El dibujo: un facilitador del tratamiento psicoterapéutico de niños con autismo

Amalia Guadalupe Gómez, Mónica Serrano, Carlos Sánchez, José Iván Anaya, Luis Gibran Rojano y Luis E. Palma

 

RESUMEN

El artículo muestra el proceso terapéutico de un niño con autismo. Dicho proceso pone énfasis en el análisis y manejo de la contratransferencia del terapeuta como herramienta de cura al servicio del tratamiento psicoterapéutico. En este caso se hace uso de mediadores como el agua y la pintura para la disolución de la barrera autística formada por los temores primitivos y, finalmente, se utiliza el dibujo como facilitador del proceso terapéutico encaminando al paciente hacia el logro de la simbolización. PALABRAS CLAVE: autismo, contratransferencia, dibujo, mediadores terapéuticos, psicoterapia.

ABSTRACT

Drawing as a facilitator of the psychotherapeutic treatment of children with autism. This paper shows the therapeutic process of a child with autism. The analysis and management of the therapist’s countertransference as a tool at the service of psychotherapy is emphasised. Mediators such as water and paint were used in this occasion for the dissolution of the autistic barrier formed by primitive fears. Finally, the use of drawing as a facilitator of the therapeutic process was used in order to address the patient towards symbolization. KEY WORDS: autism, countertransference, drawing, therapeutic mediators, psychotherapy.

RESUM

El dibuix: un facilitador del tractament psicoterapèutic de nens amb autisme. És l’estudi d’un cas clínic que mostra el procés terapèutic d’un nen amb autisme. Aquest procés posa èmfasi en l’anàlisi i maneig de la contratransferència del terapeuta com a eina de cura al servei del tractament psicoterapèutic. En aquest cas es fa ús de mediadors com l’aigua i la pintura per a la dissolució de la barrera autística formada pels temors primitius i, finalment, s’utilitza el dibuix com a facilitador del procés terapèutic i s’encamina el pacient cap a l’assoliment de la simbolització. PARAULES CLAU: autisme, contratransferència, dibuix, mediadors terapèutics, psicoteràpia.

De manera constante, la comunicación a través del dibujo ha sido utilizada como un medio para comprender al niño que sufre alguna psicopatología. La exposición del problema psicológico fundamental que representa la interpretación del dibujo de los niños inadaptados es una aportación valiosa. Un vínculo importante existe, en efecto, entre los dibujos del niño enfermo, la expresión gráfica de todo niño y los orígenes inspiradores de la comunicación autística. Es difícil imaginar, para la comprensión de ese lenguaje, un verdadero código ya que se trata, en gran medida, de modos de expresión o de símbolos individuales poco o nada socializados. De ahí, el interés de buscar en los dibujos argumentos que, junto con otros elementos de la observación clínica, permitan una compresión más completa de estos casos.

Como muestran las aportaciones de Brun (2006), al analizar las primeras relaciones objetales –lo que la autora llama “lo arcaico”–, utilizando la mediación de la pintura para llevar al niño al proceso de simbolización en las psicosis; las descripciones de Houzel (2003), en su análisis acerca del envoltorio psíquico –primeras manifestaciones de la constitución del aparato psíquico del niño autista–; así como lo descrito por Punta Rodolfo (2005) en su trabajo sobre clínica infantil; la comprensión del mundo interno en las psicosis infantiles y, muy particularmente, en el autismo, requiere de la revisión constante de autores como Tustin, Bion, Kohut o Haag. Pero también de aquellos otros que de manera más reciente han aportado descripciones valiosísimas para dicha comprensión. De unos y de otros tomaremos, más adelante, aspectos de sus aportaciones que nos permiten otorgar profundidad y pertinencia al análisis de la experiencia terapéutica que vamos exponer a continuación.

Viñeta clínica: historia de Maurice

Maurice llegó a la Fundación Vallée a la edad de 4 años, en febrero de 1989 (1). Cuando la terapeuta lo conoció tenía seis años. Era el hijo único de una joven pareja de divorciados y su desarrollo parecía normal, hasta los seis meses. A esta edad, el niño presenta espasmos por series de dos, tres o cuatro veces al día. Posteriormente se le diagnósticó de West (forma particularmente grave de epilepsia). Un ligero retardo psicomotor apareció, también, por esas fechas, no se podía sentar. Luego de esas manifestaciones Maurice se desinteresó del medio.

