con la madre me permitió su­gerirle y reforzarla en el empleo de otras formas de responder a su hijo, pero el padre resultó ser un aliado inesperado cuando dijo que siempre le había preocupado cómo ella lo mimaba. La sensación de vacío que experimentó Kevin durante las vacaciones del largo fin de semana de noviembre (2), señaló la dirección del trabajo continuado en su análisis acerca del papel que jugaba el dolor en su personalidad y su histo­ria globales. Pudimos ver cómo había una lucha para dejar de lado un funcionamiento de siste­ma cerrado y descubrir vías de alternativas de relación consigo mismo y con los demás. Para entonces, su análisis estaba bien consolidado en la fase inicial y pudimos anticipar resistencias in­tensas que provendrían de varias fuentes y en diferentes momentos tanto por su parte como del lado de su madre y de su padre. Estos primeros meses de tratamiento aporta­ron varios cambios. Los padres comenzaron a implicarse en una serie de transformaciones, re­trabajando aspectos de su relación con el otro, con Kevin y con el resto de hermanos, así como con acontecimientos de su historia común. Ya no se sintieron desvalidos ni necesitaron ex­ternalizar responsabilidades. Se estableció su importancia como padres de un adolescente y asumieron el doble objetivo del tratamiento. No se sintieron excluidos sino que respetaron la pri­vacidad del análisis de su hijo. Kevin avanzó desde una posición de conti­nuo resentimiento, a través del estancamiento psíquico, hasta comenzar a retrabajar dinámi­camente su estructura de personalidad. Se per­mitió a sí mismo “estar con” el analista para em­barcarse en un trabajo conjunto. Al dejar atrás una actitud masoquista rígida con cada uno de sus progenitores, comenzó a relacionarse con ellos como individuos diferentes. Comenzó a experimentar los conflictos como internos. El trabajo parental concurrente enriqueció y ace­leró todos estos logros.

De la fase inicial a la fase intermedia del trata­miento: Melinda

La madre de Melinda telefoneó porque su hija de 18 años, estudiante de primer curso en la uni­versidad, tenía crisis de pánico. Había ido a un terapeuta cognitivo-conductual pero la terapia apenas había sido eficaz. La madre quería saber si yo empleaba este tipo de terapia y le respondí que utilizaba una técnica multimodal que aten­día a las necesidades particulares de cada uno, así como al momento evolutivo en el que se en­contrara. Comenté que, si su hija y yo decidía­mos trabajar de forma conjunta, también que­rría incluir a los padres, y que la única técnica que no empleaba era la prescripción de medica­ción. En ese contexto, la madre refirió que ella misma había tenido ansiedad durante muchos años y que había intentado con diferentes mo­dalidades terapéuticas. Tanto ella como el resto de miembros de la familia tomaban medicación y se preguntaba si esto podría ayudar a su hija, que no quería tener que tomarla. Vi a Melinda a la semana siguiente. Tras la fase de evaluación, comenzamos las sesiones dos veces por semana para hacer un “trabajo ex­ploratorio” a fin de averiguar la dimensión de su problema y cuánto quería y podía involucrarse para obtener una mejoría con este tipo de tra­tamiento. Hablé por teléfono con su madre una vez al mes y Melinda se sintió satisfecha de que esto formara parte de nuestro trabajo conjunto. Sus crisis de pánico cedieron con facilidad a medida que profundizaba en la terapia. Las se­siones estaban repletas de sentimientos inten­sos y de historias sobre su noviazgo de larga duración. Comenzó a darse cuenta de lo mu­cho que confiaba en su pareja para gestionar sus propias emociones. A pesar de su deseo de romper, temía ser incapaz de manejarlo ella sola. La mayor parte del trabajo previo se concentró en sus fortalezas y en la idea de que expresara su propio criterio. Resultó crucial una interpre­tación temprana sobre cómo había convertido a su novio en una figura materna y, de rebote, daba la sensación de que ella, a su vez, también tenía que funcionar como una madre para él. A comienzos del segundo curso, Melinda deci­dió que debía cortar con él porque se dio cuenta de que se estaba reprimiendo de tener las expe­riencias y los retos que ofrecía la vida universi­taria. Al principio gestionó muy bien la separa­ción. Eran sus padres quienes parecían tener el corazón partido por el final de la relación: se­guían esperando que volvieran y hablaban de la ruptura como algo temporal, lo que suponía una presión enorme. Empaticé con la tristeza de la madre acerca del ex-novio, que había estado muy involucra­do con la familia durante muchos años. El tra­bajo parental ofreció la posibilidad de abordar la preocupación parental de que yo era la res­ponsable de la ruptura. La madre dijo que ha­bía “bromeado” con su esposo que “a la loque­ra no le gustaba el chaval”. Estaba claro que no era un chiste. Sin el trabajo parental, con toda seguridad esto hubiera desembocado en una finalización prematura con una persona joven que todavía era demasiado complaciente con los deseos parentales. En lugar de ello, después de decirles que mi objetivo en este punto del tratamiento era ayudar a que su hija conecta­ra con sus propios deseos, pudimos echar un vistazo a la sobreimplicación de la madre en la vida de su hija. Al mismo tiempo, Melinda devi­no cada vez más capaz de valerse por sí misma: confrontaba de manera asertiva a sus padres y a sus hermanos diciéndoles que no estaban res­petando su elección ni dejándole espacio para vivir su vida. Comenzó una relación, mucho más madura, con otro chico. Trabajó duro para mantener su ansiedad para sí misma, evitando convertir a su nueva pareja en otra madre. Sin embar­go, la combinación de la marcha de éste a otra ciudad para hacer una residencia, de su madre recordándola al antiguo novio y de una gripe persistente acabaron por desbordarla. Las cri­sis de pánico reaparecieron. Hablé con ellas y sugerí que Melinda necesitaba un trabajo más intensivo, de modo que comenzamos con cua­tro sesiones semanales mientras continuaba el trabajo telefónico con la madre. Una vez en análisis, pudimos ver con más de­talle el patrón duradero de proximidad exclusi­va con su madre y lo propensas que eran am­bas a tener crisis de pánico. Melinda comenzó a asociar con recuerdos de la infancia como, por ejemplo, cuando anticipaba con ansiedad su participación en la obra teatral del cole. Le de­cía a su madre que “no podía esperar” y esta le respondía “oh, que ansiosa eres”. Cada vez que estaba entusiasmada, impaciente o “subida” de manera apropiada por una representación o por un examen, su madre calificaba esos sentimien­tos como ansiedad. Esta recalcaba su conoci­miento basándose en la similitud entre ambas y le ofrecía a la hija todos sus trucos para distraer­se y librarse de sus emociones. Melinda trajo esta dinámica a la transferen­cia en la forma de su creencia establecida de que la única forma que tenía de conservarme con ella era siendo una desvalida niña ansiosa. Había trabajado para poder conectar con su nuevo novio de una forma distinta y, aun así, se había marchado. ¿Qué sucedería en su análisis si acudiera sin ansiedad? ¿Seguiría queriendo verla? ¿Seguiría interesada en ella? Un día en­tró diciendo “¡Qué contenta estoy con el cam­bio! Me he dado cuenta de que venía aquí sin ansiedad y, aun así, sabía que querrías verme y saber acerca de mi día sin ansiedad”. A esto siguió una ola de tristeza, pues lo asoció con el hecho de que no había hablado con su madre desde hacía unos días, cuando lo habitual era que solían hablar varias veces al día para apoyo y consejo acerca de cómo manejarse con cual­quiera que fuese la ansiedad que estuviera sin­tiendo. Durante este periodo continuó el trabajo con su madre alrededor de su estrecha vinculación a través de la ansiedad. Reunió el valor para lle­var a cabo el esfuerzo consciente de dejar de interactuar al viejo estilo. Pero también se sintió un poco perdida. Con mi apoyo fue capaz de dejar a un lado su respuesta automática ante la angustia de Melinda. Cuando hablaban por telé­fono, le preguntaba acerca de los otros aconte­cimientos del día y le sugería que llevara a sus sesiones el tema de la angustia. Este trabajo permitió a Melinda ir más allá en su compresión de la ansiedad como una forma de apego para considerar qué otras funciones cumplía. Comenzamos así a examinar el papel defensivo de la preocupación constante. Se pre­guntó “¿Qué estoy tapando con mi ansiedad?”. Comenzaron a surgir aspectos legítimos, realis­tas, acordes con la edad en la medida en que enfrentaba con auténtica incertidumbre las am­biciones profesionales que sus padres le habían inculcado, así como la naturaleza de sus relacio­nes. Se dio cuenta de que siempre había creído de modo omnipotente que mostrarse asertiva respecto a sus propias ideas y sentimientos era hostil y que su familia no sería capaz de asumirlo. La transformación de la angustia tan exclusiva entre madre e hija por una relación más enrique­cedora entre dos personas diferentes creó un espacio nuevo entre ambas que permitía incluir de verdad a los otros, en especial al padre, quien había apoyado el tratamiento durante todo ese tiempo pero nunca había participado en las se­siones parentales. Melinda dijo que siempre ha­bía pensado que no la entendía. Mi impresión era que se lo habían sacado de encima. Un fin de semana de esa época, el padre la telefoneó y tuvieron una conversación relajada sobre lo que hacía, en contraste con su desagra­dable estilo previo de preguntar, como si fuera una niña. Melinda estaba muy conmovida y feliz de sentir que tenía, de verdad, un padre. Poco después tuve mi primera conversación con él. Podía sentir que ahora formaba parte del traba­jo parental y del tratamiento y del crecimiento de su hija.

