Adopción, parentalidad y psicopatología. Cuando los duelos se encuentran
Fernando Dualde Beltrán
RESUMEN
La población adoptada representa un volumen significativo de las consultas realizadas en relación con la salud mental de la población infantil y juvenil. Este trabajo explora algunos de los factores que contribuyen a dicho fenómeno y que provienen tanto de los conflictos psíquicos propios de los adoptantes como de las deficiencias en la estructuración del psiquismo de los adoptados. Por último, se describe la dinámica que se establece en la relación entre padres e hijos, en la que el duelo juega un papel importante. PALABRAS CLAVE: adopción, parentalidad, psicopatología, duelo.
ABSTRACT
Adoption, parenting and psychopathology. When mournings meet. The adopted population represents a significant percentage of consultations regarding child and adolescent mental health. This paper explores some of the factors contributing to this phenomenon, arising from both psychic conflicts within adoptive parents and deficits in the organization of the psyche of the adopted. Finally, there is a description of the dynamics established in the relationship between parents and children, one in which grief plays an important role. KEYWORDS: adoption, parenting, psychopathology, mourning.
RESUM
Adopció, parentalitat i psicopatologia. Quan els dols es troben. La població adoptada representa un volum significatiu de la població infantil i juvenil. Aquest treball explora alguns dels factors que contribueixen a aquest fenomen i que provenen tant dels conflictes psíquics propis dels adoptants com de les deficiències en l’estructuració del psiquisme dels adoptats. Per últim, es descriu la dinàmica que s’estableix en la relació entre pares i fills, en la qual el dol juga un paper important. PARAULES CLAU: adopció, parentalitat, psicopatologia, dol.
Introducción
La presencia de población adoptada en las consultas de psiquiatría infantil representa un volumen significativo. Este fenómeno no resulta extraño en la medida en que los niños adoptados son más propensos a padecer patología psiquiátrica (Fernández Rivas et al., 2014). En mi experiencia, una consulta privada a tiempo completo, el porcentaje de pacientes adoptados que han consultado a lo largo de un periodo de 10 años se sitúa en torno al 12 por ciento.
A diferencia de los autores que consideran que existe un cuadro propio de los niños adoptados -es innumerable la cantidad de material que puede encontrarse en internet a favor y en contra del Síndrome del niño adoptado (Adopted Child Syndrome), término que, al parecer, fue acuñado por David Kirschner; una descripción del mismo puede leerse en Kirschner (1995)-, me posiciono del lado de aquellos que opinan que no hay una patología específica de esta condición. No obstante, estos niños son más proclives a realizar un determinado tipo de desarrollo no estructurado que también está presente en otras condiciones donde no concurre la adopción.
La hipótesis que planteo es que la aparición de patología en la adopción, expresada a través de la consulta por el niño adoptado, es el resultado de la articulación de las series de factores patógenos que provienen tanto del niño como de los padres (1). Es de ese (des)encuentro entre las necesidades de uno y otros donde surge una dinámica que moviliza los recursos y las angustias de todos ellos en un diálogo en ocasiones imposible que parece encaminado inevitablemente a la tragedia. Esta tragedia está escenificada a través del quiebro psicótico del chaval, de las rupturas familiares, de los abandonos… y está anticipada a través de la búsqueda de un diagnóstico que dé explicación de las dificultades de funcionamiento del niño. Puede resultar atractivo atribuir la causa del fracaso de la adopción a la falta de estructuración psíquica del niño provocada por la situación de origen y que, como consecuencia de ello, puede dar lugar a la aparición de psicopatología, evidente en algunos casos en el momento mismo de la adopción. Pero no podemos obviar que las dificultades que encuentran de los padres a la hora de afrontar situaciones de diferente complejidad durante la crianza representan, en determinadas ocasiones, un vector que se alinea en la dirección de la aparición de patología, provocando la puesta en marcha de dinámicas de relación que no logran cumplir una función estructurante sobre el psiquismo del niño o, si se prefiere, no llegan a contrarrestar el daño preexistente.
Dentro de tales dinámicas, el duelo ocupa un lugar central. No se trata, además, de un único duelo, sino de la confluencia de diferentes duelos que tanto padres como hijo tendrán que elaborar a lo largo de sus vidas en los distintos momentos de una relación que, en ocasiones, se verá complicada con la aparición de una patología mental severa. Mi experiencia se basa exclusivamente en población clínica, es decir, en aquellos casos en los cuales las dificultades en las relaciones parento-filiales ejercen una tensión significativa y provocan una crisis que, en ocasiones, abocará al fracaso de la relación. Posiblemente, una parte de las consideraciones dinámicas que siguen a continuación estén presentes también en toda adopción, pero desconozco qué ocurre en aquellas situaciones que no precisan de atención clínica. Para evitar atribuciones implícitas, quiero dejar manifiesto que la dinámica de la que hablo funciona a nivel inconsciente, de modo que cada uno de los actores implicados en la tragedia que se desarrolla es víctima de la situación. No puede plantearse la culpabilización de ninguno de ellos.
