Unidad psicobiológica humana y su estructuración desde la primera infancia
Lluís Barraquer Bordas
RESUMEN
El autor expone la progresión de la unidad psicobiológica humana a lo largo de la infancia y de la adolescencia, subrayando la noción de unidad con los planos integrados: a) del sistema nervioso central y el mundo visceral conectado con él y, b) de los componentes noético y afectivo de la mente. Subraya a la afectividad como el eje que rige y dirige la progresión mental y recuerda la noción de “organizadores” de R Spitz. Repasa brevemente el pensamiento de M. Klein y Balint, para terminar haciendo hincapié en las aportaciones de la neuroanatomía sutil que ponen de manifiesto las finas conexiones del sistema límbico con las áreas de función perceptiva. PALABRAS CLAVE: unidad psicobiológica, organizadores, afectividad, maduración del sistema nervioso central, operatividad, escisiones.
ABSTRACT
The author considers the progression of the human psychobiological unit throughout infancy and adolescence, underlining the notion of unit with the integrated planes: a) of the central nervous system and the visceral world connected with it and, b) of the noéticc and affective components of the mind. He underlines affectivity as the axis that governs and directs mental progression and recalls the concept of “organizers” of R. Spitz. A brief review of ideas of M. Klein and Balint is made. Finally, the contributions of subtle neuroanatomy that reveal the fines connections of the limbic system with the areas of the perceptive functions are examined. KEY WORDS: psychobiological unit, organizers, affectivity, maturation of the nervous central system, operativity, splitting.
RESUM
L’autor exposa la progressió de la unitat psicobiològica humana al llarg de la infància i l’adolescència, subratlla la noció d’unitat amb els plans integrats: a) del sistema nerviós central i el món visceral que hi està connectat i, b) dels components noètic i afectiu de la ment. Subratlla l’afectivitat com l’eix que regeix i dirigeix la progressió mental i recorda la noció d’ “organitzadors” de R. Spitz. Repassa breument el pensament de M. Klein i Balint, per acabar refermant-se en les aportacions de la neuroanatomia subtil que posen de manifest les fines connexions del sistema límbic amb les àrees de funció perceptiva. PARAULES CLAU: unitat psicobiològica, organitzadors, afectivitat, maduració del sistema nerviós central, operativitat, escissions.
Neurólogo. Numerario de la “Reial Acadèmia de Medicina de Catalunya”. Presidente de Honor de la Sociedad Española de Neurología y de la “Societat Catalana de Neuropsicologia”.
Introducción
El desarrollo de los diversos componentes de la esfera mental, así como la maduración del sistema nervioso y de todo el organismo, se lleva a cabo a lo largo de los años, en virtud de un proceso de conjunto adscrito a la noción ontológica de la “unidad psicobiológica”, propuesta por X. Zubiri (1963, 1980) y sus discípulos (entre otros, P. Laín Entralgo, 1989). En este proceso participan, por una parte, el sistema nervioso central y el mundo visceral –“las entrañas”- y, por otra, los componentes noético -o epistémico- de la mente y el pático -o emocional-. El primero guarda más relación con la corteza de la convexidad del cerebro, mientras que el segundo lo hace con el sistema límbico –situado en su cara interna o mesial- y con las estructuras más conexas a él –tálamo, hipotálamo-, siendo el que más nexos mantiene con el mundo visceral. Actualmente se sabe que el cerebelo participa, también, tanto en la vertiente noética como en la emotividad, aunque de esto no nos ocuparemos de forma particularizada.
Primeros meses
Como quiera que el eje que avanza y empuja la progresión mental del ser humano –de cada ser humano-, es el ámbito emotivo, comenzaremos por ofrecer una visión, muy somera, de sus primeros pasos. Tomando el término de la embriología –y no sin intención-, R. Spitz (1957, 1985) calificó de “organizadores” a los momentos más descollantes de tal devenir, señalando, como “primer organizador”, aquel de la sonrisa que el bebé ofrece -ante el rostro de la madre- hacia los tres meses. Como comenta Laín Entralgo (1961,1964), esta es una sonrisa “virgiliana”, precedida de un sonreír meramente “rabelesiano”, en cuanto el bebé se sentía harto.