Al inicio del tratamiento encontramos que Maurice a menudo juega solo, manipula los objetos, los frota, los golpea, sin que esto dure mucho tiempo. Tiene diversas actividades estereotipadas, como abrir y cerrar las puertas, apagar y encender el interruptor; deambular, saltar, empujar las sillas hacia adelante y hacia atrás. Los balanceos son raros y su motricidad inadecuada.

Es un niño de talla normal para su edad; tiene los cabellos muy rubios, los ojos azules y la tez muy pálida. Siempre va con ropa muy bonita. Su aspecto físico es el de un niño de su edad, sin anomalías. No tiene lenguaje verbal, se expresa con sonidos guturales. Sin embargo, aunque no reacciona a la voz y raramente a su nombre, comprende órdenes simples. Maurice presentó muy pronto una sintomatología típica de un niño autista: aislamiento extremo, indiferencia hacia su entorno, evitación de la mirada y movimientos estereotipados como mover, a veces, los dedos delante de su cara o aletear. La mamá de Maurice se mostraba muy ambivalente con él. Por un lado, representa para ella una gran frustración narcisista, pero al mismo tiempo es un niño exclusivo.

La mamá de Maurice viene regularmente a buscar a su hijo a la institución, aunque raramente pide entrevistas. La indicación de una terapia se propuso dadas las dificultades autísticas de Maurice y las dificultades de su madre. El primer año se dedicó especialmente a la inserción de Maurice en el grupo, así como a una actividad educativa para las tareas cotidianas (comida, baño, etc.). Y por último se le incorporó al kínder.

El agua: diluyendo la barrera autística del niño

Con frecuencia la realidad del tratamiento psicoterapéutico de niños autistas en el ámbito institucional, lleva al profesional a proponer una labor de mediación a través de la pintura para revivir la dimensión arcaica. Brun menciona: “Este trabajo de lo arcaico por la mediación de la pintura se articula alrededor de la constitución de un fondo por la representación, activando el proceso del registro perceptivo al registro representativo; lo arcaico en el aparato psíquico puede definirse como el registro de huellas de memoria perceptivas. El trabajo de lo arcaico por la mediación de la pintura corresponderá a una dinámica de metabolización en lo figurable de aquello que se presenta, primero a nivel sensorio-motor. Para poder iniciar la labor terapéutica con la pintura como mediador, la inserción de lo sensorio–motor se vuelve un requerimiento muy específico, incluso más que el intento de llevar al niño a la expresión de formas reconocibles e identificables” (Brun, 2006).

Maurice fue incorporado al taller de pintura con otros dos niños autistas. Durante las primeras sesiones se mostraba muy inquieto, llegaba a la sala de pintura llorando. Rechazaba todo lo que se le proponía, tomaba un pincel con un poco de pintura, se acercaba a las hojas colgadas sobre el muro, se levantaba enseguida y las aventaba al piso, repitiendo esa rutina varias veces. Sólo entendió que no debía hacer eso hasta la tercera sesión.

El niño autista debe realizar una experiencia anterior ligada al reconocimiento de la realidad –del espacio y del tiempo–, antes de confrontarse a la experiencia dolorosa de la separación. Maurice tendía a utilizar la habitación ya sea como algo inexistente, o como un espacio ilimitado que incluía la duración de las sesiones en un continuo donde parecería que no había nociones del antes y después. De esta manera, podemos interpretar la actitud de Maurice cuando trataba de lanzar los objetos al espacio. Este nuevo espacio representaba para él un lugar al que debía estar confrontado, necesitaba reconocerlo. Si no lograba controlarlo o pegarse a las lámparas, al muro, al cuerpo, se sentía completamente perdido en el espacio. Después de repetirle varias veces la prohibición de: “No en el piso, en las hojas”, descubrió el pintarse los dedos: metió las manos en el bote de pintura marrón y, enseguida, se dirigió al lavabo a lavarse. Miraba el agua que salía del lavabo y que al mismo tiempo quitaba la pintura marrón de su cuerpo. Después miraba sus manos constatando que estaban ahí, escuchaba el agua que pasaba por la tubería poniendo la oreja en el muro y gritaba de alegría cuando el lavabo estaba vacío.