Desarrollaré el trabajo conforme al siguiente esquema. Exploraré primero las condiciones presentes en los padres adoptantes, entendiendo que es el desarrollo de este deseo el que posibilita el encuentro con el niño adoptado. Pasaré luego a considerar algunas de las características, las que considero principales, en la organización mental del niño adoptado. Y finalizaré con un intento de explicación de las dinámicas que se ponen en juego tras el encuentro de ambos deseos y que, al entrar en conflicto, provocan el desencuentro de los mismos (Soulé y Nöel, 1993; Mirabet Junyent, 2014; San Martino Pomés, 2014; Rius i Ruich, 2014).
La conflictividad psíquica en los padres adoptantes
El deseo de tener un hijo es una de las diversas formas que encuentra el ser humano para contrarrestar la angustia existencial que surge al tomar conciencia de su finitud. El nacimiento de un hijo también representa, entre otras cosas, la culminación de un proyecto personal con el que se ha fantaseado desde tiempo atrás, que hunde sus raíces en la infancia de cada uno de los progenitores e, incluso, en las generaciones anteriores.
En el caso de los padres adoptantes, uno de los aspectos que me parece más importante considerar, sin pasar por alto su función como realización sublimada del deseo edípico, es el valor de restitución que tiene el acceso a esta forma de parentalidad. Entiendo en este contexto la restitución como el reemplazo de una función perdida, lo que llevaría a plantear en los casos de adopción la necesidad de compensar la pérdida de un ideal y su búsqueda incesante haría pensar en un funcionamiento melancólico. Esta restitución o reparación viene de una herida narcisista provocada, en unas ocasiones, por la imposibilidad de concebir debido a una causa biológica y/o psicológica -pareja de varones homosexuales, familia monoparental de padre varón, cualquier condición médica que desemboque en esterilidad o infertilidad, fracasos repetidos en las técnicas de fertilización in vitro, embarazos desaconsejados por la edad de los padres, angustias estas últimas hábilmente explotadas por las campañas de publicidad de algunas empresas de la llamada medicina reproductiva-. En otras, se da por motivos ideológicos -“si hay niños que no tienen padres, por qué traer uno al mundo”-. En algunas más, el sentido de la restitución es la reparación de la pérdida de un ser querido -un hijo fallecido pero también un progenitor, una pareja o un familiar perdidos-. Existe, por último, la opción de cumplir un vacío personal, un intento de colmar las angustias depresivas de determinadas estructuras de personalidad. Esta relación, que no pretende ser exhaustiva, intenta recoger buena parte de las motivaciones, conscientes e inconscientes, que pueden estar detrás del deseo de adoptar.
En cualquier caso, la llegada al punto de la adopción representa un camino que ha estado atravesado por la presencia de duelos diversos cuya elaboración puede no haber sido satisfactoria. Estos duelos son puestos de manifiesto, pero no necesariamente atendidos ni elaborados, a lo largo de todo el proceso encaminado a conseguir la “idoneidad” como padres adoptivos, como si dicha capacidad fuera una cualidad que puede sancionarse administrativamente, en lugar de tratarse de una función -la función parental-, que se desarrolla con la práctica diaria. Y creo que es éste, el del duelo, uno de los elementos centrales de la conflictividad que tiene lugar en la dinámica de las adopciones y la manifestación de la patología.
Dos elementos más se unen al anterior. Por un lado, los “tiempos mentales” que requiere la elaboración de la fantasía de la maternidad y la paternidad -o parentalidad, si se prefiere-. Se trata de un trabajo más difícil porque tiene que elaborarse sobre una experiencia que tiene lugar en un espacio físico externo pero que, sin embargo, tiene mucho de virtual: las fotografías o el contacto directo temporal previo a una ruptura para un posterior reencuentro difícilmente cumplen la función de las ecografías y, sobre todo, de los cambios físicos progresivos, constantes, continuos, que dan pie al establecimiento del vínculo con el bebé.
No hay que olvidar la forma en la que tiene lugar el proceso de adopción que, en numerosas ocasiones, no favorece en absoluto el establecimiento de un vínculo “pausado” en la medida que el fantaseo no puede ser gradual y secuencial, sino que en ocasiones es abrupto -literalmente, adopción de un día para otro-, o sádicamente diferido -ver al chaval y recogerlo meses después-. No podemos tampoco olvidar otra de las características de dicho fantaseo. A diferencia del embarazo biológico, donde se fantasea sobre un bebé al que se va a poder proyectar una historia personal y una genealogía, el bebé o el niño adoptado pertenecen a un “otro”. Ello no implica que sea más sano, sino que interesa señalar aquí cómo dicha característica puede ser vivida por los progenitores como la experiencia de un libro en blanco sobre el que escribir una historia, a expensas de negar las características individuales que cada uno de nosotros trae consigo en el momento del nacimiento, y que genéricamente se recogen en el concepto de temperamento. Dicha fantasía de “pertenencia a un otro” puede constituir una fuente de una ambivalencia que surgirá una y otra vez de múltiples formas. Cómo entender, si no, las referencias a la “carga genética” del bebé como factor exculpatorio de los conflictos en la relación. Pero también la adopción de una posición omnipotente de reparación del daño sufrido por unos padres “que no sabían o no podían cuidarte”, más allá de la realidad que hubiera dado pie a la condición de adoptable.
