El malestar del estudiante adolescente, de sus profesores y de sus padres
Tiziana Catta y Marina Scappaticci
RESUMEN
El artículo pretende arrojar luz sobre los vínculos que se establecen entre el adolescente problemático, la escuela y la familia. A partir del análisis de las experiencias emocionales de cada uno de ellos, se analizan sus comportamientos, pensamientos y malestar. La comunicación funcional entre profesores y alumnos, así como entre la escuela y el hogar, es un factor del que todas las partes implicadas pueden beneficiarse. Respecto esto, las autoras señalan la importancia de la formación psico-pedagógica de los profesores para ayudar a hacer frente a las dificultades que pueden encontrar en la relación con los estudiantes, especialmente con los más problemáticos. PALABRAS CLAVE: adolescente, escuela, familia, vínculo.
ABSTRACT
The discontentof the adolescentstudent, of their teachers and parents. The article aims to shed light on the links between problematic teenagers, the school and the family. Beginning with an analysis of the emotional experiences of each of these groups, their behaviours, thoughts and discontent are analysed. Functional communication between teachers and students, as well as between the school and the home, is a factor that all the parties involved can benefit from. In this regard, the authors highlight the importance of the psychopedagogical training of teachers to help to deal with the difficulties they may encounter in the relationship with students, especially with the most problematic ones. KEY WORDS: adolescent, school, family, bond.
RESUM
El malestar de l’estudiantadolescent, dels seus professors i dels seus pares. L’article pretén fer llum sobre els vincles que s’estableixen entre l’adolescent problemàtic, l’escola i la família. A partir de l’anàlisi de les experiències emocionals de cadascun d’ells, s’analitzen els seus comportaments, pensaments i malestar. La comunicació funcional entre professors i alumnes, així com entre l’escola i la llar, és un factor del qual totes les parts implicades es poden beneficiar. Respecte d’això, les autores assenyalen la importància de la formació psicopedagògica dels professors per ajudar a fer front a les dificultats que poden trobar en la relació amb els estudiants, especialment amb els més problemàtics. PARAULES CLAU: adolescent, escola, família, vincle.
Era el año 1985 cuando, por primera vez, crucé la puerta de una institución de educación secundaria superior para enseñar Lengua y Cultura Inglesas. Había superado el examen de oposición con una votación alta, por lo que me encontré, siendo poco mayor que mis estudiantes de más edad, desempeñando un papel con respecto al que sentía, como en una ducha escocesa, emociones que iban desde el entusiasmo con el que preparaba mis lecciones a la ansiedad que me acompañaba cuando entraba en la clase y me encontraba en frente a todos esos rostros de adolescentes cuyos ojos me escrutaban, quedando, la mayoría de las veces, inescrutables. Elegí hacer ese trabajo por vocación y pasión, pero no me había imaginado que sería tan difícil, desde el punto de vista emocional. Como estudiante, a menudo había pensado que estar en el otro lado de la mesa tenía que ser simple y conveniente: mis maestros tenían un aire seguro y relajado, mientras que yo y mis compañeros vivíamos momentos de tensión, a veces muy dolorosa. Descubrí, entonces, que podía sentirme incómoda incluso en el otro lado de la mesa. Quizás por esta razón, también descubrí que moverme entre los bancos, mientras estaba en la clase, me ayudaba a relajarme y a reducir mi malestar, además de permitirme poner en práctica ese tipo de enseñanza interactiva que fomenta el aprendizaje de idiomas. No tuve ninguna dificultad, de hecho, a establecer una buena relación con mis alumnos: humanidad y profesionalidad y el respeto a las reglas escolares fueron las herramientas que utilizaba sin un esfuerzo excesivo. Lo que no podía imaginar, cuando empecé mi carrera docente, era que ese trabajo pronto me iba a empujar hacia mis estudios de Psicología y, posteriormente, hacia una especialización en Psicoterapia Psicoanalítica para Adolescentes, dirigidos, sobre todo, a la comprensión y a la ayuda de los estudiantes problemáticos, allí donde fuera posible. Tenía, de hecho, entre mis estudiantes, a jóvenes que, a menudo, durante la clase, manifestaban trastornos que despertaban en mí interés, lástima y, casi siempre, una sensación de impotencia. Recuerdo, en particular, a una estudiante en el penúltimo año que a menudo mostraba un malestar que se expresaba en la dificultad para ponerse de pie porque se sentía débil. Entonces, lloraba desesperadamente diciendo repetidamente: “¡ayudadme, no puedo! ¡Tengo miedo!”