A través de las barricadas: entre profesores y estudiantes adolescentes

Tiziana Catta

 

RESUMEN

La experiencia psicoanalítica y la práctica clínica pueden contribuir enormemente a las tareas educativas, tal y como apuntaba Winnicott (2014). Existe una reciprocidad en la relación de los adolescentes con los adultos y el conflicto depen­de de las expectativas narcisistas expresadas en ambos lados, tanto en la escuela como en el hogar. No podemos dejar de considerar la importancia de las implicaciones afectivas que subyacen en la relación entre estudiante y profesor, así como las relaciones entre éste y sus compañeros. La autora propone una reflexión acerca de las dificultades más frecuentes que se producen en la relación entre profesores y estudiantes adolescentes, haciendo hincapié en la complejidad de los afectos expresados a través de las barreras erigidas a la defensiva en ambos lados. PALABRAS CLAVE: barreras, a través, adoles­cencia, estudiantes, profesores, reciprocidad.

ABSTRACT

Through the barricades: between teachers and adolescent students. Psychoanalytic experience and clinical practice can contribute greatly to educational tasks, as Winnicott (2014) pointed out. There is a reciprocal relationship between ado­lescents and adults the conflict rises from the narcissistic expectations expressed on both sides, at school and at home. We can’t fail to consider the importance of the emotional implications underlying the relationship between students and teachers, as well as relations between classmates.The author offers a reflection about the most frequent difficulties occurring in the relationship between teachers and adolescent students, emphasizing the complexity of the affections expressed through the barriers defensively erected on both sides. KEY WORDS: Barriers, through, adolescent, students, teacher, reciprocity.

RESUM

A través de les barricades: entre els professors i els estudiants adolescents. L’experiència psicoanalítica i la pràctica clínica poden contribuir enormement a les tasques educatives, tal i com apuntava Winicottt (2014). Existeix una reciprocitat en la relació dels adolescents amb els adults i el conflicte depèn de les expectatives narcisistes expressades en tots dos cos­tats, tant a l’escola com a la llar. No podem deixar de considerar la importància de les implicacions afectives subjacents en la relació entre estudiant i professor, així com les relacions entre aquest i els seus companys. L’autora proposa una reflexió al voltant de les dificultats més freqüents que es produeixen en la relació entre professors i estudiants adolescents, emfatitzant en la complexitat dels afectes expressats a través de les barreres erigides a la defensiva en tots dos costats. PARAULES CLAU: barreres, a través, adolescència, estudiants, professors, reciprocitat.

 

 

Cuando estaba realizando mi curso de especializa­ción en Psicoterapia de Adolescentes en el Instituto ARPAD de Roma (1), trabajando, al mismo tiempo, como profesora de una escuela de secundaria, uno de mis supervisores solía provocarme preguntándome: “¿Cuándo vas a escribir Desde la Pedagogía al Psicoanáli­sis?”. Hacía referencia al famoso trabajo de Winnicott Through Pediatrics to Psychoanalysis (A través de la pe­diatría al Psicoanálisis, 2014), que, en Italia, de hecho, se ha traducido utilizando las preposiciones de/a (from/to en inglés). En mi opinión, producen un efecto de lost in translation (2). Respecto la preposición a través de (en inglés through), el mismo Winnicott hace uso del término thurth en inglés antiguo, y la forma más arcaica alemana durth, que denota un movimiento de un sitio en un lado hacia otro en el otro lado, habitualmente el opuesto. De forma parecida, en latín, el término trans, que significa mover, presionar hacia adelante, se refiere al acto de moverse en una dirección precisa, mientras que, en griego, tarasso significa “empezar a moverse rápido” y el sanscrito tarima se refiere a moverse a lo largo, pasar.

No puedo dejar de destacar lo que realmente implica moverse hacia el lado opuesto, es decir, lo que proba­blemente ocurre cuando alguien o algo se mueve a tra­vés, lo que ocurre entre el punto de partida y el destino, determinando así si se puede alcanzar la destinación y cómo. En la introducción de su recién mencionado fa­moso trabajo (2014), Winnicott dice: “mi experiencia clínica ha sido variada. Nunca he cortado con la prác­tica pediátrica, que fue mi punto de partida. Ha sido valioso para mí para estar en contacto con la presión social, que he tenido que cumplir como médico en un hos-pital de niños. También he disfrutado el desafío constante de la práctica privada y la consulta terapéu­tica. Estos intereses me han proporcionado una opor­tunidad para aplicar de manera general lo que tengo, y al mismo tiempo se aprende a través de la práctica del psicoanálisis propiamente dicho”.

