Familias en duelo: investigación y “curae”
Fava Vizziello
RESUMEN
Este trabajo está basado en el deseo de comprender los factores que producen una reducción o deformación de formas vitales que pueden reactivarse temporalmente, pero sin incidir en la organización del self (Siegel; Steele, 2014). Éste, por un lado, permanece ligado al modelo de funcionamiento anterior o se está preparado para volver a él, pero por otro, sin embargo, encuentra la fuerza para cambiar modificando incluso el propio ajuste relacional, normalmente a base de una exclusión sin elaboración de las modalidades anteriores que repentinamente pueden resurgir (Shore, 2014). PALABRAS CLAVE: duelo, familia, identidad, muerte, parentalidad, self.
ABSTRACT
Bereaved families: research and “curae”. This paper is based on the desire to understand the factors that bring about a reduction or deformation of certain patters in life that can be reactivated temporarily, but without affecting the organization of the self (Siegel, Steele, 2014). This, on the one hand, remains linked to the model of previous operation or represents a state of preparing to return to it, but on the other can mean finding the strength to change, including even modifications to the relational adjustment itself, usually based on a somewhat undeveloped exclusion of the mechanisms above, which may resurface suddenly (Shore, 2014). KEYWORDS: grief, family, identity, death, parenting, self.
RESUM
Famílies en dol: investigació i “curae”. Aquest treball està basat en el desig de comprendre els factors que produeixen una reducció o deformació de formes vitals que poden reactivar-se temporalment, però sense incidir en l’organització del self (Siegel; Steele, 2014). Aquest, d’una banda, roman lligat al model de funcionament anterior o s‘està preparant per tornar-hi, però d’altra banda, no obstant això, troba la força de canviar modificant inclús el propi ajustament relacional, normalment a base d’una exclusió sense elaboració de les modalitats anteriors que de sobte poden ressorgir (Shore, 2014). PARAULES CLAU: dol, família, identitat, mort, parentalitat, self.
El entorno, la vida, los familiares, los amigos, los colegas permanecen; personas casi desconocidas o conocidas, amigos del difunto parecen recordar en cada momento y en las formas más diversas que aquella persona que les ocupa la mente y los afectos de forma tan total tenía también una vida propia, llena de seres que le apreciaban, le amaban y le odiaban porque les había dado o quitado cosas esenciales. A pesar de los abundantes trabajos sobre el duelo, la tendencia a pasarlos por el sesgo de reconocidas teorías (Freud, 1915; Bowlby, 1978; Lieberman, 2003) hace difícil profundizar el impacto y la naturaleza de sus sucesivas expresiones. Además, un terapeuta raramente tiene ocasión de recabar con los años los diversos momentos de la vida de las personas que han tenido dificultades para salir de un duelo complicado, duelo que a menudo se traduce en sufrimiento interior, inhibición y/o exceso de iniciativas, deseo de aislamiento y/o de excesiva promiscuidad y escasa iniciativa para emprender nuevos caminos, a pesar de la vigilancia que el grupo social ejerce.
La elaboración del duelo implica un cambio de la identidad, o mejor, de uno mismo con y en sus conexiones con las figuras del entorno. No se trata de intervenir en el acompañamiento del sufrimiento, sino de permitir la toma de consciencia de la metamorfosis inevitable en el adulto. En el niño, en cambio, está en juego el significado mismo de “muerte” en su pluralidad y gradualidad, relacionado con la disposición para conseguirlo en ese momento del desarrollo.
A menudo, los niños están tan asustados por la pérdida de una figura fundamental como el padre, la madre o un hermano y de las consecuencias que ven en quienes permanecen, que prefieren esconder su propio sufrimiento para no acrecentar el de los supervivientes y arriesgar a perderles también a ellos.