. ¿Cómo hubiera podido ayudarla? Sentía, con sus otros profesores, que esa chica tenía problemas emocionales profundos, pero ¿qué podía hacer por ella? Más tarde, a través de mis estudios para convertirme en psicóloga y psicoterapeuta, he aprendido a dar un nombre a ese malestar: depresión ansiosa. En ese momento, sin embargo, me quedaba profundamente impresionada cada vez que, por lo general, sin razón aparente, esa chica nos hacía testigos de su drama interior, tan lacerante como inexplicable y misterioso. Nunca es fácil, cuando un adolescente manifiesta un malestar, entender lo que le está sucediendo. La ansiedad escolar que se expresa, a menudo, a través de manifestaciones somáticas, que van desde náuseas hasta dolor de estómago o de cabeza, o paroxísticas y de naturaleza más explícitamente histérica, como en este caso, no están en una relación de causa-efecto con la vida escolar. Me refiero a que el alumno que se encuentra mal en la escuela no está así por la preocupación de un examen al que tendrá que someterse ese día o porque ha tenido una mala calificación. Los adolescentes que experimentan la escuela como un lugar de gran sufrimiento, a menudo sufren de desregulación emocional profunda (Monniello, 2012). En este sentido, los conflictos del ambiente interno que les preocupan y que dependen, probablemente, de la dificultad para hacer frente a los procesos de separación-individuación que preceden al crecimiento, los empujarán a implementar procesos regresivos y defensivos, incluyendo, además de somatización, actos e inhibiciones cognitivas, que influyen en la capacidad reflexiva y en la función intelectual. Estas cuestiones han sido a menudo ampliamente investigadas por todos los que se han ocupado del malestar educativo que, si no se resuelve, lleva al abandono escolar. En particular, se hizo evidente que, a menudo, los estudiantes que más sufren son los que tienen más dificultades para elaborar sus propias problemáticas edípicas. Suelen fluctuar entre actitudes desafiantes, con las que expresan su necesidad de omnipotencia infantil, y una profunda sensación de fragilidad. La ansiedad es, en este sentido, la respuesta más probable al vacío de identidad que proviene de esta escena interna. Recuerda lo que sucede cuando se desea tomar el vuelo, pero se choca con la propia falta de experiencia dolorosa, con la irresoluble incapacidad de mover las alas de forma sincrónica, a pesar de los constantes y poderosos saltos hacia arriba. En la situación de punto muerto evolutivo, el adolescente experimenta, por el arduo intento de diseñar el self con un ideal del yo que no consigue estructurarse, un dolor psíquico tan intenso que “desborda al mundo exterior” (Jeammet, 1992). La adaptación escolar permanece inevitablemente influenciada. En este caso, son evidentes -especialmente en la escuela- las dificultades para concentrarse, la agitación y los comportamientos agresivos, sobre todo hacia los adultos pero también a menudo expresados hacia y contra los compañeros más vulnerables, a través del acoso. A veces, sin embargo, la respuesta al malestar toma la forma de actitudes de cierre, de evitación y de inhibición de las relaciones con el mundo exterior, que dejan a todos los demás, desde los compañeros a los profesores y hasta a los padres mismos, perplejos, preocupados y con frecuencia, tristes. La fragilidad narcisista de algunos jóvenes puede llevarles a sentirse “sin éxito” y, en este sentido, a poner en práctica comportamientos de abandono: respecto el diálogo educativo, la relación con los profesores y, en casos extremos, incluso con sus compañeros. No es infrecuente que el estudiante problemático encuentre, en la adquisición de una “identidad negativa”, la manera de tener éxito; es decir, de definir su identidad a través de lo que no es y de lo que no hace. He podido notar que las negaciones están muy presentes en las frases pronunciadas por aquellos alumnos que responden a la ansiedad y al malestar en la escuela y de la escuela con el desinvestimento