Como Winnicott, he alcanzado el psicoanálisis desde un sitio diferente pero, mientras que el famoso psicoa­nalista siguió haciendo el mismo tipo de trabajo de toda su vida porque siempre cuidó de los niños enfermos, en mi caso no hace falta extenderse sobre las diferencias entre el trabajo de un profesor y el de un psicoanalista. Me limitaré a decir que un profesor tiene que “formar” estudiantes y que los enseña a través de estudios y eva­luaciones que la teoría y la práctica psicoanalítica no emplean. En particular, he tenido que adquirir, a través del tiempo y la experiencia, la actitud del psicoterapeuta para escuchar y relacionarse con pacientes adolescentes (a menudo tan mayores como mis propios alumnos). No como un profesor que es bueno guiando a sus pupilos sino como un terapeuta que, como ya dije en un artículo publicado hace cinco años (Catta, 2011), no camina delante de su paciente adolescente. De he­cho, un psicoterapeuta sigue a la persona que tiene a cargo, especialmente un adolescente enfermo; tolera el callejón sin salida, que es la persona en los momen­tos de tratamiento con dificultad para desarrollarse; preserva la neutralidad, tan a menudo subrayada; es­pera hasta que el paciente es capaz de seguir adelante.

Mi experiencia psicoanalítica personal y el trabajo clínico sin duda han mejorado mi capacidad de relacio­narme con los estudiantes y con frecuencia he pensado que Winnicott tenía razón cuando subraya la importan­cia de los descubrimientos psicoanalíticos para aquellos que tienen tareas educativas.

Como profesora, yo misma he experimentado situa­ciones difíciles y embarazosas, a veces impredecibles y peligrosas. Por ejemplo, hace unos años no pude evitar suspender la evaluación de final de curso de una es­tudiante, a quien voy a llamar a María, ya que su exa­men final había sido muy pobre. Unos días más tarde, después de la publicación de las calificaciones finales, algunos colegas y asistentes escolares me dijeron que había una madre de pie junto a la entrada principal de la escuela que preguntaba a todo el mundo si creían que su hija no merecía pasar de curso, cuando era li­geramente insuficiente y el profesor había dicho que pasaría sin ninguna duda. La madre estaba segura de que yo había actuado a espaldas de María, con sadismo y maldad, porque la última vez que se había reunido conmigo le había dicho con optimismo que pensaba que María podría y mejoraría su rendimiento al final del curso escolar. Recuerdo que estaba sorprendida, incré­dula y apenada con la conducta de la madre de la estu­diante. La mujer era también profesora y me pregunta­ba por qué no se daba cuenta de que no había tenido otra elección cuando hablé con ella en la entrada de la escuela unos días después. No pude evitar decirle, con resentimiento, que no debería haberme hablado mal ni dentro ni fuera de mi escuela, merecía un respeto. Le pregunté por qué lo había hecho y me había gritado en la cara que yo era una mala profesora. Le dije entonces que pensaba que ella debía tener problemas para mane­jar el papel de madre, ya que, con su comportamiento, no ayudaba a su hija frente a la frustración después de su fracaso.