Parecería que una vez que Maurice registró la interdicción “no tires las hojas en el piso” pudo confrontarse a este nuevo espacio que se le proponía y que tenía, también, la función de continente –en cuanto una habitación bien delimitada–. De esta manera, una vez que su angustia fue contenida por un objeto externo (la terapeuta), hizo el descubrimiento de otros materiales, pudo entonces contactar con otra cosa, como el agua, que no es más que una forma, y que parece más fácil de manejar que un verdadero objeto. Este proceso daría testimonio de una primera integración de habilidades de receptividad y de disponibilidad a las cualidades de consistencia y solidez, lo que constituye la etapa esencial del tratamiento con niños autistas (Houzel, 2003). Las primeras “formas aguadas” vienen, según parece, de la sensación que originan sustancias corporales como los excrementos y la orina. (Tustin, 1977, 1985, 1986, 1988). Los equivalentes no corporales de estas sustancias serían la plastilina, el agua, la pintura. Es de esta manera que Maurice, a través de la pintura marrón con la que se ensuciaba una parte de su cuerpo (evocando los excrementos), reproduciendo tal vez esas “sustancias aguadas” que provienen del cuerpo, se protegía del exterior con una forma típicamente autística. Sin embargo, dejando partir la pintura de su cuerpo, sintiendo el agua que corría por su piel, delimitaba la superficie del cuerpo, un adentro y un afuera. Y al “despegarse” la pintura de la piel, constataba la permanencia de su cuerpo, diferenciando entre lo externo (la pintura, el agua) y él. Empezaron entonces las actividades de pegar y despegar que le permitieron trabajar la noción de profundidad, el nacimiento de un espacio psíquico interno.

Parecería que la manipulación del agua, ya sea a través de tocar la superficie, o por el escurrimiento de la piel, o de todo aquello que le muestra una interfaz entre el adentro y el afuera sensorialmente ubicado, lo ayudara a delimitar los volúmenes objetivos, permitiendo controlar, crear volúmenes en el exterior, sin peligro de sentirse destruido, de sentir la caída de una parte de su cuerpo ligada a los terrores primitivos. De ahí la alegría de Maurice cuando veía que sus manos no se iban por el lavabo. Empezó a tener conciencia de la complejidad de la tubería que pasaba por dentro del muro y el suelo. Podía percatarse de un evento que ocurría en el exterior visible (juego del lavabo) y otro que pasaba al interior no visible (el agua en la tubería). Aceptaba renunciar a sí mismo y entrar concretamente en lo externo (el lavabo, la tubería y el agua) y utilizar, al mismo tiempo, sus órganos perceptivos (ojos y orejas) para proceder al estudio del interior del objeto, proceso de escisión paralelo al self y a los objetos que se encontraban en formación (Haag, 1993).

Maurice continuó con los juegos repetitivos de vaciar y llenar. Durante una sesión se dirigió a las hojas blancas de pintura para hacer garabatos. Iba y venía de la hoja pegada sobre el muro al lavabo, se pintaba la mano con un poco de pintura, se la lavaba y constataba que su mano estaba siempre ahí, dejando salir gritos de alegría. Una de las educadoras del grupo comentó que Maurice, que presentaba problemas de enuresis, comenzaba a ir al baño para orinar, pero que lo hacía al lado del excusado. Probablemente esto se debía a que aún tenía miedo de perder una parte de él. A pesar de ello, comenzaba a sentir los límites de su cuerpo, lo cual era ya una gran evolución.

Mostraba así, en su evolución, una relación entre dos puntos de referencia en el espacio que darán lugar a una profundidad, al nacimiento de un espacio psíquico interno capaz de dar prueba de las primeras producciones psíquicas: los muros de la pieza y el lavabo –en tanto que objeto autístico y que utilizará como medio transicional de separación, que después expresará en un contenedor (la hoja blanca pegada al muro)–. Entre los dos puntos de referencia, los primeros garabatos provenientes de un espacio psíquico interno rudimentario.