de los estudios y del papel de sus profesores. Recuerdo, en particular, un estudiante de hace una década que usaba casi exclusivamente frases como: “no sé”, “no lo hice”, “no lo entiendo”, “no voy al examen”, “de verdad que no lo consigo” para comunicarse con los profesores (y con los compañeros de clase, todos mejores que él) durante las clases, cada vez que se le preguntaba acerca de los temas de las distintas asignaturas. Internamente, yo lo llamaba “el que no”. Su negativa de la escuela era completa. Es evidente que, durante las reuniones de clase, se hablaba de él como “el que no se compromete, a pesar de ser inteligente”, “no tiene interés por los temas de los programas”, “nunca está en los exámenes”, “no escucha, no toma apuntes, no hace preguntas”. Ese estudiante no aprobó y fue inscrito, por los padres, en una escuela privada. Todos los maestros, incluso yo misma, a menudo habíamos contactado con su familia. En las raras ocasiones en que la madre había venido a los encuentros con algún profesor, ella misma era la que no entendía porque su hijo iba mal en la escuela, ya que se pasaba horas encerrado en su habitación a estudiar. No sabía por qué se comportaba de esa manera. Sin embargo, en el hogar, el estudio fue importante: los otros dos hijos, ambos mayores, eran excelentes estudiantes y el marido, un erudito que alardeaba de varias publicaciones. La señora, sin embargo, no hacía nada en especial. Parecía, de hecho, una ama de casa bastante deprimida y frustrada. Cuando recuerdo ese estudiante, siempre pienso en un chiste. Un soldado en una fila durante una primera inspección de los oficiales de su batallón, oye que a la pregunta “¿Qué sabes hacer, cuáles son tus talentos y habilidades”, todos sus compañeros respondían haciendo una lista de sus mejores virtudes. Cuando le toca enfrentarse a la gran pregunta, siendo el último de la fila, responde: “yo no sé hacer nada. Saben hacerlo todo ellos”. No puedo evitar pensar que el estudiante que no respondía a las preguntas y expectativas, sobre todo del mundo escolar, empleaba la calidad negativa de su identidad como un elemento esencial en la oposición a la habilidad de todos los demás, hermanos, compañeros de clase y por supuesto, profesores. Era el último hijo y el último de la clase. Era alguien que, a través de su “no”, era algo. El cero, pues, es también un número. El asunto es muy grave. Los adolescentes que optan por no investir libidinalmente el estudio y, a menudo, la vida social, han sido por lo general niños que han experimentado una relación con un padre poco presente para ellos. La falta de la función paterna no ha permitido, a quien la vivió, hacer frente a la separación del mundo de la infancia, y ser liberado de la realidad interior dominada por objetos (padres) que no lo han acompañado hacia la autonomía, sino que, por así decirlo, lo han atrapado, a veces sin darse cuenta, en un estado de permanente necesidad y dependencia. La madre, como se sabe, es la persona con quien el niño vive su condición de dependencia absoluta (Winnicott, 1965) mientras que el padre actúa como intermediario con el mundo. Esta etapa se supera alrededor de los dos años de vida. En el caso descrito, el estudiante tal vez había sido dejado solo por un padre narcisista implicado en sus éxitos personales y los de los otros hijos mayores, con una madre frustrada y deprimida, a enfrentarse al mar tormentoso del crecimiento (y de la escuela). Su capacidad de pensar de forma creativa, que resulta la base del aprendizaje efectivo y permite la posibilidad de construir su propia identidad adulta, fue, por lo tanto, inhibida y comprometida. Ayello (2000) pone el daño de motivación en el origen del fracaso académico. En este sentido, el adolescente que sufre es incapaz de superar el punto muerto que se evidencia a través del des-investimento de los estudios como una actividad que puede traer satisfacción y placer, porque no tiene confianza en su capacidad para tener éxito en su proyecto académico y educativo. Para este adolescente problemático es fundamental que la escuela se convierta en un ambiente suficientemente bueno, del que habla Winnicott (1965), que le permita salvar la confianza en sí mismo, sus capacidades intelectuales y humanas, y le permita volver a la pista, al circuito que tiene, como meta, el título.
Pero, ¿cuáles son las condiciones en las que esto ocurre?
