Psicofarmacología psicodinámica: reflexiones teórico y clínicas

Fernando Dualde Beltrán

 

RESUMEN

Este trabajo reflexiona, desde una perspectiva psicodinámica, sobre los aspectos del funcionamiento mental del niño que pueden resultar de utilidad para la prescripción de psicofármacos, su ajuste y modificación en el contexto de un abordaje psicoterapéutico que incluye necesariamente el trabajo conjunto con psicoterapeutas. Se propone que las angustias movilizadas, en primer lugar, así como los mecanismos de defensa empleados, secundariamente, son criterios que ofrecen una guía útil para la selección de la medicación. PALABRAS CLAVE: psicofarmacología psicodinámica; trastorno mental grave; infancia; adolescencia.

ABSTRACT

PSYCHODYNAMIC PSYCHOPHARMACOLOGY: CLINICAL AND THEORICAL REFLEXIONS. This paper reflects, from a psychodynamic perspective, on those aspects of the child’s mental functioning which may be useful for prescribing psychotropic drugs in the context of a psychotherapeutic approach that necessarily includes working with psychotherapists. It is proposed that the initial anxieties mobilized and the subsequent defence mechanisms employed are criteria that can provide a useful guide for the selection of medication. KEY WORDS: psychodynamic psychopharmacology, severe mental disorder, childhood, adolescence.

RESUM

PSICOFARMACOLOGIA PSICODINÀMICA: REFLEXIONS TEÒRICOCLÍNIQUES. Aquest treball reflexiona, des d’una perspectiva psicodinàmica, sobre els aspectes del funcionament mental del nen que poden resultar d’utilitat per a la prescripció de psicofàrmacs, l’ajustament i la modificació en el context d’un tractament psicoterapèutic que inclou necessàriament el treball conjunt amb psicoterapeutes. Es proposa que les angúnies mobilitzades, en primer lloc, així com els mecanismes de defensa emprats, secundàriament, són criteris que ofereixen una guia útil per a la selecció de la medicació. PARAULES CLAU: psicofarmacologia psicodinàmica, trastorn mental greu, infància, adolescència.

Este trabajo es el resultado de la reflexión acerca de mi trabajo clínico diario con niños y adolescentes, exclusivamente, a lo largo de los últimos ocho años. Se trata de una población mayoritariamente masculina distribuida a partes casi iguales entre niños en edad de latencia y adolescentes. Casi todos ellos se caracterizan por encontrarse gravemente afectados, en el sentido de una falta de organización, una organización deficiente, o bien una desorganización que acontece con la crisis de la adolescencia. Desorganización que afectaría, entre otras, a los logros alcanzados en el desarrollo libidinal, la elaboración angustias o el establecimiento de las relaciones objetales Es decir, lo que los autores franceses (Lebovici, 1995) llamarían prepsicóticos, –caracterizados por el establecimiento de relaciones objetales extremadamente primitivas a pesar de la presencia eventual de síntomas neuróticos, con fallos en la capacidad de simbolización, y con irrupción del proceso primario sobre el proceso secundario–, así como psicóticos en el inicio de su enfermedad y unos pocos pacientes límites.

En ese contexto, mi función es la de acompañar a los chicos –así como a sus padres–, en un proceso que intenta ayudarlos a alcanzar una organización para que esa ruptura no se produzca o, cuando ésta se ha iniciado, para que no desgarre su personalidad. También me corresponde decidir, una vez valorada la situación conforme a determinados enunciados de la teoría psicoanalítica, si procede o no administrar medicación, qué tipo de medicación, cómo ajustarla a medida que progresa el tratamiento y decidir en qué momento retirarla.

Aunque de entrada, como presupuesto básico de trabajo, una cosa es segura: será necesaria la psicoterapia. Y es que, tal y como ponen de manifiesto numerosos estudios, el empleo de psicoterapia, independientemente de la orientación teórica de la misma, mejora la evolución de la enfermedad mental y reduce la prescripción de psicofármacos (Frank et al, 2005) –mi impresión clínica es que el tratamiento combinado durante el episodio agudo favorece el empleo de dosis más bajas que el tratamiento psicofarmacológico a solas–. Psicoterapia que será bien individual, bien vincular, y que en numerosas ocasiones necesitará acompañarse de un trabajo con la pareja parental y/o con una psicoterapia de alguno de los progenitores.

El objetivo del artículo es compartir una serie de reflexiones que impregnan, condicionan y, en última instancia, determinan las decisiones terapéuticas que afectan a cada paciente.

Un modelo “hidrológico” del psiquismo

Una imagen que resulta de utilidad para explicar el funcionamiento del aparato psíquico a los padres de los pacientes conforme a la segunda tópica es equiparar la mente con una presa que tiene que contener el agua (Freud, 1905). O lo que es lo mismo, una estructura que se construye progresivamente con la finalidad de dominar, por contención, a una fuerza de la naturaleza que busca desaguar al mar, para ponerla al servicio de las necesidades de la población a la que abastece. El agua representaría los impulsos, los deseos, las tensiones que buscan su descarga y satisfacción –y, por tanto, al ello–, mientras que la presa sería el aparato psíquico encargado de tramitar con los mismos, conteniéndolos para darles salida de una forma ordenada –yo–, con la premisa de ponerla al servicio de las poblaciones en el curso bajo del río, evitando una riada que las afecte –las exigencias del superyó–, en el sentido freudiano del concepto–.

Siguiendo con este modelo, en el inicio de la vida apenas existiría “presa”, de manera que el individuo se vería constantemente anegado por las mínimas cantidades de “agua” que pudieran llegar. Desde el nacimiento la cantidad de agua –emociones, impulsos, tensiones– existentes es importante, tanto como que “anega” al individuo. Es entonces cuando la función para-excitación que ejercen las figuras parentales, a modo de vías auxiliares de contención y descarga, cumple su cometido. Poco a poco, a medida que transcurre el desarrollo del individuo, la presa crecería tanto en altura como en grosor, de manera que sería capaz de hacer frente a cantidades progresivamente mayores de agua.