Con la sonrisa de los tres meses entramos ya en la relación madre-niño, que el mismo Laín (1961) califica de “díada”, pues ambos buscan, tan sólo, una correspondencia mutua de amor –problemas psicológicos aparte- habiendo aprendido el niño que la mamá es un “no-yo”; es decir, una entidad psicológica separada. Hasta este momento el bebé vivía la madre como “objeto parcial”, como pecho que no alcanzaba siquiera a diferenciar de su propio cuerpo. Inmerso en un narcisismo primario, se mueve en el seno del principio del placer, que aún prosigue. Anotemos de paso que Laín (1961) diferencia netamente la “díada” del “dúo”, en el que dos personas colaboran para buscar un bien exterior a ambos, por ejemplo: en un negocio, en un acto financiero, en un apoyo hacia el poder. Y sitúa la relación médico-enfermo en proximidad a la “díada”, pero con un claro matiz, ya que se va hacia algo objetivo que es la salud. Por ello propone aplicar aquí la expresión de relación “cuasi-diádica”.
Spitz (1957, 1985) anuncia que hacia los ocho meses irrumpirá un “segundo organizador”, constituido por el llanto que el niño exhibe cuando, ausente la madre, aparece junto a él alguien que no es ella. La nueva ansiedad que abre este momento señala el comienzo de las relaciones objetales -la madre como objeto relacional completo, entero e interconexo- y abre, asimismo, el principio de realidad freudiano.
Es poco después, hacia los nueve-once meses, que el niño adquirirá una noción crucial, esta vez en la esfera epistémica. Se trata de la “permanencia del objeto” o reconocimiento del “objeto permanente”. El objeto que se esconde bajo una pantalla ya no será considerado como desaparecido, sino como permanente, aún sin ser visto, tocado, etc. Es más, el niño va siguiendo la dirección del desplazamiento eventual del objeto, pudiendo prevenir por donde reaparecerá -por ejemplo: una tiza de bajo la gamuza- (Piaget, 1966).
Esta genial descentración “copernicana” ha sido, como hemos visto, inmediatamente precedida por la descentración emocional, representada por “el llanto de los ocho meses”. La esfera emocional, como principio general, precede a la noética -subraya Dolle (1979)-, para entrar enseguida, ambos giros, en un cambio innovador de conjunto. Para este autor, el ámbito emocional es siempre el que “empuja” el nuevo giro, precisando Piaget (1966) que en toda acción, “el motor”, lo energético, es de naturaleza afectiva, mientras que la estructura es de naturaleza cognitiva, epistémica.
- de Ajuriaguerra (1959, 1960) indica que, mientras que las relaciones cognitivas, apoyadas sobre los esquemas sensorio-motores -que como veremos, prevalecen aproximadamente hasta los dos años-, se hacen cada vez más intermedias en el tiempo y en le espacio, los esquemas afectivos, en cambio, se apoyan sobre mecanismos de naturaleza mediata. Tales esquemas afectivos –afirma- nunca son totalmente independientes de las reacciones tónicas y posturales, que permiten su expresión. Tal expresión -que denomina “diálogo tónico”-, también sigue siendo luego, el principal lenguaje de la afectividad -por ejemplo, en el campo de la relación erótica- y por ello mismo, juega un papel determinante en la adquisición de nuestra noción del “cuerpo experimentado” –el llamado “esquema corporal” o imagen del propio cuerpo-, en constante cambio y renovación.
Hacia los quince meses surge en el infante un nuevo “organizador”: la posibilidad de expresar “no”, tanto en el campo gestual, girando la cabeza de un lado a otro –en nuestra civilización-, como en un esbozo de emisión verbal. Spitz (1957) ha tejido una larga exposición en torno al significado de esta nueva pauta, subrayando especialmente sus relaciones motoras con los movimientos primarios de búsqueda e implantación en el pezón, que vendrían a ser su “arquetipo”. Ello abre paso a la noción de “self” –del “sí mismo”-, al tiempo que dota la inscripción incipiente del sujeto en la atmósfera de “entidad social”.