A lo anterior se añade la fantasía de estar “robando” a un niño de sus padres. En qué medida dicha fantasía juega un papel de contrapeso en la aceptación de las dificultades, sabidas o percibidas, a cambio de acallar una “mala” conciencia que es, en realidad, parte de los duelos no resueltos que vamos describiendo, y que puede despertar ansiedades persecutorias en los padres. Esta fantasía, además, reforzará la serie de “secretos” que se establecen alrededor de la adopción, y que remiten a otras dificultades que luego veremos.
Es en el momento de la “elección” del bebé o del niño -como si de una transacción comercial se tratara, tal y como se desprende de algunos de los relatos escalofriantes que hacen los padres de los procesos de elección del bebé, y ponen en primer plano la dimensión materialista y crematística de todo el proceso que, aunque forma parte del mismo, no es la que guía el deseo de los padres- cuando se pone de manifiesto la disyuntiva entre la negación o la aceptación de las dificultades que se perciben en ese niño, en qué medida es posible tener la “cabeza fría” para poder decidir a quién escoger. O cómo renunciar a un bien destinado a colmar necesidades internas después del largo y tortuoso proceso recorrido hasta ese momento (El País, 2014). No debe resultar sencillo manejarse con la angustia que aparece al verse bruscamente confrontado con los propios anhelos que, ya desde ese momento, pueden comenzar a desvanecerse, en un contexto donde los compañeros de viaje son otras parejas igualmente en conflicto, y donde los profesionales tanto locales como pertenecientes a organizaciones no gubernamentales (ONG) representan, entre otras cosas, desde los intereses más materialistas hasta el “buenismo” más irresponsable.
¿Por qué no se difunde la realidad del proceso de adopción? ¿Por qué nadie advierte de las dificultades psíquicas ineludibles de las que pueden ser portadores estos niños? (Sánchez-Sandoval y León y Román, 2012) ¿Por qué se abandona a los padres adoptantes a su suerte, en lugar de proporcionarles el respaldo psicológico necesario, tanto previo como posterior? Extraña conjura en la que la Administración tiene una responsabilidad central que parece eludir. En este sentido, las ONG intentan suplir el vacío administrativo.
Un nuevo duelo entra en muchas ocasiones en juego, esta vez derivado de la discapacidad del hijo adoptado. Esto introduce nuevas fuentes de distorsión en el establecimiento del vínculo con el bebé. Salvo contadas excepciones, en las cuales existe un deseo expreso de adoptar a un hijo con discapacidad -y ello nos remite de nuevo a fantasías de restitución de una pérdida así como a una posición omnipotente en la relación con el otro-, el deseo inicial es el de adoptar un hijo sano, no sólo en la esfera física, sino también en la psíquica. De hecho, un daño o lesión físicos resultan más tolerables que la confrontación permanente que representa una dificultad psíquica expresada a través de la conducta o el carácter. La dificultad en la resolución de este conflicto no debe estar muy lejos de la fantasía de “devolución”, abandono o intercambio que, en más de una ocasión, se llega a actuar (Children Welfare Information Gateway, 2012).
Porque son todos estos duelos no resueltos, puestos de manifiesto en grado diverso en diferentes momentos del desarrollo del chaval, los que permiten explicar una parte importante de la dinámica del desencuentro que representa la aparición de psicopatología. Y es que el trabajo del duelo es uno de los mecanismos de que dispone el psiquismo humano para elaborar una pérdida. Permite superar la ambivalencia y, por tanto, el conflicto en relación al objeto perdido -y, por extensión, con el objeto ideal que nunca ha existido pero con el que se ha fantaseado-, a expensas de desprender el afecto adherido al mismo para aplicarlo a los aspectos gratificantes que ofrece la realidad. Así, desde el punto de vista de los padres, hay que ir haciendo sucesivamente el duelo del bebé idealizado por el bebé real, de éste por el niño, del niño por el adolescente, del adolescente por el adulto… En cada paso, hay que ir ajustando las expectativas y la posición que se adopta a la realidad y las necesidades del otro que se está desarrollando. Aunque originalmente el proceso de duelo hace referencia a los movimientos internos que suceden en el sujeto como consecuencia de la pérdida de un objeto real y externo, en este contexto se plantea la pérdida de un objeto interno, fantaseado, apuntalado sobre uno real que se ha escogido como soporte de las proyecciones personales de fantasías.