La fase intermedia del tratamiento: Frank

Tras recibir el diagnóstico de trastorno ob­sesivo-compulsivo (TOC) grave, los padres de Frank telefonearon para solicitar tratamiento farmacológico y terapia cognitivo conductual. Ambos llevaban tiempo en terapia y la madre tomaba medicación desde que estuvo hospi­talizada por una crisis cuando Frank era prea­dolescente. Sugerí llevar a cabo una evaluación para ver qué podría ser de mayor utilidad para él, ahora que estaba en el primer curso de un exigente programa universitario. Frank padecía un TOC grave y los primeros 18 meses de su análisis estuvieron marcados por la presencia de luchas titánicas y grandes pro­gresos. Con gran alivio para él por el hecho de que sus padres tuvieran a alguien que les pu­diera ayudar, había descrito el doble objetivo del tratamiento, como habitualmente hago. Es­tos estaban igualmente agradecidos de tener la oportunidad de formar parte del proceso y de la posibilidad de transformar la relación con su hijo, quien toda su vida se había visto sobrecar­gado por la preocupación que los padres tenían a propósito de su nivel de ansiedad. Sentían una gran culpabilidad acerca del posible impacto que sus propias dificultades psicológicas pudie­ran tener sobre el desarrollo de su hijo. La primera transformación en la fase inicial consistió en que los padres comprendieran que la lucha de Frank y su TOC no eran consecuen­cia de unos genes dañados o de una alteración cerebral, sino que representaban la solución que había encontrado para conflictos que, para él, tenían todo el sentido. Con su permiso, compar­tí con los padres sus conflictos acerca de sen­tirse responsable de la crisis de su madre y de la ira de su padre. Este exclamó: “Oh, Dios mío, es igual que yo y precisamente es lo que estoy trabajando en mi terapia”. Estos padres eran muy cariñosos y compren­sivos, pero estaban apartados de su hijo, a quien percibían como alguien ajeno a ellos, incom­prensible e inaccesible. Cuando esta distancia estaba reduciéndose, telefonearon en un esta­do de pánico: Frank les había llamado para de­cirles lo enfadado que estaba con un profesor. Su madre, preocupada por si perdía el control, pensaba que necesitaba medicación. Su padre parecía no tener ni idea de cómo actuar ante los sentimientos de Frank ni ante la angustia de la madre. Les señalé cómo la mayor parte del trabajo a lo largo del segundo año de tratamiento de Frank se había centrado en la confianza en sí mismo y en sus sentimientos, para emplearlos como señales más que como algo que estrujar y someter a un pensamiento obsesivo. Se ha­bía vuelto más espontáneo, disfrutaba más y se mostraba más expresivo. ¡Menudo logro que supiera que estaba enfadado con su profesor, fuera capaz de decírselo a ellos como un ele­mento de información y superara esa experien­cia! El padre pensó que era algo para celebrar y no para preocuparse. Entones dijo que había caído en la cuenta de que jamás había escucha­do a su hijo decir que estuviera enfadado. Fue un momento decisivo. Cuando le conté a Frank mi conversación con sus padres dijo que no se había dado cuenta de que se habían disgustado. ¿Debía de llamar y pedir perdón? Pudimos analizar su vieja idea omnipotente de que sus sentimientos eran tan peligrosos que habían enviado a su madre al hospital o que hacían que su padre tuviera una rabia incontrolable. Todos estaban trabajando duro para cambiar las funciones que tales creen­cias tenían en sus respectivas personalidades. Esta viñeta refleja el trabajo de la fase inter­media. Para Frank, el foco consistía en seguir trabajando en el cómo y el por qué se aferraba a sus creencias omnipotentes acerca del poder destructivo de sus sentimientos, con los sínto­mas del TOC como una solución de sistema ce­rrado para el desvalimiento que sintió durante su infancia. Para sus padres, quedaba mucho trabajo por hacer para transformar los antiguos patrones de relación con su hijo como un refle­jo externalizado de sus propios problemas con la gestión de los afectos. El trabajo parental concurrente permitió que estos cambios tuvie­ran lugar en paralelo, de forma que tanto Frank como sus padres pudieron ayudarse a crecer unos a otros.