Esta conquista pática va a estar seguida, como es la norma (Dolle, 1979), de un gran paso epistémico o cognoscitivo. En efecto, entre el año y medio y los dos años, aparece en el niño una capacidad novedosa, fundamental y básica para su marcha hacia conquistas ulteriores. Se trata de la “función simbólica” –o “función semiótica”- (Piaget, 1966; De Saussurre, 1945), que consiste en la capacidad de representar alguna cosa -objeto, acontecimiento, esquema conceptual, etc-, lo significado, mediante un significante diferenciado y específico, ya sea por medio del lenguaje –denominación-, de una imagen mental, de la gesticulación simbólica, del dibujo, de la imitación diferida, etc.
El conjunto constituido por el “no” –como opuesto al “sí”- en la esfera afectiva y la función simbólica, en la esfera cognitiva, son un nuevo hito, crucial, del desarrollo de la mente. Esta función simbólica resulta, por tanto, de una diferenciación –conexa- entre los significantes y sus significados. Los símbolos y los signos (en cuya diferenciación no entraremos), una vez diferenciados de sus significados, permiten evocar los objetos o las situaciones actualmente no percibidas, lo que constituye el inicio de la representación. El desarrollo de esta función permite, pues, interiorizar cada vez más las acciones. Piaget (1966) entiende por tal interiorización, la disociación gradual entre los actos externos y la representación mental que los sustituye, al tiempo que juzga que tal representación es el proceso mediante el cual un signo o un símbolo presentan una realidad externa. En esta línea considera que los recuerdos son imágenes interiorizadas (Pulaski , 1974).
El significado de un vocablo –lingüísticamente deberíamos decir de un monema- no es el objeto en sí, sino la imagen mental que cada uno tiene de él. Por ejemplo: el significado del significante “árbol”, será muy diferente –y propio de cada sujeto- para los habitantes de un páramo, que para los del Sahara, el Gobi, el Matto Grosso o de la Taiga. Por otra parte, la “especificidad” de los significados es enteramente relativa, si tenemos en cuenta el hecho de la “polisemia”. Así, el vocablo “cabo” puede hacer referencia al cabo de Palos, al cabo de guardia, del cabo de una cuerda, etc. Tan sólo los “contextos” permiten entendernos (Fages, 1968).
Antes de acceder a la permanencia del objeto, el bebé transita a lo largo de un período, que Piaget califica de sensorio-motor o de la “acción práctica”, durante el cual el conocimiento se basa en la información recibida a través de la exploración física, de la estimulación sensorial. Es el nivel en el que se sitúa un adulto cuando presenta una apraxia ideatoria (agnoso-apraxia), caracterizada por una
“agnosia de utilización”, o sea, la imposibilidad para llevar a cabo gestos transitivos de utilización de los objetos (Barraquer Bordas, 1970, 1983, 2001).
Concepto de operatividad
Desde la adquisición de la función simbólica hasta la irrupción de la primera operatividad, el niño se mueve a nivel preoperatorio, es decir, caracterizado por un pensamiento egocéntrico y por intuiciones lógicas basadas en la percepción.
Y así llegamos a un aspecto fundamental en las concepciones de Piaget (1966), como es el de operatividad -y, por ende, de “operación”-, entendiendo por esta la capacidad para representarse las acciones “virtuales y reversibles” de los objetos. Ello ocurre hacia los siete años. Se trata entonces de las llamadas “operaciones concretas”, las cuales, comenzando aproximadamente a esta edad, van ampliándose en pocos años. Ello requiere e implica, a nivel del sistema nervioso central, la plena maduración de la región órbito-frontal y de la corteza parietal póstero-inferior.
Para Piaget, las “operaciones concretas” son acciones escogidas entre las más generales, interiorizables y reversibles, coordinables en sistemas de conjunto, comunes a todos los individuos de un mismo nivel mental, isomorfas, de las que se sirve cada sujeto por sí mismo. Son, pues, “transformaciones reversibles”, cuya reversibilidad puede consistir en inversiones, o bien, en reciprocidad. Esta transformación es siempre relativa a un invariante, calificado de noción o esquema de conservación (Piaget, 1966). Tal conservación, según sus análisis, se adquiere: en lo relativo a la sustancia, hacia los siete-ocho años; para el peso, entre los nueve-diez años y, para el volumen, hacia los once-doce años. Los dos criterios aludidos, inversión y reciprocidad, son el sustento de la reversibilidad por transformación, asegurando la conservación. Estas operaciones concretas “recaen directamente sobre los objetos”, sin disociar todavía –como ocurrirá con las “operaciones formales”- la forma del contenido. Y a estas “operaciones formales” nos vamos a referir.