Aunque el principal motor para el desarrollo de la presa es la fuerza que tiene la propia “empresa constructora”, hay que tener presente que los aportes que proporcionan los cuidados parentales, la educación, la cultura, etc. actuarían a modo de vectores que favorecerían o contrarrestarían el potencial innato de desarrollo, estableciéndose entre ambas series de fenómenos –series complementarias– un diálogo continuo cuyo resultado es el individuo completo, del mismo modo que la estampa del “valle” es más que la suma del río, la presa y la población que estamos describiendo.

En condiciones normales, una crecida correría el riesgo de desbordar la presa y, caso de ser muy grande –o de persistir en el tiempo aún sin ser tan grande–, existiría la amenaza de ruptura. La adolescencia, aunque fisiológica, sería una de esas situaciones, al igual que los traumas, los acontecimientos vitales significativos… De un modo similar, la existencia de fallos durante el proceso de construcción de la presa provocaría que la misma tuviera una estructura más frágil –menor altura o menor grosor de lo esperado–, de forma que cantidades de agua que en condiciones “normales” no la superarían, podrían provocar el desbordamiento y, posteriormente, la ruptura.

Conforme a este modelo, la medicación cumpliría la función de disminuir la cantidad de agua que llegara a la presa, evitando no sólo su desbordamiento, sino reduciendo la tensión. De este modo podrían tener lugar las necesarias labores de reparación, reconstrucción y crecimiento de la presa dañada y amenazada de ruptura. La psicoterapia, más específicamente la psicodinámica, sería la encargada de tales labores de reconstrucción. Podría entonces plantearse la hipótesis de que la medicación actuaría a nivel del ello, sobre el componente biológico de la pulsión, reduciendo la intensidad de la misma, mientas que la psicoterapia lo haría a nivel de yo. Y que con las psicoterapias de orientación cognitivo- conductual se obtendría un efecto similar al de los medicamentos, en el sentido de actuar sobre el síntoma o conducta observable, pero no sobre el conflicto subyacente, si bien es cierto que podemos pensarlas como enriquecedoras del yo, en la medida que le proporcionan instrumentos para hacer frente a los síntomas.

Una intervención que sólo consistiera en reducir el caudal de agua, sobre ser útil, apenas aportaría progreso en la construcción de la presa, que quedaría a expensas de lo que se pudiera reparar con el “personal habitual de mantenimiento”. Al retirar la medicación, más pronto o más tarde llegaría un nuevo caudal de agua que pondría a prueba la capacidad de contención y solidez de la estructura, con el riesgo de un nuevo desbordamiento y una eventual ruptura.

Ahora bien, es necesario que siempre exista un aporte de agua, puesto que la presa es una estructura pensada para contener un empuje. Si este no existe, entonces puede haber un riesgo de colapso hacia el lado contrario, hacia el lado desde donde tiene que venir el agua. De un modo similar, es como la tensión requerida para templar la cuerda de un instrumento, de forma que resulta tan inapropiado un exceso como una falta de tensión, dando lugar a fenómenos distintos entre sí pero anómalos al fin y al cabo. Clínicamente, más que una regresión, aparecería un empobrecimiento en las funciones del yo con la eventualidad de una depresión.

La función del psiquiatra que prescribe medicación estaría, por tanto, al servicio de las tareas de reparación y reconstrucción, y su objetivo sería modular convenientemente la cantidad de agua que genera tensión en la presa. En la medida en que progresara la psicoterapia, debería retirarse parte de la medicación con el objeto de comprobar la solidez de la estructura reparada y reconstruida, y cómo logra ésta hacer frente a una tensión progresivamente creciente.

Puesto que hablamos de una estructura dañada en algún momento de su desarrollo, bien por la riada sobrevenida, bien por los fallos arrastrados a lo largo de su construcción, una vez reparada siempre hay que tener presente el riesgo de un nuevo desbordamiento, con el peligro aparejado de la ruptura, de modo que puede ser preciso mantener cierta dosis de medicación en la medida en que la presa pueda no ser capaz de contener la cantidad “normal” de agua para la que se supone que está construida. O bien hay que advertir a los “encargados” de la misma que avisen cuando, en un futuro, en relación con crecidas de caudal –estresores vitales, adolescencia–, aparezcan signos que anuncien un nuevo desbordamiento. En otros términos, se trata de poner de manifiesto que, a pesar de la intervención llevada a cabo, los fallos en la organización del psiquismo que en su momento determinaron la aparición de psicopatología, en algunos casos sólo han podido ser subsanados parcialmente y son susceptibles, en situaciones de estrés, de provocar la reaparición de los síntomas previos o la aparición de otros nuevos. Llegados a este punto, merecería la pena intentar ligar lo que ha quedado expuesto hasta el momento con algunas teorías neurobiológicas, en concreto aquellas que versan sobre el neurodesarrollo, la excitotoxicidad y la neurodegeneración.

Simplificando en exceso (Stahl, 2008), el cerebro del bebé estaría expuesto, desde el momento mismo de la organogénesis y hasta completar su desarrollo, a la acción de una serie de noxas pre, peri y postnatales que podrían interferir en los procesos de síntesis de neurotransmisores, en la maquinaria de plasticidad sináptica y en la migración neuronal, alterando de este modo tanto la estructura como el funcionamiento del cerebro –problemas en la cimentación de la presa, en el movimiento de las compuertas, en la disposición de los bloques que la componen–. Tales alteraciones en el neurodesarrollo serían las responsables del funcionamiento anómalo de los circuitos cerebrales afectados, dando lugar a errores en el procesamiento de la información que podrían provocar, en determinadas circunstancias, la aparición de síntomas y, en última instancia, el debut de una eventual enfermedad mental.

Por otro lado, el establecimiento de conexiones entre las distintas neuronas depende, entre otros factores, del estado de actividad/reposo de la neurona. Cuando se percibe una excitación mantenida a lo largo del tiempo, se ponen en marcha los mecanismos necesarios para rebajar la tensión en la misma, entre ellos la pérdida de conexiones con otras neuronas con el fi n de reducir el aporte excitatorio. Si a pesar de ello la excitación persiste, la neurona llega a un estado de crisis que acaba provocando la muerte celular. La pérdida de conexiones primero, y la de neuronas, después, desembocaría en un empobrecimiento de la función del cerebro así afectado. Clínicamente, la excitación previa implicaría la aparición de los síntomas productivos de la psicosis –delirios, alucinaciones–, mientras que la pérdida neuronal sería responsable tanto de la resistencia al tratamiento como del defecto establecido posteriormente. De ahí surgiría la necesidad de instaurar precozmente un tratamiento (McGorry et al, 2002).