No podemos acabar esta enumeración de factores predisponentes al conflicto sin nombrar unos pocos elementos más. El primero de ellos es el que hace referencia, en el caso de que la familia adoptante sea una pareja, a la confluencia del deseo de ambos progenitores. Entran entonces en juego aspectos propios de la dinámica de pareja, donde la aceptación del deseo del otro por un tercero puede obedecer más al temor a verse abandonado si no se accede o favorece el deseo del primero, que a la expresión de un deseo auténtico de paternidad. Y la continuación de esta conflictividad con la llegada del hijo, que puede pasar a ser visto más como un rival que amenaza el suministro de aporte narcisista de la pareja que como un ser humano dependiente del adulto en todas sus áreas y destinatario de sus atenciones. Es pertinente señalar este aspecto porque la desaparición del progenitor deseante -por fallecimiento-, deja a la pareja o a los nuevos tutores -entre ellos a los posibles hermanos- con la tarea de asumir un deseo de otro que no sólo podía no coincidir, sino ser completamente antagónico.
Esto nos lleva a considerar un segundo elemento: la existencia de la fratría biológica de la pareja adoptante. Aquí nos enfrentamos, a su vez, a dos posibilidades. Una de ellas es la existencia de hijos biológicos previos al hecho de la adopción. Señalado anteriormente el valor restitutivo de la pérdida o no consecución de la capacidad de procreación, procede ahora considerar, entre otros, la necesidad de restitución de la “desilusión” o no satisfacción narcisista provocada por la descendencia biológica. Evidentemente, hay otros aspectos más sanos que guiarán la elección -entre ellos el deseo de repetir una experiencia previa satisfactoria y enriquecedora que cubre la necesidad de trascendencia del ser humano-, pero interesa nombrar aquellos otros que pueden poseer un potencial patógeno en la dinámica familiar.
No hay que olvidar la vivencia desde el punto de vista de los hijos biológicos, atrapados entre el rechazo y la “compasión” por el hermano adoptado, que puede comportar un cierto abandono cuando la necesidad de cuidados que éste requiere sea intensa. La formación reactiva que existe más allá del “buenismo” de los padres, sin duda sincero, no tiene que ocultarnos también la necesidad de poder elaborar con ellos la ambivalencia intensa que se produce en torno al fracaso de un proyecto, en ocasiones egoísta, del que se pueden sentir culpables. Sobre todo porque tiene su reverso en la segunda de las posibilidades, esto es, el nacimiento de un hijo biológico tras la adopción.
Cobra sentido aquí el valor de reparación del daño narcisista provocado o reactualizado por una adopción fallida, intentando lograr de la naturaleza aquello que inicialmente la naturaleza negó -empleando términos deliberadamente líricos-, y que confronta al hijo adoptado con su doble falta: la de no ser sangre de la propia sangre pero, sobre todo, la de no satisfacer los deseos narcisistas más profundos. Un valor similar puede darse, en algunas ocasiones, a la adopción de un segundo hermano. Disfrazado del ideal consumista de “la parejita” o del “que tenga un hermano con quien jugar”, puede ocultar la insatisfacción narcisista de alguno o ambos progenitores, con la esperanza de que el nuevo hermano colme una necesidad, tal vez insaciable, de sentirse completos.
Una variante en cierto modo emparejada con lo anterior lo constituye la adopción en un mismo tiempo de hermanos biológicos, en ocasiones no siempre de forma inicialmente planificada. En qué medida el deseo inicial por tener un hijo se extiende, teñido de sentimientos de culpabilidad, al resto de la fratría que también acaba siendo adoptada. O, por el contrario, de qué modo el “abandono” del resto de hermanos se inscribe como una falta “imperdonable” que no calma las angustias del que se pueda considerar “elegido”.
Por último, es necesario hacer referencia a las nuevas formas de familia. En el caso de las familias monoparentales, en qué medida existe una dificultad para la relación con el otro, de modo que no se ha podido establecer una relación de pareja y, por tanto, esa misma dificultad va a influir en el establecimiento del vínculo con el hijo adoptado. Qué peso puede representar en el equilibrio psíquico de ese padre o madre una imagen sobrevalorada de sí mismo que puede llevar a la negación de las dificultades inherentes a la crianza, sobrecargada aquí por la ausencia de un tercero que las comparta. En cuanto a las parejas de homosexuales, simplemente plantear cuáles son los elementos que determinan la elección del sexo del hijo a adoptar, así como los cambios que introduce en la economía psíquica de cada uno de los miembros de la pareja la llegada del hijo adoptado.
Problemas de la estructuración del psiquismo en los hijos adoptivos
En cierto sentido, la adopción puede considerarse como un acontecimiento vital que connota de forma permanente al individuo, de un modo similar a como lo hace cualquier otra característica distintiva individual permanente. Se trataría, por tanto, de una condición de por vida que no impediría llevar a cabo una existencia plena y satisfactoria siempre y cuando uno lograra asimilarla e incorporarla en su funcionamiento, integrándola como un aspecto más de su Yo. En la medida en que esta elaboración tuviera lugar, la frustración por los fracasos en el desarrollo -similares a las limitaciones que impusiera la característica distintiva individual permanente citada- dejarían de ser una fuente de conflicto para dar paso a un Yo que pudiera crecer tomando en cuenta los elementos reales de que dispusiera. Elaboración e integración que también deben llevar a cabo los padres adoptivos respecto a su imposibilidad de acceder a la parentalidad por otros medios.