De la fase intermedia a la fase de prefinalización del tratamiento: Basil

Basil estaba en crisis al finalizar su primer año de universidad: había fracasado en sus estudios, carecía de amigos y tenía pensamientos suici­das. Se sentía virtualmente incapaz de funcionar sin medicación estimulante pero, al mismo tiem­po, se sedaba constantemente con marihuana, fármacos y alcohol. Pasaba la mayor parte del tiempo delante del ordenador visitando páginas pornográficas. Tenía ideas megalomaníacas, “darwinianas”, casi delirantes, acerca de su in­mensa superioridad sobre cualquiera, especial­mente sobre las mujeres. Odiaba a su padre y estaba atrapado en un relación intensamente ambivalente y dependiente con su madre. A lo largo del periodo inicial de evaluación y del principio del análisis, los padres de Basil estaban frecuentemente en contacto conmigo tanto por teléfono como en los varios encuen­tros que tenía con ellos. Se mostraban como polos opuestos tanto en su estilo como en su enfoque parental. Su padre era una persona truculenta y agresiva, impaciente con el hijo y con la esposa, cuya extrema ansiedad le pro­vocaba estallidos de rabia impotente. La ma­dre, que había sufrido múltiples pérdidas en su familia de origen así como varios abortos, parecía incapaz de mostrarse calmada y segu­ra de sí misma. Una técnica inicial fue abordar directamente con ambos la rabia y la angustia, sugiriéndoles que me llamaran a propósito de tales sentimientos en lugar de compartirlos con Basil. Sería mejor que desarrollaran el hábito de una conversación adulta con él, cambiando la interacción basada en la intervención en crisis por el compartir los muchos intereses comunes que tenían como familia. Los estudiantes universitarios suelen dejar la ciudad en la que estudian una vez termina el curso académico. Esto interrumpe el análisis y el esfuerzo terapéutico y, en la mayoría de oca­siones, no es realista esperar que se queden con el único fin de continuar el tratamiento en lugar de ir a trabajar, realizar prácticas o pasar tiem­po con la familia, necesario desde una perspec­tiva evolutiva. En tales casos, asumimos que el trabajo del tratamiento continuará con sesiones periódicas por teléfono o por Skype. Los jóve­nes de hoy día lo ven con naturalidad pero los padres, en ocasiones, se muestran sorprendidos con la idea en un principio, aunque agradecen que el trabajo continúe. Esto también propor­ciona material directo tanto del adolescente mayor como de sus padres acerca de las inte­racciones padres-hijo en curso. Sirve de labo­ratorio para que todos ellos practiquen nuevas formas de interacción. Con esta inmediatez podemos detectar más fácilmente la responsabilidad del adolescente o la evitación defensiva, y abordar las cuestiones con los padres directamente para ver su parte en el mantenimiento de las interacciones pato­lógicas. Por ejemplo, Basil contó que llevó a su madre en coche a la tienda y cómo ésta se vol­vió loca, toda asustada por si chocaba el coche y se mataban. Cuando lo escuché en la sesión, Basil admitió que había conducido de manera más imprudente de lo habitual, lo que nos per­mitió examinar el interjuego dinámico entre las ansiedades de su madre y la provocación qué él hacía con objeto de recrear una atmósfera intensa entre ambos que reproducía la intensa excitación de cuando era niño. Al año siguiente, Basil conducía el coche muy rápido otra vez y su madre fue capaz de abor­darlo directamente, preguntándole por qué lo estaba haciendo. Él moderó la velocidad sin ne­cesidad de una pelea y le dijo que pensaba que había una parte de sí mismo que todavía quería que siguiera siendo una mamá que le estuviera rondando, empalagosa y frenética. Describieron este incidente con orgullo y placer por lo mucho que habían cambiado. Al cabo de dos años de análisis, Basil tenía un registro académico espectacular, había dejado la marihuana y los fármacos por completo, no tenía pensamientos suicidas y albergaba planes de futuro realistas. Cuando, en ocasiones, se re­tiraba hacia soluciones de sistema cerrado como ver porno, lo traía a la sesión y tomaba la inicia­tiva a la hora de examinar qué era lo que estaba manejando al viejo estilo. Casi siempre, el des­encadenante era una experiencia de éxito o de crecimiento. Esto nos permitió pasar a un trabajo analítico más explícito acerca de los conflictos y las confusiones en la relación con su padre y con sus identificaciones masculinas. Sus padres seguían luchando contra sus es­tilos opuestos, que aceptaban como una tarea duradera a la que hacer frente. Fueron capaces de hacer un buen uso de una frecuencia algo menor de sesiones telefónicas, en la medida en que su hijo estaba haciéndose bastante más car­go de la responsabilidad de transformar su rela­ción con ellos. En una sesión con los tres, a pro­pósito de una visita de los padres para ayudarle en la mudanza a un nuevo piso en un bloque de apartamentos, mientras el padre se mostraba contento, su madre pareció preocupada. Basil la rodeó con su brazo y, sonriendo, le dijo: “no te preocupes, mamá. No me tiraré por la ventana. Estoy ahora demasiado enamorado de la vida como para hacerlo”. Conforme nos aproximábamos al final de su tercer año de análisis se preguntaba qué que­daba por trabajar. La noción de “haber cubier­to todo” había surgido varias veces antes como una resistencia para llevar a cabo el siguiente paso evolutivo y lo habíamos trabajado como tal. En esta ocasión, sondeamos de nuevo si ha­bía algo que él estuviera evitando pero ambos tuvimos la sensación de que los asuntos en tor­no a los cuales estábamos trabajando en esos momentos eran las cuestiones fundamentales que quedaban. Le hablé acerca del trabajo de un final y de la importancia de tomarse un tiem­po previo – una fase de “prefinalización”- para estar