En efecto, al llegar al nivel de la preadolescencia, periodo que discurre desde los once-doce años a los catorce-quince años, es cuando “el sujeto llega a ser capaz de despegarse de lo concreto y de situar la realidad en un conjunto de transformaciones posibles” (Piaget y Inhelder, 1966). Este calificativo de posibles hace referencia de forma cabal, a lo que caracteriza este nuevo nivel. Mediante una diferenciación entre forma y contenido, el sujeto es capaz de razonar correctamente sobre hipótesis. De este modo, tiene la posibilidad “de sacar consecuencias necesarias de verdades simplemente posibles, lo que constituye el inicio del pensamiento hipotético-deductivo o formal”. Se ha estimado, neurológicamente, que la plena mielinización del cuerpo calloso es imprescindible para acceder a este nivel.
El pensamiento de Melanie Klein
Esta la línea de pensamiento ha informado buena parte de la corriente psicoanalítica actual. Para ella, el lactante inicia su vida bajo la “posición esquizo-paranoide”, presidida por la relación de “objeto parcial” –el pecho de la madre o su equivalente, no la persona entera de la madre-, y en la cual predominan los mecanismos de escisión y de proyección (Klein, 1957). Tal proyección sobre el pecho -de deseos, angustias-, hace que el lactante fluctúe, con explosiva rapidez y radicalidad, de su relación fantasmática con un “pecho bueno” –gratificante-, a la establecida con un “pecho malo”-perseguidor-. Las posturas ladeadas en que se sitúa el lactante, contemplando una mitad u otra del ambiente, presentan un cierto apoyo a esta posición inicial, según sugiere Lidia Coriat (1974). Ya hemos visto que, además, en esta época el bebé no es capaz de diferenciar el “objeto parcial” de su propio cuerpo.
Posteriormente, hacia los seis meses, el niño pasa a la “posición depresiva”, expresión con la que Klein (1957) califica el acceso a una tristeza madurativa, incoada por la desconsideración y el “daño”
inflingidos al “esbozo del otro” –ya tenuemente diferenciado como “no yo”, según también hemos visto más arriba-. Dichos procesos de introyección y de síntesis van a operar ahora con vigor en el psiquismo del niño. En el adulto, un cambio de esta índole comporta, el paso de una gravitación de la envidia destructiva al de la generosa gratitud -como recoge el título de una de sus obras básicas-.
Por lo demás, H. Segal (1965, 1984) expone de manera muy clara, el juego entre las dos posiciones Kleinianas, juego que aunque mitigado, prosigue al largo de toda la vida. Isca Salzberger-Witenberg (1970), entre otros, se ocupa asimismo de este aspecto, al relacionar de forma muy concisa las raíces de las ansiedades infantiles con la pérdida. La riqueza de este cambio en el niño, calificado sucintamente de “depresivo”, ha inducido a otros autores al uso de diversos calificativos, los cuales subrayan la “reparación” que implica. Posiblemente el lector –más aún, si ha vivido experiencias psicodinámicas- podrá generarlos por sí mismo.
Urdimbre afectiva
La sucesiva elaboración de las relaciones afectivas, de las que en gran manera hemos venido hablando, van tejiendo la trama de lo que J. Rof Carballo (1961, 1972, 1988) calificó de urdimbre afectiva. Se trata de un término “neuropsicológico” – pues este autor se movió ya en el seno de una Antropología Zubiriana- que tiene, a la vez, una vertiente o codimensión psíquica y otra neural, básicamente engranada en el sistema límbico, aunque no únicamente en él. Así se van configurando firmemente los módulos emocionales que van a dar continuidad, a veces dramática –recuérdese la “compulsión repetitiva neurótica”, anunciada por Freud-, a esta esencial vertiente de la vida del sujeto, como luego veremos.
Rof Carballo (1961) distinguió tres estratos sucesivos –parcialmente acabalgados- de la urdimbre afectiva: la primigenia, la de orden y la de identidad, que no dejan de guardar un paralelo con las tres etapas freudianas: oral, anal y genital (en el amplio sentido con que utilizamos este término). Importa subrayar, así mismo, que apelar a la urdimbre afectiva justamente de “constitutiva”, no implica el que sea esencialmente de raigambre genética.