En numerosas ocasiones, el deseo por la existencia del bebé que posteriormente adquirirá la condición de adoptado es dudoso, cuando no claramente ausente. Resultado en unas ocasiones de la imprevisión o de la falta de protección y en otras de relaciones no consentidas, la gestación se verá seguramente comprometida por la falta de cuidados, con el consiguiente riesgo asociado de padecer malformaciones, infecciones, y otras alteraciones. No hay que olvidar la probable pertenencia de la gestante a una población marginal, con todo lo que ello representa. Por los mismos motivos, las condiciones en las que se pueda producir el parto añadirán nuevos riesgos a una situación de por sí patógena, de forma que la crianza, por muy normalizada que se pretenda, parte de una situación de desventaja que tiene que compensar carencias previas.
Podemos pensar en tres salidas posibles: la continuidad temporal con la madre biológica en una situación de precariedad y marginalidad; el paso a una institución de acogida; y la permanencia en el hospital como consecuencia de cualquier condición médica que así lo requiera. No se trata de determinar cuál de tales opciones es mejor, sino de entender los elementos en juego que se ponen en cada una de ellas.
En el caso de la continuidad temporal con la madre biológica, cabe hipotetizar que las posibilidades de un maternaje –holding– apropiado, que la existencia de un entorno “suficientemente bueno” no son factibles, en la medida en que el bebé finalmente es dado en acogida o adopción. Aún así, es probable que una parte de los procesos iniciales que intervienen en la creación del vínculo sí que haya tenido ocasión de ponerse en marcha. El paso a una institución de acogida añade un elemento más de complejidad a la situación anterior. El hecho de que se trate de una institución no implica necesariamente una mayor cantidad y calidad de los cuidados que en la familia de origen. Aún en caso de que así fuera, la falta de una figura de apego constante -o de unas pocas figuras, pero siempre las mismas- inevitablemente dificulta el establecimiento del vínculo, al paso que las necesidades organizativas imponen precozmente un horario y un ritmo a las que el bebé va a tener que acoplarse. Es difícil poder establecer una relación de confianza con el objeto cuando éste no puede ejercer su función anticipadora, frustradora y calmante de las necesidades del bebé, al tiempo que la necesidad ineludible de compartir el espacio con otros bebés debe dar lugar a dificultades en la integración de la propia identidad, desde el llanto “compartido” hasta muchos otros fenómenos similares a los descritos en niños criados en colectividades (Van Ijzendoorn y Sagi-Schawartz, 2008).
La tercera salida planteada, la hospitalización, puede pensarse como una variante de la anterior que añade un factor específico: el daño corporal. No sólo se trata del daño procedente del proceso médico que determina la hospitalización, sino también del derivado de las exploraciones y los tratamientos -curas, goteros…- que posteriormente tendrá que elaborarse como una vivencia de indefensión, pasividad y, sobre todo, solución de continuidad de los límites físicos del yo, con su repercusión en la organización psíquica.
El poder desorganizador de las vivencias descritas en los tres tipos de escenarios, por acontecer en un momento de la vida en el que el aparato mental del bebé no las puede asimilar, conforman experiencias que quedan registradas en el área de lo sensorial sin posibilidad de mentalización. Serán experiencias que reaparecerán una y otra vez en los sueños y fantasías de estos niños con la necesidad de ser pensadas y dotadas de sentido, a través de los relatos de sorprendente viveza que ellos mismos comunican de tales situaciones: es la necesidad de elaboración de lo traumático.
Pero, además, todos estos acontecimientos tienen lugar durante los dos primeros años de edad, un periodo de la vida en el que está en juego una parte fundamental de la estructuración del psiquismo, aquella que permite salir del registro psicótico para entrar en el neurótico, la que permite pasar de la relación de objeto parcial a la relación de objeto total, la que facilita la salida de la simbiosis para entrar en la triangulación mediante la entrada del tercero…
El niño que acabará siendo adoptado tiene que enfrentarse a la siempre difícil tarea de elaborar una identidad partiendo desde una posición de desventaja, con un repertorio de menos recursos -o de recursos deficitarios, insuficientemente desarrollados para cumplir su función- que apenas logran la autorregulación, la contención de angustias, la elaboración de la pérdida y, en última instancia, el acceso a la parentalidad como función psíquica (Palacio Espasa, 2009). Lo que está en juego es la configuración de una estructura psíquica frágil, o la no estructuración del psiquismo, que más bien pronto que tarde dará lugar a patología psiquiátrica, en algunos casos ya presente en el momento de la adopción.