De acuerdo con dicho modelo, la acción de la medicación tendría lugar a nivel evidentemente molecular, con la intención de corregir el funcionamiento alterado de las neuronas que dan lugar a la aparición de circuitos disfuncionales. En el símil hidrológico, la medicación no sólo reduciría el aporte de agua que llega, sino que también ejercería su acción a nivel de la presa, estabilizándola –evitando, por ejemplo, que los bloques que la forman se desplacen, o que las compuertas funcionen conforme al flujo que tienen que regular– impidiendo que el desbordamiento y la ruptura tuviera lugar. Es decir, también ejercería su acción a nivel del yo, lo cual no es incompatible en la medida que el yo, desde el punto de vista genético del psicoanálisis, surge como una especialización del ello.

Aunque el sencillo símil hidrológico propuesto parece servir para ilustrar ambas teorías, no parece posible establecer un puente que permita la integración entre ninguna teoría biológica y el psicoanálisis. Y es que por muy sugestivo que resulte vincular el asiento del ello, de las pulsiones, o de cualquier otra instancia psíquica en alguno de los circuitos que los neurocientíficos están acostumbrados a manejar, dicha vinculación no deja de ser una falacia científica (Swoiskin, 2001; García de Frutos, 2011).

Psicofarmacología psicodinámica

Aunque seguramente buena parte de las críticas vertidas sobre la industria farmacéutica son ciertas, ello no invalida un hecho que tenemos ocasión de comprobar con bastante asiduidad desde el inicio de la psicofarmacología moderna (Castilla del Pino, 1957), en especial en pacientes psiquiátricos graves –psicóticos y melancólicos–: el alivio y hasta la resolución que logra la medicación sobre los síntomas más prominentes de tales afecciones. Sin embargo, también desde el principio se intuyó que el mecanismo por el cual la medicación ejercía su acción obedecía a factores que iban más allá de la mera acción química de la molécula empleada. De hecho, han sido numerosos los intentos de comprensión psicodinámica de la acción de los psicofármacos, como recogen algunos autores (Murawiec, 2009).

Es en dicho contexto donde surge la psicofarmacología psicodinámica, es decir, aquella disciplina que toma en cuenta el conocimiento tanto farmacológico como psicodinámico en su aproximación a la práctica clínica y en la toma de decisiones en relación con el tratamiento, ofreciendo una mayor oportunidad para comprender de manera más atenta y efectiva todo el proceso terapéutico que aplique la farmacoterapia para el tratamiento de los trastornos mentales. Al tomar en cuenta las características únicas de cada paciente derivada de su biografía, de sus patrones de vida repetitivos, de las necesidades en su desarrollo actual y de su subjetividad, le indica al prescriptor “cómo” recetar en lugar de “qué” debe recetar. Una de las premisas básicas de la psicofarmacología psicodinámica es que los aspectos simbólicos de la medicación son, al menos, tan potentes como los ingredientes “biológicamente activos” de la misma (Murawiec, 2009; Mintz y Belnap, 2006).

La mayoría de trabajos que abordan la psicofarmacología desde una perspectiva psicodinámica intentan esclarecer los movimientos que el fármaco provoca en el paciente en términos de la dinámica del funcionamiento mental, así como las modificaciones que dicha dinámica provoca en la acción biológica estándar del tratamiento. Salvo excepciones (Rickles, 2006), apenas parece haber trabajos que orienten sobre cómo manejar concretamente cada uno de los grupos terapéuticos tradicionales de la psicofarmacología. Se trataría, pues, de ir un paso más allá o, mejor dicho, de descender al terreno de la clínica para perfilar cuáles, de entre los diferentes elementos que componen el edificio teórico del psicoanálisis, pueden ser de utilidad de cara al manejo clínico diario de la medicación.

Aunque se pueda inferir implícitamente a lo largo del texto, es necesario hacer un apunte: las medidas psicofarmacológicas únicamente tienen sentido en un contexto amplio que valore todos aquellos aspectos que influyen en la aparición de la psicopatología. Y esto incluye ineludiblemente a los padres, de quienes niños y adolescentes dependen inevitablemente. Aunque en el texto apenas se incluye referencia al trabajo con padres en cualquiera de sus variantes, en ocasiones es absolutamente imprescindible para asegurar una buena evolución del menor.

No está de menos recordar que los psiquiatras que trabajamos con niños y adolescentes manejamos, básicamente, cuatro grupos farmacológicos: los tranquilizantes menores o benzodiacepinas, los tranquilizantes mayores o antipsicóticos, los antidepresivos, de acción polivalente, y los estabilizadores del humor. A ellos habría que añadir un quinto grupo, los psicoestimulantes, con acción predominantemente antidepresiva. Podríamos pensar que la finalidad de la medicación es lograr que los síntomas –alteraciones del comportamiento, ideas paranoides, suspicacia, rupturas en la coherencia del discurso, etc.– desaparezcan.

De hecho, los psicotropos en la infancia son esencialmente prescritos por “no psiquiatras”, es decir, pediatras y médicos generales. A los tres meses de edad, el 7% de los bebés reciben sedantes y a los 9 meses esta tasa sube hasta el 12%. Las principales causas que lo motivan son la agitación y los trastornos del sueño del lactante. Los productos prescritos son benzodiacepinas y neurolépticos enmascarados, creando a largo plazo un riesgo de prescripción no controlada y una canalización de la toma de psicotropos con la posterior automedicación. En la adolescencia ocurre algo similar (Marcos Méndez et al, 2006).