Frecuentemente, los niños, en los primeros años, expresan su propio malestar de forma psicosomática con regresiones, retomando la enuresis o la encopresis superadas hace tiempo o quizás con cambios de comportamiento (generalmente agitado, sobre todo en la escuela). Los adolescentes o también los preadolescentes, especialmente si tienen hermanos menores, procuran substituir las funciones del progenitor fallecido, ofreciendo una ayuda concreta a las madres o a los padres, pero casi siempre evitando mostrar tristeza o llorar. Quizás logran hacerlo con los amigos.
En aquellos casos en los que los adolescentes han perdido al padre por suicidio suelen darse situaciones de violentas rabietas, normalmente cuando la madre no les ha hablado de esta autodestrucción procurando protegerles; estas rabietas mejoran parcialmente cuando pueden hablarlo con la madre, que suele estar indignada por este comportamiento, retomando así una evolución que parece gravemente comprometida.
Otra cuestión muy dura se produce cuando un hijo muere tras una larga enfermedad, como la de un tumor, ya que turba todo el funcionamiento familiar de años durante los cuales las necesidades de los hermanos sanos han sido ignoradas por causas de fuerza mayor y/o por angustia. Después de la muerte, los padres vuelven a investir de repente a los hijos sanos, en general incluso pidiéndoles acompañamiento y reparación al dolor que atraviesan con su “buena conducta”.
Tampoco es sencilla la recuperación de la salud de un hijo al que por años se temió su muerte para aquella familia que tiene organizada la vida “alrededor del niño enfermo”. En estos casos, es el niño que ha padecido la enfermedad mortal quien casi siempre es objeto de una profunda agresividad. Recordemos también los muertos peri y prenatales (abortos espontáneos o provocados) a cuyos aspectos psicológicos se les presta bien poca importancia, al menos en Italia. Naturalmente, no pensamos que sea trabajo de los psicólogos eliminar el sufrimiento del mundo por las pérdidas.
Anteriormente y todavía hoy, en la mayor parte de las comunidades del mundo, es el grupo social el que ayuda al sujeto y a las familias a soportar las separaciones. En nuestra cultura, se tiene apenas un día de permiso laboral por el duelo de parientes muy cercanos y los niños van a menudo a la escuela el día del funeral del padre, “para que no sufran” y se sumerjan en actividades emocionantes con el fin de que “no piensen”. Recuerdo todavía los niños, compañeros míos de primaria (en tiempos oscuros) que vestían con la banda negra en el brazo al menos durante seis meses después de la muerte de un familiar para indicar que tenían derecho al sufrimiento. En cambio, una escuela concedió este año un permiso de tres días al hijo de once años de una paciente mía, inteligente y estudioso, tras el fallecimiento del padre después de nueve años de enfermedad, por comportamiento “inquieto” en clase, con la consiguiente demanda de certificado de trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH) para ser más condescendientes con él.
Los psicólogos, en esta situación, teniendo sobre todo en cuenta los historiales que van apareciendo, empiezan a hacerse cargo de muchas situaciones de especial necesidad por duelos complicados. En Italia empiezan a haber asociaciones que se ocupan de este trabajo a través de grupos homogéneos denominados “de autoayuda” de personas que viven situaciones de duelo. Los niños son tenidos poco en cuenta, también por el hecho de que el duelo, como se ha dicho, queda escondido por síntomas prevalentemente somáticos, pero sobre todo porque la necesidad de ayuda viene uno o dos años después de la separación, cuando el entorno la tiene ya parcialmente olvidada. A veces, en la infancia, la separación es arrinconada y vuelve a la consciencia en situaciones determinadas que se entrelazan con aquella particular relación interrumpida propiciando duras desorganizaciones, más o menos transitorias.
Por esta razón, nos resulta necesario ofrecer en nuestros servicios un espacio para la problemática del duelo, particularmente hoy que los cognitivistas refieren continuamente una casuística importante en el adulto que sitúa las causas en las pérdidas pasadas, y que también inciden en la necesidad de cambiar las técnicas de intervención, cada vez más centradas en el cuerpo y no tanto en lo verbal (Steele, 2014; Fernández, 2014).