Llegados a este punto me parece interesante señalar que, desde una perspectiva neurobiológica, tanto los factores de riesgo como las acciones nocivas arriba señaladas sirven para explicar las alteraciones en el neurodesarrollo que darán lugar a las respectivas alteraciones en las funciones ejecutivas causantes de posible psicopatología en el futuro, y cómo una intervención precoz, desde la atención temprana, la estimulación sensorial, etc., tiene por finalidad revertir, en algunos casos, y compensar, en otros, los déficits ya establecidos. La diferencia con la formulación psicodinámica estriba, más que nada, en la significación que se da a las intervenciones en curso y en el lugar en que se pone el énfasis de la intervención: la función frente a la emoción.
Clínicamente, se puede mostrar como una desinhibición que parece obedecer a la ausencia de los mecanismos encargados de llevar a cabo la función inhibitoria, más que a una pérdida temporal de dicha función, una inadecuación, una caída constante en la desesperación. De hecho, el listado de patología psiquiátrica es amplio, y abarca desde patología psicosomática -alergias, dermatitis atópica-, pasando por trastornos de comportamiento, conductas agitadas, dificultades de aprendizaje y socialización, hasta llegar a cuadros severos de psicosis y de autismo (Fernández Rivas, 2014; Sánchez-Sandoval y León y Román, 2012).
De lo anterior se deduce que, a mayor precocidad del encuentro con el bebé adoptado, menor confluencia de factores desorganizadores y mayor posibilidad de compensar las carencias sufridas, evitando de este modo un impacto mayor en el desarrollo posterior del bebé. No obstante, hay que asumir la posibilidad de que algunas carencias hayan dado lugar a fallos ya establecidos, irreversibles, en la estructura psíquica del bebé.
Consideramos ahora el elemento del tema que nos ocupa: el duelo. Más concretamente, la existencia de pérdidas repetidas antes de la llegada a la familia adoptante, cuya elaboración se tendrá que producir a lo largo del desarrollo del niño, y cuya precocidad podrá ejercer nuevamente una acción desestructurante. Se trata de la suma de una desventaja tras otra, en una situación desesperante que algunos niños parecen afrontar con una capacidad de lucha muy llamativa. Son duelos que se añadirán a los que tiene que elaborar toda persona durante su desarrollo, con cada cambio de etapa, con cada renuncia a las posiciones de privilegio que va perdiendo en la medida en que logra mayor autonomía. En este sentido, la transición por la pubertad y la adolescencia es complicada, porque las fantasías propias de la edad se podrán ver alimentadas por una realidad poco elaborada, y por el temor a un abandono que ya se ha sufrido en una ocasión -cuando no en varias- y que resulta desestructurante en la medida en que puede hacerse realidad, como muestra el fenómeno del private re-homing (Reuters).
Ese abandono inicial -así como los sucesivos- puede además ser incorporado como la insuficiencia propia hacia los padres biológicos -“no he sido bueno, por eso no me han querido”-, conformando una imagen devaluada de sí mismos, imagen que más adelante tropezará con el rechazo imaginado -proyectado en los padres adoptivos, debido a la susceptibilidad que se tiene ante la crítica-, o percibido -proyectado o actuado desde los padres adoptantes, ante la fragilidad e inseguridad de su propia imagen como tales-. No hay que olvidar aquellas situaciones en las que el fallecimiento de uno o ambos progenitores confirma la amenaza siempre temida del abandono, que para algunos adoptados parece convertirse en un trágico destino. De cualquier manera, se trata de una lucha inacabable contra el abandono. En los casos mejor organizados, dicho conflicto provoca la aparición de un cuadro depresivo. En los menos organizados, el desencuentro impide el desarrollo de un vínculo que sea capaz de contener y estructurar un déficit que se desorganizará en la adolescencia.
Las nuevas formas de familia también introducen conflictos específicos en torno a la construcción de la identidad propia que deben ser elaborados. En el caso de las familias monoparentales, la ausencia de la referencia al otro, al tercero, ejerce un efecto desfavorable en la estructuración del psiquismo del niño, en la medida en que puede dejar al hijo expuesto a angustias más intensas en relación con el conflicto edípico. En el caso de las parejas homosexuales, hay que tomar en cuenta el trabajo extra para encontrar elementos de identificación en una pareja en la que los roles, aunque divididos, no guardan correlación con el sexo anatómico, así como la lamentable estigmatización que en determinados momentos del desarrollo, en especial durante la adolescencia, provoca las burlas de los iguales.
No podemos dejar de mencionar el esfuerzo sobreañadido que tienen que llevar a cabo los niños de raza no caucásica adoptados en nuestro medio a la hora de elaborar su identidad a partir de unos rasgos físicos claramente diferentes, rasgos que denuncian sin ambages la no pertenencia al grupo, tanto el de los iguales con los que se comparte los espacios de juego y aprendizaje, como el de los padres con los que se convive -quienes, a su vez, deben llevar a cabo el trabajo de incorporar esa diferencia que remite a la causa original que motivó el proceso de adopción-.