Poco a poco Maurice descubrió pintura de otros colores, llenaba el lavabo de agua, la teñía de diferentes colores y la dejaba ir. Así mismo se pintaba las manos con un jabón de forma repetida. En ese momento se le animaba mucho y comenzaba a mirar al adulto. La terapeuta se sentía atraída por sus grandes ojos azules. Con respecto a la contratransferencia de la terapeuta, es importante mencionar que Maurice era un niño con el que ella soñaba, estaba fascinada por sus ojos azules como el cielo. Al despertar asociaba al sueño algo celeste (Aubin, 1970), también admiraba sus cabellos rubios. Al parecer, Maurice despertaba en la terapeuta fantasías relacionadas con la maternidad, fantaseando con este niño que volvía a la vida. A menudo veía en sus sueños su cara, era solamente la cabeza, como el niño que comienza a constituirse en el vientre de la madre. Estaba ubicada en los orígenes de la vida de este niño, estaba seducida por él, por su imagen que le invadía en sueños por la noche.

Por todo esto, la terapeuta pensó en la madre de Maurice, herida en su narcisismo, que de algún modo reforzaba su enfermedad diciendo que era “su bebé”, su niño exclusivo. La imaginaba como una madre seductora que no lo había dejado crecer. Pensaba en una madre que presentaba una falla narcisista, que era probablemente el resultado de un padre idealizado (Kohut, 1992) al cual ella no había renunciado. Podemos pensar en la omnipotencia como mecanismo de defensa de la madre frente a la pérdida del objeto, que impide la separación entre ella y el niño. El deseo de la madre se cumple, ya que el niño, en espejo con ella, había introyecta una madre todo poderosa que lo envuelve y lo deja vacío, sin poder construir ese espacio psíquico interno con el cual diferenciar lo interno y lo externo.

De esta manera, podemos hacer referencia a Bion (1965), cuando describe los elementos beta que buscan un punto de referencia maternal. Los gritos de Maurice podrían representar ese material en bruto que sufrirá una transformación a través de la ensoñación maternal, producida en la ocurrencia de la terapeuta. Bajo una forma mentalizada, esos elementos alfa serán restituidos al niño, haciendo aparecer este espacio psíquico interno que diferencia lo interior de lo exterior y donde acumulamos los recuerdos: el preconsciente (Hochmann, 1989).

Coincidimos con Bentancourt (2009), quien resalta la importancia de la presencia de una madre –o de alguien que ejerza su función– para el saludable desarrollo de los infantes, de forma que pueda satisfacer oportuna y repetidamente las necesidades del bebé, a fin de que cada uno contribuya, desde sí mismo, a que esto se logre. De ahí la relevancia del papel de la terapeuta y de su contratransferencia en este proceso dirigido a la disolución de la barrera autística. Constatamos cómo diluyendo los terrores primitivos, con la ayuda de mediadores como el agua (Kohler, 1982) y la pintura, fue posible –en una primera fase del tratamiento– diluir la barrera autística para abrir un primer espacio psíquico interno rudimentario. La primera fase del tratamiento duró un año.

Los dibujos de Maurice incluidos en su evolución

La segunda fase del tratamiento, que se llevó a cabo a lo largo de otro año, nos muestra cómo el niño pudo expresar sobre la hoja blanca sus primeras sensaciones, en una especie de molde o formas geométricas para después ir hacia la creación, la expresión, a través de los dibujos de objetos más precisos –como una casa– y, de esta manera, hacia un proceso de simbolización.

Maurice continuó trabajando con la pintura. Tomó un pincel con un poco de pintura azul y verde e hizo un cuadrado. Para entonces buscaba también el contacto con los otros, acercándose para acariciarlos o para molestarlos. Intentó abrir la blusa de la terapeuta y tocar su cuerpo.

Parece que las formas geométricas estructuran específicamente las sensaciones, en percepciones y conceptos puestos en relación con el espacio. Estas formas se deslizan en la consciencia del niño antes de ser manifestadas. De ahí, el carácter mágico, inexplicable, primitivo y seductor de esas formas. Ellas no son producto del aprendizaje, son formas innatas. Estas formas parecen ser los elementos de base a partir de los cuales el pensamiento y el afecto se desarrollan. Las formas geométricas, que son un tipo específico de formas innatas (Tustin, 1988), ayudan a ordenar las sensaciones de tocar y ver en el encuadre del espacio encontrado después de la separación entre el niño y la madre. Dicho de otro modo, el espacio les aparecerá como un vacío: para los pacientes que surgen del autismo, estas formas parecen constituir los primeros moldes en los cuales la experiencia precoz es proyectada. Aparecen como un punto crítico en el proceso terapéutico, cuando el paciente deja el autismo psicogenético y pasan a lo que metafóricamente se nombra como “nacimiento psíquico”.