Estamos, además, afrontando en este momento histórico el éxodo de las poblaciones africanas, del medio oriental, éxodo del cual parece imposible prever un final. Si miramos sólo esto, vemos que la mayor parte de estas personas, incluyendo los menores no acompañados, más allá de los niños todavía en el seno de sus madres o apenas recién nacidos, nos llegan con espantosos antecedentes de separaciones y muertes. Se trata de personas de las que apenas conocemos su lengua y a las que deberemos ayudar en sus trágicas pesadillas nocturnas y diurnas a salir de la desorganización, sólo aparentemente ligada al hecho de no poder conseguir las metas deseadas, pero también debida a las rupturas, a los duelos no realizados, a los duelos imposibles. Si encontramos un modo de trabajar con estas personas, quizás tengamos mayores facilidades para trabajar también con las situaciones menos dramáticas de todos los niños.
Por otra parte, si conseguimos darnos verdaderamente cuenta de las dificultades causadas también a distancia por los duelos no resueltos, sabremos mejor cómo trabajar con algunos pacientes que nos crean dudas acerca de la naturaleza de sus dificultades personales, sobretodo relacionales, no sin respetar los tiempos de su sufrimiento y permitiéndoles sentirse con derecho a hacerlo.
El duelo, su elaboración y la reanudación de otra vida
Más allá del retorno de pacientes entre los 55 y los 65 años con largo recorrido clínico, ha contribuido al interés de este trabajo el hecho de haber conducido diversos seguimientos entre los cuales los de grandes prematuros recuperados en curas intensivas al nacimiento. También el de haber dirigido durante cuatro años un servicio en el cual tratábamos los hijos de los trasplantados (y por tanto también a sus padres, prácticamente casi sólo mujeres), a los que acompañábamos en el proceso de elaboración de un duelo instalado en todo el núcleo familiar (Fava Vizziello y Feltrin, 2009; Fava Vizziello, 2014). Aplicábamos un protocolo que preveía un año de intervención, período de tiempo que, aun calcando los programas americanos después del ataque del 11 de septiembre, no podía encajar en absoluto con la actividad clínica habitual de los servicios, dado que los niños muestran sus necesidades y expresan preguntas claras sólo cuando se sienten suficientemente seguros de no agravar el sufrimiento del padre vivo por la angustia de perderle también a él. Referiremos, pues, algunos casos que nos parecen emblemáticos y que, más que otros, nos han hecho reflexionar, sobretodo tomando en consideración las nuevas aportaciones respecto al sí mismo como función emergente (Francesetti, 2014).
A Sara se la tiene que hacer nacer a sólo seis meses de edad gestacional, mientras que el mellizo no consigue sobrevivir al parto. Una gran abnegación y el amor de los padres complementan el trabajo clínico, permitiendo a la pequeña tener un crecimiento adecuado. Los padres están entusiasmados con los resultados obtenidos y tienden a ignorar las dificultades de la pequeña, que los maestros de la escuela evidencian desde el primer momento: la ven una niña inteligente, deseosa de ser aceptada y, por consiguiente, atenta y profundamente respetuosa con las demandas. En algunos momentos, pierde completamente el contacto con el mundo; es inútil llamarla, proponerle cosas que le gusten, está ausente y sólo después de algún minuto vuelve a contactar con el mundo exterior, que, no obstante, le interesa mucho. Por este problema llega al servicio; me recuerda en seguida a otra paciente gemela que había tenido un nacimiento igualmente complejo y que había desarrollado un autismo, pero no encuentro en Sara ninguna de las modalidades de contacto que conozco en niños afectados por esta patología. Utilizamos un pequeño grupo terapéutico de iguales para entender mejor a qué atribuir estos “vacíos” y será hacia el final de la décima sesión de grupo que hablará con otra niña de la muerte del mellizo, que las visitas dominicales a la tumba con los padres no le permiten olvidar. Los terapeutas del grupo rescatan entonces un tema importante para las sesiones con Sara que nunca había hablado con los adultos y que parece en cambio muy deseosa de retomar tras soltar una risotada y realizar algunas incómodas contorsiones de manos, brazos y de todo el cuerpo: los domingos al cementerio, este hermano que está sin estar y al que hay que llevar siempre flores; ¡qué confusión! Si Sara tiene otro hermano, entonces, ¿por qué visita al que no juega con ella? Ella quiere a Marco, el hermano dos años menor con quien puede hacer verdaderamente cosas bonitas, pero ¿y el otro?