Sin embargo, un texto freudiano dilucida la relación entre la angustia y la formación del síntoma (Freud, 1926). Los tipos de angustia que clásicamente considera el psicoanálisis son la de desvalimiento, la de pérdida de objeto, la de castración, la de pérdida del amor del objeto, y la de pérdida de amor del superyó. Dichas angustias, ontogenéticamente, habría que referirlas a los correspondientes estadios evolutivos. De este modo, las angustias de los primeros años de vida –hasta la entrada en la latencia– son más desestructurantes porque operan sobre un yo menos desarrollado, con menos recursos de afrontamiento, con mecanismos de defensa menos elaborados. Por lo tanto, el manejo farmacológico de las mismas requerirá una medicación calmante, que en la mayoría de los casos será un antipsicótico.

Viñeta clínica 1

“Pep tiene apenas 4 años. Es el mediano de tres hermanos, un chica y dos varones. Los padres consultan porque, “desde que nació el hermano”, muestra una descarga verdaderamente agresiva ante distintas situaciones que le provocan la más leve frustración. La madre comenta que supone un esfuerzo importante conseguir que haga muchas de las tareas cotidianas como el comer, el vestirse, hacer los deberes. “Es un negociante nato”, apunta el padre. Desde las primeras semanas de nacimiento ha tenido dificultades para conciliar el sueño que aún persisten en la actualidad. Aparentemente, no presenta retrasos significativos en el entorno escolar.

Camino a casa tras la primera sesión individual, en la cual Pep se mostró relativamente contenido –aunque en tres ocasiones tuvo la necesidad de salir a la sala de espera con la excusa de mostrarle a su madre los dibujos que había hecho–, los padres relatan que sufrió una crisis regresiva intensa de un par de horas de duración, que incluía desorganización del lenguaje y movimientos semejantes a aleteos, ante la incertidumbre que sintió cuando le preguntó a su madre si le habían gustado los dibujos que le había mostrado.

Se comentó a los padres la necesidad de llevar a cabo un abordaje intensivo que incluyera psicoterapia vincular madre-hijo, psicoterapia individual a la madre así como psicoterapia de la pareja parental, con la conveniencia de iniciar tratamiento con medicación antipsicótica. Medicación que se inició al cabo de un par de semanas cuando se repitió una desorganización, menos intensa, alrededor de las sesiones de valoración de la psicoterapeuta”.

Por su parte, las angustias propias de una edad posterior –de la latencia en adelante– remitirán a un yo cada vez más capaz, que se verá confrontado con la posibilidad de la pérdida de amor –bien del objeto, bien del superyó–, lo que nos remitirá a la conflictiva depresiva, de ahí que surja la necesidad de un tratamiento antidepresivo.

Viñeta clínica 2

“Sara, de casi 9 años, acudió a consulta para valoración de problemas que habían sido etiquetados como posible Trastorno por déficit de atención. Los padres contaban cómo habían consultado con diferentes especialistas en otros momentos del desarrollo de Sara debido a las diversas dificultades que había presentado: falta de autonomía en el autocuidado, cierta inmadurez en relación con la edad cronológica, dificultad para conciliar el sueño de forma autónoma, presencia de miedos focalizados y, en general, problemas para funcionar de manera calmada cuando se separaba de las fi guras parentales, con tendencia a la descarga a través del lenguaje y de la motricidad como forma de evacuación de la angustia. También hablaban de su particular forma de relación con el adulto, frente al que establecía relaciones de dependencia. Y la dificultad para contener las angustias propias de la interacción con los iguales. La hermana mayor también fue diagnosticada de TDAH.

La sesión individual puso de manifiesto un contraste importante entre la descripción realizada por los padres y la observada en consulta. Sara era una niña de aspecto levemente triste pero ávida por agradar, cálida y amable. Su juego fue significativamente tranquilo y organizado, muy productivo y variado en cuanto a contenido, integrando elementos diferentes en una escena compleja en la que también ponía de relieve su habilidad manual. Ello se combinó con un nivel de expresión verbal bueno, relatando los diferentes conflictos en los que se veía inmersa en el entorno escolar y familiar.

En la segunda sesión de valoración, en formato vincular, Sara mostró a través del juego la continuidad de acción con la sesión individual que había tenido la semana anterior. Además, introducía al tercero, con intentos muy adecuados de elaborar la rivalidad. Igualmente destacables fueron sus esfuerzos repetidos para organizarse con las tareas escolares. Sin embargo, dicha sesión vincular también reveló un conflicto importante entre Sara y su madre: ésta tendía a interpretar de manera equívoca las necesidades emocionales de su hija, de modo que se le atribuía una intención que no guardaba relación con el contexto de la sesión, sino con la historia previa de desbordamiento por las dificultades de la niña. Frente a los sentimientos hostiles que esa dinámica provocaba en Sara, ésta optaba por la evitación en lugar de la confrontación. De este modo, la presencia del adulto no sólo no resultó contenedora, sino que favoreció la aparición de una ligera inquietud una vez finalizada la entrevista. Y aunque Sara la intentó canalizar a través de la curiosidad, la madre no la supo recoger. Por dicho motivo se les propuso iniciar una terapia vincular madre-hija y una psicoterapia a la pareja parental”.

En un contexto como el descrito es inevitable la aparición de sentimientos de baja autoestima que, inevitablemente, interferirán con los procesos de maduración y desarrollo y comprometerán la adquisición de conocimientos, con la consiguiente repercusión en el rendimiento académico. Esto llevaría a que un cuadro así pueda ser etiquetado superficialmente como un trastorno por déficit de atención. Y es más que probable que esa niña, como tantos otros, acabe medicada como tal.

En su lugar, una medicación antidepresiva lograría el mismo efecto –evitando, de paso, alguno de los inconvenientes habituales del metilfenidato–, con la ventaja de reubicar el foco de las dificultades en un contexto relacional que resulta insuficientemente estructurante para el niño, en lugar de hacerlo en un supuesto circuito disfuncional que deposite en él buena parte de la responsabilidad de su funcionamiento.

Profundizando un poco más en esta línea de pensamiento, podríamos ver la concordancia con la opinión de una mayoría de autores, quienes consideran que no es posible diagnosticar la depresión en el niño hasta alrededor de los 8 años de edad, básicamente hasta que el yo dispone de estructura suficiente para elaborar la vivencia de pérdida. Significativamente, el diagnóstico de TDAH no puede establecerse hasta la edad de 6 años, es decir, la de entrada en la latencia.