Lo que ocurrió después fue más allá de cualquier posible predicción. La policía llegó a la escuela poco después de nuestra discusión, con una carta de de­nuncia penal por difamación y citación para ir a la comisaría. No voy a alargarme con la crónica de los días siguientes. Me limitaré a decir que una semana más tarde, gracias a mi director, que había ofrecido su ayuda y apoyo en esa situación angustiosa, me reuní con María y con su temperamental madre en la escuela en un intento de esclarecer lo que había sucedido. Fue una conversación larga y dolorosa durante la cual es­cuchaba en silencio las acusaciones y recriminaciones de la mujer contra mí. Ella declaró, en tono quejum­broso, su propia decepción y la de su hija. Me habían considerado durante mucho tiempo una persona ma­ravillosa, un punto de referencia, y nunca habrían es­perado que pudiera ser tan estricta en mi valoración de los logros de la niña en la materia que enseñé. Cuando finalmente se calmó, mencioné los resultados tan ba­jos que había obtenido María en la prueba final, que habían determinado que suspendiera. Ella dijo que no sabía nada de esa prueba y poco a poco comenzó a cambiar su actitud hacia mí, mientras que su hija co­menzó a llorar y dijo que ella misma ignoraba que su examen había sido tan pobre, ya que no había estado en la escuela cuando mostré los resultados a los com­pañeros de clase. Ella fue, evidentemente, tratando de encontrar una excusa para no explicarlo todo a su ma­dre, que se sentía sorprendida y avergonzada, y dijo que, en cualquier caso, cambiaría a su hija de escuela después de lo que había sucedido. Yo le dije que esta­ría muy triste si lo hacía porque pensaba que para su hija era mejor quedarse con sus compañeros de clase y que yo no era una persona rencorosa. Comprendí, de hecho, que todo había sido un gran malentendido, así como, tal vez, un intercambio de proyecciones en­tre nosotras, en la medida en que las dos estábamos tratando de hacer frente a nuestra propia sensación de responsabilidad por el fracaso de la chica. Proba­blemente, compartimos una sensación de insuficiencia en ofrecer a la chica la ayuda que necesitaba. Todavía me conmuevo cuando recuerdo la reacción de la mujer a mis palabras: se puso a llorar y confesó su dolor y dificultades en la crianza de sus dos hijas sola. De he­cho, se había separado hacía unos años y su exmarido estaba física y emocionalmente ausente. Sintiendo mi simpatía y una verdadera tristeza, la madre de la chica se disculpó conmigo por su comportamiento agresivo y retiró la denuncia. Más tarde, después de las vaca­ciones de verano, María volvió a realizar la prueba y la aprobó con un notable. Lo más importante, sin em­bargo, fue que ella no cambió de escuela y se hizo cada vez más competente en los siguientes tres años hasta que obtuvo su diploma. María es ahora una bióloga y una de mis amigas de Facebook.

La experiencia que he descrito es muy peculiar. Había tenido que lidiar con una madre enojada, frustrada y deprimida, que evacuaba sus sentimientos de inadecua­ción de una manera agresiva, poniendo toda la culpa a otra persona, para no sentir su propia sensación de fracaso.

Los estudiantes y sus padres, sin embargo, a menudo pedían mi ayuda, en circunstancias distintas a la que he explicado. A veces, incluso los profesores me han con­tactado, especialmente a través de la CIC, un servicio de asesoramiento e información existente en casi todas las escuelas secundarias de Italia. La mayoría de los adultos piden claves para interpretar los comportamientos am­bivalentes e incluso contradictorios de los adolescentes, oscilando entre una solicitud de ayuda y un rechazo; los adolescentes, en cambio, quieren que se les ayude a entender cómo acercarse a los adultos, ya que son muy a menudo opresivos, exigentes y contradictorios, alternando gravedad y permisividad, intrusismo e in­diferencia. Es una cuestión de ambivalencia mutua, ya que tanto los adultos como los adolescentes sienten las interacciones de forma compleja.

No hay duda de que existe una reciprocidad en la rela­ción de los adolescentes y los adultos y un gran proble­ma depende de las expectativas narcisistas expresadas en ambos lados, tanto en la escuela como en el hogar. De hecho, los adolescentes esperan que los adultos es­tén a la par, que tengan una mente abierta, disponible, comprensiva y democrática, pero, a la vez, necesitan que alguien les diga cómo comportarse y qué hacer cuando sus compañeros no pueden o no los quieren ayudar, cuando la confusión y desorientación les hace sentir que necesitan una intervención directiva y didác­tica. Los adultos, por su parte, esperan que los adoles­centes los satisfagan, convirtiéndose e incluso incorpo­rando su idea de niño y de alumno. Es una cuestión de fragilidad narcisista que involucra de forma igual las dos partes de la relación.