seguros de que ambos estábamos prepa­rados para el arduo trabajo de finalizar (J. No­vick y K. Novick, 2006). La principal cuestión que restaba era su confu­sión entre asertividad y agresividad. Esta confu­sión está muy extendida en nuestra cultura pero su padre la hacía realidad, puesto que atribuía todo su éxito personal y profesional a su estilo “mano a mano” [sic en el original] de destruir al oponente. Consideraba que la agresividad es el sine qua non de la masculinidad. En distintos momentos de su vida, cuando su hijo no satisfa­cía este ideal, le había llamado afeminado, débil, infantil o “nenaza”. Basil había comenzado su análisis odiando a su padre pero completamen­te identificado con estas actitudes, luchando contra un odio intenso y una fuerte rabia hacia sí mismo. Su ideación suicida y su megalomanía representaban, en parte, este terrible conflicto. Cuando comenzamos a hablar de la prefinali­zación, Basil estaba confrontando activamente las consecuencias de la identificación con las creencias de su padre. Experimentó un conflicto diferente, de los que hemos denominado inter­medio entre las soluciones de sistema abierto y cerrado, pues ahora tenía una visión alternativa del mundo en el que la agresividad funciona­ba como una señal emocional importante pero constituía una interferencia y una retirada de la realidad cuando se empleaba como un arma emocional para maltratar a los otros (K. Novick y J. Novick, 2002b). A estas alturas, Basil era ac­tivo, asertivo y le resultaba placentero ejercitar sus “músculos emocionales” de perseverancia, trabajo y satisfacción por el proceso (K. Novick y J. Novick, 2010; 2011). Esto trajo consigo un choque, tanto interno como externo, con los va­lores de su padre. Sugirió, y estuve de acuerdo, en que quizá era hora de reanudar visitas más frecuentes con sus padres. Basil les había dicho que estábamos en una “fase de prefinalización”. Esto no quería decir que estábamos acabando, sino que estábamos pensando en cómo prepararnos para ello. A su madre le preocupaba que ello supusiera aca­bar el análisis inmediatamente y a su padre, que el hijo no estuviera preparado, pues aún se “retiraba de los desafíos”. Pensaba que seguía evitando luchar incluso si se metía en un área competitiva, como estaba contemplando hacer y que fallaría debido a la falta de una adecuada agresividad. Durante esa época, hablé con los padres por separado, pues cada uno tenía cuestiones dife­rentes. Mi trabajo con la madre fue bastante di­recto pero fundamental. Le expliqué que la fase de prefinalización estaba diseñada expresamen­te para evitar una actuación precipitada por par­te de cualquiera. No había un límite temporal, se podía hablar de todas las cuestiones que hiciera falta y lo que todos queríamos era estar segu­ros de que Basil estaba listo para llevar a cabo el importante trabajo de finalizar y lo que viniera después. Le aseguré que trabajaríamos juntos y estaríamos en contacto a propósito de esta ta­rea. Este intercambio nos daría otra oportunidad de hablar acerca de su ansiedad actual, de cele­brar sus continuados esfuerzos para mantenerla fuera de la interacción con su hijo y de hablar acerca de cómo sentía que necesitaba un rease­guramiento constante tanto mío como de Basil a la hora de hacerlo. Mantenía su angustia fuera del alcance de su marido, ya que a éste le eno­jaba. El temor a su ira ofreció una apertura útil para un largo periodo de trabajo con el padre en relación con su convicción de que su rabia era lo único que le había hecho tener éxito, en contras­te con el tipo cobarde y pasivo que sentía que había sido su propio padre. El trabajo individual de Basil discurrió en pa­ralelo con el trabajo parental con su padre. Ex­ploramos con ambos la creencia fija de que la masculinidad es a la agresividad lo que, a su vez, conduce al éxito. Para aquél, esto suponía una identificación con su padre, una sensación de que era la única forma de mantener un lazo con él; para éste, era una identificación negativa con su propio padre, sostenida por una terapia en curso en la que se le animaba a dejar pasar cualquier atisbo de culpa relacionado con la agresividad. En ocasiones me sentí desanimado acerca de si llegaríamos a algún lugar con este hombre quien, al inicio del tratamiento, me había contado cómo se preparaba cuando tenía una venta importante: “me vengo arriba pensando que el cliente le quita la comida de la boca a mi familia, de forma que me pongo tan furioso que no paro hasta que cierro el trato”. Pero no estaba solo en mi empeño, en la me­dida en que Basil era un aliado. Sentía que su padre estaba empezando a registrar sus éxitos como resultado de la actividad asertiva. Co­mentó que parecía realmente sorprendido del placer que el hijo obtenía de trabajar, intentar y perseverar. Basil me dijo que “disfruto cuando saco un 10, pero es solo la guinda. Es el emplear mi mente lo que me hace sentir bien de la misma forma que empleo mi cuerpo cuando corro”. Le pedí permiso para emplear ese comentario en mi si­guiente conversación con su padre. Cuando lo hice, éste recalcó cuán sorprendido e impresio­nado estaba de que ahora parecía que su hijo disfrutaba de los desafíos intelectuales en lugar de retirarse de ellos. “Cuando acaba la jornada,” dijo, “no parece que esté tan agotado como yo cuando termino la mía. Puede que tengáis algo, después de todo. Comienza a parecer un tipo bastante exitoso así que tal vez no tenga que ir por ahí repartiéndole a todo el mundo”. Este trabajo se prolongó por espacio de varios me­ses, pues tanto Basil como su padre luchaban con la idea de que había modos alternativos y satisfactorios de alcanzar el éxito y de ser un hombre. Finalmente, pareció que todos estába­mos listos para escoger una fecha y comenzó una fase de finalización de tres meses.