Los dos fármacos empleados en el tratamiento del TDAH son el metilfenidato y la atomoxetina. Este último es claramente un antidepresivo de acción noradrenérgica, mientras que el primero posee un mecanismo de acción doble: un efecto inmediato, tipo anfetamínico, que es responsable de facilitar los procesos de atención y filtro de estímulos; y otro a medio plazo, que es antidepresivo, por las mismas vías que la primera. Si entendemos que la acción del fármaco es básicamente antidepresiva, o que la mejora del rendimiento académico ejerce un efecto tampón de las quejas del colegio al tiempo que refuerza la autoestima, comprenderemos que lo que la medicación resuelve es, posiblemente, la conflictividad depresiva subyacente.

Sin embargo, la respuesta al tratamiento es variable, y la experiencia clínica nos enseña que un porcentaje de pacientes no presenta respuesta, mientras que otros empeoran. De hecho, algunos chavales, al tomar medicación psicoestimulante, refieren un sentimiento interno de tensión que, si bien es contenida, es sentida como desagradable. Otros, paradójicamente, lo relatan como un ánimo depresivo con apagamiento, que sigue característicamente el patrón farmacocinético del medicamento, de modo que desaparece hacia el final de la tarde, cuando la medicación ha dejado de hacer efecto.

Aquellos que empeoran serían, posiblemente, niños con una estructura más frágil en los cuales la medicación activadora –puesto que los antidepresivos noradrenérgicos son particularmente activadores y su indicación clásica ha sido el tratamiento de la anergia y el enlentecimiento psicomotriz– activaría o potenciaría las angustias más desorganizadoras. Es entonces cuando algunos profesionales añaden “de oficio” un antipsicótico, no sé si conscientes del alcance de lo que hacen, pero evidentemente inciden sobre la clínica central de ese grupo de niños: la desorganización.

Y es que quienes se formaron tiempo atrás recordarán conceptos como el de niño agitado, niño inquieto y otros términos similares –coloquialmente se trataba de “un niño movido”, pero no se le patologizaba–, que la psicopatología recogía de forma tangencial y subsumida en otros cuadros, pero en la que ya describía claramente la estructura psicótica subyacente o el funcionamiento omnipotente (Diatkine y Denis, 1995; Janín et al, 2004; Lasa Zulueta, 2008). Más recientemente, la escuela suiza ha sistematizado la patología estructural en función de la elaboración de dicha conflictividad depresiva (Palacio Espasa y Dufour, 2003).

A la vista de todo lo anterior, podemos plantear, por tanto que a las angustias más primitivas correspondería la medicación con acción más profundo, mientras que a las más elaboradas los de acción más “superficial”: los antipsicóticos calmarían angustias psicóticas, de fragmentación, paranoides, mientas que los antidepresivos tendrían sentido para el manejo de las angustias de pérdida.

Ahora bien, puesto que el yo se organiza conforme una serie de mecanismos de defensa cuya caracterización da lugar a las diferentes organizaciones –psicótica, neurótica…–, que pueden ser sintomáticas, y el desarrollo individual evoluciona de lo menos organizado a lo más organizado, existe una tercera opción que se añade a las anteriores: es aquella en la cual un yo insuficientemente estructurado tiene que vérselas frente a las angustias propias de su edad cronológica; o bien, cuando a pesar de haber logrado una estructuración suficiente, el yo tiene que enfrentarse a angustias intensificadas que amenazan su estabilidad. En ambos casos la situación será equiparable a la que arriba describíamos como propia de los primeros años de crecimiento. La presencia de angustias primitivas en tales situaciones nos indicará una falla en la personalidad del individuo por donde puede irrumpir nuevamente el proceso primario y, por tanto, el riesgo de desorganización.

Viñeta clínica 3

«Roberto, de 8 años, es el mayor de una fratría de 2 hijos varones –su hermano tiene 3 años–. Sus padres solicitan consulta porque es muy nervioso, siempre se está moviendo: “Me preocupa la situación, por si sufre el rechazo de sus compañeros”, comentan al pedir la cita por teléfono. En la entrevista, los padres describen alguna de conductas que les preocupan:

Padre: Tiene su esquema hecho y si lo sacas de ahí se pone un poco nervioso…

Madre: La norma es la norma. Cumple a rajatabla el ‘por favor’, el ‘gracias’.

P: Es metódico.

M: Y los tics… tiene muchas manías.

P: Si alguna vez le das un cachete, él también te toca. La última es la suya. El tiene que saber por qué le están haciendo algo o explicar lo que ha hecho él.

En la primera sesión diagnóstica se coloca próximo a mí físicamente. Se dedica a dibujar, obsesivamente, una escena de un videojuego clásico, que transforma y llena de elementos agresivos, con puntuaciones inverosímiles, en un intento fracasado de control. Cuando lo termina, dibuja el mando de la consola, con reminiscencias fálicas evidentes -y, nuevamente, una necesidad de control omnipotente-.

En la segunda sesión aparecen de nuevo los intentos de control obsesivo: la tabla de multiplicar, la cuadrícula que hace ayudándose de la regla. Temiendo que entre en el bucle de la primera sesión, le propongo que dibuje:

– Me gustaría que dibujaras “una familia”.

– ¿De cuántos miembros?

– De los que quieras.

– De 8.

Pero es al terminar, tras proponerle que dibuje a una familia que él se imagine –“Vale, la familia de Don Pedo”–, cuando se desorganiza. En ese momento irrumpe el proceso primario de manera que ya no hay miembros ordenados, sino que están cada uno por un lugar, uno de ellos gordinflón, otro invisible, un tercero elástico de género cambiante –Don Eslasticaaaa–, y el cuarto, de pocas luces, en un intento de representar a la familia de Mr. Increíble o a los 4 fantásticos. Después, los rodea a todos en una acción que bien representaría la fragmentación. Y el monstruo del videojuego aparece en una esquina. Al acabar, gira el papel y dibuja la portería, recurriendo a la regla e intentando encontrar un marco contenedor.