Creo que el requisito clave no es solo que la escuela pueda poner a disposición del joven problemático un espacio de escucha, con un psicólogo, en el que expresar su malestar y buscar soluciones. Difícilmente, el estudiante con problemas en los estudios irá a un psicólogo si no siente que sus mismos profesores están dispuestos a invertir en él, en su capacidad de crecer y mejorar, en todos los sentidos. Para Jeammet (2009), los adolescentes están siempre a la espera de lazos que los nutran y los construyan, aunque, al parecer y con frecuencia, demuestran hacer todo lo posible para desinvestir y desidealizar a esos mismos adultos de los que esperan una ayuda para crecer. De hecho, muy a menudo, los alumnos problemáticos no encuentran en los maestros sus Pigmaliones debido a que éstos deben hacer frente a sus propias dificultades para gestionar y superar la sensación de no ser buenos con aquellos alumnos que no estudian la materia que imparten y, a menudo, de hecho, los critican, los desafían, los ponen a prueba. Como ya he dicho en otra parte (2012), las barreras que los estudiantes y profesores erigen entre ellos, para defender sus posiciones, son difíciles de eliminar y no siempre se consigue. Y con los adolescentes se hace necesario un tipo de enseñanza que, no muy diferente a la psicoterapia, tolere, al menos de vez en cuando, su necesidad de estar por su cuenta, de distraerse, cuando el único sonido que desea escuchar es el de su recopilación favorita (Catta, 2011). Sería necesario, como dice Novelletto (2012), que el profesor se mostrara, como educador, como una persona destinada permanentemente a buscar dinámicamente el equilibrio sobre una cresta entre una serie de lados opuestos, de sus estudiantes, pero también de sí mismo: el mundo interior y el mundo exterior; la tendencia a repetir y el impulso para transformar: la ilusión y la desilusión; la espontaneidad y el “rol”; la curiosidad y el hábito. Las cualidades que les pueden ayudar más, en esta función de conexión son, en mi opinión, la escucha empática; la capacidad de dejarse utilizar sin perder la autoridad; la capacidad de llegar a los estudiantes a la distancia correcta, ni intrusivo ni ausente; la capacidad de dudar y de cuestionarse, que es muy distinta de la confusión y de la incertidumbre. La imagen de profesor que acabo de describir, en palabras de Arnaldo Novelletto (2012), que fue uno de mis maestros durante la formación como psicoterapeuta de adolescentes, es un difícil ideal de lograr porque, como ya he señalado, los profesores a menudo carecen de las habilidades que tienen los psicoanalistas a tolerar los comportamientos agresivos, a veces abiertamente, a veces de forma implícita y traicionera, de sus pacientes. Con gran esfuerzo y sobreponiéndome al mareo, he conseguido, con el tiempo, adquirir esa capacidad de empatía y muchas otras prerrogativas con las que Novelletto (2009) describe la imagen del maestro, para decirlo una vez más con Winnicott, lo suficientemente bueno. Son, sin duda, las herramientas que me permiten no hundirme en el mar tempestuoso de la relación con mis alumnos adolescentes. Sé que muchos de mis colegas lo han conseguido sin hacer estudios especiales y los admiro por eso. Los otros, en mi opinión, necesitarían ser ayudados, especialmente a través de un entrenamiento personal similar al de los psicoterapeutas, para superar las muchas inseguridades y los miedos que los hacen individuos frustrados y, por lo tanto, deseosos de evitar el mar abierto, sin poder despegar y aventurarse donde la tormenta está en la agenda.
Quizás, así, la escuela podría realmente convertirse en el lugar de crecimiento, educativo y humano, incluso de los alumnos problemáticos, para los cuales podría llegar a representar, finalmente, el espacio psíquico ensanchado (Jeammet, 1992) en el que poder vivir tanto los deseos cuanto los temores.
Ansiedad en la escuela, ¿un asunto de familia?
Partiendo del supuesto de que la familia es el entorno natural en el que primero el niño, después el adolescente y finalmente el adulto, crecen y se desarrollan, se deduce que la evolución de cada individuo es influenciada por, al menos, dos factores: la sociedad, de la que la familia es el reflejo, y la misma estructura interna familiar. El entorno familiar responde a las necesidades, crecientes, del adolescente. La familia, de hecho, adquiere un contexto significativo: es un entorno seguro en el que el adolescente aprende a construirse a sí mismo. Ayuda a dar un sentido de identidad a sus miembros, a través de la alternancia de pertenencia y diferenciación. La pertenencia la encontramos en el sistema de comportamientos familiares y/o de modelos de relaciones en uso en esa familia en particular; la diferenciación y la percepción de la individualidad se construye con la participación de cada miembro de la familia en los diversos subsistemas y/o grupos extrafamiliares (compañeros de trabajo, vecinos, compañeros de clase, etc.). Esta alternancia entre la pertenencia y la diferenciación es un juego eterno que acompaña a cada uno de nosotros durante toda nuestra vida. El entorno de la escuela puede ser una fuente de en riquecimiento e inspiración para los jóvenes que em piezan a experimentar con nuevas experiencias de vida, con nuevos vínculos, y a alejarse por primera vez de los padres, que han representado hasta ahora el único punto de referencia del adolescente, así como el aspec to normativo. Para algunos jóvenes, sin embargo, este nuevo contexto puede ser una fuente de malestar, que puede conducir a la llamada fobia escolar. Considero oportuno arrojar un poco de luz al tema y, por lo tanto, hago referencia a los resultados de estudios que han tenido como objetivo poner en relieve las causas de la fobia escolar. Podemos identificar dos tipos de fobia escolar.