Pero esas formas son experimentadas de manera hipersensual (de ahí, el intento de Maurice de abrir la blusa de la terapeuta en un deseo infantil transferencial maternal hacia ella), ya que estos pacientes se han quedado por mucho tiempo en el encierro autístico. El círculo expresaría un sentimiento de estar protegido y la figura angulosa la perturbación de esta situación circular sentida como eterna.

De esta manera, el lugar en donde estas líneas separadas se juntan, representa en sí mismo el cambio de dirección de una manera repentina. En el caso de Maurice, el cuadrado expresa el espacio establecido entre él y el otro, expresado en la hoja blanca como un molde que le permitía integrar su entorno espacial en una verticalidad y horizontalidad que podían cambiar de dirección. En este sentido, el cuadrado representaba la toma de consciencia de la realidad, permitiendo mostrar que la experiencia sensual con la madre no es continua ni ininterrumpida, conoce cambios y rupturas (Tustin, 1977).

Así, el deseo de intrusión y de posesión del espacio, se convierte en algo bello y deseado; sin embargo, el niño no está autorizado a poseer todos los lugares del terapeuta ni el interior de su cuerpo. Utiliza espacios neutros para expresar el estado de su espíritu; ahora bien, el deseo de descubrir y conocer, de distinguir los lugares y las cosas unas de otras, y de conocer el espacio tridimensional, nace en contrapartida de un proceso de desarrollo de un mundo interior. Maurice dibuja un cuadrado con garabatos y manchas rojas. Poco a poco los dibujos son más ricos. Las manchas son negras en toda la hoja. Al final de las sesiones Maurice no quiere dejar la sala de trabajo.

Si retomamos el “modelo digestivo” de la incorporación que participa en la introyección del “continente” en una doble interpenetración seno–boca, ojo a ojo, señala Meltzer (1975), cuando esta introyección implica la absorción y la expresión, es posible comprender el dibujo de Maurice. Los niños, a partir de que este fantasma aparece provisto de la introyección–proyección, hacen series de muestras en la plastilina o de pintura en las hojas de papel, realizando series de duplicación, a veces hoja por hoja o utilizando pliegues como las láminas de Rorschach. “A menudo la pintura y los colores representan los afectos primarios, tomando una enorme importancia en la comunicación simbiótica, utilizando la identificación proyectiva de forma intensa. El fantasma no depositará en el fondo del otro una copia parecida al afecto resentido”, dice Haag (1993). Este proceso supone un va y viene de reintroyección; es decir, un desdoblamiento posterior a la unidad pegada impresa (Haag, 1993).

Con respecto a la actitud de oponerse a abandonar la sala de trabajo, podríamos decir que Maurice no quiere dejar atrás esa experiencia de “nacimiento del espacio interior” en él. La habitación representa ese espacio interior que está ligado a la interacción entre Maurice y la terapeuta y, también, a la emoción que podía sentir experimentando nuevas sensaciones y sentimientos compartidos con el otro. Posteriormente inició un juego con las manos: continuaba jugando con el agua, ensuciando sus manos y dejando ir el agua. Pero un día se dirigió hacia la terapeuta y tocó sus manos al mismo tiempo que veía sus propias manos, operación que repitió varias veces.

En la última sesión antes de las vacaciones de verano, llegó al taller con un poco de tinta en las manos, se dirigió al lavabo para constatar que la pintura no se había borrado, entonces miró a la terapeuta y gritó de alegría. Poco después se supo que su enuresis había desaparecido y que ya no se orinaba en los pantalones.

Ahora distinguía entre él mismo y el objeto, de este modo podía reconocerse en el objeto y viceversa (“fase del espejo”). Mostraba su capacidad de reproducir los objetos de forma imitativa utilizando una imagen interna como matriz. Hace falta un trabajo de abstracción para hacer corresponder la imagen del objeto observado a la de su reflejo. En su caso fue necesario dominar los volúmenes, los contenidos y los continentes. Se podría decir que para que el niño reconozca lo reflejado debe tener la capacidad –consciencia– para la actividad intelectual, que implica la simplificación, la abstracción, la simbolización (incorporación), además de otros factores que, como dice Lacan (1966), intervienen en la “fase del espejo”; de ahí la alegría del niño frente a su propia imagen. La utilización del espejo corresponde al descubrimiento del niño frente a su terapeuta y a su propio cuerpo, en relación con el otro. El reconocimiento de su cuerpo y del terapeuta como diferentes uno del otro implica el control de su propia identidad y la de su terapeuta.