En el ensayo Arrogantes y frágiles: les adolescentes de hoy en día, Gustavo Pietropolli Charmet (2008) define a los adolescentes de hoy en día como unos narcisos, la des­cendencia de oro a quien todo el mundo adora y obe­dece. Los adolescentes de hoy rara vez son educados de acuerdo al modelo educativo de “pecado y castigo”. Sin embargo, como subraya Pietropolli Charmet, en la escuela se requiere que el adolescente haga sacrificios que no está dispuesto a realizar y, puesto que no hay aprendizaje sin frustración, si el esfuerzo del estudiante para mejorar su conocimiento y competencias necesa­rias no es lo suficientemente fuerte, a menudo tendrá que tolerar ser castigado, ya que a menudo no pasará de curso o conseguirá su diploma. Recuerdo la frase favorita de un antiguo estudiante: “no es que me falte la voluntad de aprender, me falta el deseo”. Este es­tudiante diferenció entre el deseo puramente teórico y abstracto de la carga libidinal necesaria para convertir el estudio en aprendizaje.

Por otro lado, si el aprendizaje es, como Bion (1962) sostiene, una experiencia eminentemente relacional y este proceso se lleva a cabo dentro de la relación entre dos mentes o en grupos, no podemos dejar de consi­derar la importancia de las implicaciones afectivas que subyacen en la relación entre estudiante y profesor, así como las relaciones entre el estudiante y los compañe­ros de clase.

Hace algunos años se me ocurrió leer una historia corta, de Isaac Asimov (2002), titulada “¡Cómo se di­vertían!” (1951). Es una historia de ciencia-ficción so­bre dos niños que aprenden algo acerca de la escuela del siglo XX. Margie, una niña de once años de edad, y Tommy, de trece, viven en el año 2157, dónde la es­cuela significa aprender de un máquina-profesor en casa. Ambos niños nunca han visto un libro impreso, porque en su época todo se almacena en las computa­doras. Cuando Tommy descubre un viejo libro, hablan de ello y llegan a la conclusión de que es muy poco práctico tener las letras en las páginas, ya que hay que tirarlo a la basura después de leer. El libro trata de la escuela, cuando los niños salían todos los días para ir al colegio y eran enseñados por otras personas. Margie, al principio, no lo creía y era muy escéptica, pero siguió pensando en el viejo modelo de escuela y cuando llegó el momento de la lección y la máquina-profesor le pidió que insertase su tarea en la ranura, ella lo hizo con un suspiro. Estaba pensando en las antiguas escuelas que tenían cuando el abuelo de su abuelo era un niño pe­queño: todos los niños de todo el territorio en el patio de la escuela, sentados juntos en la clase, yendo jun­tos a casa al final del día. Aprendían las mismas cosas, para que pudieran ayudarse mutuamente en las tareas y hablar de ello. Y los profesores eran personas… La máquina-profesor parpadeaba en la pantalla: “cuando sumamos las fracciones ½ y ¼”. Margie estaba pen­sando en cómo los niños debían haber disfrutado la escuela en los viejos tiempos. Estaba pensando en la diversión que tenían.

Entre las diversas opiniones que expresaron mis es­tudiantes de 16 años de edad en un test sobre el cuento de Asimov, me quedé particularmente impresionada con la consideración de una chica: la escuela a la que asistimos nos ofrece la oportunidad de estar con otras personas, compañeros de clase y profesores, y hacer co­sas juntos. Un profesor “humano” es, sin duda, mejor que uno mecánico, porque conoce los problemas de la gente y así puede entender a sus alumnos. Una máquina nunca sentirá lo que un ser humano siente.

Sin embargo, al igual que todas las relaciones huma­nas, la del profesor-alumno está a menudo perturbada por las turbulencias afectivas que hacen que sea difícil y compleja: la desconfianza mutua y las preocupaciones pueden llevar tanto a los profesores como a los estu­diantes a recurrir a las defensas que pueden bloquear, obstaculizar o, en el mejor de los casos, restringir la co­municación de lo que puede pasar a través de las barre­ras o, para usar una expresión en tiempos de guerra, las barricadas. Barrica, en latín, es un recipiente de madera que se llenaba de tierra y se colocaba en medio de la calle para obstruir el paso de un enemigo. Una barrera tiene la misma etimología y consta de una cerca utiliza­da para limitar o definir un espacio para su protección o privacidad. Pero, ¿de qué se defienden los estudiantes y los profesores?