Fobia escolar asociada a la ansiedad de separación. La entrada a la escuela es la primera separación verdadera de la familia y esto puede originar en el niño el miedo de que a él o a los padres pueda sucederles algo malo cuando se aleja de ellos.
Fobia escolar asociada a otra fobia. Ésta sería una fobia específicamente relacionada con la escuela o, más generalmente, a una fobia social. Estos sujetos suelen rechazar la escuela cuando son más mayores con un comportamiento de evitación. Este miedo puede ser debido, por ejemplo, al fracaso escolar o a dificultades en las relaciones con sus compañeros o profesores. En estos casos, se evidencia el temor de que es consecuencia de las experiencias relacionales negativas experimentadas realmente o interpretadas por el sujeto como tales, o incluso imaginadas.
Como sabemos, la negativa a ir a la escuela puede estar asociada a un trastorno de conducta, a un trastorno de hiperactividad por déficit de atención, a un trastorno desafiante y oposicionista y a dificultades específicas de aprendizaje. Sperling (1967) ha diferenciado aún más las fobias escolares, separándolas en tres categorías: fobia inducida, determinada por la no separación de la familia de origen; fobia aguda, originada por situaciones escolares; y fobia crónica, mixta, caracterizada por aspectos tanto de la fobia aguda como de la inducida. Para crecer de una manera funcional y más en línea con los modelos actuales, es necesario que entre la escuela, que sin duda representa el centro de los pensamientos de un joven, y la familia, educadora por excelencia, haya un perfecto equilibrio de relación en los roles. En la escuela, los maestros no deben ser sólo personas empeñadas a llenar la mente del niño con un conjunto de conceptos, o peor aún, como un enemigo que hay que temer y evitar por todos los medios, sino como una guía, una persona que deben conocer a sus alumnos para permitirles experimentar autonomía. La familia, por otra parte, a diferencia del maestro que tiene la tarea de dirigir, tiene el deber de tomar decisiones y dar una dirección a seguir al niño. Entre cada niño y su respectiva familia es casi normal que haya a veces relaciones conflictivas y tensiones por un período determinado de tiempo. La familia tiene, entre otras, la tarea de apoyar al niño en los momentos difíciles, fomentarlo y animarle a seguir los caminos. Ser padre o madre es muy difícil: hay que tratar de mantenerse lo más equilibrado posible entre las decisiones y la permisividad hacia los hijos, pensar en términos de perspectivas de futuro, y ser observadores cuidadosos de la sociedad moderna. El trabajo del niño es el de respeto a la familia, informándola, y en honor a su papel como estudiante, hacer todo lo posible con todo lo que hay que aprender. El joven debe entonces estar abierto y debe tratar de tomar, de la forma correcta, las elecciones de la escuela pero sobre todo de la familia, evitando fosilizarse en sus posiciones. El contacto entre la escuela y la familia es lo que preocupa a todos los jóvenes en la adolescencia, pero es inevitable que esto suceda; incluso, en algunos casos, es deseable que exista. La relación que se tiene que formar entre la escuela y la familia debe ser una relación de mutua confianza y estima. El profesor no debe sólo informar de los votos, debe ser una persona que participa activamente en el proceso educativo del joven. La familia debe estar al tanto de todo lo que se refiere a los intereses de su hijo y su clase para mantener este equilibrio. La escuela puede ser un lugar interesante, un gimnasio donde entrenarse para lograr nuevas habilidades y aprendizaje y conocimiento, pero también para experimentar nuevos aspectos de la vida y de sí mismos. Sin embargo, no es raro que las familias deban enfrentarse a períodos de rechazo escolar (Andolfi, M. y Fochieri Manicardi, P. 2002). Este problema puede afectar significativamente el bienestar del joven y su funcionamiento familiar. El “comportamiento de rechazo a la escuela” reúne a un conjunto de varias actitudes que el niño/adolescente puede tomar hacia ésta, que pueden ir desde el absentismo a la asistencia a la escuela, de una forma más o menos regular, pero vivida con un fuerte malestar. Por lo tanto, este problema puede manifestarse de modo visible externamente (comportamientos agresivos, violentos, hiperactivos) o somatizado (manifestación de la ansiedad, tristeza, aislamiento social, quejas físicas). Con el fin de poner en práctica una estrategia eficaz para prevenir y tratar el problema, es necesario identificar las razones subyacentes al rechazo de la escuela, que podemos categorizar y dividir en los siguientes tipos.