La finalización del tratamiento y más allá: Luke

En nuestro libro acerca de trabajo parental (K. Novick y J. Novick, 2005 [2019]), seguimos los seis años de análisis de Luke, que estuvo al borde de la muerte tras un intento de suicidio a los 16 años. Cualquier cambio positivo habitual­mente venía acompañado de reacciones dramá­ticas y, a menudo, tempestuosas, por parte de sus emocionalmente desbordados padres. En un momento determinado, cuando salió a la luz la historia del maltrato físico de la madre cuando era niña, ésta decidió poner fin al trabajo paren­tal. Sin embargo, existía una sólida alianza con el padre, quien continuó acudiendo a las sesiones periódicas. Pueden verse en nuestro libro los de­talles del trabajo concurrente con Luke y sus pa­dres desde la fase inicial a la de finalización, con referencia tanto a los aspectos generales como a las cuestiones particulares del caso. Resumi­mos a continuación algunos de esos puntos. La fase de finalización en el tratamiento de los adolescentes adultos es una cuestión que se ca­racteriza por la ausencia de debate al respecto. Como ya hemos señalado, una mayoría de ado­lescentes finaliza el tratamiento de forma prema­tura (Novick, 1990; J. Novick y K. Novick, 2006). La elevada incidencia de finalización prematura en nuestro trabajo y en el de nuestros estudian­tes y colegas fue uno de los elementos que di­rigió nuestra atención a considerar el papel que el trabajo parental podía jugar para contribuir a que los tratamientos comenzaran, continuaran y finalizaran bien y en un tiempo adecuado. Desde que comenzamos a poner en práctica y a enseñar los conceptos y las técnicas del traba­jo parental concurrente, nos hemos encontrado con un éxito cada vez mayor tanto por nuestra parte como por la de quienes ponen en prácti­ca estas ideas. Cada vez vemos cómo más ado­lescentes pueden llevar a cabo un tratamiento completo y finalizarlo de un modo mutuamente enriquecedor y favorecedor del crecimiento, a pesar del tradicional pesimismo psicoanalítico acerca del análisis de adolescentes (J. Novick y K. Novick, 2008; 2011). En términos generales, hay de nuevo una olea­da de reconocimiento respecto a que la finali­zación sí importa (Schlesinger, 2005; Salberg, 2010; J. Novick y K. Novick, 2006). Los analistas de niños y adolescentes están comenzando a darse cuenta de que la finalización de un trata­miento no solo es significativa para el paciente, sino que también requiere demandas específi­cas para los padres, con los correspondientes desafíos, vulnerabilidades y peligros. En Trabajo con padres y terapia con hijos. Un modelo integrador, escribimos que “el trabajo de finalización con los padres es crucial para ayudarlos a apoyar el uso adaptativo que su hijo hace del trabajo de finalización, a satisfacer su necesidad legítima de disponer de una persona que lo respalde y lo valide cuando el analista ya no esté disponible, y a fomentar su propia capa­cidad autónoma para emplear las capacidades positivas que han desarrollado para la crianza” (K. Novick y J. Novick, 2005, pp. 141– 42 [2019]). Y señalábamos que “se trata de exigencias im­portantes para los padres que pueden despertar el miedo a la tristeza, al amor y a la pérdida, así como el temor a revivir experiencias nucleares de duelo y de conflicto en torno a las despedi­das. Los padres pueden intentar manejarse con estas angustias mediante la evitación o con una retirada prematura del trabajo parental, o tam­bién pueden emplearlo como una oportunidad para aprender una nueva forma de despedirse” (ibíd., p.142). Una de las respuestas del padre de Luke ante la inminente finalización fue la de retirarse y con­siderar interrumpir sus sesiones parentales. Dijo que apoyaría el trabajo de Luke pero que él se sentía satisfecho de la relación con su hijo y pen­saba que era un buen momento para interrum­pir el trabajo parental. Me centré en los cambios que él había llevado a cabo, especialmente en su capacidad para conectar con una gama más amplia de sentimientos, pero me preguntaba si no estaría retirándose un poco. Dije que Luke estaba empleando sus sesiones para practicar la escucha de sus sentimientos y consolidar la se­guridad en su capacidad para manejar sus emo­ciones y hacer uso de ellas de forma adaptativa. Sugerí que pueden surgir tensiones cuando las personas emplean maneras distintas para mane­jarse con los sentimientos, lo que lleva a un ma­yor distanciamiento entre ellas. A medida que hablábamos, el padre lo asoció con la tradición militar familiar consistente en suprimir los sen­timientos y cómo le habían llamado “pequeño soldado valiente” por no llorar cuando su padre marchó y murió en la guerra cuando sólo tenía cuatro años. Continuó el trabajo parental concurrente du­rante la fase de finalización de Luke. Consolidó su propio crecimiento como padre, incluida la capacidad de ser más consciente y de encon­trar formas más adaptativas de hacer frente a su frágil esposa. Apoyó a su hijo en la elabora­ción del duelo por la finalización del análisis y la pérdida del analista. Al final, tanto Luke como su padre habían aceptado sus sentimientos acerca del hecho de que lo que habíamos denominado “funcionamiento sadomasoquista de sistema ce­rrado” todavía seguía presente y era accesible. No había desaparecido, sino solo decrecido en intensidad y contenido gracias a las posibilida­des alternativas del sistema abierto. Ambos ten­drían que seguir trabajando tras el análisis para abordar los conflictos entre estas formas alter­nativas de regularse a sí mismos y de resolver los problemas. Pero ahora estaban equipados con las capacidades adquiridas en el proceso de dominio de las tareas de la alianza terapéutica acaecido durante cada fase del tratamiento. Pa­dre e hijo pudieron entonces imaginar de forma realista la etapa post analítica, siendo sensibles a las señales que indicaban que estaban volviendo a un funcionamiento de sistema cerrado y cons­cientes de estar equipados para manejarse con estos conflictos. Ello incluía saber que podían contactar con el analista en cualquier momento si así lo querían o necesitaban (ibíd., p. 147).