En la visita de devolución, mientras le voy explicando a solas mi impresión clínica así como la necesidad que considero que tiene de iniciar una psicoterapia y de tomar medicación, se pone espontáneamente a dibujar. Solicito a los padres que entren para terminar la explicación. Continúa dibujando. El último de sus dibujos refleja la fragmentación y el extrañamiento del yo mediante dos personajes, uno de ellos todo troceado, el otro preguntándose a sí mismo: ¿Quién soy?».

En consecuencia, el manejo de las angustias movilizadas en tales situaciones se hará recurriendo al empleo de medicación antipsicótica, ante la incapacidad del yo para contenerlas. En otras palabras: aunque cada tipo de angustia corresponde a un desarrollo yoico, la irrupción de la misma fuera del periodo “normal” en el cual se supone que debería aparecer justificaría el empleo de medicación.

Esta forma de expresarlo hace pensar que, de algún modo, la acción del fármaco no sólo va dirigida a aliviar la tensión –apaciguar al ello–, sino que también parece reforzar algunos mecanismos del yo, como señalan diversos autores (Rickles, 2006). Pero no nos autoriza a localizar cada una de tales angustias en los hipotéticos circuitos disfuncionales sobre los que actúa la medicación con el fi n de hallar el santo grial en que se ha convertido la frase freudiana respecto a lo biológico de la pulsión: “Así, ‘pulsión’ es uno de los conceptos del deslinde de lo anímico respecto de lo corporal” (Freud, 1905).

De lo anterior se desprende el primer presupuesto básico de este trabajo: las angustias movilizadas son el criterio inicial para indicar la medicación. Ahora bien, tropezamos entonces con una cuestión capital, que es causa de no pocas diferencias de criterio entre los profesionales que recurren a la psicopatología fenomenológica y aquellos que trabajan desde una orientación psicodinámica a la hora de diagnosticar y tratar a los pacientes: cómo jerarquizar las angustias y, por ende, qué importancia conceder a los síntomas a los que estas dan lugar.

Entra en juego el segundo presupuesto del trabajo: la valoración de los mecanismos de defensa empleados por el niño a la hora de afrontar las angustias. Cuando los padres nos relatan las dificultades del paciente, los síntomas que han observado o los que el entorno escolar les dice que ha detectado, no están haciendo otra cosa que relatar las áreas de conflicto en las que se mueve el niño y las defensas movilizadas. En la medida que la agresividad proviene de la desmezcla pulsional –o la no integración de aspectos libidinales y agresivos–, lo que está en juego es una emoción intensa que requerirá, si elegimos la vía farmacológica, de una medicación antipsicótica.

Viñeta clínica 4

La siguiente es una viñeta clínica que refi ere un caso donde existía cierto grado de bullying.

Los padres de Ricardo consultan porque su hijo acaba de pasar un test para ir al colegio. También me informan que de pequeño lo diagnosticaron de hiperactivo. Es hijo único y vive en un pueblo de la provincia. Como es adolescente, le indico a los padres que no me den más información porque prefiero ver primero a su hijo.

Cuando entra en consulta ofrece un aspecto calmado, cuidado, retraído y con aire apenado. Le planteo que podemos hablar, pero como también le había ofrecido la posibilidad de que se exprese a través del dibujo, opta espontáneamente por esta última opción. Vamos hablando mientras dibuja, y prefiero no tomar notas para facilitarle la comunicación, en un intento de aliviarle las ansiedades paranoides. Poco a poco va contando las diferentes agresiones y vejaciones que ha sufrido por parte de algunos compañeros del instituto, resultando en alguna fractura ósea. Pero también me relata cómo se siente relegado frente a los abusos de su prima, cinco años menor que él, quien logra que los abuelos se pongan de parte de ella cada vez que hace alguna travesura, de la que indefectiblemente Ricardo acaba siendo responsable. El dibujo que va haciendo expresan bien su sensación de fragilidad –soft, suave en ingleś, ocupa el centro de la hoja– frente a los ataques que le proporcionan los otros. Sin embargo, el dibujo anterior que realiza es algo diferente, porque en lugar de aparecer la agresión de los demás, aparece el grafiti “humanizado” con una cara abiertamente hostil. Son esas fantasías hostiles hacia los demás las que pesan a la hora de pautarle la medicación, porque la tristeza, la labilidad emocional, el retraimiento en casa, la sensación de cansancio y el poco interés por los estudios no evitan una vivencia paranoide del entorno y una descarga casi compulsiva a través de juegos bélicos de ordenador”.

Cabe preguntarse hasta qué punto las agresiones sufridas no son más que la actuación, por parte del objeto, de las proyecciones masivas que hace el sujeto quien, al mismo tiempo, retiene la actuación de la agresividad porque la siente destructora. Queda como víctima en un mecanismo de indefensión aprendida que ofrece el aspecto de una depresión. Y hasta qué punto lo depresivo no es más que una coraza que recubre lo psicótico, reflejo de la vivencia de pérdida del objeto que se destruye, del empobrecimiento de la personalidad en construcción.

En casos como el descrito el tratamiento no debe ser un antidepresivo, sino un antipsicótico que, calmando las angustias paranoides, ponga fi n al mecanismo proyectivo, rebaje la tensión del entorno y deje al yo libre para establecer –o restablecer– una relación más gratificante con la realidad: a las pocas semanas de iniciar el tratamiento combinado –psicoterapia individual más medicación–, relataba tranquilo cómo había logrado mostrarse asertivo con un chaval del casal a propósito de la distribución de tareas para un pasacalle. Se sentía orgulloso de no haberse quedado callado, pero también reconocía que el impulso agresivo que en otros momentos hubiera sentido no le apareció.

Algo similar podemos decir acerca de la descarga a través de la motricidad, con los pasos al acto, pero también con los tics, los rituales, los síntomas obsesivos… Respecto a los últimos me gustaría destacar lo siguiente: la intensidad de los síntomas obsesivos que aparecen durante la latencia y la adolescencia muestra una idea de la intensidad de la angustia ante la inminencia de la ruptura yoica. Más aún. Siguiendo el argumento del apartado anterior, y en contradicción con la recomendación que haría la psicofarmacología basada en la psicopatología fenomenológica que nos llevaría a indicar un antidepresivo, tendríamos que plantearnos hasta qué punto dicha decisión sería inadecuada, puesto que la retirada de las defensas obsesivas dejaría al yo inerme frente al embiste pulsional, abriendo paso a la desorganización psicótica. En su lugar, la indicación sería, nuevamente, la de pautar un antipsicótico, como en la viñeta clínica de Roberto.