… Está y no está. Marco, que acompaña a la hermana a los grupos porque la madre no sabe dónde dejarlo, me intercepta en el pasillo y dice que quiere hablarme porque siempre le viene a la cabeza un enanito que le dice lo que tiene que hacer. El enanito de Marco desaparecerá en pocas sesiones individuales en las que queda claro que éste aparece cuando él está enfadado y no tiene el valor de contradecir a sus padres; entonces es el enanito quién le sugiere y ordena qué hacer. Aunque se enfade, no arriesga nada, ya que el hermano muerto “visitado” el domingo no compite por el amor de los padres. Sara, en cambio, está más profundamente confusa, entre agresiva en las confrontaciones con el gemelo que ocupa los domingos familiares y el deseo-temor de entrar en contacto con él o, por lo menos, de recibir las mismas atenciones florales. Será sólo después de haber tenido el permiso de Sara para mostrar a los padres el vídeo en el que habla de las visitas dominicales al cementerio que el padre podrá comprender algo, logrando romper el “secreto de familia de un dolor nunca curado” y Sara gradualmente se recuperará de sus vacíos. Este estar-no estar de la acción y la representación en Sara y su familia nos sirve como hilo conductor para hablar de las personas adultas.
La señora Livia llega a nosotros a los 33 años por invasivas y penosas ideas obsesivas de matar a la hija nacida hace unos meses, tras la muerte en el útero de uno de los gemelos de su segundo embarazo. La señora no sólo niega tristeza alguna por la muerte del hijo, sino que más bien afirma tratarse de una bendición del Señor porque no habría sabido cómo ocuparse de tres niños con su profesión. Al centro de sus asociaciones con las ideas obsesivas está la muerte del propio hermano, que tuvo lugar a los 16 años, dos años mayor y cómplice amantísimo de transgresiones adolescentes. Esta muerte accidental le había quitado toda posibilidad de recuperar la posición privilegiada que anhelaba en la fratría respecto a la estima de los padres en cuanto el hermano se convirtió inevitablemente en “el mejor” y “el insustituible”. Hay, no obstante, un retorno a los padres al confiar a la madre la propia hija por “razones de trabajo”, limitando así las propias angustias. Volveré a ver a la señora años más tarde en ocasión de la “amenaza” que la propia hija, ya adulta y profesional consolidada, pudiera tener un hijo y pedirle de ocuparse de él del mismo modo que ella hizo con su propia madre. Esta amenaza juega un rol fundamental en las ambivalencias que la mujer presenta en cuanto a dejar el trabajo, que empieza a serle verdaderamente pesado por múltiples razones. En esta ocasión pude saber que la mujer tuvo una vida del todo satisfactoria con pleno éxito matrimonial, laboral y parental, en la que, no obstante, la sintomatología obsesiva ligada al duelo parcialmente resuelto del hermano y del hijo se representa en los momentos en los cuales apareció el peligro de tenerse que ocupar de niños pequeños, aunque sólo fuera por poco tiempo. La desorganización en la ambivalencia de Sara se encontraba bajo el síntoma “ausencia” y desaparece en seguida; para la señora Livia, en cambio, gira alrededor de la sintomatología obsesiva, reactivada en momentos muy distanciados en los que el trauma de la propia supervivencia a las dos muertes se manifiesta de forma más aceptable por el refuerzo del propio self. Reaparece después en forma grave cuando el cambio de vida unido a la probable asunción del nuevo rol de abuela y al final profesional vuelve a poner en entredicho los equilibrios del sí mismo como organización intersubjetiva que se extiende al entorno (Gallese, 2014; Siegel, 2014) y que, por tanto, puede funcionar, no obstante, de forma satisfactoria, experimentando de nuevo formas más o menos marcadas de desorganización en algunas áreas a causa de cambios externos.