Rechazo de la escuela para evitar lugares o cosas que generan ansiedad o miedo. En esta categoría, se incluyen los temores de separación de los padres, el miedo de que el niño no vuelva a encontrar el camino a casa, ansiedades relacionadas con el viaje en autobús, miedo de los gritos y broncas de los maestros. Este tipo de ansiedad aparece sobre todo a una edad temprana, a principios de los años de preescolar o de primaria, cuando la escuela puede asustar porque es un entorno nuevo y aún desconocido; sin embargo, existe más de una posibilidad que también se manifieste en momentos posteriores de crecimiento como la adolescencia.
Rechazo de la escuela para evitar situaciones sociales y/o de evaluación que generan ansiedad o miedo. En este caso, nos encontramos con todas las preocupaciones relacionadas con los exámenes y el rendimiento escolar que, de alguna manera, tienen una condición de evaluación (actividades extracurriculares tanto deportivas cuanto recreativas) y la relación con los compañeros y otros estudiantes (que incluyen el miedo a ser rechazados, excluidos del grupo, objeto de burlas, el acoso, ser calificado como no apto).
Rechazo de la escuela para atraer la atención de los padres. En este caso, parece que los chicos usan caprichos, protestas y resentimientos respecto la asistencia escolar (gritos por la mañana, quejas en el momento de hacer los deberes, rabietas para no ir a la cama temprano) para llamar la atención de sus padres.
Rechazo de la escuela para buscar otras gratificaciones extracurriculares. El niño o el joven prefiere otras actividades, consideradas más emocionantes y entretenidas, que las educativas (juegos, videojuegos, ordenador, salidas con amigos, etc.). En los más pequeños se manifiesta con caprichos y exigencias de poder quedarse en casa. Es un comportamiento más frecuente en los adolescentes, que, debido a circunstancias diferentes y más favorable (por lo general van a la escuela por su cuenta o en autobús y entonces se escapan a un estricto control de los padres), terminan por faltar a las clases.
Un estudio llevado a cabo en la década de los 90 por Strass y Last ha destacado que el 75 % de los niños que rechazaban la escuela tenían madres que, a su vez, durante la infancia, tampoco querían ir. Es probable que, siguiendo la Teoría del Apego del Bowlby (1958), la madre transmita ansiedad al niño reforzando en él el comportamiento evitante y dependiente (angustia de la separación relativa generalmente a la figura de la madre). Algunos estudiosos han tratado de definir la vida fa miliar que puede ser la base de la fobia escolar y, sin querer enmarcar la situación en una relación de causa-efecto sino extendiendo circularmente el tema, se encontró que:
- una madre ansiosa, con frecuencia agorafóbica, tiende a generar en el niño la convicción de necesitar protección
- la sobreprotección tiende a crear una relación de dependencia entre el niño y el padre o la madre
- un padre poco contenedor o ausente (por cualquier motivo) y la consecuente ausencia de una figura de referencia clave en el desarrollo, especialmente en los hombres que no tienen un adulto con quien identificarse positivamente
- un régimen educativo laxo en el que al niño no se da reglas y reproches que, probablemente, serán dados más tarde en la escuela.