Obviamente, otros aspectos como la integridad del yo, la coherencia del discurso… son también importantes, pero los criterios básicos son los dos señalados anteriormente (Trímboli y Farr, 2000).

 Las edades del fármaco

Pero… ¿tiene la misma finalidad el empleo de un fármaco según la edad? En los niños en el periodo edípico la irrupción de las angustias amenaza con destruir los logros alcanzados. Así, la descarga motriz, la falta de sueño, la impulsividad, hacen pensar en la falta de la constancia de objeto. Pero para lograr esa constancia es necesario un nivel tolerable de angustia. En los niños latentes, la irrupción de fantasías agresivas y de otras emociones amenazan con interferir con los procesos de maduración y desarrollo en curso. Pasada la latencia, la pubertad y la adolescencia representan la amenaza de la ruptura con la realidad, la desestructuración. Una vez más, hay que procurar que la “presa” no se desborde, no se rompa. Todo ello sin olvidar que, en el caso de niños y adolescentes, no estamos procediendo únicamente a la “reparación” de una estructura dañada, sino que colaboramos en la construcción de la misma.

Lo anterior invita a una reflexión en un área diferente, que no es privativa del fármaco: ¿Cuál es el efecto general que cabe esperar de la intervención que se esté llevando a cabo? Podríamos hipotetizar que la medicación, aunque intente calmar el mismo tipo de angustias en diferentes momentos del desarrollo, tendría una función diferente en virtud del momento evolutivo del individuo. Y también que no ejercería la misma acción, ni tendría el mismo valor interno para todos los pacientes, sino que estaría en función de la estructura de cada uno. Por lo tanto, la discusión no debería centrarse en torno a la medicación, sino en torno a si para ese determinado paciente, en ese determinado momento, la medicación cumpliría una función favorecedora o entorpecedora del proceso terapéutico general. Únicamente apuntar que el factor decisivo reside en la urgencia que tengamos a la hora de frenar la inminencia de la crisis psicótica. Y es ahí donde el fármaco, inicialmente, parece tener preeminencia sobre la psicoterapia.

Cuando la medicación empobrece al yo

En la evolución de algunos pacientes, se hace un cambio de medicación antipsicótica por antidepresiva. Como se indica más arriba, es necesaria una tensión en el aparato psíquico para evitar el colapso de la “presa” hacia el otro lado. Sirva para ilustrarlo la reproducción del siguiente texto, elaborado por la psicoterapeuta con quien compartía el caso (Renés Calfat, 2009): “Fue por entonces cuando ya habían pasado unos seis meses de trabajo y ya habían cesado las crisis, por lo menos no eran diarias, que las mismas alucinaciones que refería pasaron a transformarse en pesadillas terroríficas, esto parecería un avance pero contrariamente el contenido de las sesiones y mi contratransferencia me hacían estar más preocupada, aunque ahora los delirios no eran actuados sino soñados.

Ella se mostraba conmigo cada vez más ausente, incluso desconfiada y totalmente pasiva, también tenía ansiedades paranoides. Entonces apareció un contenido que afectaba mi capacidad para pensar, más que lo anterior. Decía entre lágrimas y ahogos: “todos me odian porque soy tonta, soy fea, soy invisible…”, “me he dado cuenta que nunca he sido feliz, sé que esto no va a cambiar, rezo para que mi abuelo me lleve con él”…“esto no es vida, quiero morirme”, “todos se meten conmigo”, “soy inútil, ya no aguanto más”, “soy tonta, no sirvo”, “quiero morirme”, “estar así es como estar muerta”…“estoy vacía” e incluso en alguna ocasión coincidiendo con días de puente o fines de semana llegó a expresarse como un bebé y balbuceaba (antes de empezar el tratamiento también tuvo una regresión muy intensa y en alguna ocasión se llegó a chupar el dedo y balbuceaba).

Fue en ese momento, en septiembre, que decidí reunirme con el psiquiatra para hablarle de la transferocontratransferencia que se había instalado. Sentía que tenía que hacer algo para reanimarla, lo que ella expresaba, cuando no se desorganizaba su cuerpo, eran verdaderas expresiones de vacío, con sentimientos de inferioridad, inhibición y una depresión a nivel muy profundo. Parecía que ir hacia delante conectando con sus conflictos, también la hacía conectar con lo más regresivo (lo pulsional) mostrando todas las fallas a nivel narcisista. También empecé a pensar que las alucinaciones habían sido como una cortina de humo para todos y que estas nos habían preocupado mucho, quizá el psiquiatra y yo estábamos ambos identificados como sus padres angustiados, pero que era importante ver lo defensivo de estas alucinaciones y de esa parte psicótica, e ir más allá, ya que detrás de todo este cuadro estaba presente una depresión más orgánica (¿depresión primaria? O ¿depresión esencial? ) sólo sé que para seguir trabajando con la parte más sana de Elia, la que me hacía sentir la demanda de auxilio, es decir la parte más ligada a la vida, la que no quería quedarse atrapada en ese bebé muerto, tenía que haber un cambio, ¿había un impasse? ¿Sería la medicación?

Entonces asocié que incluso en los peores momentos se podía trabajar, con dificultad, pero era un trabajo analítico (al principio del análisis) cosa que ahora era difícil por la tristeza, el vacío, la fragilidad y esa parte tan regresiva que yo sentía que le tiraba desde dentro y parecía dominarle.

He tenido la sensación de que psíquicamente se moriría sino le quitaban la medicación y le sugerí al psiquiatra que probáramos en sacarle por completo los antipsicóticos e ir sustituyéndolos por un antidepresivo.

Después de pensarlo conjuntamente y hablar mucho del porqué y los riesgos, incluso con sus padres, ambos tomamos la decisión de un cambio en su medicación y dos decisiones más; el hacer una terapia con los padres como condición sine qua non y cambiarla al colegio en el que trabajaba su madre para que la niña se sintiera más contenida y desde allí poder crear un espacio que le diera la seguridad para ir recuperando una relación más libidinizada, también con una madre más presente”.