The Emotional Experience of Learning and Teaching (Salzberger et al., 1983) es una publicación interesante que data de la década de 1980. Habla extensamente acerca de los aspectos más característicos de la rela­ción entre estudiantes y profesores. Un profesor, sin duda, es vivido como una persona que puede entre­gar conocimientos y cultura, así como comodidad y bienestar. También es, sin embargo, el blanco de la envidia de los estudiantes, provocando de este modo sus comportamientos problemáticos, a veces incluso perjudiciales. Por su parte, los profesores pueden ex­presar un doble punto de vista: a ser, por un lado, más o menos conscientes de las características y proble­mas personales de sus estudiantes, mostrándoles de esta manera su preocupación y simpatía y, por otro lado, estar afectados por su propias ideas preconcebi­das acerca de los sentimientos reales de sus alumnos; en otras palabras, sentir que son el blanco de la hosti­lidad y la crítica de sus alumnos.

El mayor temor de un profesor es el de ser conside­rado incompetente. A menudo me he dado cuenta de que las medidas disciplinarias se toman generalmente en contra de aquellos estudiantes que hacen que los profesores se sientan deslegitimados y ninguneados. Hace años, en una escuela secundaria de mi ciudad, un profesor salió de la clase llorando porque un es­tudiante dijo, de manera abierta y arrogante, que éste había motivado su comportamiento desatento porque su enseñanza era aburrida e inútil. El profesor pidió al director que convocara al comité de disciplina, y el muchacho fue expulsado de la escuela durante una semana. En otra escuela, el director, conocido por su comportamiento agresivo, había suspendido reciente­mente a un estudiante durante tres días porque trató de defender a un asistente a quien el primero había regañado delante de los estudiantes. El chico había di­cho que el hombre merecía el respeto de todo ser hu­mano. Tanto el profesor como el director no habían sido capaces de lidiar con los sentimientos negativos y las críticas de los estudiantes.

Como cuestión de hecho, en términos generales, no es sólo que los profesores respondan de forma puni­tiva a la crítica. A menudo interpretan de una manera persecutoria lo que no pueden entender. Después de todo, los profesores rara vez poseen la capacidad nega­tiva psicoanalítica de la que habló el poeta Keats y que Bion elaboró, lo que significa que no pueden tolerar los comportamientos “inexplicables” de sus estudian­tes, endureciendo una posición esquizoparanoide sin experimentar una sensación de persecución. No pue­den, por tanto, oscilar entre la capacidad negativa y un hecho seleccionado. Tanto los profesores como los es­tudiantes a menudo evacuan los aspectos dolorosos y humillantes que experimentan en su relación. En este sentido, no puedo dejar de pensar en lo que Bion escri­bió en Aprender de la experiencia (1962): “una experiencia emocional que se siente como dolorosa puede iniciar un intento ya sea para evadir o modificar el dolor de acuerdo a la capacidad de la personalidad para tolerar la frustración. La evasión o la modificación, de acuerdo con la opinión expresada por Freud en su artículo For­mulaciones sobre los dos principios del acaecer psíquico (1911b) están destinadas a eliminar el dolor” (2014, p. 315).

Como consecuencia de las proyecciones mutuas, un profesor puede parecer desagradable y detestable para el estudiante que se siente despreciado y humillado; al mismo tiempo, un estudiante que se siente estúpido es probable que haga que su profesor sienta lo mismo a través de su disrupción, expresada activa o pasiva­mente.

No es el caso, por supuesto, del estudiante que de­safía un profesor que se siente débil e inestable en su papel, como hemos visto con el profesor de filosofía que salió de la clase llorando. Esto sería un compor­tamiento arrogante. Si la dificultad para contener y trabajar a través de las emociones negativas les hace sentirse desbordados, invirtiendo la relación entre es­tudiante y profesor y, en muchos casos, el proceso de enseñanza-aprendizaje, será importante la capacidad adquirida para dominar y equilibrar los afectos posi­tivos y negativos para conseguir una comunicación provechosa y eficaz entre los dos miembros de la día­da.