Nos encontramos, en muchos casos, en presencia de estructuras familiares en las que éstas muestran límites difusos y donde la reducción de la distancia entre generaciones parece muy limitada. A menudo se trata de padres que pierden su papel en frente a sus hijos y de niños que tienden a no reconocer la autoridad de sus padres. Madre y padre tienden a proyectar sus propias necesidades narcisistas sobre los hijos, llegando a ser críticos, a veces excesivamente, y, a menudo, abiertamente agresivos, cuando los hijos no logran los resultados deseados en las diversas actividades realizadas, como los deportes, actividades extracurriculares y la escuela. La actitud ambivalente hacia sus hijos, a veces alabados como personas ideales, especiales, extraordinarias y, a veces denigradas, no es propicia para el desarrollo de la autonomía emocional e intelectual. En la mayoría de los casos, al principio, los padres “exaltan” a su hijo, ya que, desde la infancia, siempre ha sido bueno, concienzudo, educado e inteligente, siendo así considerado el “hijo perfecto”; más tarde, con la aparición de la fobia escolar, de mentiras para ocultar las dificultades y de la ira, los padres caen en un estado de pánico y confusión que altera por completo el equilibrio de la familia, llevando los padres y los niños a alejarse y/o comunicarse de un modo disfuncional. La ansiedad por el rendimiento escolar está fundamentalmente vinculada al miedo al fracaso (mala nota, ¿qué me va a pasar si fracaso en la prueba?), a la opinión negativa. Este elemento se puede analizar desde tres perspectivas diferentes: 1) ¿Qué pensarán mamá y papá de mí? (pensamiento padres), 2) ¿Qué van a pensar el/los profesores/s? (pensamiento del profesor, el juicio, el cambio de opinión), y 3) ¿Qué pensarán de mí mis amigos? ¿Qué pensará mi novia/o? (pensamiento del grupo de pares/pareja sentimental), y por la posibilidad de no ser capaz de pasar la prueba a la que nos enfrentamos (sentimiento de frustración mezclado con insatisfacción) desde el deseo normal de ser amado y admirado a miedo a ser rechazado o ridiculizado: una prestación imperfecta no solo nos aleja del objetivo que queríamos alcanzar, sino que, además, nos expone a la crítica y a la devaluación. La atención de los padres se centra sólo en el rendimiento académico (calidad de las notas), centrándose en aspectos tales como aprender a leer, el idioma, la capacidad de razonamiento, pero poco sobre la experiencia emocional del hijo. A menudo, los padres utilizan la comparación con algún otro adolescente como palanca de motivación para su hijo. Es normal querer que su hijo sea el mejor en la escuela. Sin embargo, si el niño ya es diligente y puntual, temeroso de cometer errores e hipersensible a la crítica, o en casa vive en la sombra de su hermano mayor, estudiante modelo, entonces puede aparecer en él la falsa creencia de que, en la familia, puede ser querido quien obtiene buenas calificaciones, o que puede considerarse exitoso sólo quien no tiene problemas en la escuela. La adolescencia es una etapa fundamental en el ciclo de vida de todas las familias con niños y es una oportunidad de experimentar los momentos de crisis para después, posteriormente, proceder a la reestructuración de todo el sistema familiar (Malagoli Togliatti, M. y Lubrano Lavadera, 2002). Toda esta operación será más o menos posible teniendo en cuenta la flexibilidad de la estructura familiar. Esta fase de transición ve el adolescente proyectado hacia afuera (escuela, lugares de encuentro). A esta apertura hacia el exterior corresponde un movimiento de reestructuración dentro de la estructura familiar, donde se remodulan funciones y límites (Minuchin). Cuando toda la familia fracasa en estas operaciones, nos encontramos frente a un funcionamiento disfuncional de la familia, donde ésta parece estar cristalizada “a una imagen de los niños adecuada para las fases precedentes” (McGoldrick y Carter, 1982). Las causas son casi siempre dos: o bien la familia ha conservado un estilo excesivamente restrictivo que ha impedido la desvinculación y, en consecuencia, no ha permitido al niño abrirse hacia el exterior o, por lo contrario, la familia, demasiado pronto y sin normas bien establecidas, ha autorizado y permitido comportamientos de adultos. La remodelación de la personalidad adolescente, cuando ocurre de una manera sana, se convierte en la ocasión para la pareja de los padres y para toda la familia de llevar a cabo este proceso de remodelación. Esta visión complementaria y circular entre el crecimiento y desarrollo del adolescente y el del sistema de la familia nos lleva a reflexionar sobre la brillante capacidad de influenciarse de los sistemas.
Notas
(1) Aquí, burros hace referencia a una forma despectiva de llamar a los estudiantes que no estudian (nota de la T.)
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