Los “zurzidos mal enhebrados” que quedan inscritos en la urdimbre afectiva constitutiva vienen a llenar lo que M. Balint (1971) calificó -con rotundidad-, de “defecto fundamental” que gravita, tenaz y continuadamente, sobre la vida psicoemocional del sujeto: sobre sus regulaciones vegetativas, viscerales (cfr. más adelante la posición de A. Damasio). Es este “defecto fundamental” el que el paciente no solo va albergando sino, también, el que “ofrece” al médico en forma de cefalea, de palpitaciones, de crisis de angustia, de disnea suspirosa, de trastornos digestivos diversos, etc.
Para Balint, la zona del “defecto fundamental” (1971, 1972) es una zona preedípica, donde en lugar de tres, intervienen solamente dos personas. La relación que reina entre ellas es muy primitiva -arcaica en la terminología kleiniana- y las fuerzas dinámicas que actúan, sin adquirir la estructura de un conflicto, resultan ser extremadamente dinámicas, traduciendo una suerte de “falta” en el “acabado” afectivo del sujeto. Nuestro lenguaje adulto resulta inadecuado para abordar esta zona del psiquismo, que se estructurada anteriormente a su emergencia y elaboración. Hay que poseer un determinado tipo de penetración, de vislumbre –de insight- para aprenderlo. Esta es una de las razones fundamentales por la que Balint (1971) reclama que el médico –fiel a su vocación de servir- elabore un cierto “cambio” psicodinámico. El simple sentido común no es suficiente. Como tampoco –según insistiremos más tarde- el recurso “triunfalista” –incluso ya hipomaníaco- a su poderosa inteligencia.
El origen del “defecto fundamental” radicaría, pues, en una desproporción considerable entre las necesidades psicobiológicas del sujeto -en sus fases precoces- y los cuidados, la atención y el afecto pertinentes. Puede ocurrir que se trate, o de unas necesidades exigentes o, también puede ser, que se le preste una atención –cuidado, afecto, etc.- mezquino. Pero esto no son más que posibles situaciones extrema, habitualmente inusuales. Basta con que se de la aludida desproporción, para que de ello resulte una suerte de carencia, cuyas consecuencias y efectos, según el propio Balint (1971), no parecen ser más que parcialmente reversibles.
En este sentido, si años más tarde este sujeto presenta al médico su “queja sintomática” y este no sabe “diferenciarla” de su estado real -tomándola por algo serio y pertinente-, es probable que establezca y esboce con el paciente una especie de folie à deux. En efecto, al tomar aquella queja como algo definitivo, el médico puede caer en una alocada y contraproducente carrera de pseudoindicaciones -“cristalizando” así tal queja- y evitando, de esta forma, que el paciente realice una “autovisión” –autoreflexión- positiva, o que lleve a término una integración paulatina y de maduración de sus carencias y conflictos, aunque sea de forma “inacabada”. El médico debería aprender a vislumbrar, pues, que en este caso entran juego dos planos: el de la “oferta –que el paciente considera esencial y que no es más que una “anécdota”- y otro, más hondo y ligado al primero, en el cual el sujeto al pretender saciar su necesidad de ser acogido, impacta e implica “al otro” su ansia por conseguirlo. La transferencia y la contratransferencia surgen entonces tan oscuras como descaradamente. En el interjuego de la relación referida puede afirmarse, utilizando unas palabras de M. Oraison (1974), que “culpabilidad-seducción y agresividad se encuentran, por poca atención que a ello se preste”.