Excedería los límites de la exposición entrar a considerar la dinámica entre los hermanos. Citar únicamente algunos elementos. Así, la dificultad para elaborar la rivalidad en el caso de tratarse de una fratría donde todos los hermanos son adoptados, donde puede haber una competencia permanente motivada por la necesidad insaciable de afecto. Dificultad aún mayor es el caso de la adopción de hermanos gemelos, en la que se añade la dificultad para recibir aporte narcisista y se escenifica más claramente la posibilidad de hacer una escisión entre un hijo “bueno” y otro “malo”. En el caso de contar con hermanos que son hijos biológicos de los padres, la aceptación de uno mismo como “de fuera” frente al hermano “de casa” puede desembocar en la vivencia de ser un “intruso”. Y en el caso de que el hermano adoptado presente una discapacidad, la forma en que el proyecto vital del hijo biológico se vea comprometido por la presencia del adoptado puede dar lugar a una hostilidad difícil de elaborar. Qué duda cabe que la adopción es también una fuente de incalculable valor en el desarrollo personal del hermano biológico, pero insisto en señalar aquellos aspectos que, cuando no han sido pensados ni elaborados, pueden ser origen de conflictos significativos con un peso importante en la dinámica de la patología.
Y, por último, otro de los elementos desestructurantes en todo desarrollo y que, por motivos obvios, encuentra un camino abonado en las adopciones: el secreto. Respecto al origen, al modo de adopción, a la historia personal, al secreto en última instancia que remite a una negación de la sexualidad de los padres y que se alía con los duelos no resueltos sobre la insuficiencia de su capacidad reproductiva.
El (des)encuentro
Las estructuras y los conflictos vistos a lo largo de las páginas anteriores entran en acción en el momento del (des)encuentro. Las fantasías largamente imaginadas colisionan con la realidad que ofrece el otro. El modo en que se produzca este encuentro y la manera en que se gestionen los acontecimientos posteriores, configurará poco a poco el (des)encuentro que dará lugar, en un tiempo posterior, a la necesidad de una consulta.
Uno de los marcos teóricos que permiten comprender la dinámica que entra en juego es el de los escenarios narcisistas de la parentalidad (Palacio Espasa, 1993). De un modo simplificado, dicho modelo plantea que en el momento en que un adulto accede a la parentalidad, la relación que establece con el hijo está determinada por los dos tipos de relación objetal: la relación basada en el apoyo al otro y la relación de amor a sí mismo o narcisista. Como consecuencia de esta última, tiene lugar la proyección sobre el hijo de una serie de ideales -se deposita en el hijo el niño ideal que se quiso ser- puestos al servicio de la empatía y que serán el esbozo de las identificaciones posteriores del niño. Este proceso se acompaña de contraidentificaciones por parte de los padres -comportándose como los padres ideales que les hubiera gustado tener-, y tiene por finalidad la satisfacción de una necesidad de tipo narcisista, aunque también cumple una función defensiva.
El elemento clave del modelo de los escenarios narcisistas es que las interacciones a las que da lugar ese juego de proyecciones y contraidentificaciones traspasan el ámbito de la fantasía y determinan una forma de relación entre padres e hijos. De la flexibilidad o inflexibilidad de dicha interacción, es decir, de la capacidad de los padres para sustituir sus proyecciones por la percepción de la realidad del hijo, así como de la resistencia del hijo a identificarse o rechazar las expectativas depositadas en él para desarrollar las propias capacidades, dependerá la aparición de psicopatología de diferente gravedad.
La no resolución de los diferentes duelos enumerados a lo largo de la exposición dotará de una gran intensidad aquellos aspectos de la personalidad de los padres que tienen que ver con una imagen dañada de sí mismos y que buscará una satisfacción sustitutiva mediante la realización a través del hijo, que será visto a través del prisma de la idealización puesta al servicio de la gratificación narcisista, en lugar de ser vivido como la persona que es en realidad, con sus carencias y virtudes.
Las expectativas así planteadas están abocadas al fracaso. En primer lugar, porque la realidad de cualquier niño enseguida contrasta con las idealizaciones, lo que dará dar lugar a un movimiento inconsciente donde aparecerá la hostilidad de los padres hacia el hijo, así como los mecanismos para contrarrestarla. En el caso de los niños adoptados, los fallos estructurales que tiene alta probabilidad de padecer harán más dolorosa esa herida, en la medida que la distancia con el niño ideal esperado será aún más patente. De este modo, una relación humana que podría tener un gran valor terapéutico en la reestructuración y estabilización de un niño dañado deja de tener dicha capacidad y se convierte en un elemento patógeno más.