Para Sara y Livia hemos considerado así las dificultades relativas a la sintomatología del duelo en diversas etapas de la organización del sí mismo, tomando el aspecto que envuelve a todo el entorno. Tomamos ahora en consideración algunos aspectos relativos a las iniciativas de la reanudación de la vida de pareja en situaciones de duelo en las que la persona superviviente a un duelo complicado ha debido asumir la carga de proveer a los hijos menores de edad, a veces numerosos.
Estas son las situaciones que nos han llegado prevalentemente, bien a través del programa cuadrienal, bien por la actividad clínica. Las personas que piden ayuda con esta situación tan delicada son probablemente aquellas que tienen mayores dificultades en la toma de decisiones y particularmente para la búsqueda activa de ordenamientos vitales que impliquen cambios en sí mismos. Hemos apreciado en la mujer que se dirige a nosotros con una profunda diferencia de soluciones cuando la situación de pareja es considerada satisfactoria o, en cambio, altamente conflictiva.
En las parejas cuyos supervivientes son los hombres no hay constancia alguna de que se haya expresado una alta conflictividad de pareja, lo que nos hace pensar que, dada la capacidad de ayuda a los hijos por parte del grupo familiar amplio, estas situaciones se resuelven confiando la gestión de los éstos a los abuelos, los cuales han permitido una menor sobrecarga de responsabilidad al viudo. No podemos sin embargo olvidar que pedir ayuda profesional en estos casos puede ser sentido mayoritariamente por el hombre como una debilidad culturalmente inaceptable. Mucho más importante es la necesidad de ayuda de la mujer que no puede abandonar el rol materno siempre crucial y que se encuentra en la necesidad de ayuda incluso material para proseguir, pero que no quiere aceptar delegar la gestión de los hijos, en particular a los padres del difunto.
La conflictividad pasada da lugar en seguida a la aceptación prácticamente inmediata de relaciones con hombres que ofrecen cualquier promesa de ayuda bien en el plano afectivo y/o material, bien en el de la gestión de los hijos o, simplemente, en la gestión del tiempo libre. Todas estas relaciones iniciadas en los meses inmediatamente sucesivos, naufragan. La búsqueda afanosa por llenar el vacío dejado por alguien, de cuya pérdida no logran identificar los límites con la rabia habitualmente violenta (sobre todo en las muertes por suicidio), es atribuido al difunto; nacen profundas depresiones o cambios repentinos basados sobre una convicción que se ha consolidado alrededor del aspecto ciertamente decepcionante de las relaciones afectivas.
Diferente es la situación en que la falta del cónyuge constituye la pérdida de una relación en la que era un sostén fundamental y centro de un intercambio valorado en la existencia diaria. El mundo interno parece invadido por la presencia del otro y no aparece interés alguno por ayudas externas con rasgos de tipo afectivo. Más bien hemos encontrado, cada vez que ha sido posible, un intento de asumir, más allá de la propia actividad laboral y de las responsabilidades relacionales con los hijos, también el trabajo dejado por el cónyuge. Estos intentos no se dan sólo por necesidades económicas, sino más bien por la necesidad de ver que “la familia” continúa como antes. Es como si el difunto tuviera destinado un lugar fijo para siempre en la familia.
Hasta ahora, tan sólo nos ha ocurrido una vez que una señora de 30 años haya restablecido la situación cuatro años después de la muerte del cónyuge y haya literalmente retomado todo de cero, abandonando la actividad del marido que incluso había levantado válidamente, iniciando una de propia después de haber vivido tardíamente un momento de fuerte agresividad hacia él y empezando una relación nueva en la que también los hijos tuvieron una parte fundamental. La representación familiar, con la colocación de los hijos (en este caso ansiosos por organizar la propia vida de otra manera) en un futuro distinto al de los “huérfanos” ha supuesto años de trabajo por parte de la madre, que sólo tres años después, consigue afrontar el cambio.