Así pues, el “defecto fundamental” –como la noción de urdimbre afectiva- pone de manifiesto, las íntimas relaciones existentes entre la esfera cognitiva y la emocional. G.H. Furth (1992), en su monografía “El pensamiento como deseo”, ha subrayado el valor que tiene el investimento de la “libido”, por parte del deseo. De esta manera, lo que sería un “frío objeto” de conocimiento –al establecerse la permanencia del objeto, al desplegarse la operatividad-, pasa a convertirse en “símbolo”, dentro de esta concepción. Se trataría de evitar el riesgo, que de aquella grieta –presente en todo ser humano de un grado u otro- “rezuma sangre, dolor y lágrimas”. Al potenciar la esfera noética con la calidez de la fuerza del deseo –evitando en éste la gravitación de la destructividad-, y comenzando por el nivel más primario -en la fase “depresiva” de M. Klein- se conseguirá, poco a poco, dotar al pensamiento lógico de un meollo pulsional-emotivo, auténticamente “constituyente”, en el mismo sentido de Rof Carballo. Hemos apuntado anteriormente que será una defensa parcial y, de alguna forma “hipomaníaca”, el argüir –también por parte del médico y más todavía por él- que la fuerza de su pensamiento le permite conocerse perfectamente a “sí mismo” -controlando así su esfera emocional- ya que se trata, de hecho, de un peligroso “autoengaño”. Es preferible tomar conciencia de que aquella “grieta” existe en nosotros y procurar en lo que quepa disminuirla – “coserla”-, con alguna suerte de análisis de la misma, de manera que tal “análisis” conduzca a un buen grado de madurez que, no obstante, nunca será “total”.
“Dos son los elementos –señala A. Vergote (1969)- que concurren a caracterizar esencialmente al adulto: la libertad creadora y el reconocimiento de lo real y del otro”. Y añade, “el adulto es precisamente el hombre liberado de sus determinismos psicológicos y que ha llegado a superar su universo interior, hecho de impulsos y de exigencias afectivas. El adulto, por así decirlo, ha franqueado el muro de psicologismo”. Y por ahí se infiltra, misteriosamente –por muy “psicológica” que sea- la auténtica libertad: la óntica.
Esta, la libertad, queda íntimamente trabada con otra característica del ser humano: la culpabilidad, noción capital en patología psicosomática y más aún, en la relación médico-enfermo. Según señala M. Oraison (1974), “la culpabilidad, hecho humano fundamental, aparece como un misterio propiamente dicho: una realidad esencial cuya explicación última se nos escapa. Es, en efecto, la situación del “no saber” la que caracteriza la especie humana en tanto que tal”. “Con la aparición del cerebro órbito-frontal –prosigue dicho autor-, es la emergencia de la pregunta en lugar del carácter acabado del instinto, el vacío de la interrogación consciente”… “El animal vive. El hombre vive y pregunta; nace en un no-saber verdaderamente vertiginoso y con la necesidad de encontrar él mismo, de inventar los medios de sobrevivencia, de luchar, de mejorar, de hacerse dueño de lo que le rodea” (Oraison, 1974). “Sols viu qui pregunta”, afirma Marti i Pol al término de su poema Pórtic.
Las recientes nociones acerca de las conexiones trabadas entre la “corteza de la convexidad” y el llamado “sistema límbico” permiten adentrarnos de otra manera –más estructuralmente, para decirlo de algún modo-, mucho más fecunda y penetrante que las ideas anteriores, en las relaciones o nexos entre las respectivas codimensiones somáticas de las esferas cognitiva y emocional. Años atrás, parecía que el sistema límbico tan sólo recibía información directa del mundo olfatorio y que toda la restante información senso-perceptiva le llegaba de forma indirecta desde el circuito del mesencéfalo (formación reticulada), áreas septales y vecinas, aferencias fornicales hacia el hipocampo y de éste al área enthorinal del parahipocampo (circuito de Adey, 1958). Este circuito, “de ida y vuelta”, aportó ya una cierta abertura, bien que inespecífica a las “posibilidades de diálogo” del sistema límbico.
Investigaciones de finales del siglo XX, llevadas a cabo por G. Van Hoesen y su escuela (van Hoesen, 1982; van Hoesen et al., 1979; Imán et al., 1990), así como por Amaral, Cowan e Insausti (1987, 1990) y por el propio Insausti con T. Tuñón (1987), han permitido conocer un hecho de enorme valor, totalmente renovador: la existencia de conexiones a la vez aferentes y eferentes –con espejo, en retrocircuito-, “transaccionales” –tejidas entre el área enthorinal del parahipocampo y todas las áreas de asociación que rodean, en la corteza de la convexidad, etc. las zonas de proyección senso-perceptiva-. Sabido es que el área enthorinal se proyecta masivamente sobre la formación hipocámpica a expensas de los haces peforante y alveolar. Con ello queda demostrado, pues, que tal área enthorinal cumple una misión de “charnela giratoria” entre le sistema límbico y las áreas sociativas. Si se quiere aceptar la inclusión de las áreas cingulares en el impreciso sistema límbico –gran lóbulo límbico de Broca-, puede añadirse que ya Baleydier y Mauguière (1980) describieron, en este su “polo” superior, una riqueza de conexiones que viene a hacer de ella una región de abertura, en cierta medida, comparable a la de la corteza enthorinal.