Dificultades en el trabajo parental concurrente

Las cinco viñetas descritas anteriormente describen el tránsito exitoso a través de algunos de los obstáculos que pueden hacer que un tra­tamiento se vaya a pique y finalice de forma re­pentina o prematura. Pero puede que no trans­mitan de manera adecuada ni el detalle de las dificultades del trabajo parental ni el impacto que la patología parental ejerce sobre el proce­so terapéutico. A pesar de que intentamos com­prometer las mejores partes de los padres en la empresa, debemos de ser conscientes de las di­mensiones más oscuras que existen tras el odio y la destructividad parental hacia los hijos, sea a nivel individual como cultural (Young-Bruehl, 2011), y de la posibilidad de que los padres sa­crifiquen a sus hijos en aras de sus propias ne­cesidades psíquicas o para la supervivencia del matrimonio. Defensas parentales Por ejemplo, el padre de Kevin idealizó el duro trato que había recibido de su propio padre. A menudo le decía: “mi padre fue duro conmigo y siempre me dijo que lo apreciaría cuando fuera mayor. ¡Vaya si lo hago! Así que espero que es­tés satisfecho de mi rudo amor algún día”. Pero lo que llamaba “rudo amor” era, en realidad, un incesante y continuado menosprecio, una críti­ca y una comparación injusta de cualquier cosa que Kevin hiciera con los demás, incluido él mis­mo. La intensa negatividad del padre facilitaba que el hijo externalizara la cuestión. Llevó mu­cho tiempo conseguir que se diera cuenta de que había internalizado los ataques de su padre y de que había creado un vínculo con él basa­do en un superyó sádico de sistema cerrado (J. Novick y K. Novick, 2004). Para él, fue duro comenzar a cuestionar la idealización que había hecho del comportamiento abusivo de su pro­pio padre. Solo cuando este proceso dinámico se puso en marcha en el contexto del trabajo parental, pudo entonces reducir la crítica ince­sante hacia su hijo, lo que, a vez, creó el espacio para que Kevin asumiera la responsabilidad de su propia autodestructividad. Revivir la historia familiar En el material de Frank había un patrón repeti­tivo de miseria e intensificación de sus síntomas obsesivos cada vez que se sentía bien o había tenido éxito. Esto era aún más notable cuando se trataba de las separaciones. Al preguntar a su madre acerca de la historia familiar de pérdidas y separaciones, negó que hubiera nada signifi­cativo. Pero, de hecho, habían regresado a su país de origen tras nacer Frank para estar próximos a su familia extensa. La madre describió cómo su hijo creció al calor de la familia, de profeso­res infantiles y de la comunidad. El plan original del padre de continuar allí su carrera fracasó y tuvieron entonces que regresar, cuando Frank tenía dos años. Ella pensó que era muy joven como para haber acusado el traslado. Le señalé que incluso los niños más pequeños registran los grandes cambios y que estos pueden reverbe­rar más adelante. Entonces dijo que ella misma había caído en una grave depresión al volver. Los acontecimientos difíciles o dolorosos en las historias familiares, como los secretos fami­liares, pueden convertirse con demasiada faci­lidad en una inhibición tóxica del movimiento progresivo en un tratamiento. Si no se abordan pueden servir para validar la creencia omnipo­tente de que los pensamientos y los sentimien­tos son verdaderamente peligrosos. Esto pro­voca una línea de fractura que es destructiva para el tratamiento. A la madre de Frank se le olvidó acudir a la siguiente sesión. Cuando volvimos a hablar, co­mentó que se había sentido muy molesta desde que habíamos tocado ese asunto, que resultaba muy doloroso para ella y que se sentía culpable. Seguía pensando que su hijo había perdido, a la vez, su primer hogar y su madre. Aprovechan­do la solidez de la alianza terapéutica existente, reconocí su dolor y su deseo de huir de nuestro trabajo y de unos sentimientos tan difíciles. Pero también pude hablar de su poderoso amor pa­rental primario hacia su hijo, en nombre del cual podía afrontar cualquier cosa. Entonces siguió hablando de los detalles que nos permitieron reconstruir cómo ese crio despierto había ela­borado la teoría de que su propio placer siendo el centro de atención, su excitación y su desa­rrollo progresivo conducían directamente hacia la pérdida y la soledad. Con este material, resultó más accesible en el tratamiento la construcción de los síntomas obsesivos de Frank y el uso que hacía de ellos para regular cualquier sentimiento peligroso, in­cluida la rabia. También facilitó que sus padres compartieran y hablaran de los sentimientos más espontáneamente, algo que había estado fuertemente inhibido en esta familia. Interacciones parentales patológicas Los padres divorciados representan un desafío para todos los terapeutas de niños y adolescen­tes. Una forma en que esto se manifiesta es cuan­do alguno, o ambos progenitores, niegan cual­quier interés en participar en el trabajo parental: “yo no necesito tratamiento” o “apáñatelas con mi hijo” o bien “no quiero estar en la misma ha­bitación con él/ella”. Esta actitud nos alerta de la probabilidad de que la externalización sea uno de los principales modos de funcionamiento en la familia. En nuestro libro de 2005 (2019) y en nuestro artículo de 2008, tratamos la externali­zación de forma más extensa. Aquí únicamente señalaremos que esta patología parental puede sabotear el tratamiento de un adolescente tanto si se hace recaer en el hijo toda la culpa por los problemas familiares como si los ex-cónyuges están demasiado ocupados en continuar sus vie­jas batallas, hasta el punto de sacrificar a su hijo por ello. También existe la externalización de la responsabilidad al depositar al hijo en el analista al tiempo que los padres abdican de su rol en el desarrollo posterior negándose a implicarse en ningún trabajo parental. Los padres divorciados ponen de manifiesto los obstáculos del trabajo parental concurrente tales como la externalización, el rechazo a im­plicarse, el rechazo a asumir la responsabilidad, el uso de la terapia para mantener su equilibrio patológico, el uso del niño al servicio de sus propias necesidades, etc. Todas ellas pueden considerarse como reacciones terapéuticas ne­gativas (J. Novick y K. Novick, 2007 [1996]), en las que un progenitor lleva al niño a tratamiento con el fin de que fracase. También hay situacio­nes en las que el nivel de odio y rencor es tan grande que no hay solución y no puede iniciarse o continuar el tratamiento. Sin embargo, incluso cuando el nivel de acritud es bastante elevado, hemos encontrado vías para implementar nues­tro modelo de trabajo parental concurrente. Hay que hacer un esfuerzo añadido para señalarles que no se han divorciado de su importante fun­ción parental, lo que puede lograrse mantenien­do la convicción acerca del doble objetivo del tratamiento. La tarea de transformar la relación con dos progenitores adversarios es más difícil para el hijo, especialmente cuando los padres promueven conflictos de lealtad. Nuestro mo­delo deja espacio para que los terapeutas sean creativos a la hora de estructurar el trabajo. Se puede trabajar con ambos padres juntos, por separado en sesiones alternas, por teléfono, co­rreo electrónico o Skype, incluyendo al paciente o dejándolo fuera, etc. Son cruciales la flexibili­dad y la disposición a encontrar una configura­ción para cada familia. Por ejemplo, en nuestro libro sobre Trabajo con padres…, describimos el caso de Christina, cuyos padres habían tenido un amargo divor­cio cuando ella era un bebé. Estuvo en análisis desde los cuatro a los siete años. En el trabajo parental concurrente durante ese periodo, los progenitores y sus respectivas parejas fueron capaces de funcionar juntos como padres, ca­paces de priorizar las necesidades de la niña por encima de sus propios deseos narcisistas. Cada transición entre etapas del desarrollo re­presentaba un estrés sobre el dominio que tenían los padres de su función como tales. Rebrotaban antiguos patrones defensivos de relación entre sí y con su hija, e interferían con el desarrollo pro­gresivo de Christina cada vez que esta se encon­traba a punto de comenzar una nueva etapa. En su adolescencia tardía, cuando llegó el momen­to de escoger un área definida de estudio en la universidad, sintió que sus padres se mostraban inverosímilmente exigentes, rígidos y en total desacuerdo el uno con el otro. Ella pidió verme. Después de dos sesiones, quedaba claro que Christina lo estaba haciendo bien pero que se sentía amenazada por la patología de sus pa­dres. Tuvimos una reunión conjunta con los cua­tro padres para hablar acerca de las cuestiones con las que estaban teniendo problemas. Aun­que las sesiones se centraron en discutir aspec­tos concretos de cómo apoyarla en la elección de su área de estudio, el proceso y mi presen­cia pareció servir para devolver a los padres a la fase de la parentalidad que habían alcanzado anteriormente. Esta reagrupación nada conven­cional de juntar dos progenitores divorciados con sus dos parejas y un adolescente mayor sir­vió de forma eficaz a las complejas necesidades de esta familia.