Después de las vacaciones, al inicio en septiembre del año escolar, Maurice se mostraba eufórico. Sigue las órdenes, comienza a dibujar utilizando la pintura y los pinceles, hace manchas con todos los colores que se le proponen, así como un cuadrado. A diferencia del año anterior, no se ensuciaba, no se ponía pintura en las manos. Por el contrario, cuando descubrió el agua, comenzó a gritar de alegría, tomó la mano de la terapeuta para que le abriera el grifo del lavabo, en ese momento ella le dijo: “Abre el lavabo tú solito, con tu mano, di abre”. Maurice la miró y trató de decir la palabra que se le pedía, trató de pronunciarla imitando a la terapeuta. Sin embargo, volvió a expresiones como “aga, ague”. A partir de esa sesión, la terapeuta lo animaba mucho, verbalizaba todo, nombraba los colores y el agua. Parece que toda articulación de las consonantes en el niño autista es vivida como algo duro. Sin embargo, detrás de esas articulaciones del niño está el lenguaje (Haag, 1990).

Después se volvió muy limpio, le gustaba lavar el lavabo, mostrar a la terapeuta sus manos. Le gustaba hacer juegos de llenar y vaciar un vaso. Continuaba con la diferenciación del adentro y el afuera. Así, durante una sesión, la terapeuta se dirigió a él, ya que tenía pintura en un pincel, y le pidió: “hazme una casa”. Ella trataba de estimularlo hacia la simbolización, asegurarse de que podía continuar abriéndose hacia el exterior. Entonces Maurice hizo una casa con una puerta, el techo y una mancha en el techo. Es en ese momento, que se inscribe el espacio en dos tiempos: espacio real y simbólico. Luego se dirigió hacia el agua, comenzó a babear y dijo “agua” (eau en francés). Gritó de alegría, pero enseguida trató de escapar por la ventana. Era demasiado para él, se articula un momento diferente de espacio y de tiempo.

Maurice continuó dibujando casas con ventanas y puertas, pero metiendo los dedos en sus dibujos, dejando huellas, imprimiéndoles algo de él. Después puso toda su mano en el dibujo y dijo “mano”. Cada vez estaba más vivaz y aplaudía cuando terminaba sus dibujos. Era como la comprobación de que un espacio interno estaba constituido. Entonces la terapia llegó a su fin. Maurice continuó haciendo progresos en el grupo que compartía en el internado.

Conclusiones

La descripción y el estudio de este caso pretender reflejar el recorrido seguido por una modesta experiencia terapéutica, a través reflexionar brevemente sobre recuerdos que nos han parecido más significativos. Se pone de manifiesto el mecanismo psicopatológico del niño inadaptado a través del dibujo y, a partir de una serie de imágenes, se pretende situar al niño en un universo que es el suyo. Hará falta, sin embargo, mucho tiempo antes de poder disponer, para este tipo de comunicación, un conocimiento profundo de los signos y estructuras que conforman una personalidad.

La primera fase del tratamiento muestra la importancia de utilizar mediadores para facilitar un primer acercamiento al niño autista. Con lo dicho de la segunda fase hemos querido mostrar cómo el dibujo del niño inadaptado no revela ninguna significación si previamente no se le sitúa en el contexto donde se inscribe la relación.

Con respecto a la contratransferencia, se constata cómo la terapeuta, a partir de su propia ensoñación maternal coadyuva a la generación de la transferencia del paciente, responde a la misma y a los elementos beta del niño, conteniéndolos y transformándolos en alfa. Así la contratransferencia de la terapeuta se pone al servicio de la cura del niño. Dicho de otra manera, la contratransferencia engloba, desde nuestro punto de vista, la transferencia del terapeuta frente al paciente y la respuesta del terapeuta a la transferencia del paciente. Estos dos elementos son esenciales en la evolución del niño autista, ya que reenvían al terapeuta a una posición arcaica e infantil: el yo del niño que busca el yo infantil del terapeuta.

Notas

  1. El tratamiento lo llevó a cabo una de las autoras durante su estancia en Francia. El artículo aprovecha el material clínico como base para el análisis y la investigación teórica del caso.

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