Sin embargo, lo que habitualmente contiene es la posibilidad de sentir y expresar el amor, la confianza, la simpatía, la complicidad y ser paciente y tolerante, que depende principalmente de la capacidad de una persona para hacer frente a la confrontación con los demás y manejar la comunicación de la información ambigua y compleja. Estoy pensando en A. Green (1974), que habla sobre el afecto como la manifes­tación del otro. Green usa la palabra “epifanía” que James Joyce había utilizado para hablar de un “insight en la verdad de las cosas”. Nos dice que, en su forma más extrema, cuando no se reprime bruscamente, el afecto puede entrar en la conciencia, atravesar la barre­ra de la conciencia.

La epifanía del otro, que también me recuerda a la obra de David Levi Strauss en el campo de la fotografía y las artes visuales, es una experiencia muy delicada, ya que determina el tipo de relación que los dos individuos involucrados tendrán después. Sin embargo, también el “devenir” de esa relación debe ser considerado de for­ma muy cuidadosa y atenta porque, en mi opinión, el futuro de la relación depende de que sea mutuamente constructiva y enriquecedora.

Como psicoterapeuta y profesora, he visto un mon­tón de relaciones profesor-alumno que habían tenido un mal comienzo evolucionar positivamente a través de la reciprocidad que los dos individuos, con el tiem­po, han sido capaces de crear y disfrutar. En verdad, pocos profesores admiten tener problemas con los es­tudiantes porque tienen miedo de que la gente pueda pensar que no son buenos. Estos profesores deben ser alentados a dejar las armas y mirar más allá de las ba­rreras levantadas entre su escritorio y los estudiantes en la guerra de trincheras que todavía luchan en las aulas. Los profesores deben ser ayudados a darse cuenta de que a menudo son sus propios miedos e inseguridades los que se erigen como barricadas que los estudiantes contribuyen a hacer más y más altas cuando agregan sus propias defensas.

Un profesor debería ser capaz de evitar la colusión con las estrategias defensivas de un estudiante relacio­nadas con sus dificultades de aprendizaje y problemas de relación. El profesor debería conseguir albergar las dificultades de su alumno en su mente y tolerar sen­tirse incómodo, resistiendo la tentación de expulsarlo. El problema es que “hay un océano entre el decir y el hacer”, lo que significa que algunos conflictos se hacen insolubles.

Estoy pensando en una famosa carta que Freud es­cribió a Jung en 1913, cuando las barreras entre ellos se habían convertido en insuperables: “propongo que abandonemos nuestras relaciones personales por com­pleto. Yo no pierdo nada por ello, ya que mi único vín­culo emocional contigo ha sido un largo y delgado hilo -el efecto persistente de las decepciones del pasado- y tú tienes mucho que ganar, en vista de la observación que hiciste recientemente en el sentido de que una re­lación íntima con un hombre inhibe su libertad cientí­fica” (1994, p. 256).

Sin embargo, cuando Spandau Ballet lanzó al mer­cado Through the barricades (1986), haciendo hincapié en lo difícil que debe ser crecer detrás de las barrica­das (aludiendo a la historia de Irlanda), tenían la in­tención de expresar su esperanza de que la gente, a pesar de todo, se une, pasando a través de éstas. Yo añadiría que había una pared, en Berlín, que durante mucho tiempo parecía irrompible hasta que un día fue felizmente desmantelada. Puedo decir que esto es lo que suele ocurrir después de momentos difíciles y do­lorosos, también en la relación entre los adolescentes y sus profesores.

Traducción del inglés por Núria Ribas

Notas

(1) Se refiere a la Associazione Romana Per La Psicotera­pia Del l’Adolescenza, que tiene su sede en Roma (Italia). Más información en http://www.associazionearpad.it/ (Nota del redactor).

(2) Aquí hace referencia a la película Lost in transla­tion (Coppola, 2003), cuyo título en español se traduciría como “perdido en la traducción”. La autora hace un para­lelismo con la confusión que produce la traducción poco acertada del título del libro de Winnicott con el argumen­to de la película, que narra las dificultades de adaptación de un norteamericano en Tokio (Nota del redactor).

Bibliografía

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Pietropolli Charmet, G. y Marcelli, D. (2008). Arrogants et fragiles: les adolescents d’aujourd’hui. París: Al­bin Michel.

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