Conclusiones

La perspectiva del desarrollo Ubicamos el trabajo descrito en este artícu­lo tanto dentro de la tradición psicoanalítica centenaria como dentro de la capacidad de esta disciplina para expandirse continuamente y absorber nuevos hallazgos. Hace ya tiempo que Freud (1916) confrontó la vieja controversia naturaleza – ambiente al sugerir las series com­plementarias, donde las dos están en constante interacción. Erikson lo elaboró formulando las series epigenéticas en las que el desarrollo es consecuencia de interacciones complejas que continúan a lo largo de todo el ciclo vital (1950). Los trabajos neurocientíficos más recientes adoptan la misma postura. El neurobiólogo de Harvard, Steven Hyman, afirma que “hace tiem­po que la vieja controversia ‘naturaleza versus ambiente’ ha perdido relevancia científica. En su lugar, la frontera se sitúa en la comprensión de los mecanismos mediante los cuales los facto­res ambientales interactúan con el genoma para influir en el desarrollo del cerebro y dar lugar a diversas formas de neuroplasticidad a lo largo de toda la vida” (2009, p. 241). Desde Freud, los psicoanalistas han articu­lado el proceso por el cual el comportamiento no está solamente predeterminado por las fun­ciones cerebrales o por el genoma, sino que se entrelaza en momentos evolutivos clave donde los factores innatos interactúan con el estímulo ambiental consiguiente y así dan lugar a la va­riedad de comportamientos que observamos en los humanos de todas las edades. Los neu­rocientíficos dicen que “en neuroimagen, como en la vida, se trata más del trayecto que del des­tino” (Giedd et al., 2009, p. 469). Esto debería ser una idea familiar para el psicoanálisis, pues el enfoque evolutivo para el estudio del com­portamiento es nuestro punto de partida. Todo esto nos sirve para afirmar que puede que tal vez sea necesario recurrir a la neurociencia más avanzada para recordar a los psicoanalistas que la contribución singular del psicoanálisis reside en su perspectiva evolutiva. Cada disciplina trabaja con una serie de su­puestos teóricos y con una estrategia episte­mológica. Como psicoanalistas, asumimos lo siguiente: • La perspectiva del desarrollo es una dimensión metapsicológica crucial para comprender el funcionamiento de la personalidad. • La perspectiva del desarrollo es lo que dife­rencia el psicoanálisis de muchas otras teorías psicológicas. • La perspectiva del desarrollo asume que todo comportamiento tiene un significado y una historia. • El desarrollo solo puede tener lugar en el con­texto de las relaciones. • La historia de un niño abarca generaciones, como mínimo a la de los progenitores y a las creencias y fantasías que éstos aportan a la crianza de un niño concreto. Las influencias culturales se transmiten a través de los padres y de otras relaciones y experiencias en la vida del niño. • El primer determinante de cualquier compor­tamiento es probable que se encuentre en la relación parento-filial en particular, como he­mos señalado, en la economía placer / displa­cer de dicha relación. • El comportamiento evoluciona a través de fa­ses en las que los niveles actuales de funciona­miento psicológico y biológico influyen y son influidos por las fases previas. • La transformación es la característica principal de esta evolución epigenética. • Ninguna fase es más importante que otra y las transformaciones evolutivas continúan a lo largo de todo el ciclo vital. • Cada fase aporta algo único a la mezcla, que puede compensar las dificultades anteriores o hacer surgir cuestiones previas latentes que pueden entonces alcanzar una intensidad pro­blemática (Nachträglichkeit, o “con posteriori­dad”; J. Novick y K. Novick, 2001a). Estos supuestos teóricos orientan, a grandes rasgos, nuestro modelo de trabajo parental, puesto que los padres constituyen una de las principales influencias ambientales, primarias y continúas, a lo largo de toda la vida del hijo. En el contexto específico de nuestra disertación actual sobre la adolescencia tardía, queremos poner el énfasis en la plasticidad continua de ce­rebro del adolescente, en la oportunidad de las identificaciones adaptativas, y en las tareas de transformación particulares de la adolescencia tardía, con el desafío que tienen que enfrentar los jóvenes y sus padres para optar por solucio­nes evolutivas de sistema abierto, dejando a un lado viejos patrones de funcionamiento omni­potente de sistema cerrado. El rol de los padres (3) Cuando consideramos las tareas del desa­rrollo de la adolescencia tardía, observamos la convergencia entre las transformaciones de las relaciones con uno mismo y con los otros, el re­alineamiento de la relación entre placer y prin­cipio de realidad, y la consolidación de la iden­tidad. Hemos señalado que muchos de los que ahora aceptan la importancia del trabajo paren­tal en general, sin embargo, trabajan de forma preferente con las madres. Diversos enfoques teóricos también han tendido a conceder ma­yor peso a la relación materna que a la paterna, lo que puede conducir a explicaciones racionali­zadas para tolerar la exclusión del padre. A me­nudo se nombran las dificultades prácticas para que el padre participe, y hay que reconocer que las hay, pero consideramos que puede haber otros factores menos conscientes que implican miedos y fantasías acerca del poder y de la ven­ganza del padre (K. Novick y J. Novick, 2005 [2019]; J. Novick y K. Novick, 2012). Tanto los terapeutas varones como las mujeres pueden estar sujetos a tales preocupaciones. Cuando estábamos escribiendo este artículo y pensábamos en los casos descritos anterior­mente, así como en otros similares, nos dimos cuenta de que el progreso en cada familia de­pendía eventualmente de la participación de los padres. Tanto si estaban involucrados desde el inicio como si no estaban presentes, más pronto o más tarde, su implicación activa creaba pun­tos de inflexión en el trabajo con cada paciente. Este hallazgo preliminar conlleva implicaciones técnicas que se suman a la afirmación de la im­portancia de la dimensión evolutiva a la que nos hemos referido con anterioridad. El papel de los padres como un puente hacia la realidad y hacia el mundo exterior está bien establecido (Pruett, 1992). En nuestra experiencia, la transformación de la relación tanto con las madres como con los padres es fundamental para la formación de una identidad de sistema abierto para los jóve­nes, chicos y chicas por igual. Desde un punto de vista técnico, esto ejerce un impacto en la estructura del tratamiento y en la red de alianzas terapéuticas. Cuando los pa­dres no se implican de inmediato, es de utilidad para el terapeuta mostrarse flexible acerca de su participación. Con toda probabilidad, es in­cluso más importante mostrarse abierto y tener presente al padre en nuestro mapa mental del paisaje de nuestra representación mental del paciente y de su familia. Es así como estaremos preparados para reclutar a los padres en cuanto se sientan capaces de unirse al trabajo. La importancia de la alianza terapéutica Lograr las tareas de alianza terapéutica pro­mueve la sintonía afectiva en las relaciones. La neurociencia actual confirma la importancia que tienen el apego y la comunicación en el man­tenimiento de la plasticidad neuronal y el cre­cimiento cerebral (Schore, 2000, 2002). Cree­mos, una vez más, que existe una convergencia de los factores importantes en este trabajo con adolescentes tardíos. La alianza terapéutica con los padres ha mostrado empíricamente tener una correlación significativa con el resultado del tratamiento (Kazdin, Whitley y Marciano, 2006; Garcia y Weisz, 2002; McCleod y Weisz, 2005; Novick, Benson y Rembar, 1981). Puesto que las tareas de la alianza terapéutica se correspon­den con un funcionamiento de sistema abierto, y una de las formas en las que conceptualiza­mos el tratamiento es en términos de cambiar desde una autorregulación predominante de sistema cerrado hacia un mayor funcionamien­to de sistema abierto, la conclusión entonces es que el trabajo parental concurrente, sin impor­tar la edad del paciente, contribuirá a un mayor éxito terapéutico (K. Novick y J. Novick, 1998; J. Novick y K. Novick, 2000; 2002b). En nuestro libro (2005 [2019]) describimos varias fuentes de resistencia hacia este traba­jo fundamental con los padres, considerando factores sociohistóricos, teóricos, dinámicos y políticos. Añadimos aquí otro factor histórico, que proviene del hecho de que muchos de los primeros análisis infantiles fueron llevados a cabo dentro de un pequeño grupo de colegas. Por ejemplo, Melanie Klein analizó a sus propios hijos; Anna Freud analizó a varios de los hijos de su mejor amiga y colega, así como a otros compañeros de clase. En tales circunstancias, no era posible un trabajo parental, no se pudo establecer ninguna alianza terapéutica con los padres, y no se pudo iniciar ni abordar de forma sistemática ningún cambio dinámico en ellos. El campo del análisis de niños y adolescentes ha avanzado y pensamos que ahora está en con­diciones de aceptar la utilidad y el impacto que tiene el trabajo parental concurrente en todas las edades, incluida la adolescencia. Todavía es un modelo en evolución con muchas cuestiones técnicas por resolver, pero nuestra experiencia a lo largo de los últimos veinte años de experi­mentación nos permite compartir las siguientes recomendaciones técnicas. Recomendaciones técnicas Emplear el repertorio completo de interven­ciones psicoanalíticas. Las interferencias en el desarrollo de la parentalidad pueden entender­se como una patología susceptible de trabajo terapéutico. En