Importa subrayar aquí que estas conexiones del sistema límbico con el isocórtex vienen a ser la codimensión neural de lo que hemos contemplado, a propósito de la codimensión psíquica, las conexiones del mundo cognitivo con el emocional (Dolle, 1979; Furth, 1992) permitiendo “elaborar” el “salto” por encima de la amenazante grieta entre ambas esferas.
Para concluir
Hay que tener bien presente, que el sistema nervioso no trabaja aislado en el seno del organismo cuando se trata, por ejemplo, de la organización de la vida emocional, tal como ha resaltado A. Damasio (1995). En efecto, el objetivo básico de su libro es el de resaltar el papel del cuerpo, del organismo no encefálico, en la integración de las emociones y de los sentimientos. Recuerda este autor que, desde el punto de vista de William James –aunque, obviamente, no llegue a identificarse con su posición extrema-, “el cuerpo se interpone siempre en el proceso”. El neurólogo puede recordar aquí que W. Cannon (1927) elaboró su “teoría talámica” de la emoción en gran parte, no tan sólo como una propuesta positiva, sino también, como una refutación de la teoría del “origen periférico de las emociones” de W. James o de James-Lange. Estas construcciones fueron completadas, poco después, por Ph. Bard (1934) y por S. Ranson (1934), al mostrar el papel crucial del hipotálamo posterior en el fenómeno de la “rabia aparente” (Barraquer Bordas, 1955). Poco más tarde fueron “traspuestas”, también, al sistema límbico por W. Papez (1937), al proponer que el circuito hipocampo-mamilo-tálamo (núcleo anterior) –cíngulo-parahipocampo-hipocampo jugaba un papel de primer orden, decisivo en la integración tanto de la experiencia como de la expresión emocional (Barraquer Bordas, 1955).
Damasio (1995), por su parte, pone el acento en el papel que juega lo que califica de marcador somático. “Cuando el resultado malo conectado a una determinada opción de respuesta aparece en la mente, por fugazmente que sea –arguye Damasio-, experimentamos un sentimiento desagradable en las entrañas” (pág. 165-166). Esto pone de manifiesto –aunque a veces lo quisiéramos soslayar- la importancia que tiene cuanto ocurre y se siente en tales “entrañas” -corazón, aparato respiratorio, tracto digestivo, la piel, etc-., ante situaciones de ansiedad, angustia; también, ante ideas obsesivas, no digamos en las “crisis de pánico” y, de otro lado, en las emociones eróticas. Sin el concurso de estos “estados viscerales”, el cerebro no nos haría vivir lo que en tales situaciones se siente. Por ello, Damasio califica llamativamente un capítulo de su libro con el rótulo de “un cerebro centrado en el cuerpo”.
En la línea que hemos seguido no hay, pues, nada a disociar: ni lo psíquico de lo neural, ni el sistema nervioso central del mundo visceral, ni lo cognitivo de lo afectivo, ni la corteza de la convexidad del sistema límbico, ni la corteza cerebral de los núcleos basales o del mismo cerebelo. Las “escisiones” las hacemos en todo caso nosotros (Barraquer Bordas, 1995, 1996, 2001), al presentarnos como especialistas tan sólo en un sector de conocimientos, olvidando que el enfermo es uno y lo que Ortega y Gasset calificó tristemente de “barbarie de los especialistas”. Integremos, también, el conocimiento de Tanatos con el de Eros (Freud 1920, 1968, 1989; Klein, 19…), aunque la pugna entre amor y odio persista dentro de nosotros.
Podríamos concluir con las palabras que nuestro maestro de tesis doctoral incluyó en su Lección Inaugural al tomar posición de su Cátedra de Ginebra: “Nuestro campo de trabajo –dijo- es vasto y nuestro papel es doble: explicar y comprender, sin olvidar que si el estudio de la debilidad (faiblesse) del hombre ha sido nuestra elección de médico, reconocerla en nosotros será cada día nuestro descubrimiento humano” (1959).
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