Otras “madres coraje”, con más de 35 años y dos, tres y cuatro hijos, cuando han conseguido reequilibrar relacional y económicamente la vida familiar parecen, incluso después de años, considerar satisfactoriamente este equilibrio y no buscar otras organizaciones familiares ni, de forma más específica, una relación con un compañero. Parece como si la satisfacción por el esfuerzo realizado para recomponer la situación pudiera permitirles no sentir necesidad de apoyo.
Pensamos que, tarde o temprano, estas mujeres tendrán la fuerza para dar también espacio a sus propias necesidades, todavía hoy secundarias a las de los hijos. La unión entre la representación de una familia deseada y encontrada, destruida por el destino y por ellas generosamente reconstruida sin tener en cuenta una parte importante de las propias necesidades la retiene de un cambio que parecería oportuno. Vemos entonces enlazarse las diversas organizaciones del sí mismo y las modalidades de gestión del propio sí parental (Shore, 2014; Steele, 2014), que hacen compleja la resolución de un duelo o quizás sólo organizan una resolución parcial que, no obstante, se asume como modalidad de vida satisfactoria y que podrá mantenerse como tal mientras no se den importantes cambios de contexto.
Los hombres que nos han llegado tras un duelo complicado reciente de la mujer, han tenido actitudes de aproximación y alejamiento rápido por “razones de trabajo”; nos permiten sólo pensar en un arrinconamiento del problema y a una ayuda más fácil por parte de la familia extensa para la gestión de los hijos. El problema se sitúa diversamente en los hombres llegados entre los 6-8 años después del fallecimiento de la madre de sus hijos y que habían sacrificado quizás aspectos muy importantes de la propia carrera y totalmente una posible vida de pareja para ocuparse de ellos “como habría hecho la madre”. Se trata de padres ejemplares que nos han impresionado por el orgullo con el que afirmaban que jamás habrían podido confiar los hijos a una mujer que no fuera su madre y que así los habrían llevado hasta la adolescencia satisfechos de su logro. Ahora pedían ayuda para afrontar los problemas con las hijas que no sabían muy bien cómo gestionar e interpretar, aunque también tenían la impresión que valía la pena intentar una relación con una mujer que pudiera ser su compañera, con tal que no se “inmiscuyera” en la gestión de los hijos.
En este momento histórico en que las familias se hacen y se deshacen con notable facilidad, esta vivencia y visión de la familia y de la parentalidad que ha quedado ligada a la primera elección de vida nos ha impresionado. De hecho, estos hombres con hijos adolescentes que han pedido ayuda parecen sentirse más obligados a responder a un propio mundo de deberes relativo a la representación de la vida compartida con la pareja originaria, renunciando también ellos como las mujeres que habían tenido una relación satisfactoria a una parte importante de su vida por mucho tiempo.
No abordamos aquí el problema respecto a la tercera y cuarta edad, a pesar que está hoy al centro de tantas causas judiciales que ponen a los ancianos como incapaces de entender y de querer, y derrochadores del patrimonio al que aspiran los herederos. Planteamos esta realidad sólo porque pensamos que hay necesidad de un particular estudio gradual, teniendo en cuenta que el pronóstico de vida aumenta.
Conclusión
En este momento histórico en el que la red social está deshilachada, nos parece que una intervención psicológica, sobre todo en duelos complicados, puede ayudar sólo en la medida que logremos interpretar el duelo como un proceso de reanudación vital donde tengamos en cuenta la dinámica familiar extensa y la identidad que se expresa en un sí, siempre emergente, de muchas modalidades y sobre todo con límites muy fluidos (Shore, 2014; Siegel, 2014) en contacto con entornos rápidamente cambiantes.
Traducción del italiano de Montse Balcells
Bibliografía
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