Esta viñeta nos muestra cómo la resolución de los síntomas no es suficiente, porque estos pueden desaparecer de forma bastante rápida en ocasiones. El desarrollo de la estructura psíquica, el empleo de mecanismos de defensa más elaborados, la calidad de las relaciones objetales, el paso de la rivalidad a la cooperación, pero también la capacidad de identificar el conflicto en juego y la posibilidad de expresarlo, son los criterios que determinarán la tentativa, siempre arriesgada, siempre necesaria, de retirar el fármaco.

Así como una situación ideal de trabajo para el psicoanalista es la de trabajar sin memoria ni deseo (Bion, 1967), no podemos perder de vista que, en ocasiones, la actitud del psiquiatra que medica puede ser un acting desencadenado por la angustia que suscita el contacto con un niño enfermo, y su deseo de “hacer algo”. Aunque también es cierto que ese deseo de ver en la acción de la medicación un vector más que intenta confluir en el desarrollo del niño puede llevar, en ocasiones, a mantener un tratamiento más allá de lo recomendable. Frente a ello, la “pasividad”, el no hacer de algunos psicoanalistas puede llamar poderosamente la atención.

Esta distinción sirve para hacer manifiesta una idea implícita a lo largo de estas páginas y nombrada en la introducción: la necesaria confluencia de dos profesionales trabajando con un mismo paciente, la transformación de la diada terapéutica en triada, el split-treatment (Kalman y Avena, 2010; Kay et al, 2001). No olvidemos que split es el término anglosajón para escisión y, este es, significativamente, uno de los riesgos de dicha división del trabajo, no sólo por parte de los profesionales, sino también por parte del paciente, con las fantasías asociadas en las cuales los aspectos buenos y malos quedan separados en psicoterapeuta/psiquiatra, con la complejidad aún mayor de la fantasía madre/padre si la “pareja terapéutica” la conforman una psicoterapeuta y un psiquiatra.

Junto a ello, debemos poder pensar el modo en que la medicación afecta al consciente e inconsciente del paciente –a su capacidad de integración, a su relación con la realidad, a la elaboración de los conflictos básicos del psiquismo–, y cómo ello modifica el trabajo del psicoanalista. Y a la inversa, como la psicoterapia induce una serie de cambios que obligan a una revisión de la medicación con el objeto de hacer un tratamiento “a medida” del paciente, en lugar de querer encajarlo dentro de un todo común que es la medicación. Aunque se trata de tomar en consideración muchos elementos que interfieren con el curso del tratamiento, quedan para su consideración en otro trabajo (Swoiskin, 2001a,b; Cabaniss, 2001; Purcell, 2008).

Reflexiones finales

No quisiera terminar sin mostrar mi desacuerdo con el punto de vista de la escuela francesa (Diatkine y Denis, 1995), de quien me siento deudor, cuando expresamente manifiesta que: “La administración de neurolépticos no modifica nada la evolución de niños psicóticos, sea cual sea su forma de psicosis. No obstante, en ciertas situaciones en las que el niño se encuentra muy agitado, la indicación de un tratamiento medicamentos o puede ser concebible. Por supuesto que tan sólo constituye una ayuda para superar un momento difícil. Una prescripción capaz de modificar un comportamiento molesto corre siempre el riesgo de suspender la actividad de las «partes sanas» del aparato psíquico y acelerar la evolución hacia un proceso deficitario. Sin embargo, es posible que, en un lapso bastante corto, una disminución de la agitación maníaca produzca un efecto favorable en la actividad psíquica general, pero se trata de equilibrios difíciles de alcanzar y sobre todo de conservar. La prescripción de medicamentos debe discutirse en función del medio en el que vive el niño y de la capacidad del terapeuta para actuar sobre este entorno. Si se trata de una institución debe estudiarse la oposición del equipo terapéutico hacia la medicación (rechazo del niño cuando se exige tal solución -o por el contrario, rechazo de cualquier medicación, que significaría para todos una insoportable agresión-). Suele ocurrir que una reflexión común en profundidad implique un cambio en la actitud inconsciente de cada cual y que esto baste para modificar en forma positiva el comportamiento del niño en cuestión. Si el niño está con su familia, la situación es más complicada: l. los medicamentos desculpabilizan a veces a los padres, al mostrar que el estado del niño se encuentra determinado por disfuncionamientos que nada tienen que ver con ellos. Las consecuencias de este hecho no son sencillas; 2. La prescripción corre a cargo, a veces, del médico de cabecera, quien, desde su punto de vista, se extraña de que el equipo psiquiátrico no tenga como único objetivo calmar al niño y tranquilizar así a la familia“.

No estoy de acuerdo en la parquedad del empleo de medicación que preconizan, y no pretendo justificarla en la carencia de recursos asistenciales. Pienso que el debate de hoy debe situarse, más que en encontrar el lugar adecuado –óptimo– del empleo de medicación en niños y adolescentes, en hallar los elementos que nos guíen en una mejor prescripción y manejo de los mismos. Y es en ese contexto donde pienso que el psicoanálisis puede contribuir de modo significativo. Queda abierto el debate.

Agradecimientos

A Eduardo Orozco, cuyas supervisiones semanales que mantenemos desde hace varios años son el germen de buena parte del contenido de este texto. A todos aquellos compañeros con quienes tengo la ocasión de compartir pacientes, porque han enriquecido mi labor clínica con un intercambio fructífero de impresiones. Y a Juana Martínez, cuyo trabajo analítico me ha permitido afrontar los numerosos retos del ejercicio profesional y de la vida diaria.

Notas

  1. Me parece importante recordar que la calidad y tipo de trabajo terapéutico está inevitablemente ligada al contexto –social, económico, cultural… – en el que se desarrolla, de manera que mi ejercicio profesional se plantea en unas condiciones en las que no hay sobrecarga laboral, con tiempo para la atención y la reflexión, sin que mis decisiones se vean condicionadas por la necesidad de ser expeditivo, y sin que el empleo del fármaco tenga por qué ser el recurso terapéutico contenedor de elección.

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