consecuencia, consideramos necesario y apropiado emplear el repertorio conceptual y técnico completo del trabajo in­dividual con niños y adultos en el contexto del trabajo parental. No definimos el trabajo paren­tal en negativo, esto es, en términos de aque­llo que no es o de las restricciones que pudiera tener. Antes bien, lo vemos como fundamental, significativo y legítimo por derecho propio. El trabajo parental incluye, por tanto, intervencio­nes etiquetadas tradicionalmente como “tera­péuticas” como, por ejemplo, el análisis de las defensas, la verbalización, la introspección, la reconstrucción, la interpretación, y el empleo de la transferencia y la contratransferencia para la comprensión de lo que sucede y como herra­mientas técnicas. Además del uso tradicional de la educación, el apoyo, la validación, el modelado, la facilita­ción, etc. – que han constituido las bases de la orientación parental -, podemos ilustrar la rele­vancia y la utilidad de usar el repertorio com­pleto de técnicas tanto por las dificultades que surgen cuando un terapeuta se refrena a la hora de usar estas habilidades como, en un sentido positivo, cuando la interpretación y el trabajar el problema resultan cruciales para alcanzar los dos objetivos del tratamiento. En nuestra experiencia, el uso de la gama completa de técnicas terapéuticas en el trabajo parental no compite ni interfiere con la terapia individual de los padres. De hecho, el trabajo parental puede llevar a la aceptación de una de­rivación para tratamiento individual, al tiempo que se mantiene la relación con el analista del niño para trabajar sobre cuestiones acerca de la parentalidad. El trabajo parental se focaliza en la relación parento-filial. Otros asuntos de las vi­das de los padres solo pasan a formar parte de este trabajo en la medida en que son relevantes en su relación con el hijo. De este modo, pode­mos emplear sin restricciones la gama completa de nuestras habilidades en el área focalizada y bien delimitada de la parentalidad. El trabajo parental exitoso requiere la con­vicción interna y la exposición externa del do­ble objetivo del tratamiento. Anna Freud (1970) definió el objetivo del análisis infantil como la restitución del niño en la trayectoria del desa­rrollo progresivo. Hemos ampliado esta idea para incluir un segundo objetivo: ayudar a que los padres alcancen la fase evolutiva de la pa­rentalidad, es decir, devolverlos a la trayectoria del desarrollo progresivo adulto, del cual la pa­rentalidad es una fase. Nuestra visión de la relación parento-filial proporciona un marco en el que desarrollar una técnica del trabajo parental que abarque tanto las resistencias como los apoyos evoluti­vos a la terapia. El objetivo del análisis infantil puede reformularse no solo como la restitución del desarrollo progresivo del niño, sino también como la restitución del potencial de la relación parento-filial, trastocado por la patología como una fuente de riqueza duradera para ambos. Así pues, a lo largo del tratamiento del niño y del adolescente tenemos presente este doble obje­tivo del trabajo que realizamos. Esta idea no solo es un supuesto implícito, sino una afirmación explícita. Desde bien pronto, du­rante la evaluación, transmitimos a los padres que nos marcamos este doble objetivo como un esfuerzo conjunto. Trabajamos con esta idea hasta que se convierte en una motivación intrín­seca para el tratamiento continuado. No se trata únicamente de una motivación in­trínseca para los padres: el analista también tie­ne que tener una convicción sincera. Los padres evalúan la autenticidad y la competencia de los terapeutas en quienes valoran confiar a su hijo, aunque éste sea ya mayor. En el actual clima cultural que glorifica los remedios rápidos, los psicoanalistas se sienten terriblemente vulnera­bles y a menudo no están muy seguros a la hora de establecer la indicación de un tratamiento largo e intensivo. Cada uno de los cinco pacien­tes que hemos descrito vino con su propio plan terapéutico, al igual que los padres. Cuatro de ellos tomaban tratamiento o habían recibido presiones de su familia y de los amigos para to­marlo. El quinto se automedicaba vía abuso de sustancias. Es necesaria la confianza y el apoyo para alcanzar la eficacia basada en la evidencia del análisis, en especial en el caso del análisis concurrente con el trabajo parental. Queda fuera del ámbito de este trabajo de­tallar las numerosas vías mediante las que los jóvenes terapeutas pueden superar estos obs­táculos, pero es una cuestión importante a de­batir. Nuestro enfoque sería el de focalizar en el desarrollo de músculo emocional en los tera­peutas de forma que se sientan seguros de que podrán tolerar la incertidumbre y la frustración, soportar la hostilidad y saber que podrán atra­vesar por momentos difíciles con los pacientes y sus padres (K. Novick y J. Novick, 2010, 2011). La distinción entre privacidad y secreto pro­fesional ocupa una posición central. Diferenciar privacidad de secreto profesional nos sirve para definir de un modo más preciso la confidencia­lidad. Hablamos con los padres y sus hijos ado­lescentes acerca de la privacidad intrínseca de los pensamientos y de los sentimientos pero es­pecificamos que los actos son públicos. La se­guridad es el requisito clínico principal y sería destructivo para el tratamiento, y quizá peligro­so para el adolescente, esconder las acciones peligrosas. Debe mantenerse la confidenciali­dad en apoyo de la privacidad y no como una complicidad refleja con el secreto. El objetivo es hacer de cualquier secreto un objeto legítimo de examen y comprensión analíticos, de forma que el adolescente y sus padres puedan encon­trar su camino hacia un intercambio y una co­municación fructíferos. Este es uno de los aspectos más sensibles y difíciles cuando se trata a adolescentes. La preocupación acerca de la confidencialidad ha sido, de siempre, una de las principales razones por las cuales los terapeutas de adolescentes han evitado el trabajo parental concurrente (J. Novick y K. Novick, 2008). Como señalamos en nuestro libro sobre trabajo con padres: “[…] existe una jerarquía de valores clínicos que apli­camos a los tratamientos de pacientes de cual­quier edad. El establecimiento de la seguridad – para el paciente, para los padres y para el te­rapeuta – es fundamental. Mantener al niño (o al adolescente) a salvo del daño es de capital im­portancia. Estas son las prioridades del encua­dre terapéutico para el profesional. Confianza y protección son los ingredientes fundamenta­les de la sensación de seguridad: saber que se respetarán los pensamientos y los sentimientos, en la medida en que pertenecen a la vida men­tal de cada uno, facilita una relajación gradual para compartirlos con el analista. El progreso a lo largo de la línea del desarrollo del sentimien­to del self incluye la confianza creciente en la privacidad de la propia mente. Saber que las ac­ciones peligrosas hacia los demás o hacia uno mismo serán abordadas de manera categórica también proporciona un sentimiento de seguri­dad al niño (y al adolescente) que teme perder el control: entonces siente que podrá revisar sus impulsos con la ayuda de otros (K. Novick y J. Novick, 2005, p. 53 [2019]). El trabajo parental concurrente confirma la posición central y la importancia de los padres y del amor parental primario por su hijo. Des­de el inicio, comentamos con los padres acerca del establecimiento de una alianza -alianza tera­péutica- con el fin de apoyar su continuo e im­portante rol con su hijo adolescente. La mayor parte del trabajo aborda la externalización de la responsabilidad para mantener el compromiso en las transformaciones. Las externalizaciones pueden tener orígenes muy diversos que van desde estilos defensivos característicos hasta el cansancio y la impotencia a la vista de la patolo­gía del hijo adolescente. Durante las fases inicia­les del tratamiento trabajamos arduamente con los padres para situarlos en su posición legítima en la vida mental del adolescente, y con éste para colocarlo en el centro de la consolidación de sus padres en la fase de la parentalidad. Muchos padres acuden a consulta en un mo­mento en que se sienten enfadados e impoten­tes y, a menudo, terriblemente culpables y aver­gonzados de no lograr encontrar su amor por el hijo. Pero, sin ese amor, ningún tratamiento ni ningún cambio puede tener lugar. Parte de la tarea del analista es creer que aún hay algo de ese amor y centrarse entonces en ayudar a los padres a acceder al mismo, recuperarlo y au­mentarlo. Si el analista no es capaz de trabajar honestamente en este entorno, será incapaz de respetar y cuidar de los padres; sin ese respeto, el tratamiento fracasará pues los padres se sen­tirán criticados y rechazados. Hemos visto cómo nuestro modelo dinámico de trabajo parental concurrente, con su énfasis en el desarrollo de una alianza con los padres que se basa en el respeto mutuo y en la confian­za, trabajo que saca partido del potencial para el amor parental primario, es eficaz no sólo con niños sino también con adolescentes.

Notas

A lo largo del texto empleamos el sustanti­vo colectivo “padres” como traducción del tér­mino inglés parents, del mismo modo que “ni­ños” e “hijos” traducen el término inglés children. (N. del T.) (2) Hace referencia al acontecimiento relata­do el Día de Acción de Gracias, que se celebra el cuarto jueves de noviembre de cada año (N. del T.). (3) En este apartado, el texto original hace re­ferencia a los padres (fathers, masculino), por oposición a las madres (N. del T.).

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