De igual modo, la presencia de los diversos duelos no resueltos en el niño, unido a las deficiencias en la estructuración de su psiquismo de diverso grado, y a la amenaza fantaseada de que se reedite un abandono que ya una vez tuvo lugar, amenazarán con comprometer su desarrollo. Puede así quedar atrapado entre convertirse en el niño esperado por los padres, empresa imposible que supone encarnar un ideal del que, además, se puede estar bastante lejos por las carencias derivadas de las vicisitudes de su desarrollo. O bien puede tratar de funcionar de la mejor forma posible, desarrollando su propia identidad, su propio camino, lo que le expone a grajearse el “enfado” de los padres debido a que dicho funcionamiento no es conforme al esperado. Por no hablar de la reedición de los viejos fantasmas de los padres cuando el niño, inmerso en la elaboración de la novela familiar, deposita en los imaginados padres biológicos aquellos aspectos de los padres adoptivos que necesita preservar de la desidealización propia de la edad de latencia.
Una y otra vez las consultas por hiperactividad, por falta de atención, por conductas oposicionistas muestran el drama de niños con una desorganización interna, con una autoestima dañada, con una dificultad para hacer frente al abandono, a la frustración, a funcionar de una manera autónoma. Las exigencias sociales, muchas veces reforzadas por familiares y docentes, son incorporadas por los padres para provocar la incomprensión de las dificultades y necesidades de los hijos. La demanda suele centrarse en hacer algo “con el niño” pero, rara vez, en hacer algo “con los padres” para ayudar al niño.
Se van sucediendo de este modo las situaciones más complejas y frustrantes en las relaciones humanas, en la medida en que las angustias surgidas durante el desarrollo no han podido ser suficientemente identificadas y contenidas por los padres. Cuando tales angustias se intensifican por el trabajo de la adolescencia, donde se hace imprescindible la separación de las figuras de apego para poder conquistar la propia identidad, el adolescente se ve obligado a recurrir casi exclusivamente a cuantos recursos personales dispone. Y si hasta ese momento el niño se ha mostrado inseguro, angustiado, desorganizado, a partir de entonces la intensidad de su malestar y la gravedad de sus dificultades se van a incrementar. En demasiadas ocasiones, la salida es el debut de una psicosis durante la adolescencia.
Un nuevo duelo tiene entonces que llevarse a cabo: el de la pérdida de la “normalidad”, con la aceptación del debut de una enfermedad mental que frustra, una vez más, otras posibilidades de desarrollo. La necesidad de un tratamiento y un eventual ingreso ponen de manifiesto la quiebra de la fantasía de un logro, al tiempo que truncan la solución al conflicto de la trascendencia y añaden la vivencia angustiosa de perder a alguien en quien poder descansarse que pasa a ser alguien a quien tener que cuidar y… “¿qué pasara entonces cuando nosotros no estemos?”.
El niño adoptado va a tener que hacer frente, una vez más, a una nueva dificultad añadida en su desarrollo. Es llamativo como hay niños tremendamente “luchadores”, para quienes la sucesión de contratiempos, que desanimarían a cualquiera, no les impide salir adelante. Una pulsión de vida que, sin embargo, no evita a muchos otros una deriva personal y social.
Tal vez, el texto resulte culpabilizador para los padres e intente exculpar a los hijos. No lo pretende. Nadie es culpable de la situación, mucho menos quienes deciden llevar a cabo un acto de amor como es la adopción. Pero sí que es cierto que el elemento adulto de la ecuación, los padres, son responsables de proporcionar a sus hijos el mejor medio para crecer. Es a ellos a quienes corresponde el esfuerzo extraordinario, porque siempre lo es -dadas las dificultades inherentes a muchos de los niños adoptados-, de entender el funcionamiento, contener las angustias y ayudar a estructurar un psiquismo vulnerable que, durante toda su etapa de desarrollo hasta la vida adulta y en los años posteriores, se encuentra en riesgo de desestructuración.
Me gustaría aquí ser optimista, pero la experiencia me obliga a ser cauto. Como en tantas otras situaciones, la prevención es la mejor herramienta para evitar la aparición de patología. La falta de información, así como los escasos recursos que la administración proporciona para ayudar a superar las tremendas dificultades que padres adoptantes e hijos adoptados tienen que afrontar, determinan un panorama un tanto sombrío. La necesidad de una psicoterapia individual, así como de un trabajo parental, ambos intensivos, encaminados a facilitar la comprensión de las propias angustias y de cómo éstas interfieren en la relación con el otro, es uno de los elementos necesarios. Sin embargo, el coste de llevarla a cabo la hace inaccesible para una parte importante de la población. Cuando intervenciones de estas características tienen lugar, otra evolución es posible, y el valor corrector de las relaciones de afecto, de las experiencias gratificantes de la vida, logrará lo mejor de cada chaval… y también de cada madre y cada padre.
Notas
(1) Empleo el término niño como genérico de infante. Por motivo de economía expositiva me referiré en general a una pareja parental heterosexual, si bien a lo largo de la exposición haré las salvedades pertinentes referidas a las adopciones por parte de parejas parentales homosexuales, tanto masculinas como femeninas, así como a las adopciones monoparentales.
Agradecimientos
Quisiera agradecer a Eduardo Orozco Díaz y a Mercedes Becerra Gordo las sugerencias y correcciones aportadas en la elaboración del texto.
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